La  beatificación de Juan Pablo II es una ocasión especial para recuperar  la verdad sobre el hombre, incluido el riesgo que Dios ha corrido con  nuestra libertad
     Sería inútil el intento de contener la riquísima existencia de Juan Pablo II  en un artículo periodístico. No obstante, pienso que, en el título de  estas consideraciones, se condensan las coordenadas que enmarcaron su  vida, que le condujeron a surcar el planeta, a hacerse presente en  organismos internacionales, a preocuparse por los desheredados de este  mundo, a rezar con personas de diversas religiones en Asís, a vivir con  pasión el ecumenismo, a pedir perdón —nadie lo hizo así— en nombre de la  Iglesia de todos los tiempos, a ser un anciano fascinante para los  jóvenes, a morir siendo el más llorado de los muertos. 
      Podría  hacerse una lista interminable, pero abandonaría mi propuesta. Abrió su  pontificado con unas palabras que recorrieron el mundo no sabemos con  qué fortuna, pero que comenzaron a construir cristianos más seguros en  época de incertidumbres. Y si todavía nos enmascaramos en la moda  pasajera, tal vez seamos más leales recordando aquellas frases: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!»
      «Abrid  los confines de los estados a su poder salvador, los sistemas  económicos y políticos, los vastos campos de la cultura, de la  civilización, del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo sabe qué hay  dentro del hombre. Sólo Él lo sabe».  Veintiséis años después, una multitud le despidió en directo o a través  de los medios de comunicación, entre sobrecogida y temerosa por la  orfandad, confortada por su herencia y con una certeza convertida en  clamor: ¡Santo ya!
      Juan  Pablo II fue un enamorado de Cristo, viéndolo Dios hecho hombre que ama  y comprende al hombre. Cuántas veces repitió aquellas frases que él  mismo había contribuido a elaborar en el Concilio: el hombre es la única  criatura que Dios ha querido por sí misma; el misterio del hombre sólo  se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado; en cierto sentido, al  hacerse hombre, Dios se ha encarnado en cada hombre. No cabe un concepto  más alto del ser humano, ni de las posibilidades de su trabajo, de la  investigación, del altísimo valor de la razón, de la libertad, de todos  los derechos humanos. 
      En su primera encíclica —Redemptor Hominis—, Cristo y el hombre se dan la mano. «La Iglesia —escribía— no  puede abandonar al hombre, cuya suerte, es decir, la elección, la  llamada, el nacimiento y la muerte, la salvación o la perdición, están  tan estrecha e indisolublemente unidas a Cristo». Todo hombre, cada  hombre, no una humanidad abstracta y difusa, interesa a Cristo, se  explica en Cristo y, por tanto, cada persona importa mucho a la Iglesia,  que ha de ser Cristo en la historia. Su última encíclica volvió a  Cristo: en la Eucaristía, anclaje y alimento de la humanidad. 
      En incontables ocasiones utilizó esta expresión: «la verdad sobre el hombre»,  que si hubiésemos entendido y vivido mejor, tal vez nos habría librado  del apocalipsis actual: guerras incontables, injusticias hechas norma,  la mentira y la codicia ruina de nuestras economías, el hambre de muchos  y la opulencia de no sé de cuántos... No obstante, cayó el muro de  Berlín, cesaron muchas dictaduras, se hizo más justicia al holocausto y a  los mártires del marxismo, fuimos más conscientes del bien de la  ecología, se despejaron luchas entre fe y ciencia... 
      Pero,  ¿y la conducta cristiana fruto de la vida nueva traída por Jesús?  ¿Acaso esa sucinta enumeración no muestra el fracaso de Cristo? No.  Cristo ha creado hombres verdaderamente libres. Y ese hombre, que ha  progresado en muchos aspectos —también religiosos—, sigue viviendo en  demasiadas ocasiones como si esa libertad fuera gozar de la vida sin  más, en lugar de constituir el empeño por buscar la verdad y el bien,  que nos hacen a nosotros mismos verdaderos y buenos, como predicó el  Papa actual en Colonia. 
      La  beatificación de Juan Pablo II es una ocasión especial para recuperar  esa verdad sobre el hombre, incluido el riesgo que Dios ha corrido con  nuestra libertad. Esa verdad es que la persona humana es imagen de Dios,  que ha caído, pero que ha sido redimida, que está inclinada al pecado,  pero que vive en continua aspiración a la verdad, al bien, a la belleza,  a la justicia, al amor, como también se lee en Redemptor Hominis. 
      El  gran peligro del hombre es alejarse de esa imagen del Creador en busca  de una inútil y suicida autonomía respecto a Él. Siendo cardenal de  Cracovia, decía el Papa Grande que, perdido el Creador, la criatura se  diluye. «El que a vosotros oye, a mí me oye», dijo Jesús. No  escuchamos a Cristo en sus pastores —el Papa y los obispos con él—,  presuntuosos de construir la fe y el hombre a nuestra medida. A mi  parecer ahí reside el origen de tantos males, aunque algunos los  entiendan sinceramente como liberación. Antes liberación de la propiedad  privada; ahora libertad sexual. Las dos con su verdad y las dos con su  error. 
      Este  primero de mayo es un gran momento para la reflexión de estadistas y  pueblo, de eclesiásticos y fieles: Cristo sabe qué hay dentro del  hombre. Sólo Él lo sabe.
Pablo Cabellos Llorente
Las Provincias / Almudí
Las Provincias / Almudí
Mil gracias !! Bellísima reflexión !!Dios los siga bendiciendo !!!
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