Ante la presentación este mes de la futura Ley de Muerte Digna, ABC visita el hospital Laguna de Madrid, único centro que presta cuidados paliativos a pacientes con cualquier tipo de enfermedades avanzadas
   Tres  fotografías de sus nietos lucen en la habitación de don José. Son su  orgullo e ilusión. Llegó hace casi un mes al hospital de cuidados  paliativos Laguna de Madrid. «Venía hecho polvo», dice. «No podía ni  hablar», detalla su mujer María Blanca, que no se separa de él ni de  noche ni de día. «Me duelen los huesos, la próstata y los riñones. Uno  casi no me funciona y estoy lleno de drenajes». «Son tatuajes», le  bromea su esposa. Desde entonces, ha mejorado. El dolor se ha moderado,  se mitiga poco a poco con la medicación. Ya se levanta de la cama al  sillón. «Y come mejor, antes ni siquiera comía. Mi hija le trae  tortillas de patatas. Tenemos una nevera que parece de juguete. Pero yo  meto ahí mis cosas y me apaño», cuenta la dulce María, que no deja pasar  detalle en el cuidado del hombre con el que lleva casada casi 50 años.
   Don  José es consciente de que sufre una enfermedad que no tiene cura.  «Llevo siete años con ella. Aquí he mejorado cien por cien. Hay  tranquilidad y silencio. No como en el hospital, que había mucha gente.  No me queda más remedio que seguir adelante».
   Como  don José, cerca de 250.000 personas se ven en esta situación cada año  en nuestro país. Y mirar de frente a la muerte no es nada llevadero. «La  mitad de esos enfermos, que no sufren síntomas difíciles, son atendidos  por médicos de familia y especialistas. Pero la otra mitad necesita una  atención especializada», explica el presidente de la Sociedad Española  de Cuidados Paliativos, Javier Rocafort. Sin embargo, las 420 unidades  de cuidados paliativos que existen no dan abasto. «Y aunque están bien  dispuestas geográficamente, hay problemas de acceso. Pacientes que se  encuentran en pueblos a más de 60 kilómetros, los niños tienen más  dificultades para acceder, y a estas unidades falta dotarlas de más  profesionales», dice Rocafort. Al final, «cerca de 60.000 enfermos—afirma—, con graves síntomas y dolencias, no tienen la atención integral que precisan».
«Un derecho»
    No es de extrañar  que muchos profesionales sanitarios estén preocupados por la polémica  Ley de Cuidados Paliativos y Muerte Digna, cuyo texto aprobará este mes  el Gobierno. La ministra de Sanidad, Leire Pajín, avanzó recientemente  que esta norma tratará de mejorar la calidad y acceso a los cuidados  paliativos, «un derecho de la ciudadanía y no un privilegio».
   Don  José es uno de los afortunados, una de las 500 personas que cada año  son atendidos en el hospital Laguna. Es el único centro sociosanitario  de cuidados paliativos en nuestro país. Hay otro en Benalmádena, pero  solo se ocupa de enfermos de cáncer en su fase más avanzada. Un equipo  multidisciplinar de médicos, enfermeras, psicólogos, terapeutas,  trabajadores sociales, fisioterapeutas y hasta un capellán intenta  aliviar el dolor de estos pacientes. No sólo se cuidan los síntomas  físicos con tratamientos no agresivos —lo último es la sedación—,  también se atienden los peores miedos, los anhelos y angustias, siempre  acompañados en ese camino hacia el final.Sencillamente, se trata de  morir en paz.
   Son  muy pocos los que pueden mirar a la muerte de frente y seguir esbozando  una sonrisa. Rosario está en ello. Plena de caricias y besos —«los  besos no se cobran, son gratis», dice—, conserva su buen humor,  entristecido cuando alaba a la doctora que la cuida: «Es muy cariñosa,  todos lo son». Entonces, quiebra la voz. «Lo que tengo no se va a  curar». Y su sobrina la abraza.
   Martín  es otro de los pacientes, que se pasea en silla de ruedas de un lado a  otro esquivando al fotógrafo. Mientras, su mujer, Uli, hace ganchillo  frente al ventanal. Rosario le invita: «Ven. Hazte una foto conmigo».  Aquí se respira la cotidianeidad de un hogar con su familia. Un día a  día en el que la muerte parece que no está presente.
«Su época más feliz»
    No todos quieren  hablar. Y los médicos tampoco desean que se perturbe la tranquilidad de  estos pasillos, salas y habitaciones. A veces es el psicólogo quien  aconseja: «Quizá otro día».
Amelia  hace dos años que se fue por un cáncer de mama. Su recuerdo está  presente en la memoria de su hermana Teresa como si hubieran estado  juntas ayer. Pero no es un recuerdo amargo. «Ella sabía que era su final  —dice entre lágrimas y con una suave sonrisa— y, sin embargo, fue la  época más feliz de su vida». Los oncólogos le pronosticaron tres meses  de vida. Pero la fuerte Amelia superó las expectativas y vivió seis  meses más. «Por los cuidados que recibió en este hospital», insiste.  «Desde la mujer de la limpieza hasta el capellán, todos fueron muy  cariñosos. Y no fue necesario la sedación, porque aquí saben cómo atajar  el dolor. Por eso, pudo disfrutar de la vida en sus últimos días».  Teresa no repara en halagos: «Tuvo calidad hasta el final. Sabía que se  moría pero no estaba desamparada, ni metida entre cuatro paredes, donde  le ponen una inyección y le dan de comer. En su habitación no faltaba  una cestita de frutas y caramelos para agasajar a las visitas».
   No  se olvidan los detalles, las pequeñas cosas que dan sentido a la vida.  Un paciente, un ingeniero peruano, logró su sueño de exponer sus  pinturas en un espacio habilitado en el centro y un cuadro con un motivo  inca sirve de aliciente ahora a todos colgado en un pasillo. Otra  paciente con cáncer anhelaba morir rubia. Así que un día la peluquera le  tiñó el pelo, castigado por la quimioterapia, de su color preferido.  Otro enfermo logró el deseo de ver en el campo a su Atlético de Madrid.  «Es muy duro atender a una persona que puede morir en cinco minutos y  regalarle una sonrisa. Eso no lo regula una ley. Benditas las personas»,  afirma Teresa.
   En  este hospital no son ajenos a los cambios con la nueva ley cosas. «Solo  me importa el paciente, que fallezca bien, y la familia. La ley es otro  foro», declara Lourdes Corredera, trabajadora social que cada día se  pelea por lograr recursos y agilizar trámites.
   El  factor tiempo es clave. «Tener acceso a la Ley de Dependencia de forma  más inmediata ayudaría mucho a las familias», cree Lourdes, que se queja  de la continua lucha contra el «muro de hormigón» de las  administraciones: «Las familias tienen que dejar de trabajar, las ayudas  llegan tarde, no dan facilidades para adaptar las viviendas, camas  articuladas, sillas de ruedas... Muchos tienen que endeudarse».
   A  contrarreloj trabaja Antonio Noguera, subdirector médico. «Los  pacientes llegan demasiado tarde. Se alivian los síntomas clínicos pero  en el cuidado integral vamos a contrarreloj», explica. Él augura lo que  muchos temen: «Si la ley sirve para mejorar los ciudados paliativos será  maravilloso, si es una ley para un encuentro de ideologías diferentes  será un desastre». «Cuando no se puede curar -añade-, lo que queda es  cuidar lo mejor posible del paciente».
ABC 

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