martes, 8 de enero de 2013

El cristianismo y las religiones. Reconocer el rostro del Creador

La religión cristiana no es el camino del hombre a Dios sino el camino de Dios al hombre que le ha revelado su misterio con la sabiduría y verdad que es propia de Dios
 
      Con frecuencia se escucha el argumento de que todas las religiones son iguales, que es indiferente el credo y que la elección cristiana es igual a las demás. La globalización, se sigue diciendo, llevaría consigo necesariamente un pluralismo religioso igualmente verdadero, porque las sensibilidades y las culturas son demasiado variadas como para justificar un “camino” único hacia la verdad. Lo contrario equivaldría a presentarse de un modo intolerante.

      Sin embargo el cristianismo siempre ha reivindicado su carácter de religión verdadera. Y este amor a la verdad es el que lo ha impulsado al diálogo con las distintas creencias, descubriendo las semillas de verdad que hay en todas las religiones, −como ha puesto de relieve el último Concilio− y respetando la libertad de los que no están en la verdad revelada. 


      Una anécdota histórica nos puede arrojar luz sobre la constante pretensión de verdad del cristianismo frente a las demás religiones y su defensa de la tolerancia. Los protagonistas son dos exponentes de primera fila de la cultura del momento, el siglo IV: el famoso orador, y más tarde prefecto de la ciudad de Roma, Símaco y el obispo de Milán S. Ambrosio. La polémica que surgió en este período fue la restauración en el foro romano del altar consagrado a la diosa Victoria. Hay que decir que ambos probablemente estaban emparentados y ciertamente eran amigos desde la juventud y se guardaron siempre un respeto mutuo incluso en el desarrollo de esta polémica.

      A lo largo del siglo IV, el avance del cristianismo en la Roma pagana, da lugar a que, de modo paulatino, vayan desapareciendo el culto, las costumbres y los símbolos de la religión romana. El emperador Graciano, en el año 382, toma la decisión de retirar el altar dedicado a la diosa Victoria, que presidía el aula del Senado desde la batalla de Actium, en la que Augusto derrotó a Marco Antonio y Cleopatra

      Un pequeño grupo de senadores, encabezados por Símaco, Presidente del Senado, se dirigen al emperador para evitar que se lleve a cabo la retirada del altar; es el último intento por evitar la desaparición de la religión tradicional romana. Dos años después, durante el gobierno del joven Valentiniano II, sucesor de Graciano, el mismo Símaco presentará una relación solicitando la revocación del decreto dado por su padre. 

      En su exposición, Símaco utiliza fundamentalmente dos argumentos. Uno se basa en el hecho objetivo de que la religión romana tiene valores positivos −como la honradez, la valentía o la entrega− que durante siglos han servido para que los romanos y Roma alcancen la gloria. Y al mismo tiempo aboga por la tolerancia: «cada uno tiene su costumbre y su religión» que hay que respetar.

      El segundo es de tipo filosófico, también basado en la experiencia de que todos los hombres tienen una religión y que ésta tiene manifestaciones diversas según los tiempos y lugares. Sostiene que todos los hombres veneran una misma Realidad divina, pero que hay diversos caminos para acercarse a ella, pues se trata de un misterio insondable e inabarcable. Toda religión es un camino válido; ninguna tiene la exclusiva de alcanzar la Realidad divina. Parafraseando aquello de todos los caminos llevan a Roma, Símaco afirma que cualquier manifestación religiosa es verdadera y adecuada a la perfección y dignidad del hombre. 

      S. Ambrosio le responderá que el cristianismo, como lo prueba la historia, lleva a su madurez y plenitud lo que ya estaba incoado y como germen, es «vendimia de virtudes» que puedan existir fuera de él. Todo lo bueno ha fructificado en el cristianismo. La fe cristiana no «destruye lo bueno que hay en todo lo humano, incluidas las religiones» .Por otra parte apoya el derecho a la defensa y a la práctica de las propias convicciones: «cada cual debe defender con libertad y guardar fielmente la creencia de su alma».

      Pero esta tolerancia no es ajena a la afirmación que sólo hay una religión verdadera. Ese misterio de Dios inaccesible al hombre por sus propias fuerzas −seguirá diciendo S. Ambrosio− se nos ha hecho accesible por revelación de Dios mismo, por su Palabra. La religión cristiana no es el camino del hombre a Dios sino el camino de Dios al hombre que le ha revelado su misterio con la sabiduría y verdad que es propia de Dios. Sólo ése puede ser el camino de conocimiento de Dios: sólo se puede creer en Dios mismo y no en las vías humanas basadas en conjeturas.

      Frente al pluralismo religiosos que acaba convirtiéndose en relativismo o sincretismo, S. Ambrosio defiende que solamente hay una religión verdadera, conocedora de Dios, y ésta es la cristiana. La religión cristiana, que tiene su origen y su fuerza en la Revelación divina, no se deja equiparar y mucho menos encerrar en el Panteón junto con las demás religiones paganas como pretendía Símaco. Frente a otras religiones la religión cristiana no es una “gnosis” sino un camino de vida. Está basada en un hecho histórico que ha cambiado la historia: el nacimiento, la muerte y resurrección de Cristo.

      En esa búsqueda de la verdad andaba san Agustín. En el año 383 partió furtivamente a Roma, a impulsos del temor de que su madre tratase de retenerle en África. En la Ciudad Eterna abrió una escuela, pero, descontento por la costumbre de los estudiantes, que cambiaban frecuente de maestro para no pagar sus servicios, decidió emigrar a Milán, donde trata de obtener el puesto de profesor de retórica. 

      En el tribunal estaba Símaco, entonces prefecto de Roma. La cátedra se la concede a Agustín, entonces maniqueo, y le recomienda −como nos cuenta él mismo en las Confesiones− que acudiera en Milán a escuchar los discursos de Ambrosio. Y será precisamente él −con los rezos de su madre− quien le atraiga a la fe cristiana. En una carta dictada poco después de su encuentro con la fe, en el 387, afirmará: «A mí me parece que hay que conducir de nuevo a los hombres... a la esperanza de encontrar la verdad». La verdad que es Cristo mismo, Dios que se ha hecho hombre. Un Dios con rostro humano que él encontró en su camino.

      Benedicto XVI comentando este hecho enseñará: «El retórico africano llegó a esta etapa fundamental de su largo camino gracias a su pasión por el hombre y por la verdad, pasión que lo llevó a buscar a Dios, grande e inaccesible. La fe en Cristo le hizo comprender que en realidad Dios no estaba tan lejos como parecía. Se había hecho cercano a nosotros, convirtiéndose en uno de nosotros. En este sentido, la fe en Cristo llevó a cumplimiento la larga búsqueda de san Agustín en el camino de la verdad. Sólo un Dios que se ha hecho “tocable”, uno de nosotros, era realmente un Dios al que se podía rezar, por el cual y en el cual se podía vivir».

      Cristo −glosará san Agustín− se ha hecho para nosotros camino ¿podremos así perder la esperanza de llegar? Su itinerario vital es un ejemplo elocuente de la verdad alcanzada.

El paseo nocturno de un pensador
      Hay una ilustrativa anécdota, que contó el papa Pablo VI sobre la vida de Berdiaiev. Un día, el pensador ruso visitó uno de los más famosos monasterios ortodoxos. Aquel lugar estaba construido con un hermosísimo claustro central sobre el que se abrían, todas iguales, las puertas de las celdas de los monjes, puertas todas idénticas, y sólo se distinguían por el nombre de un santo diferente sobre el dintel. Berdiaev fue recibido con la exquisita hospitalidad propia de los monjes orientales que lo trataron como uno más entre ellos. Y lo condujeron a la celda que iba a ocupar mientras estuviera hospedado en el monasterio.

      Al llegar la noche −prosigue la anécdota− el silencio descendió sobre el monasterio. Cada monje ingresó a su celda y la paz se hizo dueña de claustros y pasillos. Era una noche cerradísima. Ni la luna brillaba en el cielo. Y como no lograba dormirse, decidió rondar un rato por el claustro, cuya belleza tanto le había emocionado. Ahora el lugar estaba envuelto en tinieblas, en una gran serenidad. Se sintió lleno y feliz. Y perdió la cuenta de las vueltas dadas por el ancho recinto.

      Cuando al fin se sintió dominado por el sueño, descubrió el problema con el que tenía que enfrentarse: era imposible distinguir la puerta de su celda, siendo como eran todas idénticas. En la noche cerrada no era posible distinguir los nombres de los santos que las diferenciaban. Su caridad le impedía despertar a alguno de los monjes. Sólo tenía la solución de continuar dando vueltas y vueltas al claustro hasta que llegara la mañana.

      Sólo cuando salió el sol tuvo luz suficiente para distinguir su puerta a las demás. Había girado en torno a ella, había pasado ante ella docenas de veces sin llegar a verla. Ahora ahí estaba, facilísima y evidente. Gracias a la luz.

      Haciendo un comentario sobre esta anécdota del filósofo ruso, Pablo VI enseñaba que así nos ocurre a los hombres con la verdad. Vivimos encerrados en la noche del mundo y con frecuencia nos es casi imposible distinguir la verdad de la mentira. Giramos y giramos ante la puerta de la verdad, pasamos docenas de veces por delante de ella. Pero sólo la llegada de la luz −de la luz de Cristo, decía Pablo VI−, nos permitirá distinguir la puerta de la verdad de tantas puertas parecidas y engañosas

      Cada ser humano es en el fondo un peregrino en busca de la verdad. También el hombre religioso permanece siempre en camino hacia Dios: de aquí nace la posibilidad, más aún, la necesidad de hablar y dialogar con todos, creyentes o no, sin renunciar a la propia identidad o recurrir a formas de sincretismo; en la medida en que la peregrinación de la verdad se vive auténticamente, se abre al diálogo con el otro, no excluye a ninguno y compromete a todos a ser constructores de fraternidad y de paz.

      En su discurso a los profesores universitarios en España Benedicto XVI tras recordar que el camino hacia la verdad completa compromete al ser humano por entero afirmaba: «hay que considerar que la verdad misma siempre va a estar más allá de nuestro alcance. Podemos buscarla y acercarnos a ella, pero no podemos poseerla del todo: más bien, es ella la que nos posee a nosotros y la que nos motiva».

      Una verdad que nos posee, de la que nosotros no nos creemos dueños. Una verdad que hemos recibido como un don, la única que libera verdaderamente a todo hombre.

Eduardo Peláez LópezArvo.net / Almudí

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