El
desconocimiento de algo −la lista de las obras de misericordia− no
implica que esa virtud haya sido abandonada, pero tampoco ayuda a
practicarla
En
el año 90, mientras visitaba la todavía Unión Soviética, alguien de
allí me dijo en Moscú que quizá lo que más se notaba en la sociedad
después de setenta años de comunismo era la completa ausencia de la
misericordia. «Simplemente, no se entiende», me dijo. Pude comprobarlo
aquellos mismos días en bastantes ocasiones.
El
aviso de aquel ruso me viene a la cabeza cuando toca explicar en clase
cierta técnica narrativa. Para esa sesión me valgo de un cuento
delicioso de Antoni Marí, incluido en su libro El vaso de plata. El cuento se titula: “Sufrir con paciencia las flaquezas y debilidades del prójimo” y es el decimotercero de catorce dedicados a glosar, como habrán imaginado, las obras de misericordia.
Explico
esto a los chavales y les pregunto si alguno sabe qué son las obras de
misericordia. Años atrás lo hacía por mera precaución, consciente de que
tenían una idea al menos aproximada del asunto al que me refería.
Luego, me fui acostumbrando a que las manos levantadas menguaran un año
tras otro. El curso pasado solo a cuatro parecía sonarles el concepto “obra de misericordia”.
Tocaba
el cuento de Antoni Marí este jueves y debo reconocer que pregunté con
miedo: me miraron con una perplejidad unánime. No entendían de qué
hablaba. Nadie levantó la mano. Inicié una explicación somera, lo
imprescindible para situar el contexto del cuento y también por ver si
alguien daba señales de reconocimiento: son de dos tipos, las
espirituales y las corporales... enseñar al que no sabe, dar consejo al
que lo necesita... Nada. Me pasé a las corporales: dar de comer al
hambriento, dar de beber al sediento, cuidar al enfermo... Nada. Les
dije que lo miraran por su cuenta y que, en cualquier caso, el cuento
intentaba iluminar la sexta de las obras de misericordia espirituales y
que por eso se titulaba así.
Ahora
me arrepiento un poco. Debería haberlas enumerado todas para que se
pasmaran ante su belleza casi bruta: corregir al que yerra, perdonar las
injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia las flaquezas y
debilidades del prójimo, rogar a Dios por los vivos y difuntos. Y
después, debería haber seguido con las corporales que omití: dar de
beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, socorrer
al preso y enterrar a los muertos. Eso, por lo menos. Algunas les
sorprenderían mucho y otras les parecerían obvias. Pero son obvias solo
porque aún están vivas en nuestra cultura.
Cuando
una sociedad se vuelve materialista, antes que nada pierde el sentido
de la misericordia, me parece. Primero, la convierte en un mero
sentimiento, algo que se siente. Y pasa a ser misericordioso y bueno
quien llora. No importa que haga algo por remover la miseria ajena.
Basta con que se conmueva. Luego, se descartan otras porque se las
considera poco tolerantes, poco liberales o reñidas con la justicia: “Corregir al que yerra”,
por ejemplo. ¿Quién puede decidir que alguien yerra?, ¿quién soy yo
para corregirle?, se preguntan tantos, quizá mientras despellejan sin
reparo al aludido ausente. Sería fácil jugar aquí con los nuevos
fenómenos de acoso, tan difundidos entre los más jóvenes, que carecen de
culpa si nadie ha sabido transmitirles ciertas cosas cuyo
desconocimiento les veta, además, el acceso a pequeñas piezas de arte
como la que trataba de explicar en clase.
Desde
luego, el desconocimiento de algo ─la lista de las obras de
misericordia─ no implica que esa virtud haya sido abandonada, pero
tampoco ayuda a practicarla. Bueno, no sé, tengo que acabar. Pero, si me
hicieran esa típica pregunta de entrevista, «¿cómo le gustaría ser recordado?», respondería: «Como alguien misericordioso». Y que fuera verdad.
Paco Sánchez
Almudí
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