jueves, 10 de enero de 2013

Misericordia

   El desconocimiento de algo −la lista de las obras de misericordia− no implica que esa virtud haya sido abandonada, pero tampoco ayuda a practicarla

      En el año 90, mientras visitaba la todavía Unión Soviética, alguien de allí me dijo en Moscú que quizá lo que más se notaba en la sociedad después de setenta años de comunismo era la completa ausencia de la misericordia. «Simplemente, no se entiende», me dijo. Pude comprobarlo aquellos mismos días en bastantes ocasiones. 

      El aviso de aquel ruso me viene a la cabeza cuando toca explicar en clase cierta técnica narrativa. Para esa sesión me valgo de un cuento delicioso de Antoni Marí, incluido en su libro El vaso de plata. El cuento se titula: “Sufrir con paciencia las flaquezas y debilidades del prójimo” y es el decimotercero de catorce dedicados a glosar, como habrán imaginado, las obras de misericordia. 


      Explico esto a los chavales y les pregunto si alguno sabe qué son las obras de misericordia. Años atrás lo hacía por mera precaución, consciente de que tenían una idea al menos aproximada del asunto al que me refería. Luego, me fui acostumbrando a que las manos levantadas menguaran un año tras otro. El curso pasado solo a cuatro parecía sonarles el concepto “obra de misericordia”

      Tocaba el cuento de Antoni Marí este jueves y debo reconocer que pregunté con miedo: me miraron con una perplejidad unánime. No entendían de qué hablaba. Nadie levantó la mano. Inicié una explicación somera, lo imprescindible para situar el contexto del cuento y también por ver si alguien daba señales de reconocimiento: son de dos tipos, las espirituales y las corporales... enseñar al que no sabe, dar consejo al que lo necesita... Nada. Me pasé a las corporales: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, cuidar al enfermo... Nada. Les dije que lo miraran por su cuenta y que, en cualquier caso, el cuento intentaba iluminar la sexta de las obras de misericordia espirituales y que por eso se titulaba así. 

      Ahora me arrepiento un poco. Debería haberlas enumerado todas para que se pasmaran ante su belleza casi bruta: corregir al que yerra, perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia las flaquezas y debilidades del prójimo, rogar a Dios por los vivos y difuntos. Y después, debería haber seguido con las corporales que omití: dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, socorrer al preso y enterrar a los muertos. Eso, por lo menos. Algunas les sorprenderían mucho y otras les parecerían obvias. Pero son obvias solo porque aún están vivas en nuestra cultura. 

      Cuando una sociedad se vuelve materialista, antes que nada pierde el sentido de la misericordia, me parece. Primero, la convierte en un mero sentimiento, algo que se siente. Y pasa a ser misericordioso y bueno quien llora. No importa que haga algo por remover la miseria ajena. Basta con que se conmueva. Luego, se descartan otras porque se las considera poco tolerantes, poco liberales o reñidas con la justicia: “Corregir al que yerra”, por ejemplo. ¿Quién puede decidir que alguien yerra?, ¿quién soy yo para corregirle?, se preguntan tantos, quizá mientras despellejan sin reparo al aludido ausente. Sería fácil jugar aquí con los nuevos fenómenos de acoso, tan difundidos entre los más jóvenes, que carecen de culpa si nadie ha sabido transmitirles ciertas cosas cuyo desconocimiento les veta, además, el acceso a pequeñas piezas de arte como la que trataba de explicar en clase. 

      Desde luego, el desconocimiento de algo ─la lista de las obras de misericordia─ no implica que esa virtud haya sido abandonada, pero tampoco ayuda a practicarla. Bueno, no sé, tengo que acabar. Pero, si me hicieran esa típica pregunta de entrevista, «¿cómo le gustaría ser recordado?», respondería: «Como alguien misericordioso». Y que fuera verdad. 

Paco Sánchez

Almudí

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