En
la propia familia se forja el carácter, la personalidad, las
costumbres... y también se aprende a tratar a Dios. Dar ejemplo, dedicar
tiempo, rezar... la transmisión de la fe a los hijos resulta una tarea
que exige empeño
Cada
hijo es una muestra de confianza de Dios con los padres, que les
encomienda el cuidado y la guía de una criatura llamada a la felicidad
eterna. La fe es el mejor legado que se les puede transmitir; más aún:
es lo único verdaderamente importante, pues es lo que da sentido último a
la existencia. Dios, por lo demás, nunca encarga una misión sin dar los
medios imprescindibles para llevarla a cabo; y así, ninguna comunidad
humana está tan bien dotada como la familia para facilitar que la fe
arraigue en los corazones.
El testimonio personal
La
educación de la fe no es una mera enseñanza, sino la transmisión de un
mensaje de vida. Aunque la palabra de Dios es eficaz en sí misma, para
difundirla el Señor ha querido servirse del testimonio y de la mediación de los hombres: el Evangelio resulta convincente cuando se ve encarnado.
Esto
vale de manera particular cuando nos referimos a los niños, que
distinguen con dificultad entre lo que se dice y quién lo dice; y
adquiere aún más fuerza cuando pensamos en los propios hijos, pues no
diferencian claramente entre la madre o el padre que reza y la oración
misma: más aún, la oración tiene valor especial, es amable y
significativa, porque quien reza es su madre o su padre.
Esto
hace que los padres tengan todo a su favor para comunicar la fe a sus
hijos: lo que Dios espera de ellos, más que palabras, es que sean
piadosos, coherentes. Su testimonio personal debe estar presente ante los hijos en todo momento, con naturalidad, sin pretender dar lecciones constantemente.
A
veces, basta con que los hijos vean la alegría de sus padres al
confesarse, para que la fe se haga fuerte en sus corazones. No cabe
minusvalorar la perspicacia de los niños, aunque parezcan ingenuos: en
realidad, conocen a sus padres, en lo bueno y en lo menos bueno, y todo
lo que éstos hacen –u omiten– es para ellos un mensaje que ayuda a
formarlos o los deforma.
Benedicto
XVI ha explicado muchas veces que los cambios profundos en las
instituciones y en las personas suelen promoverlos los santos, no
quienes son más sabios o poderosos: «En las vicisitudes de la
historia, [los santos] han sido los verdaderos reformadores que tantas
veces han remontado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales
está siempre en peligro de precipitar; la han iluminado siempre de
nuevo» [1].
En
la familia sucede algo parecido. Sin duda, hay que pensar en cuál es el
modo más pedagógico de transmitir la fe, y formarse para ser buenos
educadores; pero lo decisivo es el empeño de los padres por querer ser
santos. Es la santidad personal la que permitirá acertar con la mejor
pedagogía.
"En
todos los ambientes cristianos se sabe, por experiencia, qué buenos
resultados da esa natural y sobrenatural iniciación a la vida de piedad,
hecha en el calor del hogar. El niño aprende a colocar al Señor en la
línea de los primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar a
Dios como Padre y a la Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el
ejemplo de sus padres. Cuando se comprende eso, se ve la gran tarea
apostólica que pueden realizar los padres, y cómo están obligados a ser
sinceramente piadosos, para poder transmitir –más que enseñar– esa
piedad a los hijos"[2].
Ambiente de confianza y amistad
Por
otra parte, vemos que muchos chicos y chicas –sobre todo, en la
juventud y adolescencia– acaban flaqueando en la fe que han recibido
cuando sufren algún tipo de prueba. El origen de estas crisis puede ser
muy diverso –la presión de un ambiente paganizado, unos amigos que
ridiculizan las convicciones religiosas, un profesor que da sus
lecciones desde una perspectiva atea o que pone a Dios entre
paréntesis–, pero estas crisis cobran fuerza sólo cuando quienes las
sufren no aciertan a plantear a las personas adecuadas lo que les pasa.
Es
importante facilitar la confianza con los hijos, y que éstos encuentren
siempre disponibles a sus padres para dedicarles tiempo. Los
chicos –aun los que parecen más díscolos y despegados– desean siempre
ese acercamiento, esa fraternidad con sus padres. La clave suele estar
en la confianza: que los padres sepan educar en un clima de
familiaridad, que no den jamás la impresión de que desconfían, que den
libertad y que enseñen a administrarla con responsabilidad personal. Es
preferible que se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en
los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se
corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en
ellos, se sentirán movidos a engañar[3]. No hay que esperar a la adolescencia para poner en práctica estos consejos: se puede propiciar desde edades muy tempranas.
Hablar
con los hijos es de las cosas más gratas que existen, y la puerta más
directa para entablar una profunda amistad con ellos. Cuando una persona
adquiere confianza con otra, se establece un puente de mutua
satisfacción, y pocas veces desaprovechará la oportunidad de conversar
sobre sus inquietudes y sus sentimientos; que es, por otra parte, una
manera de conocerse mejor a uno mismo. Aunque hay edades más difíciles
que otras para lograr esa cercanía, los padres no deben cejar en su
ilusión por llegar
a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes,
con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda
eficaz y amable[4].
En
ese ambiente de amistad, los hijos oyen hablar de Dios de un modo grato
y atrayente. Todo esto requiere que los padres encuentren tiempo para
estar con sus hijos, y un tiempo que sea “de calidad”: el hijo debe
percibir que sus cosas nos interesan más que el resto de nuestras
ocupaciones. Esto implica acciones concretas, que las circunstancias no
pueden llevar a omitir o retrasar una y otra vez: apagar la televisión o
el ordenador –o dejar, claramente, de prestarle atención– cuando la
chica o el chico pregunta por nosotros y se nota que quiere hablar;
recortar la dedicación al trabajo; buscar formas de recreo y
entretenimiento que faciliten la conversación y vida familiar, etc.
El misterio de la libertad
Cuando
está por medio la libertad personal, no siempre las personas hacen lo
que más les conviene, o lo que parecería previsible en virtud de los
medios que hemos puesto. A veces las cosas se hacen bien pero salen mal
–al menos, aparentemente–, y sirve de poco culpabilizarse –o echar la
culpa a otros– de esos resultados.
Lo
más sensato es pensar cómo educar cada vez mejor, y cómo ayudar a otros
a hacer lo mismo; no hay, en este ámbito, fórmulas mágicas. Cada uno
tiene un modo propio de ser, que le lleva a explicar y plantear las
cosas de un modo diverso; y lo mismo puede decirse de los educandos que,
aunque vivan en un ambiente semejante, poseen intereses y
sensibilidades diversas.
Tal
variedad no es, sin embargo, un obstáculo. Más aún, amplia los
horizontes educativos: por una parte, posibilita que la educación se
encuadre, realmente, dentro de una relación única, ajena a estereotipos;
por otra, la relación con los temperamentos y caracteres de los
diversos hijos favorece la pluralidad de situaciones educativas.
Por
eso, si bien el camino de la fe de es el más personal que existe –pues
hace referencia a lo más íntimo de la persona, su relación con Dios–,
podemos ayudar a recorrerlo: eso es la educación. Si consideramos
despacio en nuestra oración personal el modo de ser de cada persona,
Dios nos dará luces para acertar.
Transmitir
la fe no es tanto una cuestión de estrategia o de programación, como de
facilitar que cada uno descubra el designio de Dios para su vida.
Ayudarle a que vea por sí mismo que debe mejorar, y en qué, porque
nosotros propiamente no cambiamos a nadie: cambian ellos porque quieren.
Diversos ámbitos de atención
Podrían
señalarse diversos aspectos que tienen gran importancia para transmitir
la fe. Uno primero es quizá la vida de piedad en la familia, la
cercanía a Dios en la oración y los sacramentos. Cuando los padres no la
“esconden” –a veces involuntariamente– ese trato con Dios se manifiesta
en acciones que lo hacen presente en la familia, de un modo natural y
que respeta la autonomía de los hijos. Bendecir la mesa, o rezar con los
hijos pequeños las oraciones de la mañana o la noche, o enseñarles a
recurrir a los Ángeles Custodios o a tener detalles de cariño con la
Virgen, son modos concretos de favorecer la virtud de la piedad en los
niños, tantas veces dándoles recursos que les acompañarán toda la vida.
Otro
medio es la doctrina: una piedad sin doctrina es muy vulnerable ante el
acoso intelectual que sufren o sufrirán los hijos a lo largo de su
vida; necesitan una formación apologética profunda y, al mismo tiempo,
práctica.
Lógicamente,
también en este campo es importante saber respetar las peculiaridades
propias de cada edad. Muchas veces, hablar sobre un tema de actualidad o
un libro podrá ser una ocasión de enseñar la doctrina a los hijos
mayores (esto, cuando no sean ellos mismos los que se dirijan a nosotros
para preguntarnos).
Con
los pequeños, la formación catequética que pueden recibir en la
parroquia o en la escuela es una ocasión ideal. Repasar con ellos las
lecciones que han recibido o enseñarles de un modo sugerente aspectos
del catecismo que tal vez se han omitido, hacen que los niños entiendan
la importancia del estudio de la doctrina de Jesús, gracias al cariño
que muestran los padres por ella.
Otro
aspecto relevante es la educación en las virtudes, porque si hay piedad
y hay doctrina, pero poca virtud, esos chicos o chicas acabarán
pensando y sintiendo como viven, no como les dicte la razón iluminada
por la fe, o la fe asumida porque pensada. Formar las virtudes requiere
resaltar la importancia de la exigencia personal, del empeño en el
trabajo, de la generosidad y de la templanza.
Educar
en esos bienes impulsa al hombre por encima de las apetencias
materiales; le hace más lúcido, más apto para entender las realidades
del espíritu. Quienes educan a sus hijos con poca exigencia –nunca les
dicen que “no” a nada y buscan satisfacer todos sus deseos–, ciegan con
eso las puertas del espíritu.
Es
una condescendencia que puede nacer del cariño, pero también del querer
ahorrarse el esfuerzo que supone educar mejor, poner límites a los
apetitos, enseñar a obedecer o a esperar. Y como la dinámica del
consumismo es de por sí insaciable, caer en ese error lleva a las
personas a estilos de vida caprichosos y antojadizos, y les introducen
en una espiral de búsqueda de comodidad que supone siempre un déficit de
virtudes humanas y de interés por los asuntos de los demás.
Crecer
en un mundo en el que todos los caprichos se cumplen es un pesado
lastre para la vida espiritual, que incapacita al alma –casi en la raíz–
para la donación y el compromiso.
Otro
aspecto que conviene considerar es el ambiente, pues tiene una gran
fuerza de persuasión. Todos conocemos chicos educados en la piedad que
se han visto arrastrados por un ambiente que no estaban preparados para
superar. Por eso, es preciso estar pendientes de dónde se educan los
hijos, y crear o buscar entornos que faciliten el crecimiento de la fe y
de la virtud. Es algo parecido a lo que sucede en un jardín: nosotros
no hacemos crecer a las plantas, pero sí podemos proporcionar los medios
–abono, agua, etc.– y el clima adecuados para que crezcan.
Como aconsejaba san Josemaría a unos padres: "procurad
darles buen ejemplo, procurad no esconder vuestra piedad, procurad ser
limpios en vuestra conducta: entonces aprenderán, y serán la corona de
vuestra madurez y de vuestra vejez"[5].
Cuando se busca educar en la fe, no cabe separar la semilla de la doctrina de la semilla de la piedad[6]:
es preciso unir el conocimiento con la virtud, la inteligencia con los
afectos. En este campo, más que en muchos otros, los padres y educadores
deben velar por el crecimiento armónico de los hijos. No bastan unas
cuantas prácticas de piedad con un barniz de doctrina, ni una doctrina
que no fortalezca la convicción de dar el culto debido a Dios, de
tratarle, de vivir las exigencias del mensaje cristiano, de hacer
apostolado. Es preciso que la doctrina se haga vida, que se resuelva en
determinaciones, que no sea algo desligado del día a día, que desemboque
en el compromiso, que lleve a amar a Cristo y a los demás.
Elemento
insustituible de la educación es el ejemplo concreto, el testimonio
vivo de los padres: rezar con los hijos (al levantarse, al acostarse, al
bendecir las comidas); dar la importancia debida al papel de la fe en
el hogar (previendo la participación en la Santa Misa durante las
vacaciones o buscando lugares adecuados –que no sean dispersivos– para
veranear); enseñar de forma natural a defender y transmitir su fe, a
difundir el amor a Jesús. «Así, los padres calan profundamente en el
corazón de sus hijos, dejando huellas que los posteriores
acontecimientos de la vida no lograrán borrar[7]».
Es necesario dedicar tiempo a los hijos: el tiempo es vida[8],
y la vida –la de Cristo que vive en el cristiano– es lo mejor que se
les puede dar. Pasear, organizar excursiones, hablar de sus
preocupaciones, de sus conflictos: en la transmisión de la fe, es
preciso, sobre todo, “estar y rezar”; y si nos equivocamos, pedir
perdón. Por otro lado, los hijos también han de experimentar el perdón,
que les lleva a sentir que el amor que se les tiene es incondicional.
De profesión, padre
Explica Benedicto XVI que los más jóvenes, «desde
que son pequeños, tienen necesidad de Dios y tienen la capacidad de
percibir su grandeza; saben apreciar el valor de la oración y de los
ritos, así como intuir la diferencia entre el bien y el mal.
Acompañadles, por tanto, en la fe, desde la edad más tierna»[9].
Lograr en los hijos la unidad entre lo que se cree y lo que se vive es
un desafío que debe afrontarse evitando la improvisación, y con cierta
mentalidad profesional. La educación en la fe debe ser equilibrada y
sistemática. Se trata de transmitir un mensaje de salvación, que afecta a
toda la persona, y que debe arraigar en la cabeza y el corazón de quien
lo recibe: y esto, entre aquellos a quienes más queremos. Está en juego
la amistad que los hijos tengan con Jesucristo,
tarea que merece los mejores esfuerzos. Dios cuenta con nuestro interés
por hacerles asequible la doctrina, para darles su gracia y asentarse
en sus almas; por eso, el modo de comunicar no es algo añadido o
secundario a la transmisión de la fe, sino que pertenece a su misma
dinámica.
Para
ser un buen médico no es suficiente atender a unos pacientes: hay que
estudiar, leer, reflexionar, preguntar, investigar, asistir a congresos.
Para ser padres, hay que dedicar tiempo a examinarse sobre cómo mejorar
en la propia labor educadora. En nuestra vida familiar saber es importante, el saber hacer es indispensable y el querer hacer
es determinante. Puede no ser fácil, pero no cabe auto-engañarse
excusándose en las otras tareas que tenemos: conviene siempre sacar unos
minutos al día, o unas horas en periodos de vacaciones, para dedicarlos
a la propia formación pedagógica.
No
faltan recursos que pueden ayudar a este perfeccionamiento: abundan los
libros, vídeos y portales de internet bien orientados en los que los
padres encontrarán ideas para educar mejor. Además, son especialmente
eficaces los cursos de Orientación Familiar, que no sólo transmiten un
conocimiento, o unas técnicas, sino que ayudan a recorrer el camino de
la educación de los hijos y el de la mejora personal, matrimonial y
familiar. Conocer con más claridad las características propias de la
edad de los hijos, así como el ambiente en el que se mueven sus
coetáneos, forma parte del interés normal por saber qué piensan, qué les
mueve, qué les interpela. En definitiva, permite conocerlos, y eso
facilita educarlos de un modo más consciente y responsable.
Mostrar la belleza de la fe
Lograr
que los hijos interioricen la fe requiere aprovechar las diferentes
situaciones de modo que adviertan la consonancia entre las razones
humanas y las sobrenaturales. Los padres y educadores deben, sí,
proponer metas, pero mostrando la belleza de la virtud y de una
existencia cristiana plena. Conviene, pues, abrir horizontes, sin
limitarse a señalar lo que está prohibido o es obligatorio. Si no fuera
así, podríamos inducir a pensar que la fe es una dura y fría normativa
que coarta, o un código de pecados e imposiciones; nuestros hijos
acabarían fijándose sólo en la parte áspera del sendero, sin tener en cuenta la promesa de Jesús: "mi yugo es suave”[10].
Por el contrario, en la educación debe estar muy presente que los
mandamientos del Señor vigorizan a la persona, la aúpan a un desarrollo
más pleno: no son insensibles negaciones, sino propuestas de acción para
proteger y fomentar la vida, la confianza, la paz en las relaciones
familiares y sociales. Es intentar imitar a Jesús en el camino de las
bienaventuranzas.
Sería,
por eso, un error asociar “motivos sobrenaturales” al cumplimiento de
encargos, o de tareas, o de “obligaciones” que les resultan costosas. No
es bueno, por ejemplo, abusar del recurso de pedir al niño que se tome
la sopa como un sacrificio para el Señor: dependiendo de su vida de
piedad y de su edad, puede resultar conveniente, pero hay que buscar
otros motivos que le muevan. Dios no puede ser el “antagonista” de los
caprichos; más bien hay que intentar que no tengan caprichos, y lleguen a
estar en condiciones de alcanzar una vida feliz, desasida, guiada por
el amor a Dios y a los demás.
La
familia cristiana transmite la belleza de la fe y del amor a Cristo,
cuando se vive en armonía familiar por caridad, sabiendo sonreír y
olvidarse de las propias preocupaciones para atender a los demás,
a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría
convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de
que está compuesta la convivencia diaria[11].
Una
vida orientada por el olvido propio es, en sí misma, un ideal atractivo
para una persona joven. Somos los educadores los que a veces no nos lo
creemos del todo, tal vez porque aún nos queda mucho que caminar. El
secreto está en relacionar los objetivos de la educación con motivos que
nuestros interlocutores entiendan y valoren: ayudar a los amigos, ser
útiles o valientes… Cada chico tendrá sus propias inquietudes, que
haremos aparecer cuando se planteen por qué vivir la castidad, la
templanza, la laboriosidad, el desprendimiento; por qué ser prudentes
con internet, o por qué no conviene que pasen horas y horas ante los
videojuegos. Así, el mensaje cristiano será percibido en su racionalidad
y en su hermosura. Los hijos descubrirán a Dios no como un
“instrumento” con el que los padres logran pequeñas metas domésticas,
sino como quien es: el Padre que nos ama por encima de todas las cosas, y
a quien hemos de querer y adorar; el Creador del universo, al que
debemos nuestra existencia; el Maestro bueno, el Amigo que nunca
defrauda, y al que no queremos ni podemos decepcionar.
Ayudarles a encontrar su camino
Pero
sobre todo, educar en este campo es poner los medios para que los hijos
conviertan su entera existencia en un acto de adoración a Dios. Como
enseña el Concilio, «la criatura sin el Creador desaparece»[12]: en la adoración encontramos el verdadero fundamento de la madurez personal: si
las gentes no adoran a Dios, se adorarán a sí mismas en las diversas
formas que registra la historia: el poder, el placer, la riqueza, la
ciencia, la belleza…[13].
Promover esta actitud pasa necesariamente por que los chicos descubran
en primera persona la figura de Jesús; algo que puede fomentarse desde
que son pequeños, propiciando que aprendan a hablar personalmente con
Él. ¿No es acaso hacer oración con los hijos contarles cosas de Jesús y
sus amigos, o entrar con ellos en las escenas del Evangelio, a raíz de
algún incidente cotidiano?
En
el fondo, fomentar la piedad en los niños quiere decir facilitar que
pongan el corazón en Jesús, que le expliquen los sucesos buenos y los
malos; que escuchen la voz de la conciencia, en la que Dios mismo revela
su voluntad, y que intenten ponerla en práctica. Los niños adquieren
estos hábitos casi como por ósmosis, viendo cómo sus padres tratan al
Señor, o lo tienen presente en su día a día. Pues la fe, más que con
contenidos o deberes, tiene que ver en primer término con una persona, a
la que asentimos sin reservas: nos confiamos. Si se pretende mostrar
cómo una Vida –la de Jesús– cambia la existencia del hombre, implicando
todas las facultades de la persona, es lógico que los hijos noten que,
en primer lugar, nos ha cambiado a nosotros. Ser buenos transmisores de
la fe en Jesucristo implica manifestar con nuestra vida nuestra adhesión
a su Persona[14].
Ser un buen padre es, en gran medida, ser un padre bueno, que lucha por
ser santo: los hijos lo ven, y pueden admirar ese esfuerzo e intentar
imitarlo.
Los
buenos padres desean que sus hijos alcancen la excelencia y sean
felices en todos los aspectos de la existencia: en lo profesional, en lo
cultural, en lo afectivo; es lógico, por tanto, que deseen también que
no se queden en la mediocridad espiritual. No hay proyecto más
maravilloso que el que Dios tiene previsto para cada uno. El mejor
servicio que se puede prestar a una persona –a un hijo de modo muy
especial– es apoyarla para que responda plenamente a su vocación
cristiana, y atine con lo que Dios quiere para él. Porque no se trata de
una cuestión accesoria, de la que depende sólo un poco más de
felicidad, sino que afecta al resultado global de su vida.
Descubrir cómo se concreta la propia llamada a la santidad es hallar la piedrecita blanca, con un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe[15]:
es el encuentro con la verdad sobre uno mismo que dota de sentido a la
existencia entera. La biografía de un hombre será distinta según la
generosidad con que afronte las distintas opciones que Dios le
presentará: pero, en todo caso, la felicidad propia y la de muchas otras
personas dependerá de esas respuestas.
Vocación de los hijos, vocación de los padres
La
fe es por naturaleza un acto libre, que no se puede imponer, ni
siquiera indirectamente, mediante argumentos “irrefutables”: creer es un
don que hunde sus raíces en el misterio de la gracia de Dios y la libre
correspondencia humana. Por eso, es natural que los padres cristianos
recen por sus hijos, pidiendo que la semilla de la fe que están
sembrando en sus almas fructifique; con frecuencia, el Espíritu Santo se
servirá de ese afán para suscitar, en el seno de las familias
cristianas, vocaciones de muy diverso tipo, para el bien de la Iglesia.
Sin
duda, la llamada del hijo puede suponer para los padres la entrega de
planes y proyectos muy queridos. Pero eso no es un simple imprevisto,
pues forma parte de la maravillosa vocación a la maternidad y a la
paternidad. Podría decirse que la llamada divina es doble: la del hijo
que se da, y la de los padres que lo dan; y, a veces, puede ser mayor el
mérito de estos últimos, elegidos por Dios para entregar lo que más
quieren, y hacerlo con alegría.
La vocación de un hijo se convierte así en un motivo de santo orgullo[16],
que lleva a los padres a secundarla con su oración y con su cariño. Así
lo explicaba el Beato Juan Pablo II: «Estad abiertos a las vocaciones
que surjan entre vosotros. Orad para que, como señal de su amor
especial, el Señor se digne llamar a uno o más miembros de vuestras
familias a servirle. Vivid vuestra fe con una alegría y un fervor que
sean capaces de alentar dichas vocaciones. Sed generosos cuando vuestro
hijo o vuestra hija, vuestro hermano o vuestra hermana decida seguir a
Cristo por este camino especial. Dejad que su vocación vaya creciendo y
fortaleciéndose. Prestad todo vuestro apoyo a una elección hecha con
libertad»[17].
Las
decisiones de entrega a Dios germinan en el seno de una educación
cristiana: se podría decir que son como su culmen. La familia se
convierte así, gracias a la solicitud de los padres, en una verdadera
Iglesia doméstica[18],
donde el Espíritu Santo promueve sus carismas. De este modo, la tarea
educadora de los padres trasciende la felicidad de los hijos, y llega a
ser fuente de vida divina en ambientes hasta entonces ajenos a Cristo.
Alfonso Aguiló
OPUSDEI.ES
Notas
[1] Benedicto XVI, Discurso en la Vigilia de la Jornada Mundial de la Juventud de Colonia, 20-VIII-2005.
[2] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones, n. 103.
[3] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones, n. 100.
[4] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 27.
[6] Forja, n. 918.
[7] Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 60.
[8] Surco, n. 963.
[9] Benedicto XVI, Discurso al congreso eclesial de la diócesis de Roma, 13-VI-2011.
[10] Surco, n. 198.
[11] Es Cristo que pasa, n. 23.
[12] Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 36.
[14] Santo Tomás, S. Th. II-II,
q. 11, a. 1: «dado que el que cree asiente a las palabras de otro,
parece que lo principal y como fin de cualquier acto de creer es aquel
en cuya aserción se cree; son, en cambio, secundarias las verdades a las
que se asiente creyendo en él».
[15] Ap, 2, 17.
[16] Forja, n. 17.
[17] Juan Pablo II, Homilía, 25-II-1981.
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