La
consecuencia inmediata de reconocer que la bioética es, en última
instancia, ética, es que ni sus principios ni su método pueden
considerarse algo por completo ajeno a la experiencia moral ordinaria
1. Los principios de la bioética son los de la ética.
A
la vista del desarrollo enorme de la bioética en los últimos años, no
es ocioso recordar que los principios de la bioética no pueden ser otros
que los de la ética. Esta afirmación, que de entrada puede parecer
trivial, deja de serlo tan pronto como pasamos a considerar la
extraordinaria difusión de la postura según la cual la bioética tendría
unos principios particulares, especialmente diseñados para afrontar los
problemas éticos que se plantean como consecuencia de la introducción de
las nuevas tecnologías en el ámbito bio-sanitario, en el contexto de
una sociedad plural como la nuestra[1].
Sin
duda, desde un punto de vista práctico, los partidarios de constituir a
la bioética en una ciencia autónoma pueden alegar a su favor el hecho
innegable de que la bioética ha generado en muy pocas décadas una
reflexión ingente y muy específica, que además de requerir la aplicación
de los principios éticos a una materia muy concreta, exige internamente
la adopción de una perspectiva multidisciplinar a la hora de afrontar
sus problemas específicos.
Aunque
esta postura es defendible desde un punto de vista práctico, considero
que por sí sola no autoriza a conceder a la bioética un estatuto
epistemológico diverso del de la ética. Pues, de una parte, la
concreción de su materia no hace de ella una ciencia diversa ya que
también aquí se trata de acciones humanas (por mucho que la materia de
estas acciones se circunscriba a un ámbito determinado); y, de otra, su
mismo carácter interdisciplinar —que es hasta cierto punto lo más
novedoso de la bioética— no constituye tampoco un motivo suficiente para
constituirla en una ciencia independiente. Después de todo, la misma
interdisciplinariedad podría verse como una ampliación sistemática de la
deliberación que ha de preceder a toda decisión éticamente aceptable,
cuya aceptabilidad, en todo caso, corresponde examinar a la ética.
Ahora
bien: la consecuencia inmediata de reconocer que la bioética es, en
última instancia, ética, es que ni sus principios ni su método pueden
considerarse algo por completo ajeno a la experiencia moral ordinaria.
Pues, a diferencia de lo que ocurre con otras ciencias que siguen un
paradigma más próximo al de la técnica, en asuntos éticos no es adecuado
hablar de expertos o especialistas, como no sea en un sentido derivado.
Ciertamente,
el carácter tan especializado de los problemas tratados en bioética
requiere una preparación específica, especialmente una aptitud para el
diálogo interdisciplinar. Sin embargo, esta realidad no puede
conducirnos a marginar lo que Llano designa como el “competencia ética
del hombre de la calle”. Todos sabemos algo de ética. Negarlo sería
tanto como decir que somos incompetentes para conducir nuestra vida, y
que, en consecuencia, podemos delegar nuestras decisiones sobre lo bueno
y lo malo en terceros, de modo semejante a como podemos delegar en
terceros, por ejemplo, la elaboración de la declaración de la renta. Y
si es cierto que todos podemos aprender más ética, no es cierto en
cambio que los libros puedan proporcionarnos los principios morales
elementales, porque en última instancia el conocimiento ético es un
conocimiento práctico, y éste se consolida y se debilita con la misma
práctica moral.
Sin
duda, el desarrollo de la ciencia y la técnica en el último siglo nos
ha puesto ante los ojos posibilidades inéditas de intervención sobre la
vida, que nos plantean interrogantes éticos sin precedentes. Se dirá que
para resolver del mejor modo posible esos interrogantes no basta el
conocimiento moral ordinario, y la objeción parece razonable: ¿qué
significa, por ejemplo, abordar el tema de la muerte desde la
perspectiva del conocimiento moral ordinario, cuando la posibilidad de
la prolongación artificial de la vida está al alcance de la mano? ¿qué
relevancia puede tener este conocimiento moral cuando el problema ético
que nos planteamos es la clonación de seres humanos? Todo parecería
indicar, en efecto, que el conocimiento moral ordinario enmudece cuando
se enfrenta a situaciones tan novedosas. Sin embargo aún entonces su
relevancia es enorme, pues sin él —conviene subrayarlo—, ni siquiera
sería posible plantear esos problemas correctamente: antes de empezar a
hablar de estos temas es preciso saber, por ejemplo, que matar está mal;
o que el fin no justifica los medios.
Cuando
son estas cosas las que se discuten, entonces ya no hablamos
específicamente de bioética, sino en general de ética. Por eso no es
extraño que los debates corrientes en bioética sean finalmente deudores
de los debates éticos. Así ha ocurrido con el debate entre las éticas
ilustradas y la ética de la virtud (representadas, en bioética, por
Beauchamp&Childress y Pellegrino respectivamente)[3]; pero también en el debate acerca del pluralismo (que ha inspirado sobre todo la bioética de Engelhardt[4]).
Esto es un signo claro de que la bioética sigue alimentándose de la
reflexión ética, y de que seguirá haciéndolo por mucho tiempo, a menos
que acabe siendo suplantada por la bio-jurídica, que, entre tanto, ha
adquirido también un rango relativamente autónomo. Sin embargo, incluso
este deslizamiento de la bioética hacia la bio-jurídica puede verse como
un reflejo más del estado de cosas general en filosofía práctica, donde
no siempre se percibe con nitidez la diferencia entre la perspectiva
ética y la jurídica.
Acaso
sea esta historia lo que explica el peso —para mi gusto excesivo— que
las consideraciones de los filósofos encuentran entre los profesionales
del mundo bio-sanitario. Pues si alguna función tiene la filosofía en
este campo, ésta no es otra que la de deshacer los entuertos a los que
ha conducido el tomarse excesivamente en serio las teorías éticas
elaboradas por los mismos filósofos, y con las que se pretendía
sustituir la perspectiva concreta del agente moral implicado en la
acción, por la del “experto” dotado de un método con el que resolver los
problemas morales más variados de una forma racional y objetiva,
supuestamente universal.
Exagero:
sin duda la filosofía puede aportar algo más a la reflexión bioética,
pues, a fin de cuentas es cierto que nos enfrentamos a problemas nuevos,
para los que no basta la mera apelación a la práctica médica
tradicional: no tanto porque la práctica médica tradicional ignore los
principios que deben informar la nueva situación, como porque tales
principios se encuentran implícitos en ella, y es preciso sacarlos a la
luz, a fin de mostrar su vigor para afrontar los nuevos retos.
2. La inspiración original de la bioética y su trascendencia en la historia reciente de la ética
Sea
como fuere, la deuda permanente de la bioética con la ética filosófica
no debe impedirnos reconocer en el origen mismo de la bioética un
enfoque peculiar, como tampoco debe impedirnos reconocer el estímulo
evidente que, para la reflexión ética, suponen los problemas planteados
en el ámbito bio-sanitario. Pues si toda teoría se ha de nutrir de la
experiencia, esto es particularmente cierto de la teoría ética, que no
puede prescindir de la experiencia moral, y que, precisamente por eso,
ha de prestar especial atención a los retos a los que nos enfrenta los
avances de la ciencia en este campo.
De
hecho, es muy posible que la bioética como tal haya desempeñado un
importante papel en la redefinición de los términos del debate ético
contemporáneo. Basta recordar que, cuando surge en los años setenta, la
reflexión ética se encontraba todavía monopolizada por la controversia
entre utilitarismo y deontologismo, dos de los principales sistemas
éticos ilustrados, que más allá de sus importantes diferencias, tienen
en común su condición de sistemas éticos normativos.
Pues
bien, frente al normativismo característico de ambos sistemas, que
implicaba la construcción de una ética en tercera persona, ajena al
punto de vista del agente, y suponía una tajante división entre el mundo
de los hechos y mundo de los deberes, el surgimiento de la bioética
supuso un cambio de perspectiva, pues planteaba problemas éticos que,
emergiendo de la práctica médica ordinaria, cuestionaban por su base
aquella separación entre el mundo de los hechos y el mundo de los
valores, en la medida en que requerían del personal biosanitario
decisiones con evidente carga valorativa[5].
Con
ello se apuntaba a la necesidad de considerar la ética como una
dimensión intrínseca del actuar humano, cuestionando implícitamente la
tesis positivista que, por conceder un carácter real a la distinción
entre el mundo de hechos –objeto de la ciencia- y el mundo de los
valores —objeto de la ética—, tendía a favorecer la figura monstruosa
del científico moralmente neutro, como un personaje situado más allá del
bien y del mal.
Por
eso, el hecho de que la iniciativa de trazar un puente entre hechos y
valores surgiera de entre los mismos profesionales de las ciencias
biosanitarias, no puede considerarse circunstancial. Y es que si la
distinción entre hechos y valores tiene algún mérito, éste se reduce al
campo de la epistemología, pues es evidente que el avance de las
ciencias modernas se debe en una medida considerable al uso de
semejantes abstracciones. Pero conviene advertir que la realidad misma
no puede ni debe identificarse con nuestras abstracciones; conviene
tener presente, en efecto, que, tan pronto como bajamos a la práctica
desaparece la ciencia y nos encontramos con el científico, es decir, con
un hombre que toma decisiones, y que estas decisiones suyas son
necesariamente buenas o malas.
3. En busca de una ética para la sociedad tecnológica
Ahora
bien: ¿cómo acertar con lo bueno y lo malo en los casos a los que nos
enfrentaba y sigue enfrentando la aplicación de las nuevas tecnologías
en el ámbito bio-sanitario? Comprensiblemente, en aquellos años se
planteó como un reto elaborar una ética nueva para la sociedad
tecnológica. Como es sabido, los esfuerzos siguieron varias direcciones.
Parte de la reflexión bioética del momento tomó cuerpo alrededor de las éticas ecológicas (Jonas)[6]
o evolucionistas (Kieffer), en las que, de diferentes maneras, se
prometía un remedio para la fractura entre el mundo de los hechos y el
mundo de los valores.
El
remedio ha sido, en algunos casos, peor que la enfermedad.
Simplificando mucho, en el caso de las éticas evolucionistas el remedio
para aquella fractura se “lograba” (o malograba) por la vía de reducir
el valor ético a una función de la supervivencia biológica, es decir,
anulando lo propiamente ético. En el caso de las éticas ecológicas, en
cambio, se buscó un camino llamando la atención sobre el valor ético de
la vida, es decir, del respeto a la vida.
Con
todo, dentro de las éticas ecológicas, cabía distinguir aún dos
direcciones: una de ellas, la del ecologismo radical, nivelaba
—anulándola— la diferencia entre lo personal y lo natural, bien por la
vía de reducir la dimensión personal a mera naturaleza (el hombre es
aquí parte de la naturaleza), bien por la vía de elevar la naturaleza a
la categoría personal (hablando, por ejemplo, de derechos de los
animales[7]).
Muy
distinta era, en cambio, la dirección que tomó el ecologismo moderado,
en principio compatible con la ética tradicional, generalmente
caracterizada como “antropocéntrica” en el discurso ecologista. Y es
que, a diferencia de lo que sucede en el caso de la deep ecology, que
no discrimina entre la naturaleza en general y la naturaleza de las
personas, el ecologismo moderado subraya la importancia de la naturaleza
en el discurso ético en unos términos tales que permiten considerar al
hombre como un ser natural sin renunciar por ello a su condición
personal, es decir, sin renunciar a su ser más que naturaleza.
Aunque
el término “ecologismo moderado” admite desarrollos muy distintos, en
mi opinión, la consistencia de esta postura depende de que acierte a
rehabilitar un concepto teleológico de naturaleza[8],
y de que al mismo tiempo redescubra la verdadera naturaleza de la
razón, advirtiendo que ésta no se reduce a su uso técnico-instrumental,
ya que incluso el uso técnico y discursivo de la razón presupone la
existencia de unos principios, tanto en el plano especulativo como en el
práctico que, por revelar el alcance naturalmente metafísico y ético de
la razón humana, permiten sostener que el hombre es algo más que un
animal singularmente complejo.
4. Un concepto teleológico de naturaleza
Por
de pronto, rehabilitar un concepto teleológico de naturaleza significa
reconocer en la naturaleza algo más que un material bruto, susceptible
de manipulación sin límite. Significa advertir que la naturaleza no se
reduce a las abstracciones de la ciencia; que no agotamos lo que la
naturaleza es juntando lo que nos dice la física, la química, la
biología y las demás ciencias particulares. Pues todas estas ciencias
son ciencias empíricas, y en la naturaleza hay algo más que puro dato
empírico: hay sentido.
Ciertamente,
si acudimos a la naturaleza sólo con los instrumentos de la ciencia no
descubriremos en ella más que lo que previamente hemos puesto con
nuestro método. Sin embargo, nada justifica reducir la realidad a lo que
la ciencia nos dice de ella. Sólo una filosofía empirista. Y, filosofía
por filosofía, parece más razonable preferir aquella que resulta
compatible con los supuestos primordiales de nuestra vida, el más
fundamental de los cuales es, precisamente, el del sentido. No sólo el
sentido que nosotros imprimimos a nuestros actos, sino el sentido que
descubrimos incluso en los procesos naturales, y que tantas veces
constituye el punto de partida de nuestra acción.
“Hambre”,
“sed”, “hombre”, “mujer”, “salud”, “enfermedad”, no son términos
puramente fácticos, cuyo significado se pueda agotar aportando una
explicación causal-eficiente de su contenido; sino que son términos
teleológicos, que sólo se comprenden en el contexto de una reflexión más
amplia que trascienda el plano de lo meramente fáctico, para buscar su
sentido.
En
la medida en que la experiencia del “hambre” invita a actuar en una
dirección concreta, sin determinar no obstante nuestra acción, no se
puede decir que la naturaleza humana sea extraña a la moral. Lejos de
esto, el propio carácter inconcluso de nuestras tendencias abre las
puertas a la elección de la manera más natural. Cuando decido si voy a
comer o no, o considero si es oportuno comer ahora o más tarde, es
decir: cuando entro en el terreno de las decisiones morales estoy dando
por supuesta la teleología de mi naturaleza.
Ciertamente,
que mi decisión sea finalmente buena o mala desde el punto de vista
moral es algo que no dependerá exclusivamente de su conformidad con la
tendencia natural, pues precisamente la moralidad de una decisión
requiere ponderar otras consideraciones. Pero al menos ha de estar claro
que desatender de manera permanente y voluntaria el mensaje que me
envía la tendencia —un mensaje finalmente relativo a mi propia
supervivencia—, sería malo no sólo en sentido biológico, sino también en
sentido moral, porque lo es provocar voluntariamente la propia muerte.
Sin
duda no faltará quien ponga esto en duda; quien, como los estoicos,
prefiera ver en el suicidio un acto de fortaleza, o, como algunos
modernos, un acto de afirmación de la propia libertad. Que es un acto
libre está fuera de duda, a menos que uno se encuentre gravemente
enfermo. Pero de lo que se trata es de ver si existe alguna diferencia
entre unos actos libres y otros. Pues bien: precisamente lo que aquí se
mantiene es que tal diferencia existe, y que no es relativa a las
intenciones del agente o a las circunstancias en las que discurre su
acción, sino que en último término remite a la naturaleza, entendida no
como pura facticidad, sino como instancia penetrada de sentido. Lo que
aquí se mantiene, en definitiva, es que hay actos intrínsecamente malos,
cuya maldad intrínseca consiste, precisamente, en contrariar
deliberadamente el sentido implícito en las tendencias naturales.
Alguno
preguntará: ¿pero acaso no hay tendencias desviadas? Sin duda. Pero las
reconocemos como tales. Quien de manera permanente no siente hambre, o
siente la poderosa inclinación a comer tierra, debería preocuparse. De
hecho se preocupa, y suele ir al médico. Por racionales estamos dotados
de la capacidad de distanciarnos de nuestras propias tendencias y
reconocer su sentido o su falta de sentido, en cuyo caso tomamos
medidas. Por lo demás no debería extrañarnos la posibilidad de su
desviación. Tampoco, o incluso especialmente, en el caso de la tendencia
sexual, pues precisamente el carácter abierto, biológicamente
inconcluso, no cerrado ni instintivo, de nuestras tendencias, las expone
especialmente al influjo de la cultura y hace de su adecuada
integración una tarea primordialmente moral, es decir, una tarea
encomendada a la razón práctica.
5. Acerca de la razón práctica
Bajo
la apelación a la razón práctica no se ha de entender otra cosa que la
misma razón aplicada a la dirección de nuestras acciones. No está de más
insistir en que nuestra propia naturaleza, por el carácter inconcluso
de las tendencias humanas, reclama esa dirección racional.
La
razón realiza su tarea en la medida en que introduce orden en el modo
de perseguir los distintos bienes por los que, de diferentes maneras,
podemos sentir atracción. Sin ese orden, el resultado natural sería la
anarquía de los deseos. Por el contrario: el efecto interior de
introducir orden en nuestros diversos apetitos, es el desarrollo de las
distintas virtudes morales: así, la templanza es la virtud moral
resultante de introducir orden con nuestra razón en la atracción que
sentimos por los bienes sensibles; la fortaleza, por su parte, resulta
de introducir orden en la aversión que sentimos por los males sensibles;
la justicia se presenta como el hábito que nace de introducir orden en
el deseo del propio bien, de tal manera que no lo persigamos a costa de
negarles a los demás el suyo...
En
suma: con las distintas virtudes morales vamos perfeccionando nuestra
naturaleza de tal manera que nos capacitamos para actuar más y mejor,
porque además de favorecer la integración racional nuestras tendencias,
el desarrollo de la virtud moral fortalece nuestra adhesión al bien,
haciendo posible que, llegado el momento de la acción, deliberemos con
rectitud, sin dejarnos influir por intereses particulares. De ahí la
insistencia de Aristóteles en que no hay prudencia sin virtud moral[9].
¿Cómo podríamos tomar una decisión prudente si en el momento de la
decisión estamos dominados en nuestro corazón por la tendencia a la
comodidad o por el miedo a lo que contraría, o simplemente por un apego
desordenado a los propios intereses?
No
es un punto trivial. Por el contrario, se trata de un punto básico. Su
importancia se calibra mejor si consideramos que sin prudencia —y esto
quiere decir, por supuesto, sin virtud moral— tampoco sabremos usar las
normas morales. En efecto: de poco sirve tener un precioso código de
normas si no sabemos qué norma conviene aplicar, cuándo y cómo: y esto
es una decisión estrictamente prudencial.
Por
aquí se puede advertir la deficiencia fundamental de los sistemas
éticos ilustrados, que son, en lo esencial, sistemas normativos, en los
que la referencia a los hábitos parece meramente ornamental[10],
pues se pierde de vista hasta qué punto la disposición moral del agente
es determinante de su aproximación cognoscitiva a las cosas prácticas.
El
olvido de los hábitos, en el sentido profundo de perfeccionamiento de
la razón y la voluntad, puede considerarse la clave del racionalismo
característico de la ética moderna, que es racionalista precisamente
porque, a la hora de resolver los problemas morales, pretende contar
únicamente con la facultad racional, olvidando que precisamente esta
facultad admite y reclama un perfeccionamiento sin el cual no puede
llegar a todo lo que de ella se espera. Bien está confiar en la razón,
pero no hay que olvidar que la razón es una potencia capaz de
crecimiento, que la razón se puede perfeccionar mediante hábitos: no
sólo en el orden teórico, sino en el orden práctico.
Dicho
de otro modo: la razón no es una máquina que actúe por igual en todos
los hombres. Hay hombres que la cultivan más y hombres que la cultivan
menos. Y eso hace una diferencia, tanto en el plano teórico como en el
práctico. Eso explica que algunos lleguen con más facilidad a lo que
otros no llegan sin grandes esfuerzos. Afirmar esto no es negar la
universalidad de nuestra naturaleza racional: es reconocer que el
cultivo de la naturaleza no se da en todos al mismo tiempo y por igual.
La pretensión de un sistema moral universal puramente racional es
una pretensión típicamente moderna. La doctrina tomista de la ley
natural no enfatizaba tanto este aspecto. Por el contrario: Tomás de
Aquino tiene buen cuidado de dejar claro que hay principios morales
evidentes para todos y otros que sólo resultan evidentes a los sabios[11].
Asimismo no deja de señalar los inconvenientes morales con los que
eventualmente se puede encontrar el reconocimiento aún de los preceptos
más elementales de la ley natural. Por ello, al igual que ocurre con la
moral kantiana, su exposición de la ley natural no se ve en absoluto
refutada ni confirmada por los hechos inmorales o morales que podemos
detectar en un momento histórico dado. Más bien permite explicar por qué
en un momento dado el conocimiento de la ley natural puede verse
oscurecido.
Por
lo demás, dudo mucho que elaborase esta doctrina con el fin de
convencer a alguien sobre la inmoralidad de determinados
comportamientos. Acerca de eso no es pertinente la demostración teórica.
Lo que su exposición deja claro, en cambio, es la profunda unidad de la
razón práctica: cómo, en una palabra, el conocimiento de lo bueno y lo
malo depende, sí, de la posesión habitual de unos principios morales
comunes a todos los hombres, que no son otros que los fines de las
virtudes; pero cómo ocurre, al mismo tiempo, que ese conocimiento moral
germinal sólo resulta operativo si se ve consolidado por la práctica de
las virtudes morales.
6. La fragmentación de la razón práctica
Frente
a la unidad de la razón práctica que encontramos en la ética de
Aristóteles y en la de Santo Tomás, resulta llamativo el camino embocado
por la filosofía moral moderna, que, partiendo de su racionalismo
original, ha dado lugar a una dialéctica que todavía perdura hoy, y que
encuentra amplio eco en los planteamientos éticos principialistas. Me
refiero a la dialéctica, ya mencionada antes, entre éticas deontológicas
y éticas teleológicas, en la que reconocemos lo que podríamos designar
como “fragmentación de la razón práctica” en dos direcciones diversas:
una “intuitiva-trascendental” y otra “calculadora-utilitarista”[12].
Y
es que frente al planteamiento clásico que considera a la razón humana
como una potencia perfeccionada por hábitos con los que de manera
natural conocemos los principios especulativos y prácticos, pero dotada
también para mantener la vigencia de tales principios a lo largo de su
discurso y de su acción, el planteamiento moderno no sólo tiende por lo
general a perder de vista los hábitos, sino que, precisamente por eso,
tiende a separar las dos dimensiones que antes se encontraban unidas: la
intelección de los principios y el carácter discursivo de la razón.
En
estas condiciones, si concedemos un peso mayor a la intelección de los
principios, o, más en general, a la dimensión intuitiva de la razón, se
plantea el problema de cómo argumentar públicamente las cuestiones
morales, pues toda intuición es privada. Pero si, ignorantes del modo
—estrictamente práctico— en que los principios se hacen vigentes en la
acción, buscamos no obstante un modo de argumentar, de discurrir sobre
cuestiones morales, es fácil que lleguemos a proponer —como Hume, y tras
él toda la tradición utilitarista— un modelo de racionalidad tomado de
la técnica. En ambos casos hemos perdido la unidad de la razón práctica:
la conexión entre los principios y la acción propiamente dicha.
Aunque
esto no puede hacerse sin matizar mucho, cabría incluir en el primer
modelo a la ética deontológico que arranca de Kant, pero también –y
acaso principalmente- a la ética de los valores tal y como fue formulada
por Scheler. Dentro del segundo modelo, ya me he referido a la
tradición utilitarista. Se trata de dos modelos en cierto modo opuestos,
pero que, tal y como he pretendido sugerir hasta el momento, tienen no
obstante importantes puntos en común: básicamente su racionalismo, es
decir, el marginar de la ética cualquier otra consideración que no sea
estrictamente racional-teórica, y, por tanto, la naturaleza y los
hábitos: es decir, dos elementos que hacen la ética menos abstracta, más
arraigada en la personalidad concreta del que actúa.
El
racionalismo moderno está repleto de consecuencias. En el caso del
deontologismo, porque olvida que los auténticos deberes morales no son
deberes abstractos, sino deberes concretos, derivados no de la
generalidad de la ley, sino de la particularidad de la situación en la
que están implicadas personas singulares. Pues si es cierto que la sola
presencia de una persona impone universalmente una serie de deberes
negativos —los que llevan a omitir actos intrínsecamente malos—, no es
cierto en cambio que la sola presencia de la persona, desligada de su
contexto, nos proporcione información suficiente acerca de cómo y cuándo
poner en práctica los deberes positivos que, en principio, tenemos con
ella. Esto será siempre una decisión prudencial. En bioética esto
significa que la guía final no puede ser otra que la buena práctica
médica, pues, como advierte Aristóteles, no hay prudencia sin virtud
moral.
En
el caso del utilitarismo, porque la tendencia inherente a esta
doctrina, en la medida en hace suyo un modelo de racionalidad tomado de
la técnica, es la instrumentalización de la persona concreta, que, en el
razonamiento moral utilitarista, se sacrifica al bien de la humanidad
abstracta. Esto tiene lugar no sólo en el nivel del llamado utilitarismo
del acto —que define la moralidad de una acción atendiendo al balance
general de consecuencias positivas y negativas derivadas de ella
promueve la felicidad del mayor número—, sino también en el nivel del
utilitarismo de la norma, con el que se pretende definir no ya los
actos, sino más bien las normas que deben ser consideradas morales,
según el mismo razonamiento.
7. El argumento utilitarista. El “caso Raducan”
Por
lo extendido de este modo de argumentar, me ha parecido oportuno traer a
nuestra consideración un ejemplo reciente, con el que espero poder
mostrar las implicaciones éticas y jurídicas del utilitarismo ético.
En
los pasados Juegos Olímpicos de Sydney, la gimnasta rumana Andreea
Raducan fue desposeída de su medalla de oro en el concurso general
individual de gimnasta artística porque en los análisis realizados
después de la prueba deportiva se encontró pseudoefedrina en su sangre,
una sustancia prohibida por el Comité Olímpico Internacional, aunque no
por la Federación Internacional de Gimnasia. Según se supo después, la
gimnasta, aquejada de un resfriado, había acudido al médico de su
equipo, quien le recetó un medicamento sin tomar en consideración que el
reducido peso de la deportista —37 kilos— suponía triplicar la cantidad
de pseudoefedrina permitida por el COI. La apelación presentada por
Comité Olímpico Rumano ante el Tribunal de Arbitraje Deportivo no dio el
resultado esperado. El tribunal, presidido por una jueza australiana y
compuesto por un abogado suizo y otro norteamericano, confirmó la
decisión adoptada por la comisión ejecutiva del Comité Olímpico
Internacional por la que se retiraba la medalla a Raducan. El secretario
general del Tribunal de Arbitraje Deportivo, Mathiieu Reeb leyó la
decisión del TAS en la que se recalcaba que, al margen de toda
consideración, “cualquier caso de dopaje durante una competición
(olímpica) implica automáticamente la invalidación del resultado
obtenido”. Asimismo, el director del Comité Olímpico Internacional,
Francois Carrard, insistió en que la medida se ha de comprender en el
contexto de la lucha del COI contra el doping[13].
A
mi juicio, la argumentación esgrimida constituye un claro ejemplo de
normativismo ético en el que se aplica el modelo de razonamiento
utilitarista, propio del llamado “utilitarismo de la norma”. Como
señalaba anteriormente, lo que se persigue con este razonamiento es
promover aquellas normas que supuestamente garantizarán un estado de
cosas justo, aun al precio de cometer una injusticia flagrante contra
las personas individuales. Pues en el caso descrito la injusticia no
puede ser más clara: no sólo porque la presencia de esa sustancia en
sangre era ajena por completo a la voluntad de la gimnasta; sino porque
ni siquiera se encuentra entre las sustancias que la federación
internacional de gimnasia considera “dopantes” para una persona que
realiza tal deporte: en otras palabras: no está probado que dicha
sustancia afecte de alguna manera relevante al rendimiento de las
personas que practican gimnasia.
El
caso ilustra la posición accidental que las personas reales ocupan en
la argumentación ética utilitarista. Y es que lo que en este sistema
figura como criterio ético no es tanto el bien de la misma persona que
actúa como la probabilidad mayor o menor que tiene un determinado acto
(o una determinada norma) de promover el mayor bien para el mayor número
de personas. Ahora: es claro que este bien no es sino una abstracción a
la que de hecho se sacrifica el bien concreto de las personas reales
implicadas en la acción. Con ello, la persona es tomada como un puro
medio para los fines de la sociedad.
La
vigencia de este tipo de argumentación en los actuales debates de
bioética no puede ser mayor. Basta pensar en las razones con las que se
apoya la clonación de embriones humanos por motivos supuestamente
terapéuticos. También aquí nos hallaríamos ante un caso de
instrumentalización de personas. Sin embargo, el “caso Raducan” permite
poner de manifiesto que el hecho de que lo implicado en el acto sea una
persona no afecta por un instante a la argumentación utilitarista. De
ahí que las discusiones acerca del estatuto ontológico del embrión no
capten por lo general la atención del utilitarista. La suya es una
teoría ética elaborada a partir de un determinado concepto de
racionalidad, distinto sin duda del concepto de racionalidad manejado
por el deontologismo kantiano, pues mientras que éste último conduce a
subrayar el valor de la intención, el utilitarista considera que, a la
hora de la valoración moral lo único relevante son los efectos
previsibles de las acciones: es decir, algo que puede ser enjuiciado por
un observador externo y que es, por eso mismo, “objetivo”.
A
nadie se le escapa que esa “objetividad” puede ser muy injusta. Pues en
ella se pierde precisamente la perspectiva del agente, que es
definitiva en cuestiones morales. Bajo la expresión “perspectiva del
agente” no me refiero sólo a la intención con la que éste actúa, sino
también a lo que en la doctrina tradicional de las fuentes de la
moralidad entiende precisamente por “objeto del acto”.
Por
seguir con el ejemplo: asumiendo la deportividad de Raducan, si la
sustancia ingerida hubiera mejorado sensiblemente su rendimiento a la
hora del ejercicio que le valió la medalla de oro, ella misma habría
sido la primera en renunciar a la medalla, incluso aunque su intención
al tomar el medicamento hubiera sido, sencillamente, curarse el
resfriado, porque lo contrario no sería compatible con la intención que
define el mismo hecho de hacer deporte. A fin de cuentas: ¿qué interés
puede tener para un buen deportista, ganar una medalla si sabe que ha
partido con ventaja sobre los demás?[14].
Es
la diferencia que Aristóteles establece entre acto involuntario y acto
no voluntario: los dos tienen lugar ignorando el agente lo que está
haciendo en realidad. La diferencia entre el acto involuntario y el acto
no voluntario según Aristóteles reside en que, en el primer caso, el
agente lamenta el hecho tan pronto como lo conoce, mientras que en el
segundo no lo hace. El ejemplo clásico es el del que sale de caza y,
pensando disparar a un animal, detrás de un arbusto, dispara sin embargo
a un hombre que resulta ser un conocido. Es evidente que la reacción
posterior —si es de pena o de alegría— manifestaría una diferente
disposición moral. Precisamente esta diferencia es la que se pasa por
alto cuando se desvincula la intención subjetiva y el objeto del acto,
en el que va incluida la referencia a una materia concreta. Querer
conservar la medalla aun después de haber conocido que se consiguió por
medios adecuados —si ese hubiera sido el caso— manifestaría poca
deportividad. Complacerse en el homicidio aun cuando no se hubiera
cometido voluntariamente, manifiesta asimismo una clara injusticia. El
hecho de que el agente (la gimnasta, el cazador) no buscaran de intento
una injusticia, no resuelve todo el problema, no ya en el orden material
(se le retira la medalla, se le exculpa de homicidio), sino en el
estrictamente moral: moralmente importa mucho la actitud con la que se
acogen los hechos en cuestión, porque esa misma actitud es reveladora de
la intencionalidad que penetra toda la acción, el objeto inclusive.
Esta
consideración de las cosas permite destacar que, desde el punto de
vista moral, la intención de un fin bueno no es compatible con la
elección deliberada de un medio inadecuado. La argumentación
utilitarista no entra en estas finuras, porque reduce la moralidad de
los actos a su capacidad de promover un mejor estado de cosas en el
mundo. En este sentido, se encuentra en el polo opuesto de la ética
kantiana, para la cual lo determinante es, más bien, la intención con la
que actúo, con independencia de cuáles sean las consecuencias de la
acción. Se trata de la célebre dialéctica señalada por Max Weber[15]:
entre la ética del político —que atiende a las consecuencias— y la
ética del santo —que obra por convicciones—; una dialéctica que el
intercambio de críticas entre deontologistas y utilitaristas ha querido
matizar, forzando éticas eclécticas, posturas de compromiso, con las que
se pueda atender simultáneamente a intenciones y consecuencias.
Pero
una dialéctica evitable, si no perdemos de vista la unidad de la razón
práctica, y sabemos advertir que la moral tiene primariamente que ver
con el mejoramiento del hombre, y sólo después con el mejoramiento del
mundo, bien entendido que el mejoramiento del hombre no excluye (como en
el caso de Kant) sino que supone tomar en consideración su naturaleza,
para perfeccionarla con el desarrollo de virtudes, entendidas como
“modos de acción”, y no simplemente como “fuerzas” con las que contamos
para el cumplimiento del deber. Pues la virtud no consiste tanto en
hacer unas cosas y evitar otras como en hacer ciertas cosas de cierta
manera. En actuar así consiste, de hecho, la vida buena.
8. Recapitulación
Recapitulemos:
a lo largo de estas páginas he querido, sobre todo, señalar la
importancia de recuperar un concepto teleológico de naturaleza y la
unidad de la razón práctica, si pretendemos desarrollar una bioética que
permanezca fiel a la intuición original de mediar entre “el mundo de
los hechos” y “el mundo de los valores”, sin incurrir en los excesos de
las éticas evolucionistas y de la deep ecology, en los que finalmente se pierde la diferencia entre el hombre y la naturaleza.
Con
las éticas ecológicas, es preciso recordar que el hombre es un ser
natural. Que dañar la naturaleza del hombre es dañar al hombre mismo, de
un modo que hoy por hoy no nos es fácil calibrar. Pero, al mismo tiempo
conviene no olvidar la herencia cristiana, latente y operante en la
filosofía moral moderna, a saber: que el hombre es algo más que un trozo
de naturaleza: que no se puede comerciar ni experimentar con él como se
experimenta con otros seres, incluso aunque esto último se haga con el
cuidado más exquisito.
La
tentación puede ser fuerte, especialmente cuando se presenta bajo
apariencias humanitarias, como ocurre en nuestros días. Pero hay que ir
más allá de las apariencias. En eso ha consistido siempre la filosofía,
y, en particular la filosofía moral: en el esfuerzo por discernir el
bien real del bien aparente. Según Aristóteles, el mejor dotado para
ello es el hombre bueno. Por eso es inexcusable la virtud, también desde
el punto de vista epistemológico. No porque la virtud moral nos vaya a
resolver los problemas científicos, sino porque, supuesto el
conocimiento científico, sólo quien posee la virtud moral está en
condiciones de apreciar de qué manera el bien humano está en juego en
cada acto médico, en cada experimentación científica. Por eso, el lugar
natural de la bioética dentro de la ética es la ética especial, y más en
particular las éticas profesionales.
En
esto último podemos reconocer una indicación acerca de lo urgente que
resulta reflexionar sobre la idea de “buen profesional”. Concretamente
necesitamos advertir con todas sus implicaciones que el concepto de
“profesión” no es en absoluto equivalente al de “técnico”: si en ningún
campo el buen ejercicio de la profesión puede reducirse a la eficaz
resolución de tareas, esto se aplica especialmente a las profesiones
bio-sanitarias, donde el trato con las personas es tan directo. El
riesgo de tratar a las personas como números, el riesgo de reducir un
problema humano al seguimiento de un protocolo está al alcance de la
mano. Ningún código puede prevenir ese riesgo. Ni puede hacerlo tampoco
la aplicación más o menos aventurada de una serie de principios que, en
última instancia, y enfrentados al problema particular, siempre resultan
abstractos. Sólo el personal desarrollo de hábitos intelectuales y
morales nos pone en condiciones de tratar los problemas humanos en sus
justos términos.
Ana Marta González
aebioetica.org / Almudí
aebioetica.org / Almudí
[1] Cf. Beauchamp, T. L., “Principles and ‘principialism’”, en Le Radici della Bioetica, vol. I., ed. E. Sgreccia & G. Miranda, Vita e pensiero, Milan, 1998, pp. 47-59.
[2] Cf. Santos, M., “La bioética y el catecismo de la Iglesia Católica”, en En defensa de la razón. Estudios de ética, Eunsa, Pamplona, 1999, p. 150.
[3] Cf. González, A. M., “Principien und Tugenden in der Bioethik”, en Imago Hominis, Bd VII, 1-2000, pp. 17-33.
[4] H. T. Engelhardt, The Foundations of Bioethics, New York, Oxford University Press, 1986. Charlesworth, M., La bioética en una sociedad liberal, Cambridge University Press, 1993.
[5] Cf. Santos, M., “Sentido ético de la ética empresarial”, en En defensa de la razón, p. 232.
[6] Cf. Hans Jonas, Das Prinzip Verantwortung. Versuch einer Ethik für die technologische Zivilisation, Insel Verlag,1988.
[7] Cf. P. Singer, Ética práctica, Cambridge University Press, 1995.
[8] Cf. Spaemann & Löw, Die Frage Wozu? Geschichte und Wiederentdeckung des teleologischen Denkens, Piper, Zürich, 1985.
[9] Cf. Aristóteles, Ética a Nicómaco, VI, 12.
[10] Cf. Beauchamp&Childress, Principles of biomedical ethics, New York, Oxford University Press, 1986 (3ª ed), p. 375.
[11] S. Th. I-I-II ae q. 94, a. 2.
[12] Cf. Inciarte, F., “Naturrecht oder Vernunftethik?”, en Rechtstheorie. Zeitschrift für Logik, Methodenlehre, Kybernetik und Soziologie des Rechts, hrsg. K. Engisch, H.L.A. Hart, H. Kelsen, U. Klug, K. Popper, Duncker&Humblot/Berlin, 18 Bd., 1987, 3, p. 291. Cf. también Santos, M., “En torno al consecuencialismo ético”, en En defensa de la razón, p. 77.
[13] Cf. “Marca”, del día 27 de septiembre 2000.
[14]
Se dirá que siempre se parte de alguna ventaja. Y es cierto. Pero hay
ventajas que son consustanciales al deporte: como aquellas que resultan
de un entrenamiento inteligente del cuerpo, que conduzca a desarrollar
hábitos físicos y psíquicos partiendo de las dotes naturales de cada
uno. Pero otras son ventajas aparentes, porque no mejoran realmente al
deportista, sino sólo exclusivamente su rendimiento en una determinada
prueba.
[15] Weber, M., «Politik als Beruf», en Max Weber Gesamtausgabe,
17, I, Hrsg. W. J. Mommsen & W. Schluchter, J.&B. Morgenbrod,
J. C. B. Mohr, Paul Siebeck, Tübingen, 1992, B 57, 3-17.
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