martes, 10 de abril de 2012

Ideal y práctica de la pedagogía. El sexo importa

Maria Calvo Charro
   Los niños se diferencian de las niñas en ritmos de maduración; en maneras de comportarse; en aptitudes; actitudes y en forma de aprender. De manera que existen métodos docentes perfectamente válidos y muy eficaces para las chicas que, sin embargo, pueden tener nefastos resultados cuando se aplican a los muchachos. Y viceversa, ciertas técnicas pedagógicas que fascinan a los niños, dejan a las niñas perplejas y frustradas.

   No existe pues una única manera de enseñar óptima y válida para ambos sexos de forma simultánea. Ignorar este dato está provocando la frustración, el desánimo, la incomprensión y, en último término, el fracaso escolar y, en consecuencia, la infelicidad de muchos niños y niñas. Comprender y aceptar la existencia de estas diferencias biológicas entre sexos nos permite aceptar asimismo la existencia de diferentes formas de comprender y aprender en niños y niñas.


   Datos objetivos y estudios empíricos demuestran que niños y niñas pueden llegar con mayor éxito a idénticas metas formativas y, en consecuencia, a una igualdad de oportunidades más real, si la enseñanza se adapta a la peculiar forma de aprender de cada sexo desde la más tierna infancia. Ignorar estas diferencias en la maduración, en la socialización y en las capacidades y preferencias de unos y otros afecta en último término a la igualdad de oportunidades que resulta frustrada, al impedir que todos desarrollen al máximo sus potencialidades y capacidades.

   El fracaso escolar es la gran preocupación de nuestro sistema educativo. Las cifras son alarmantes. Nos encontramos claramente a la cabeza de la Unión Europea en abandono temprano de la educación. Según datos recientes de la OCDE, en 2006, hubo un descenso general de la comprensión lectora, estando 31 puntos por debajo del promedio de la OCDE (lectura OCDE: 492. España: 461). Lo mismo ha sucedido en matemáticas: OCDE-498. España-480 (485, en 2003). Nos encontramos sólo por delante de la República Eslovaca, Turquía y Méjico.

Según datos del Ministerio de Educación, Política Social y Deporte y del INE, actualmente, el fracaso escolar reconocido en España es del 30,8% (ha crecido 4,2 puntos desde 2000 y 2,3 puntos tan sólo en los dos últimos años). En los centros públicos es incluso un 13% superior. La evolución de este parámetro en el periodo 2000-2006 es la siguiente: 2000: 26,6%; 2002: 28,9%; 2004: 28,5%; 2006: 30,8%.

En cuanto a las causas, las cifras indican que la inmigración no ha sido relevante pues ha influido sólo relativamente en la bajada del nivel educativo (dos puntos en seis años), según datos extraídos de la Encuesta de Población Activa.

Nos aproximamos al año 2010, fecha en la que los Estados miembros de la Unión Europea, según se acordó en la Estrategia de Lisboa, deberán ver reducidas sus cifras de fracaso escolar a un 10%. La cercanía temporal de este objetivo debería servirnos de aliciente en la búsqueda y aplicación práctica de nuevas experiencias docentes que nos ayuden a superar la crisis educativa en la que nos hallamos inmersos y en la que ha tenido mucho que ver el empeño por despreciar las diferencias entre los sexos impuesto en todos los niveles sociales, políticos y educativos.

En España, a diferencia de otros países, se ignora la existencia de un fuerte componente sexual en el fracaso escolar. Se barajan muchas variables, la edad, la raza, el nivel económico, pero las diferencias entre el sexo masculino y el femenino se han extirpado de nuestros datos porcentuales. En consecuencia, no hay ninguna actuación para darle solución, ni experimental, ni administrativa. Sin embargo, la variable de sexo es relevante en el ámbito educativo, es determinante, básica y esencial. Mientras sigamos ignorándola continuaremos sin solucionar el fracaso escolar que sufren nuestros alumnos.

Cualquier docente al iniciar el ejercicio de su vocación se enfrenta a una doble cuestión: en primer lugar, el ideal de la educación o el término al que se pretende llegar con la labor educativa y, en segundo lugar, el modo o prácticas para alcanzarlo. Ambas cuestiones están indisolublemente unidas.

Como dijera Santo Tomás de Aquino, la persona es «lo más noble y digno que existe en la naturaleza», por ello, el ideal de la docencia, objetivo y universal, siempre ha sido y será uno y el mismo: la formación de personas humanas íntegras (no fragmentadas, ni unidimensionales) libres, maduras y responsables y, por lo tanto, la formación de hombres y mujeres, en su respectiva especificidad, reciprocidad y complementariedad, pues el sexo es constitutivo de la persona.

Si nuestro ideal pedagógico es la formación integral de hombres y mujeres, el método o el modo de alcanzarlo deberán, sin duda, adaptarse a tales especificidades determinadas por el sexo. El maestro debe ser consciente pues, de que no se enfrenta a una masa indiferenciada de alumnos híbridos y asexuados; antes al contrario, deberá partir del reconocimiento de las diferencias existentes entre niños y niñas, hombres y mujeres, para dar una respuesta justa y correcta a sus demandas educativas.
La educación diferenciada es un método óptimo para dar respuesta a esas diferencias y su base es estrictamente científica y empírica: la existencia de un dimorfismo sexual cerebral que requiere una respuesta adecuada en el ámbito de la docencia y educación. Las diferencias entre chicos y chicas pertenecen al orden natural y biológico pero inciden directamente en su desarrollo personal, emocional e intelectual. Si queremos adaptar las estrategias educativas a las exigencias y problemáticas específicas de niños y niñas, en primer lugar, resultará imprescindible llegar a comprender los mecanismos cerebrales que subyacen al aprendizaje.

Cada niño, cada niña, es un ser único e irrepetible, un ser humano que solo alcanzará su plenitud si tenemos en cuenta que el sexo —femenino o masculino- no es algo accidental, sin trascendencia alguna, sino que es plenamente constitutivo de su persona. Como padres y profesores es nuestra responsabilidad lograr, por medio de la educación de las generaciones actuales, una sociedad más justa e igualitaria, en la que los muchachos se involucren a fondo en las labores domésticas y responsabilidades familiares para hacer real la conciliación de la vida familiar y laboral; y en la que las niñas sean capaces de convertirse en las líderes profesionales, políticas y sociales del mañana, sin renunciar por ello a su esencia femenina, favoreciendo así la labor humanizadora de la sociedad como solo ellas, con su peculiar forma de sentir y vivir, pueden hacerlo.

La obligación principal que tenemos con nuestros hijos y alumnos es su formación integral y equilibrada como personas humanas plenas, libres y responsables. En esta labor, la atención a las diferencias sexuales se convierte en un asunto de justicia, pero también de eficacia práctica. Los objetivos, metas y contenidos habrán de ser los mismos para ambos sexos, pero los métodos pedagógicos y las estrategias docentes y educativas utilizadas deben ser diferentes si aspiramos a la excelencia en lo personal y en lo académico.

Nos ha tocado ejercer la docencia en un momento histórico complicado, en el que el ideal en la pedagogía moderna aparece desdibujado, deformado u oculto tras ideologías que, lejos de concebir al hombre como un fin, lo utilizan como un medio, intentando un cambio cultural gradual, la denominada «de-construcción» de la persona y de la sociedad, empezando por la familia y la educación de los niños. Esto hace que la enseñanza atendiendo a la concreta y diferente especificidad del niño y de la niña, se convierta en una labor ardua y compleja, poco comprendida, criticada, mal vista e incluso penalizada en ocasiones.

Sin embargo, mantener que el hombre y la mujer son los mismos en aptitudes, habilidades o conductas es construir una sociedad basada en una mentira biológica y científica.

Es urgente devolver a la educación los fundamentos antropológicos extirpados; necesitamos recobrar los puntos esenciales de referencia, empezando por la alteridad sexual para «re-humanizar» la educación y devolver a la persona humana —hombre y mujer— al centro de gravedad de la tarea educativa como le corresponde, acabando con el relativismo académico que, paralelo al relativismo moral, impregna la práctica pedagógica de los últimos años.

Maria Calvo Charro
Profesora Titular de la Universidad Carlos III de Madrid

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