Maria Calvo Charro |
Los niños se diferencian de las niñas en ritmos de maduración; en
maneras de comportarse; en aptitudes; actitudes y en forma de aprender.
De manera que existen métodos docentes perfectamente válidos y muy
eficaces para las chicas que, sin embargo, pueden tener nefastos
resultados cuando se aplican a los muchachos. Y viceversa, ciertas
técnicas pedagógicas que fascinan a los niños, dejan a las niñas
perplejas y frustradas.
No existe pues una única manera de enseñar óptima y válida para ambos
sexos de forma simultánea. Ignorar este dato está provocando la
frustración, el desánimo, la incomprensión y, en último término, el
fracaso escolar y, en consecuencia, la infelicidad de muchos niños y
niñas. Comprender y aceptar la existencia de estas diferencias
biológicas entre sexos nos permite aceptar asimismo la existencia de
diferentes formas de comprender y aprender en niños y niñas.
Datos
objetivos y estudios empíricos demuestran que niños y niñas pueden
llegar con mayor éxito a idénticas metas formativas y, en consecuencia, a
una igualdad de oportunidades más real, si la enseñanza se adapta a la
peculiar forma de aprender de cada sexo desde la más tierna infancia.
Ignorar estas diferencias en la maduración, en la socialización y en las
capacidades y preferencias de unos y otros afecta en último término a
la igualdad de oportunidades que resulta frustrada, al impedir que todos
desarrollen al máximo sus potencialidades y capacidades.
El fracaso escolar es la gran preocupación de nuestro sistema
educativo. Las cifras son alarmantes. Nos encontramos claramente a la
cabeza de la Unión Europea en abandono temprano de la educación. Según
datos recientes de la OCDE, en 2006, hubo un descenso general de la
comprensión lectora, estando 31 puntos por debajo del promedio de la
OCDE (lectura OCDE: 492. España: 461). Lo mismo ha sucedido en
matemáticas: OCDE-498. España-480 (485, en 2003). Nos encontramos sólo
por delante de la República Eslovaca, Turquía y Méjico.
Según datos del Ministerio de Educación, Política Social y Deporte y
del INE, actualmente, el fracaso escolar reconocido en España es del
30,8% (ha crecido 4,2 puntos desde 2000 y 2,3 puntos tan sólo en los dos
últimos años). En los centros públicos es incluso un 13% superior. La
evolución de este parámetro en el periodo 2000-2006 es la siguiente:
2000: 26,6%; 2002: 28,9%; 2004: 28,5%; 2006: 30,8%.
En cuanto a las causas, las cifras indican que la inmigración no ha
sido relevante pues ha influido sólo relativamente en la bajada del
nivel educativo (dos puntos en seis años), según datos extraídos de la
Encuesta de Población Activa.
Nos aproximamos al año 2010, fecha en la que los Estados miembros de
la Unión Europea, según se acordó en la Estrategia de Lisboa, deberán
ver reducidas sus cifras de fracaso escolar a un 10%. La cercanía
temporal de este objetivo debería servirnos de aliciente en la búsqueda y
aplicación práctica de nuevas experiencias docentes que nos ayuden a
superar la crisis educativa en la que nos hallamos inmersos y en la que
ha tenido mucho que ver el empeño por despreciar las diferencias entre
los sexos impuesto en todos los niveles sociales, políticos y
educativos.
En España, a diferencia de otros países, se ignora la existencia de
un fuerte componente sexual en el fracaso escolar. Se barajan muchas
variables, la edad, la raza, el nivel económico, pero las diferencias
entre el sexo masculino y el femenino se han extirpado de nuestros datos
porcentuales. En consecuencia, no hay ninguna actuación para darle
solución, ni experimental, ni administrativa. Sin embargo, la variable
de sexo es relevante en el ámbito educativo, es determinante, básica y
esencial. Mientras sigamos ignorándola continuaremos sin solucionar el
fracaso escolar que sufren nuestros alumnos.
Cualquier docente al iniciar el ejercicio de su vocación se enfrenta a
una doble cuestión: en primer lugar, el ideal de la educación o el
término al que se pretende llegar con la labor educativa y, en segundo
lugar, el modo o prácticas para alcanzarlo. Ambas cuestiones están
indisolublemente unidas.
Como dijera Santo Tomás de Aquino, la persona es «lo más noble y digno que existe en la naturaleza», por
ello, el ideal de la docencia, objetivo y universal, siempre ha sido y
será uno y el mismo: la formación de personas humanas íntegras (no
fragmentadas, ni unidimensionales) libres, maduras y responsables y, por
lo tanto, la formación de hombres y mujeres, en su respectiva
especificidad, reciprocidad y complementariedad, pues el sexo es
constitutivo de la persona.
Si nuestro ideal pedagógico es la formación integral de hombres y
mujeres, el método o el modo de alcanzarlo deberán, sin duda, adaptarse a
tales especificidades determinadas por el sexo. El maestro debe ser
consciente pues, de que no se enfrenta a una masa indiferenciada de
alumnos híbridos y asexuados; antes al contrario, deberá partir del
reconocimiento de las diferencias existentes entre niños y niñas,
hombres y mujeres, para dar una respuesta justa y correcta a sus
demandas educativas.
La educación diferenciada es un método óptimo para dar respuesta a
esas diferencias y su base es estrictamente científica y empírica: la
existencia de un dimorfismo sexual cerebral que requiere una respuesta
adecuada en el ámbito de la docencia y educación. Las diferencias entre
chicos y chicas pertenecen al orden natural y biológico pero inciden
directamente en su desarrollo personal, emocional e intelectual. Si
queremos adaptar las estrategias educativas a las exigencias y
problemáticas específicas de niños y niñas, en primer lugar, resultará
imprescindible llegar a comprender los mecanismos cerebrales que
subyacen al aprendizaje.
Cada niño, cada niña, es un ser único e irrepetible, un ser humano
que solo alcanzará su plenitud si tenemos en cuenta que el sexo
—femenino o masculino- no es algo accidental, sin trascendencia alguna,
sino que es plenamente constitutivo de su persona. Como padres y
profesores es nuestra responsabilidad lograr, por medio de la educación
de las generaciones actuales, una sociedad más justa e igualitaria, en
la que los muchachos se involucren a fondo en las labores domésticas y
responsabilidades familiares para hacer real la conciliación de la vida
familiar y laboral; y en la que las niñas sean capaces de convertirse en
las líderes profesionales, políticas y sociales del mañana, sin
renunciar por ello a su esencia femenina, favoreciendo así la labor
humanizadora de la sociedad como solo ellas, con su peculiar forma de
sentir y vivir, pueden hacerlo.
La obligación principal que tenemos con nuestros hijos y alumnos es
su formación integral y equilibrada como personas humanas plenas, libres
y responsables. En esta labor, la atención a las diferencias sexuales
se convierte en un asunto de justicia, pero también de eficacia
práctica. Los objetivos, metas y contenidos habrán de ser los mismos
para ambos sexos, pero los métodos pedagógicos y las estrategias
docentes y educativas utilizadas deben ser diferentes si aspiramos a la
excelencia en lo personal y en lo académico.
Nos ha tocado ejercer la docencia en un momento histórico complicado,
en el que el ideal en la pedagogía moderna aparece desdibujado,
deformado u oculto tras ideologías que, lejos de concebir al hombre como
un fin, lo utilizan como un medio, intentando un cambio cultural
gradual, la denominada «de-construcción» de la persona y de la sociedad,
empezando por la familia y la educación de los niños. Esto hace que la
enseñanza atendiendo a la concreta y diferente especificidad del niño y
de la niña, se convierta en una labor ardua y compleja, poco
comprendida, criticada, mal vista e incluso penalizada en ocasiones.
Sin embargo, mantener que el hombre y la mujer son los mismos en
aptitudes, habilidades o conductas es construir una sociedad basada en
una mentira biológica y científica.
Es urgente devolver a la educación los fundamentos antropológicos
extirpados; necesitamos recobrar los puntos esenciales de referencia,
empezando por la alteridad sexual para «re-humanizar» la educación y
devolver a la persona humana —hombre y mujer— al centro de gravedad de
la tarea educativa como le corresponde, acabando con el relativismo
académico que, paralelo al relativismo moral, impregna la práctica
pedagógica de los últimos años.
Maria Calvo Charro
Profesora Titular de la Universidad Carlos III de Madrid
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