Del
domingo de Ramos al domingo de Resurrección, Mons. Javier Echevarría,
Prelado del Opus Dei, acompaña a Cristo contemplando cada una de las
escenas que marcan estos días
* * *
Domingo de Ramos: Jesús entra en Jerusalén
Comienza la Semana Santa y recordamos la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén. Escribe San Lucas.
«Al
acercarse a Betfagé y a Betania, junto al monte llamado de los Olivos,
envió a dos de sus discípulos diciéndoles: "Vayan al caserío que está
frente a ustedes. Al entrar, encontrarán atado un burrito que nadie ha
montado todavía. Desátenlo y tráiganlo aquí. Si alguien les pregunta por
qué lo desatan, díganle: el Señor lo necesita". Fueron y encontraron
todo como el Señor les había dicho».
¡Qué
pobre cabalgadura elige Nuestro Señor! Quizá nosotros, engreídos,
habríamos escogido un brioso corcel. Pero Jesús no se guía por razones
meramente humanas, sino por criterios divinos. «Esto sucedió —anota San Mateo— para
que se cumplieran las palabras del profeta: "Díganle a la hija de Sión:
he aquí que tu rey viene a ti, apacible y montado en un burro, en un
burrito, hijo de animal de yugo"».
Jesucristo,
que es Dios, se contenta con un borriquito por trono. Nosotros, que no
somos nada, nos mostramos a menudo vanidosos y soberbios: buscamos
sobresalir, llamar la atención; tratamos de que los demás nos admiren y
alaben. San Josemaría Escrivá, canonizado por Juan Pablo II hace dos
años, se prendó de esta escena del Evangelio.
Aseguraba
de sí mismo que era un burrito sarnoso, que no valía nada; pero como la
humildad es la verdad, reconocía también que era depositario de muchos
dones de Dios; especialmente, del encargo de abrir caminos divinos en la
tierra, mostrando a millones de hombres y mujeres que pueden ser santos
en el cumplimiento del trabajo profesional y de los deberes ordinarios.
Jesús
entra en Jerusalén sobre un borrico. Hemos de sacar consecuencias de
esta escena. Cada cristiano puede y debe convertirse en trono de Cristo.
Y aquí vienen como anillo al dedo unas palabras de San Josemaría. «Si
la condición para que Jesús reinase en mi alma, en tu alma, fuese
contar previamente en nosotros con un lugar perfecto, tendríamos razón
para desesperarnos. Sin embargo, añade, Jesús se contenta con un pobre
animal, por trono (...). Hay cientos de animales más hermosos, más
hábiles y más crueles. Pero Cristo se fijó en él, para presentarse como
rey ante el pueblo que lo aclamaba. Porque Jesús no sabe qué hacer con
la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la
hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un
corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el
oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma».
¡Dejémosle
tomar posesión de nuestros pensamientos, palabras y acciones!
¡Desechemos sobre todo el amor propio, que es el mayor obstáculo al
reinado de Cristo! Seamos humildes, sin apropiarnos méritos que no son
nuestros. ¿Imaginan ustedes lo ridículo que habría resultado el borrico,
si se hubiera apropiado de los vítores y aplausos que las gentes
dirigían al Maestro?
Comentando
esta escena evangélica, Juan Pablo II recuerda que Jesús no entendió su
existencia terrena como búsqueda del poder, como afán de éxito y de
hacer carrera, o como voluntad de dominio sobre los demás. Al contrario,
renunció a los privilegios de su igualdad con Dios, asumió la condición
de siervo, haciéndose semejante a los hombres, y obedeció al proyecto
del Padre hasta la muerte en la Cruz (Homilía, 8-IV-2001).
El
entusiasmo de las gentes no suele ser duradero. Pocos días después, los
que le habían acogido con vivas pedirán a gritos su muerte. Y nosotros
¿nos dejaremos llevar por un entusiasmo pasajero? Si en estos días
notamos el aleteo divino de la gracia de Dios, que pasa cerca, démosle
cabida en nuestras almas. Extendamos en el suelo, más que palmas o ramos
de olivo, nuestros corazones. Seamos humildes. Seamos mortificados.
Seamos comprensivos con los demás. Éste es el homenaje que Jesús espera
de nosotros.
La
Semana Santa nos ofrece la ocasión de revivir los momentos
fundamentales de nuestra Redención. Pero no olvidemos que —como escribe
San Josemaría—, «para
acompañar a Cristo en su gloria, al final de la Semana Santa, es
necesario que penetremos antes en su holocausto, y que nos sintamos una
sola cosa con Él, muerto sobre el Calvario».
Para eso, nada mejor que caminar de la mano de María. Que Ella nos
obtenga la gracia de que estos días dejen una huella profunda en
nuestras almas. Que sean, para cada una y cada uno, ocasión de
profundizar en el Amor de Dios, para poder así mostrarlo a los demás.
* * *
Lunes Santo: Jesús en Betania
Ayer
recordamos el ingreso triunfal de Cristo en Jerusalén. La muchedumbre
de los discípulos y otras personas le aclamaron como Mesías y Rey de
Israel. Al final de la jornada, cansado, volvió a Betania, aldea situada
muy cerca de la capital, donde solía alojarse en sus visitas a
Jerusalén.
Allí,
una familia amiga siempre tenía dispuesto un sitio para Él y los suyos.
Lázaro, a quien Jesús resucitó de entre los muertos, es el cabeza de
familia; con él viven Marta y María, hermanas suyas, que esperan llenas
de ilusión la llegada del Maestro, contentas de poder ofrecerle sus
servicios.
En
los últimos días de su vida en la tierra, Jesús pasa largas horas en
Jerusalén, dedicado a una predicación intensísima. Por la noche,
recupera las fuerzas en casa de sus amigos. Y en Betania tiene lugar un
episodio que recoge el Evangelio de la Misa de hoy.
Seis
días antes de la Pascua —relata San Juan—, fue Jesús a Betania. Allí le
ofrecieron una cena; Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban
con Él a la mesa. María tomó entonces una libra de perfume de nardo
auténtico, muy costoso, ungió a Jesús los pies con él y se los enjugó
con su cabellera, y la casa se llenó de la fragancia del perfume.
Inmediatamente
salta a la vista la generosidad de esta mujer. Desea manifestar su
agradecimiento al Maestro, por haber devuelto la vida a su hermano y por
tantos otros bienes recibidos, y no repara en gastos. Judas, presente
en la cena, calcula exactamente el precio del perfume.
Pero,
en vez de alabar la delicadeza de María, se abandona a la murmuración:
¿por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para
dárselos a los pobres? En realidad, como hace notar San Juan, no le
importaban los pobres; le interesaba manejar el dinero de la bolsa y
hurtar su contenido.
«La valoración de Jesús es muy diversa», escribe Juan Pablo II. «Sin
quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se
han de dedicar siempre los discípulos —"pobres tendrán siempre con
ustedes"—, Él se fija en el acontecimiento de su muerte y sepultura, y
aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su
cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente
unido al misterio de su persona» (Ecclesia de Eucharistia, 47).
Para
ser verdadera virtud, la caridad ha de estar ordenada. Y el primer
lugar lo ocupa Dios: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con
toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer
mandamiento. El segundo es como éste: amarás a tu prójimo como a ti
mismo.
De
estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas. Por eso, se
equivocan los que —con la excusa de aliviar las necesidades materiales
de los hombres— se desentienden de las necesidades de la Iglesia y de
los ministros sagrados. Escribe San Josemaría Escrivá: «aquella
mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico
perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos
en el culto de Dios.
−Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco.
−Y
contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y
retablos, se oye la alabanza de Jesús: "opus enim bonum operata est in
me" −una buena obra ha hecho conmigo».
¡Cuántas
personas se comportan como Judas! Ven el bien que hacen otros, pero no
quieren reconocerlo: se empeñan en descubrir intenciones torcidas,
tienden a criticar, a murmurar, a hacer juicios temerarios. Reducen la
caridad a lo puramente material —dar unas monedas al necesitado, quizá
para tranquilizar su conciencia— y olvidan que —como escribe también San
Josemaría Escrivá— «la
caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes
económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada
individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo
del Creador».
La
Virgen María se entregó completamente al Señor y estuvo siempre
pendiente de los hombres. Hoy le pedimos que interceda por nosotros,
para que, en nuestras vidas, el amor a Dios y el amor al prójimo se unan
en una sola cosa, como las dos caras de una misma moneda.
* * *
Martes Santo: ¿Cómo es nuestra fe?
El
Evangelio de la Misa termina con el anuncio de que los Apóstoles
dejarían solo a Cristo durante la Pasión. A Simón Pedro que, lleno de
presunción, afirmaba: yo daré mi vida por ti, el Señor respondió: ¿conque tú darás mi vida por mí? Yo te aseguro que no cantará el gallo, antes de que me hayas negado tres veces.
A
los pocos días se cumplió la predicción. Sin embargo, pocas horas
antes, el Maestro les había dado una lección clara, como preparándoles
para los momentos de oscuridad que se avecinaban.
Ocurrió
el día siguiente a la entrada triunfal en Jerusalén. Jesús y los
Apóstoles habían salido muy temprano de Betania y, con la prisa, quizá
no tomaron ni un refrigerio. El caso es que, como relata San Marcos, el
Señor sintió hambre. Y viendo de lejos una higuera que tenía hojas, se
acercó por si encontraba algo en ella; pero cuando llegó no encontró
nada más que hojas, porque no era tiempo de higos. Y la increpó: "¡que nunca jamás coma nadie fruto de ti!". Sus discípulos lo estaban escuchando.
Al
atardecer regresaron a la aldea. Debía de ser una hora avanzada y no
repararon en la higuera maldecida. Pero al día siguiente, martes, al
volver de nuevo a Jerusalén, todos contemplaron aquel árbol, antes
frondoso, que mostraba las ramas desnudas y secas. Pedro se lo hizo
notar a Jesús:
Maestro,
mira, la higuera que maldijiste se ha secado. Jesús les contestó:
"Tengan fe en Dios. En verdad les digo que cualquiera que diga a este
monte: arráncate y échate al mar, sin dudar en su corazón, sino creyendo
que se hará lo que dice, le será concedido".
Durante
su vida pública, para realizar milagros, Jesús pedía una sola cosa: fe.
A dos ciegos que le suplicaban la curación, les había preguntado:
¿creéis que puedo hacer eso? —Sí, Señor, le respondieron. Entonces les
tocó los ojos diciendo: que se haga en vosotros conforme a vuestra fe. Y
se les abrieron los ojos. Y cuentan los Evangelios que, en muchos
lugares, apenas realizó prodigios, porque a las gentes les faltaba fe.
También
nosotros hemos de interrogarnos: ¿cómo es nuestra fe? ¿Confiamos
plenamente en la palabra de Dios? ¿Pedimos en la oración lo que
necesitamos, seguros de obtenerlo si es para nuestro bien? ¿Insistimos
en las súplicas lo que sea preciso, sin descorazonarnos?
San Josemaría Escrivá comentaba esta escena del Evangelio. «Jesús —escribe—
se acerca a la higuera: se acerca a ti y se acerca a mí. Jesús, con
hambre y sed de almas. Desde la Cruz ha clamado: sitio! (Jn 19, 28),
tengo sed. Sed de nosotros, de nuestro amor, de nuestras almas y de
todas las almas que debemos llevar hasta Él, por el camino de la Cruz,
que es el camino de la inmortalidad y de la gloria del Cielo».
Se llegó a la higuera, no hallando sino solamente hojas (Mt
21, 19). Es lamentable esto. ¿Ocurre así en nuestra vida? ¿Ocurre que
tristemente falta fe, vibración de humildad, que no aparecen sacrificios
ni obras?
Los
discípulos se maravillaron ante el milagro, pero de nada les sirvió:
pocos días después negarían a su Maestro. Y es que la fe debe informar
la vida entera. «Jesucristo pone esta condición», prosigue San Josemaría: «que
vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes.
Y hay tantas cosas que remover... en el mundo y, primero, en nuestro
corazón. ¡Tantos obstáculos a la gracia! Fe, pues; fe con obras, fe con
sacrificio, fe con humildad».
María,
con su fe, ha hecho posible la obra de la Redención. Juan Pablo II
afirma que en el centro de este misterio, en lo más vivo de este asombro
de la fe, se halla María, Madre soberana del Redentor (Redemptoris Mater,
51). Ella acompaña constantemente a todos los hombres por los senderos
que conducen a la vida eterna. La Iglesia, escribe el Papa, contempla a
María profundamente arraigada en la historia de la humanidad, en la
eterna vocación del hombre según el designio providencial que Dios ha
predispuesto eternamente para él; la ve maternalmente presente y
partícipe en los múltiples y complejos problemas que acompañan hoy la
vida de los individuos, de las familias y de las naciones; la ve
socorriendo al pueblo cristiano en la lucha incesante entre el bien y el
mal, para que "no caiga" o, si cae, "se levante" (Redemptoris Mater, 52).
María, Madre nuestra: alcánzanos con tu intercesión poderosa una fe sincera, una esperanza segura, un amor encendido.
* * *
Miércoles Santo: Judas traiciona a Jesús
El
Miércoles Santo recordamos la triste historia de uno que fue Apóstol de
Cristo: Judas. Así lo cuenta San Mateo en su evangelio: Uno
de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes y
les dijo: "¿Cuánto me dan si les entrego a Jesús?". Ellos quedaron en
darle treinta monedas de plata. Y desde ese momento, andaba buscando una
oportunidad para entregárselo.
¿Por
qué recuerda la Iglesia este acontecimiento? Para que nos hagamos cargo
de que todos podemos comportarnos como Judas. Para que pidamos al Señor
que, de nuestra parte, no haya traiciones, ni alejamientos, ni
abandonos. No solamente por las consecuencias negativas que esto podría
traer a nuestras vidas personales, que ya sería mucho; sino porque
podríamos arrastrar a otros, que necesitan la ayuda de nuestro buen
ejemplo, de nuestro aliento, de nuestra amistad.
En
algunos lugares de América, las imágenes de Cristo crucificado muestran
una llaga profunda en la mejilla izquierda del Señor. Y cuentan que esa
llaga representa el beso de Judas. ¡Tan grande es el dolor que nuestros
pecados causan a Jesús! Digámosle que deseamos serle fieles: que no
queremos venderle —como Judas— por treinta monedas, por una pequeñez,
que eso son todos los pecados: la soberbia, la envidia, la impureza, el
odio, el resentimiento... Cuando una tentación amenace arrojarnos por el
suelo, pensemos que no vale la pena cambiar la felicidad de los hijos
de Dios, que eso somos, por un placer que se acaba enseguida y deja el
regusto amargo de la derrota y de la infidelidad.
Hemos
de sentir el peso de la Iglesia y de toda la humanidad. ¿No es
estupendo saber que cualquiera de nosotros puede tener influencia en el
mundo entero? En el lugar donde estamos, realizando bien nuestro
trabajo, cuidando de la familia, sirviendo a los amigos, podemos ayudar a
la felicidad de tantas gentes. Como escribe San Josemaría Escrivá, con
el cumplimiento de nuestros deberes cristianos, hemos de ser como la piedra caída en el lago. −Produce, con tu ejemplo y con tu palabra un primer círculo... y éste, otro... y otro, y otro. .. Hasta llegar a los sitios más remotos.
Vamos
a pedir al Señor que no le traicionemos más; que sepamos rechazar, con
su gracia, las tentaciones que el demonio nos presenta, engañándonos.
Hemos de decir que no, decididamente, a todo lo que nos aparte de Dios.
Así no se repetirá en nuestra vida la desgraciada historia de Judas.
Y
si nos sentimos débiles, ¡corramos al Santo Sacramento de la
Penitencia! Allí nos espera el Señor, como el padre de la parábola del
hijo pródigo, para darnos un abrazo y ofrecernos su amistad.
Continuamente sale a nuestro encuentro, aunque hayamos caído bajo, muy
bajo. ¡Siempre es tiempo de volver a Dios! No reaccionemos con desánimo,
ni con pesimismo. No pensemos: ¿qué voy a hacer yo, si soy un cúmulo de
miserias? ¡Más grande es la misericordia de Dios! ¿Qué voy a hacer yo,
si caigo una vez y otra por mi debilidad? ¡Mayor es el poder de Dios,
para levantarnos de nuestras caídas!
Grandes
fueron los pecados de Judas y de Pedro. Los dos traicionaron al
Maestro: uno entregándole en manos de los perseguidores, otro renegando
de Él por tres veces. Y, sin embargo, ¡qué distinta reacción tuvo cada
uno! Para los dos guardaba el Señor torrentes de misericordia.
Pedro
se arrepintió, lloró su pecado, pidió perdón, y fue confirmado por
Cristo en la fe y en el amor; con el tiempo, llegaría a dar su vida por
Nuestro Señor. Judas, en cambio, no confió en la misericordia de Cristo.
Hasta el último momento tuvo abiertas las puertas del perdón de Dios,
pero no quiso entrar por ellas mediante la penitencia.
En
su primera encíclica, Juan Pablo II habla del derecho de Cristo a
encontrarse con cada uno de nosotros en aquel momento-clave de la vida
del alma, que es el momento de la conversión y del perdón (Redemptor hominis,
20). ¡No privemos a Jesús de ese derecho! ¡No quitemos a Dios Padre la
alegría de darnos el abrazo de bienvenida! ¡No contristemos al Espíritu
Santo, que desea devolver a las almas la vida sobrenatural!
Pidamos
a Santa María, Esperanza de los cristianos, que no permita que nos
desanimemos ante nuestras equivocaciones y pecados, quizá repetidos. Que
nos alcance de su Hijo la gracia de la conversión, el deseo eficaz de
acudir —humildes y contritos— a la Confesión, sacramento de la
misericordia divina, comenzando y recomenzando siempre que sea preciso.
* * *
Jueves Santo: Institución de la Eucaristía
La
liturgia del Jueves Santo es riquísima de contenido. Es el día grande
de la institución de la Sagrada Eucaristía, don del Cielo para los
hombres; el día de la institución del sacerdocio, nuevo regalo divino
que asegura la presencia real y actual del Sacrificio del Calvario en
todos los tiempos y lugares, haciendo posible que nos apropiemos de sus
frutos.
Se
acercaba el momento en el que Jesús iba a ofrecer su vida por los
hombres. Tan grande era su amor, que en su Sabiduría infinita encontró
el modo de irse y de quedarse, al mismo tiempo. San Josemaría Escrivá,
al considerar el comportamiento de los que se ven obligados a dejar su
familia y su casa, para ganar el sustento en otra parte, comenta que el
amor del hombre recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un
recuerdo, quizá una fotografía... Jesucristo, perfecto Dios y perfecto
Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al
Padre, pero permanecerá con los hombres. Bajo las especies del pan y del
vino está Él, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y
su Divinidad.
¿Cómo
corresponderemos a ese amor inmenso? Asistiendo con fe y devoción a la
Santa Misa, memorial vivo y actual del Sacrificio del Calvario.
Preparándonos muy bien para comulgar, con el alma bien limpia. Visitando
con frecuencia a Jesús oculto en el Sagrario.
En
la primera lectura de la Misa, se nos recuerda lo que Dios estableció
en el Viejo Testamento, para que el pueblo israelita no olvidara los
beneficios recibidos. Desciende a muchos detalles: desde cómo debía ser
el cordero pascual, hasta los pormenores que habían de cuidar para
recordar el tránsito del Señor. Si eso se prescribía para conmemorar
unos hechos, que eran sólo una imagen de la liberación del pecado obrada
por Jesucristo, ¡cómo deberíamos comportarnos ahora, cuando
verdaderamente hemos sido rescatados de la esclavitud del pecado y
hechos hijos de Dios!
Ésta
es la razón de que la Iglesia nos inculque un gran esmero en todo lo
que se refiere a la Eucaristía. ¿Asistimos al Santo Sacrificio todos los
domingos y fiestas de guardar, sabiendo que estamos participando en una
acción divina?
San
Juan relata que Jesús lavó los pies a los discípulos, antes de la
Última Cena. Hay que estar limpios, en el alma y en el cuerpo, para
acercarse a recibirle con dignidad. Para eso nos ha dejado el sacramento
de la Penitencia.
Conmemoramos
también la institución del sacerdocio. Es un buen momento para rezar
por el Papa, por los Obispos, por los sacerdotes, y para rogar que haya
muchas vocaciones en el mundo entero. Lo pediremos mejor en la medida en
que tengamos más trato con ese Jesús nuestro, que ha instituido la
Eucaristía y el Sacerdocio. Vamos a decir, con total sinceridad, lo que
repetía San Josemaría Escrivá: Señor, pon en mi corazón el amor con que
quieres que te ame.
En
la escena de hoy no aparece físicamente la Virgen María, aunque se
hallaba en Jerusalén en aquellos días: la encontraremos mañana al pie de
la Cruz. Pero ya hoy, con su presencia discreta y silenciosa, acompaña
muy de cerca a su Hijo, en profunda unión de oración, de sacrificio y de
entrega. Juan Pablo II señala que, después de la Ascensión del Señor al
Cielo, participaría asiduamente en las celebraciones eucarísticas de
los primeros cristianos. Y añade el Papa: aquel cuerpo entregado como
sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo
concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar, para
María, como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido
al unísono con el suyo (Ecclesia de Eucharistia, 56).
También
ahora la Virgen María acompaña a Cristo en todos los sagrarios de la
tierra. Le pedimos que nos enseñe a ser almas de Eucaristía, hombres y
mujeres de fe segura y de piedad recia, que se esfuerzan por no dejar
solo a Jesús. Que sepamos adorarle, pedirle perdón, agradecer sus
beneficios, hacerle compañía.
* * *
Viernes Santo: Cristo en la Cruz
Hoy
queremos acompañar a Cristo en la Cruz. Recuerdo unas palabras de san
Josemaría Escrivá, en un Viernes Santo. Nos invitaba a revivir
personalmente las horas de la Pasión: desde la agonía de Jesús en el
Huerto de los Olivos hasta la flagelación, la coronación de espinas y la
muerte en la Cruz. Decía: Ligada
la omnipotencia de Dios por mano de hombre llevan a mi Jesús de un lado
para otro, entre los insultos y los empujones de la plebe.
Cada
uno de nosotros ha de verse en medio de aquella muchedumbre, porque han
sido nuestros pecados la causa del inmenso dolor que se abate sobre el
alma y el cuerpo del Señor. Sí: cada uno lleva a Cristo, convertido en
objeto de burla, de una parte a otra. Somos nosotros los que, con
nuestros pecados, reclamamos a voz en grito su muerte. Y Él, perfecto
Dios y perfecto Hombre, deja hacer. Lo había predicho el profeta Isaías:
maltratado, no abrió su boca; como cordero llevado al matadero, como
oveja muda ante los trasquiladores.
Es
justo que sintamos la responsabilidad de nuestros pecados. Es lógico
que estemos muy agradecidos a Jesús. Es natural que busquemos la
reparación, porque a nuestras manifestaciones de desamor, Él responde
siempre con un amor total. En este tiempo de Semana Santa, vemos al
Señor como más cercano, más semejante a sus hermanos los hombres...
Meditemos unas palabras de Juan Pablo II: Quien cree en Jesús lleva la
Cruz en triunfo, como prueba indudable de que Dios es amor... Pero la fe
en Cristo jamás se da por descontada. El misterio pascual, que
revivimos durante los días de la Semana Santa, es siempre actual (Homilía, 24-III-2002).
Pidamos
a Jesús, en esta Semana Santa, que se despierte en nuestra alma la
conciencia de ser hombres y mujeres verdaderamente cristianos, porque
vivamos cara a Dios y, con Dios, cara a todas las personas.
No dejemos que el Señor lleve a solas la Cruz. Acojamos con alegría los pequeños sacrificios diarios.
Aprovechemos
la capacidad de amar, que Dios nos ha concedido, para concretar
propósitos, pero sin quedarnos en un mero sentimentalismo. Digamos
sinceramente: ¡Señor, ya no más!, ¡ya no más! Pidamos con fe que
nosotros y todas las personas de la tierra descubramos la necesidad de
tener odio al pecado mortal y de aborrecer el pecado venial deliberado,
que tantos sufrimientos han causado a nuestro Dios.
¡Qué
grande es la potencia de la Cruz! Cuando Cristo es objeto de irrisión y
de burla para todo el mundo; cuando está en el Madero sin desear
arrancarse de esos clavos; cuando nadie daría ni un centavo por su vida,
el buen ladrón —uno como nosotros— descubre el amor de Cristo
agonizante, y pide perdón. Hoy estarás conmigo en el Paraíso.
¡Qué fuerza tiene el sufrimiento, cuando se acepta junto a Nuestro
Señor! Es capaz de sacar —de las situaciones más dolorosas— momentos de
gloria y de vida. Ese hombre que se dirige a Cristo agonizante,
encuentra la remisión de sus pecados, la felicidad para siempre.
Nosotros
hemos de hacer lo mismo. Si perdemos el miedo a la Cruz, si nos unimos a
Cristo en la Cruz, recibiremos su gracia, su fuerza, su eficacia. Y nos
llenaremos de paz.
Al
pie de la Cruz descubrimos a María, Virgen fiel. Pidámosle, en este
Viernes Santo, que nos preste su amor y su fortaleza, para que también
nosotros sepamos acompañar a Jesús. Nos dirigimos a Ella con unas
palabras de San Josemaría Escrivá, que han ayudado a millones de
personas. Di:
Madre mía −tuya, porque eres suyo por muchos títulos−, que tu amor me
ate a la Cruz de tu Hijo: que no me falte la Fe, ni la valentía, ni la
audacia, para cumplir la voluntad de nuestro Jesús.
* * *
Sábado Santo: Silencio y conversión
Hoy
es un día de silencio en la Iglesia: Cristo yace en el sepulcro y la
Iglesia medita, admirada, lo que ha hecho por nosotros este Señor
nuestro. Guarda silencio para aprender del Maestro, al contemplar su
cuerpo destrozado.
Cada
uno de nosotros puede y debe unirse al silencio de la Iglesia. Y al
considerar que somos responsables de esa muerte, nos esforzaremos para
que guarden silencio nuestras pasiones, nuestras rebeldías, todo lo que
nos aparte de Dios. Pero sin estar meramente pasivos: es una gracia que
Dios nos concede cuando se la pedimos delante del Cuerpo muerto de su
Hijo, cuando nos empeñamos por quitar de nuestra vida todo lo que nos
aleje de Él.
El
Sábado Santo no es una jornada triste. El Señor ha vencido al demonio y
al pecado, y dentro de pocas horas vencerá también a la muerte con su
gloriosa Resurrección. Nos ha reconciliado con el Padre celestial: ¡ya
somos hijos de Dios! Es necesario que hagamos propósitos de
agradecimiento, que tengamos la seguridad de que superaremos todos los
obstáculos, sean del tipo que sean, si nos mantenemos bien unidos a
Jesús por la oración y los sacramentos.
El
mundo tiene hambre de Dios, aunque muchas veces no lo sabe. La gente
está deseando que se le hable de esta realidad gozosa —el encuentro con
el Señor—, y para eso estamos los cristianos. Tengamos la valentía de
aquellos dos hombres —Nicodemo y José de Arimatea—, que durante la vida
de Jesucristo mostraban respetos humanos, pero que en el momento
definitivo se atreven a pedir a Pilatos el cuerpo muerto de Jesús, para
darle sepultura. O la de aquellas mujeres santas que, cuando Cristo es
ya un cadáver, compran aromas y acuden a embalsamarle, sin tener miedo
de los soldados que custodian el sepulcro.
A
la hora de la desbandada general, cuando todo el mundo se ha sentido
con derecho a insultar, reírse y mofarse de Jesús, ellos van a decir:
dadnos ese Cuerpo, que nos pertenece. ¡Con qué cuidado lo bajarían de la
Cruz e irían mirando sus Llagas! Pidamos perdón y digamos, con palabras
de san Josemaría Escrivá: yo
subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver
de Cristo, con el fuego de mi amor..., lo desclavaré con mis
desagravios y mortificaciones..., lo envolveré con el lienzo nuevo de mi
vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me
lo podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad!
Se
comprende que pusiesen el cuerpo muerto del Hijo en brazos de la Madre,
antes de darle sepultura. María era la única criatura capaz de decirle
que entiende perfectamente su Amor por los hombres, pues no ha sido Ella
causa de esos dolores. La Virgen Purísima habla por nosotros; pero
habla para hacernos reaccionar, para que experimentemos su dolor, hecho
una sola cosa con el dolor de Cristo.
Saquemos
propósitos de conversión y de apostolado, de identificarnos más con
Cristo, de estar totalmente pendientes de las almas. Pidamos al Señor
que nos transmita la eficacia salvadora de su Pasión y de su Muerte.
Consideremos el panorama que se nos presenta por delante. La gente que
nos rodea, espera que los cristianos les descubramos las maravillas del
encuentro con Dios. Es necesario que esta Semana Santa —y luego todos
los días— sea para nosotros un salto de calidad, un decirle al Señor que
se meta totalmente en nuestras vidas. Es preciso comunicar a muchas
personas la Vida nueva que Jesucristo nos ha conseguido con la
Redención.
Acudamos
a Santa María: Virgen de la Soledad, Madre de Dios y Madre nuestra,
ayúdanos a comprender —como escribe San Josemaría— que es
preciso hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la
mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el
Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a
todas las almas. Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de
Jesucristo y nos hacemos una sola cosa con Él.
* * *
Domingo de Resurrección: Jesús ha vencido
Transcurrido
el sábado, María Magdalena, María la madre de Santiago, y Salomé,
compraron perfumes para ir a embalsamar a Jesús. Muy de madrugada, el
primer día de la semana, a la salida del sol, se dirigieron al sepulcro. Así comienza San Marcos la narración de lo sucedido aquella madrugada de hace dos mil años, en la primera Pascua cristiana.
Jesús
había sido sepultado. A los ojos de los hombres, su vida y su mensaje
habían concluido con el más profundo de los fracasos. Sus discípulos,
confusos y atemorizados, se habían dispersado. Las mismas mujeres que
acuden para realizar un gesto piadoso, se preguntan unas a otras: ¿quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro? "Sin embargo, hace notar san Josemaría Escrivá, siguen
adelante... Tú y yo, ¿cómo andamos de vacilaciones? ¿Tenemos esta
decisión santa, o hemos de confesar que sentimos vergüenza al contemplar
la decisión, la intrepidez, la audacia de estas mujeres?".
Cumplir
la Voluntad de Dios, ser fieles a la ley de Cristo, vivir
coherentemente nuestra fe, puede parecer a veces muy difícil. Se
presentan obstáculos que parecen insuperables. Sin embargo, no es así.
Dios vence siempre.
La
epopeya de Jesús de Nazaret no termina con su muerte ignominiosa en la
Cruz. La última palabra es la de la Resurrección gloriosa. Y los
cristianos, en el Bautismo, hemos muerto y resucitado con Cristo:
muertos al pecado y vivos para Dios. «¡Oh Cristo —decimos con el Santo
Padre Juan Pablo II—, cómo no darte las gracias por el don inefable que
nos regalas esta noche! El misterio de tu Muerte y de tu Resurrección se
infunde en el agua bautismal que acoge al hombre viejo y carnal, y lo
hace puro con la misma juventud divina» (Homilía, 15-IV-2001).
Hoy
la Iglesia, llena de alegría, exclama: éste es el día que ha hecho el
Señor: ¡gocémonos y alegrémonos en él! Grito de júbilo que se prolongará
durante cincuenta días, a lo largo del tiempo pascual, como un eco de
las palabras de San Pablo: puesto que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios.
Pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra;
porque han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios.
Es
lógico pensar —y así lo considera la Tradición de la Iglesia— que
Jesucristo, una vez resucitado, se apareció en primer lugar a su
Santísima Madre. El hecho de que no aparezca en los relatos evangélicos,
con las otras mujeres, es —como señala Juan Pablo II— un indicio de que
Nuestra Señora ya se había encontrado con Jesús.
«Esta
deducción quedaría confirmada también —añade el Papa— por el dato de
que las primeras testigos de la resurrección, por voluntad de Jesús,
fueron las mujeres, las cuales permanecieron fieles al pie la Cruz y,
por tanto, más firmes en la fe» (Audiencia, 21-V-1997). Sólo
María había conservado plenamente la fe, durante las horas amargas de la
Pasión; por eso resulta natural que el Señor se apareciera a Ella en
primer lugar.
Hemos
de permanecer siempre junto a la Virgen, pero más aún en el tiempo de
Pascua, y aprender de Ella. ¡Con qué ansias había esperado la
Resurrección! Sabía que Jesús había venido a salvar al mundo y que, por
tanto, debía padecer y morir; pero también conocía que no podía quedar
sujeto a la muerte, porque Él es la Vida.
Una
buena forma de vivir la Pascua consiste en esforzarnos por hacer
partícipes de la vida de Cristo a los demás, cumpliendo con primor el
mandamiento nuevo de la caridad, que el Señor nos dio la víspera de su
Pasión: en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis
amor unos a otros. Cristo resucitado nos lo repite ahora a cada uno. Nos
dice: ámense de verdad unos a otros, esfuércense todos los días por
servir a los demás, estén pendientes de los detalles más pequeños, para
hacer la vida agradable a los que conviven con ustedes.
Pero
volvamos al encuentro de Jesús con su Santísima Madre. ¡Qué contenta
estaría la Virgen, al contemplar aquella Humanidad Santísima —carne de
su carne y vida de su vida— plenamente glorificada! Pidámosle que nos
enseñe a sacrificarnos por los demás sin hacerlo notar, sin esperar
siquiera que nos den las gracias: que tengamos hambre de pasar
inadvertidos, para así poseer la vida de Dios y comunicarla a otros. Hoy
le dirigimos el Regina Caeli, saludo propio del tiempo pascual. Alégrate,
Reina del cielo, aleluya. / Porque el que mereciste llevar en tu seno,
aleluya. / Ha resucitado según predijo, aleluya. / Ruega a Dios por
nosotros, aleluya. / Gózate y alégrate, Virgen María, aleluya. / Porque
el Señor ha resucitado verdaderamente, aleluya.
Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei
Opusdei.org / almudí
Opusdei.org / almudí
(*) Textos emitidos originalmente por la cadena EWTN
No hay comentarios:
Publicar un comentario