Quien
no se arrepiente de verdad, no ama de veras, y las crisis cuya causa es
el egoísmo sólo las resuelve el amor, la donación, la generosidad,
justo lo contrario de lo que nos ha conducido al estado que lamentamos
Resurrección
es palabra grandiosa y sencilla, amable y sobrecogedora porque podemos
emplearla como la expresión del muerto que vuelve a la vida, pero
también sirve para manifestar la recuperación de un enfermo, para
enunciar la conversión de un pecador, el regreso al hogar de quien lo
abandonó, el renacimiento de un determinado arte, la recuperación de un
paisaje deteriorado o la restauración de un idioma perdido.
Ahora
es bien fácil hacer presente la necesidad de resucitar económicamente
porque, según un montón de datos, estamos como muertos en ese terreno. Y
si pensamos en las causas de esa crisis, veremos con facilidad que es
cada país, cada región, cada persona en definitiva quienes necesitamos
resucitar. Es necesario que el hombre mendaz y avaricioso —cada uno mire
a sí mismo—, provocador de la angustia que padecemos, resucite, cambie
de tal modo que se quede como nuevo. Lo curioso es que, sea personal o
colectivamente, con frecuencia consideramos que la reanimación ha de
hacerla otro y, desde luego, sin que yo sufra. Mal camino.
Puede
parecer irreverente que, cuando conmemoramos la Resurrección de Cristo,
un cura comience un artículo de esta manera. Creo que no, porque Jesús
resucitado es el alivio que necesitamos, más aún: el cimiento sobre el
que volver a edificar unas vidas casi muertas. San León Magno
decía en un sermón sobre la Pasión que no se encuentra vestigio alguno
de bondad en el corazón del que la avaricia ha hecho su morada. Y es muy
difícil abandonar la codicia sin un motivo fuerte. Ese motivo puede ser
para muchos el Resucitado que da sentido a la vida, a toda la vida,
previo examen de conciencia y consiguiente arrepentimiento, pues sin
ellos nos convertimos en esos personajes famosos que jamás tienen nada
que rectificar. Mal camino.
Me
atrevería a decir que la valentía de clavar los ojos en el Cristo
muerto y glorioso es la senda más segura para salir de esta situación,
que es un problema del hombre mismo. Quien no se arrepiente de verdad,
no ama de veras, y las crisis cuya causa es el egoísmo sólo las resuelve
el amor, la donación, la generosidad, justo lo contrario de lo que nos
ha conducido al estado que lamentamos. San Agustín
dijo algo que sirve para creyentes y no creyentes, y también para
referirlo a cualquier asunto: al comentar las palabras de un conocido
salmo —«Oh, Dios, crea en mí un corazón puro»—, añade que para que sea creado este corazón puro, hay que quebrantar antes el impuro.
Sólo
así se resucita verdaderamente, cuando se muere a lo que va mal. Si
siempre el muerto es el vecino, no habrá resurrección, por no mirar lo
más intrínseco de mí: el propio corazón, que siendo lo más íntimo y
familiar, también puede ser el peor enemigo. Dijo Cristo que del corazón
proceden los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las
fornicaciones, los robos, los falsos testimonios y las blasfemias.
Supongo que no trató de ser exhaustivo, sino que se sirvió de esos
errores comunes para indicar la importancia de una interioridad sana.
Para un cristiano, ese corazón sincero e inquieto tiene su modelo e
impulso en Jesús de Nazaret.
Pablo Cabellos Llorente
Levante-Emv / Almudí
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