jueves, 5 de abril de 2012

Los sufrimientos del alma de Jesús en su Pasión



Su pasión fue en realidad una acción

Cualquier página en la historia de nuestro Señor y Salvador es de una insondable profundidad, y proporciona consideraciones inagotables para la contemplación. Todo lo que al Señor se refiere es infinito, y lo que observamos en una primera mirada es sólo la superficie de algo que comienza y termina en la eternidad.

Sería presuntuoso en alguien que no fuera un santo o un doctor de la Iglesia comentar las palabras y acciones de Jesús, salvo que lo hiciese a modo de meditación. Pero la meditación y la oración mental representan una necesidad tan notoria para todos los cristianos que deseen nutrir su fe y amor hacia Él, que nos será permitido, hermanos míos, bajo la guía de hombres santos que lo han hecho antes que nosotros, fijar la atención y extendernos en asuntos más propios de adorar que de investigar.

Ciertas épocas del año, además, y especialmente ésta (1), nos invitan a considerar de cerca y con el mayor detalle posible los más sagrados aspectos de la historia evangélica. Prefiero aparecer como inhábil u oficioso en el tratamiento de estos temas, a que se me juzgue indiferente respecto a un tiempo litúrgico tan importante. Me dispongo por tanto, en obediencia a los usos religiosos de la Iglesia, a dirigir vuestros pensamientos hacia los padecimientos que nuestro Señor experimentó en su alma inocente. 

Jesucristo, primogénito del dolor 
Sabéis que nuestro Salvador, aunque era Dios, era perfecto hombre, y que poseía no solamente un cuerpo sino también un alma como la nuestra, aunque libre de toda falta. No tomó un cuerpo sin alma, pues tal cosa no habría sido hacerse hombre. ¿Cómo habría santificado nuestra naturaleza si hubiera tomado un ser que no era el nuestro? Un hombre sin alma se encuentra al nivel de los animales, pero nuestro Señor vino a salvar a una raza capaz de alabarle y obedecerle, una raza en posesión de la inmortalidad, y sin embargo desposeída de su esperanza de vida eterna.
El hombre fue creado a imagen de Dios, y esta imagen se refleja en su alma. Por eso cuando su Creador, por inefable condescendencia, vino en naturaleza humana, asumió un alma con el fin de tomar un cuerpo. Asumió primero el alma como medio de unión con el cuerpo. Tomó ambos a la vez, pero en primer lugar - por así decirlo - el alma, y luego el cuerpo. Creó por Sí mismo el alma que iba a asumir, y tomó el cuerpo de las entrañas de su Madre, la Santísima Virgen. Nació por tanto hombre perfecto con cuerpo y alma, y así como tomó un cuerpo de carne y hueso, capaz de admitir heridas, de sufrir y de morir, asumió también un alma igualmente sometida al dolor y a las penas propias del espíritu humano; y padeció su pasión redentora en el alma tanto como en el cuerpo.
A medida que discurren estos solemnes días se nos invitará a considerar los sufrimientos del Señor en su cuerpo, el prendimiento, los golpes y heridas, los azotes, la corona de espinas, los clavos y la cruz. Se resumen todos en el crucifijo mismo que se muestra a nuestros ojos. Se representan todos a un tiempo en el sagrado cuerpo que cuelga de la Cruz, y esta imagen facilita la meditación.
Pero los padecimientos del alma de Cristo no se nos pueden materializar, y tampoco es posible examinarlos debidamente. Se encuentran más allá del pensamiento y del sentido, y sin embargo precedieron a los dolores físicos. La agonía, que es un dolor del alma y no del cuerpo, constituyó el acto primero de su tremendo sacrificio. «Mi alma está triste hasta la muerte», dijo el Señor (cfr. Mt XXVI, 36). Si sufrió en el cuerpo, era en el alma donde en realidad sufría, pues el cuerpo no hacía sino conducir la aflicción a la verdadera sede espiritual de ésta. 
Naturaleza del dolor humano 
Digo por tanto que no era el cuerpo lo que sufría, sino más bien el alma en el cuerpo: fue el alma, mucho más que el cuerpo, el centro de los dolores del Verbo eterno. Advertid que no hay auténtico sufrimiento, aunque exista un dolor aparente, cuando no hay sensibilidad interior o un espíritu que reciba ese dolor. Un árbol, por ejemplo, vive, crece y decae; puede ser herido y maltratado; sangra y muere; pero no sufre, porque no existe una mente en su interior. Sin embargo, allí donde se encuentra este principio inmaterial es posible el dolor, que será más intenso según la perfección del principio. Si no tuviéramos espíritu, sentiríamos lo mismo que un árbol. Si no tuviéramos alma, experimentaríamos el dolor al estilo de los animales. Pero somos hombres, y sentimos el dolor de una manera que sólo conocen los seres dotados de alma.
Los seres vivos sienten más o menos según la medida de espíritu que se contiene en ellos. Los brutos sienten mucho menos que el hombre, porque no pueden pensar en lo que sienten. No poseen advertencia o conciencia directa de sus sufrimientos. Esto es precisamente lo que hace tan costoso el dolor: que no podemos evitar pensar en él mientras sufrimos. Se halla ante nosotros, domina nuestra mente, y mantiene nuestros pensamientos clavados en él. Todo lo que logra apartar nuestra atención del dolor lo mitiga. Por eso los amigos intentan distraernos cuando sufrimos. Lo consiguen a veces cuando el dolor es ligero, de modo que, a pesar de sufrir, nos encontramos como sin dolor. 
Sucede en efecto frecuentemente que, en el curso de un esfuerzo violento, muchas personas reciben cortaduras y golpes considerables, de los que apenas conservan recuerdo. En peleas o batallas se sufren heridas que, a causa de la excitación del momento, sólo más tarde se advierten por los combatientes no tanto por el dolor al tiempo de recibirlas como por la consiguiente pérdida de sangre.
Apliquemos ahora estas consideraciones a los sufrimientos del Señor, después de hacer una última observación. Una solo sacudida de dolor no suele resultar insoportable: el dolor se hace intolerable cuando es continuo. Decimos a veces que no podemos soportar más, y los enfermos querrían sujetar la mano del cirujano que les causa un insistente sufrimiento. Piensan que ya han resistido todo lo que podían, como si la continuidad y no la insistencia fuera para ellos lo irresistible. 
Esto significa que la memoria de los precedentes mementos dolorosos actúa sobre el dolor que sigue y lo va acercando a un límite. Si el tercero o cuarto o vigésimo momento de dolor pudiera tomarse aislado, y si la sucesión de los momentos anteriores pudiera olvidarse, cada momento no añadiría nada al primero y sería tan tolerable como éste. Pero lo que le convierte en insoportable es precisamente el hecho de ser el momento vigésimo, es decir, el hecho de que el primero, segundo, tercero, y todos hasta el decimonoveno se concentran o acumulan en el vigésimo, de modo que cada momento adicional contiene todo el peso, progresivamente incrementado, de todos los momentos precedentes. 
Por eso, repito, los animales parecen sentir tan escasamente el dolor, porque no tienen facultad de reflexión o de autoconciencia. No saben que existen. No se contemplan a sí mismos. No miran hacia atrás ni hacia delante. Cualquier momento es para ellos igual a cualquier otro. Se mueven sobre la faz de la tierra, ven esto y aquello, experimentan placer y dolor, pero reciben las cosas tal como les llegan y luego las dejan ir de nuevo, como nos ocurre a los hombres en el sueño.
Los animales tienen memoria, pero no es la de un ser intelectual. No son capaces de relacionar nada, ni hacen propia o individual cosa alguna de entre las sensaciones particulares que reciben. Nada es realidad o tiene una sustancia para ellos, más allá de estas sensaciones. Sienten únicamente un número determinado de impresiones sucesivas. Su sentido del dolor es, como los demás sentidos, débil y monótono, a pesar de las manifestaciones exteriores que pueda adoptar. Es la captación intelectual del dolor, como un todo que se difunde a través de momentos sucesivos, lo que le otorga su especial poder e intensidad, y solamente el alma, que no existe en los animales, es capaz de semejante comprehensión.

Intensidad espiritual de los dolores de Cristo
Traslademos ahora todo esto a los padecimientos de nuestro Señor. ¿Recordáis el ofrecimiento de vino mezclado con mirra que le hicieron cuando estaba en la Cruz? El no quiso tomarlo, porque aquella bebida habría embotado su mente, y El deseaba recibir el dolor en toda su intensidad y amargura. Veis por tanto el carácter de sus padecimientos. Habría querido evitarlos si tal hubiera sido la voluntad del Padre. «Si es posible —dice— pase de mí este cáliz» (cfr. Lc XXII, 42), pero dado que no era posible, advierte serena y decididamente al Apóstol que buscaba librarle del dolor: «¿Acaso no he de beber el cáliz que mi Padre me ha preparado?» (cfr. Io XVIII, 11). 
Como había de sufrir, se entregó al sufrimiento. No vino a padecer lo menos posible. No se apartó de los dolores. Más bien, les hizo frente, los apuró, de modo que cada porción dolorosa dejara su entera huella sobre El. Así como los hombres son superiores a los animales y experimentan el dolor mucho más que ellos a causa del espíritu que da una sustancia a los padecimientos, ignorada por los seres irracionales, de igual manera nuestro Señor sintió el dolor físico con una advertencia y un conocimiento, con una intensidad , agudeza y unidad de percepción, que ninguno de nosotros puede medir o imaginar. Porque el Señor disponía absolutamente de su alma, estaba libre de toda influencia de distracciones, concentrado plenamente sobre el dolor y entregado sin reservas a él. Por eso cabe decir que sufrió entera toda su pasión en cada momento de ella.
Recordad que el Señor se diferencia de nosotros en que, siendo hombre perfecto, poseía sin embargo un poder mayor que su alma, puesto que era Dios. El alma de otros hombres está sujeta a sus propios deseos, sentimientos, impulsos y pasiones. La del Señor se sometía simplemente a su eterna y divina Persona. Nada ocurría a su alma por casualidad o de repente. Nada le cogía de sorpresa, o le afectaba sin una cierta anticipación de su propia voluntad.
Nunca se entristeció, experimentó temor, o se alegró en el espíritu sin desear primero entristecerse, temer, o estar alegre. Cuando nosotros sufrimos se debe a que agentes externos y emociones que no controlamos nos infligen dolor. Nos vemos sometidos involuntariamente a la disciplina del sufrimiento, padecemos en mayor o menor medida según las circunstancias, ejercitamos más o menos la paciencia en medio de las penas conforme al estado de ánimo, y hacemos siempre lo posible para aliviar nuestros dolores. No somos capaces de prever nuestros padecimientos, ni sabemos expresar, después de haberlos sufrido, las características de nuestra sensibilidad, o las razones por las que no sobrellevamos mejor los dolores. 
El caso de nuestro Señor era muy distinto. Su divina Persona no se hallaba sometida a la influencia de sus sentimientos humanos, excepto en la medida deseada por El. Cuando quería temer, temía. Cuando optaba por la ira, se mostraba iracundo. Cuando deseaba dolerse, se dolía. No estaba sujeto a emociones desordenadas, y dejaba entrar voluntariamente en su espíritu las influencias que le movían. Consiguientemente, al decidir el sufrimiento de su pasión vicaria hizo las cosas a fondo, como escribe el Sabio, es decir, instanter (cfr. Eccles IX, 10), «seriamente», con todo su poder. No hizo nada a medias. No apartó su mente del dolor, como hacemos nosotros. No dijo una cosa, para retirarla luego. Habló y actuó en consecuencia. Dijo: «He aquí que vengo, oh Dios, a cumplir tu Voluntad; no has querido sacrificios ni ofrendas, sino que me has preparado un cuerpo» (cfr. Hebr X, 9). Asumió un cuerpo para poder sufrir. Se hizo hombre para sufrir como hombre, y cuando llegó su hora, la hora de las tinieblas en la que el pecado pudo descargar sobre El su entera malignidad, se entregó a Sí mismo por completo, como un holocausto.

La Pasión activa de Cristo
Así como todo su cuerpo se extendió sobre la Cruz, también el total de su alma se puso en manos de los verdugos, es decir, su advertencia y conciencia, una mente despierta y unos sentidos agudos, una activa y viviente cooperación, una presente y absoluta intención, en ningún caso una simple permisión o un sometimiento pasivo. Su pasión fue en realidad una acción. Vivía intensísimamente mientras languidecía, desmayaba y moría. Murió por un acto de su voluntad, pues inclinó su cabeza en señal de mandato y de resignación al mismo tiempo, y exclamó: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (cfr. lc XXIII, 46). Jesús entregó su vida, no la perdió.

Veis entonces que si el Señor hubiera sufrido solamente en el cuerpo, y no hubiera padecido tanto como otros hombres, habría experimentado, sin embargo, un dolor extraordinariamente más agudo, puesto que el dolor de la persona se mide por su capacidad de sentirlo. Dios era quien sufría. Dios sufría en su naturaleza humana. Los sufrimientos pertenecían a Dios y eran sumidos, eran apurados, hasta el fondo del cáliz porque Dios los tomaba. No eran simplemente gustados o sorbidos de modo ligero e incompleto. No eran aromatizados o disimulados con sabores agradables, como suele hacer el hombre cuando ha de padecer el dolor. 
Estas observaciones nos ayudan además a prevenir una objeción que impide a muchos apreciar debidamente el papel desempeñado por el alma del Señor en la satisfacción por el pecado. Cuando su agonía comenzaba, exclamó Jesús: «Mi alma está triste hasta la muerte» (cfr. Mt XXVI, 38). Quizás preguntéis si no recibía el Señor ciertos consuelos propios de El e imposibles para cualquier otro hombre, que venían a disminuir o paliar la desolación de su alma y le permitían sentir, no más, sino menos que un individuo corriente. Tenía, por ejemplo, un sentido de su inocencia que ningún hombre doliente podía igualar. Sus enemigos, el Apóstol que le traicionó, el juez que pronunció la sentencia, los soldados que la ejecutaron, testificaron todos su inocencia. «He entregado sangre inocente» (cfr. Mt XXVII, 4), dice Judas. «Estoy libre de la sangre de este justo» (cfr. íd. 24), dice Pilatos. «Verdaderamente, este hombre era justo» (cfr. lc XXIII, 47), exclama el centurión. 
Si incluso estos hombres, que eran pecadores, testimoniaron la inocencia de Jesús, mucho más lo hizo la propia alma del Señor. Y si nuestra capacidad de resistir oposición y calumnia depende generalmente de la convicción de no ser culpables, mucho más—diríamos—la conciencia de santidad interior compensaría, en el caso de Jesús, los padecimientos, y aniquilaría la vergüenza. 
Podría añadirse también que El conocía la relativa brevedad de sus dolores, así como la conclusión gloriosa de la Pasión, mientras que la incertidumbre respecto al futuro es uno de los más severos aspectos del padecer humano. El no pudo sufrir angustia —se dice— pues no experimentó perplejidad alguna, vacilación o desesperanza. Esta afirmación parece además confirmarse por unas palabras de San Pablo, que nos dice expresamente que «debido a la alegría delante de El, nuestro Señor «despreció la vergüenza» (cfr. Hebr XII, 2). 
Hay ciertamente una seguridad y calma maravillosas en todo lo que hace. Considerad su advertencia a los Apóstoles: «Vigilad y orad, para que no entréis en tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (cfr. Mt XXVI, 41); o sus palabras a Judas: «Amigo, ¿a qué has venido?» (íd. 50), «¿con un beso entregas al Hijo del hombre?», o a Pedro: «todo el que usa la espada, perecerá con la espada» (íd. 52), o al siervo que le golpea: «si he hablado mal, señala la equivocación; pero si he dicho bien, ¿por qué me hieres?» (cfr. Io XVIII, 23); o a su Madre: «Madre, he aquí a tu hijo» (cfr. Io XIX, 27).
Todo esto es verdad, y debe insistirse en ello. Pero viene más bien a reforzar e ilustrar lo que he expuesto anteriormente. Habéis afirmado en realidad que nuestro Señor fue siempre El mismo. Su mente constituía su propio centro, y nunca perdió en lo más mínimo el perfecto equilibrio que la distinguía. Sufrió porque serena y deliberadamente se sometió al sufrimiento. Igual que dijo al leproso: «quiero, sé limpio»; y al paralítico: «tus pecados te son perdonados»; y al centurión: «iré y le curare»; y de Lázaro: «voy a despertarle de su sueño», anunció también: «ahora comenzaré a sufrir», y así fue.
Su compostura es la prueba del entero control que mantenía sobre su ánimo. En el momento preciso, corrió los cerrojos, abrió las compuertas, y las aguas cayeron con toda fuerza sobre su alma. «llegaron —escribe San Marcos— al lugar llamado Getsemaní, y dijo a sus discípulos: quedaos aquí mientras voy a orar. Y tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y comenzó a sentir pavor y angustia» (cfr. Mc XIV, 3233). Observad cómo actúa deliberadamente. Llega a un cierto lugar, y entonces, pronunciada la voz de mando y retirado el apoyo de la Divinidad, la desolación y el temor invaden su alma. Se adentra luego en una agonía espiritual, tan concreta y definida como la tortura física del potro y del fuego. 
El peso del pecado
Es por tanto irrelevante sostener que el Señor era protegido en sus pruebas par la conciencia de ser inocente y la seguridad de su victoria, pues su padecimiento consistió precisamente —aparte de la privación de otros consuelos— en la retirada o suspensión de esa misma conciencia y de esa anticipación. El mismo acto de voluntad que aceptaba la influencia sobre su alma de un solo dolor aceptaba también todos los dolores a un tiempo. No era una pugna entre tendencias e impulsos contrarios, procedentes del exterior, sino el efecto de una decisión interior. Así como hombres de gran autodominio pasan, a voluntad, de un pensamiento a otro, mucho más se negó el Señor a Sí mismo deliberadamente todo consuelo, y se saturó de amargura. En aquellos momentos no pensaba en el futuro. Atendía sólo a la abrumadora carga presente que pesaba sobre El.
¿Y qué es lo que debía soportar, cuando abría sobre su alma aquel torrente de predestinado dolor? Había de soportar algo que a nosotros resulta conocido y familiar, pero que para El era un mal indecible. Había de soportar algo tan liviano para nosotros, tan natural y aceptable, que no conseguimos imaginarlo como una gran cargo, pero que para El contenía el aroma y el veneno de la muerte. Debía soportar el peso del pecado. Debía llevar nuestros pecados, así como los pecados del mundo entero. El pecado es cosa ligera para nosotros. Pensamos poco sobre él, y no entendemos por qué el Creador le atribuye tanta importancia. No acabamos de creer que merezca castigo. 
Pero considerad despacio lo que es el pecado en sí mismo. Es una rebelión contra Dios. Es un acto de un traidor que apunta a desterrar y eliminar a su soberano. El pecado es el enemigo mortal del Dios Santo, de modo que ambos no pueden estar juntos. Así como Dios arroja al pecado de su Presencia, también el pecado podría —si Dios fuera menos de lo que es— desterrar a Dios. 
Observad cómo, en efecto, cuando el Señor eterno entró en el mundo creado mediante la Encarnación, y se sometió a sus leyes, entonces, de modo inmediato, el gran enemigo de la Verdad y del Bien aprovechando la oportunidad, corrió hacia aquella carne asumida por Dios y la acosó, y provocó su muerte. La envidia de los fariseos, la traición de Judas y la locura del pueblo no eran otra cosa que instrumentos o manifestaciones de la animosidad del pecado hacia el Señor tan pronto como lo tuvo a su alcance. El pecado no podía tocar la majestad divina, pero podía acometer a Dios por la vía en la que El toleraba ser atropellado, es decir, a través de su Humanidad. En la consumación de estos episodios, en la muerte de Dios hecho hombre, se nos enseña la grave naturaleza del pecado en sí. 
La agonía de Getsemaní 
Allí se encontraba el Salvador del mundo, arrodillado en aquella hora terrible —después de renunciar a la defensa de su Divinidad y a los ángeles que, a millones, estaban dispuestos a escuchar su llamada—, abiertos sus brazos y descubierto su pecho, pues como era, ante el asalto de su enemigo, cuyo aliento engendraba pestilencia y cuyo abrazo significaba agonía. Allí estaba de rodillas, inerte y quieto, mientras el repugnante y vil espíritu cubría su alma con un vestido saturado de todo lo que es odioso y horrible en la conducta humana, un vestido que llegaba a su corazón y llenaba su conciencia, que se extendía hasta cada sentido y rincón de su mente y le infectaba con una lepra moral, hasta hacerle sentir que era lo que nunca podía ser: el pecador que su enemigo pensaba haberle hecho.
¡Qué angustia sentiría cuando se contemplara a Sí mismo y no se reconociera al verse como un abyecto y miserable pecador, con la percepción intensa de una masa de corrupción que venía sobre su cabeza y alcanzaba los bordes de su túnica! ¡Qué desconcierto, cuando encontrara que sus ojos, manos, pies, labios y corazón eran como miembros del maligno, y no de Dios
iSon éstas las manos del inmaculado Cordero de Dios, antes inocentes pero ahora enrojecidas con mil bárbaros hechos de sangre? ¿Son éstos sus labios, que no dicen oraciones ni alabanzas y parecen mancillados con juramentos y blasfemias? ¿Son éstos sus ojos, profanados por feas visiones y espejismos de idolatría, con los que los hombres han abandonado a su Creador? Sus oídos estallan con un griterío de rebeldía y tumulto. Su corazón se hiela por la avaricia y la crueldad. Su memoria está cargada con todos los pecados que se han cometido desde la caída original en todas las regiones de la tierra, con el orgullo de los antiguos gigantes, la concupiscencia de las cinco ciudades, la obstinación de Egipto, la ambición de Babel y la ingratitud del pueblo elegido.
¿Quién no conoce la angustia de un pensamiento turbador que, a pesar de ser rechazado, vuelve una y otra vez, para confundir si es que no puede dominar? ¿Quién no sabe de alguna odiosa y enfermiza imaginación, extraña a la persona, pero impuesta a la mente desde fuera, o de perversos conocimientos que se pagaría un gran precio por olvidar?

John H. Newman, Discursos sobre la fe, Patmos, col. Neblí, 1981, pp. 315-330
Discurso Decimosexto

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