Hablar
con los hijos de las cuestiones que les interesan, dar ejemplo y no
tener miedo a influir positivamente en sus vidas son algunos de los
retos de la educación. Publicamos el segundo editorial sobre este tema
en el ámbito de la familia.
La
persona humana se realiza, se edifica a sí misma, por medio de sus
libres decisiones. Como es sabido, la libertad no consiste en la simple
posibilidad de elegir una opción u otra, sino en la capacidad de ser
dueño de uno mismo para dirigirse al bien verdadero. Por eso, un aspecto
central en la educación de los hijos es precisamente formarles para
la libertad, de manera que quieran hacer el bien: es decir, que lo
quieran no sólo porque está mandado, sino justamente porque es bueno.
Muchas
veces se educa más con lo que los hijos ven y experimentan en el hogar
—un ambiente de libertad, de alegría, de cariño y de confianza—, que con
las palabras. Por eso, más que transmitir, la misión educativa de los
padres consiste en contagiar ese amor a la verdad que es la clave de la libertad[1].
De
esta manera, y con la ayuda de la gracia de Dios, los hijos crecen con
el deseo de orientar su vida hacia esa Verdad completa, la única capaz
de dar sentido a la existencia y saciar los anhelos más profundos del
corazón del hombre.
Amor exigente
Educar para la libertad es todo un arte, muchas veces nada fácil. Como señala Benedicto XVI, «llegamos
al punto quizá más delicado de la obra educativa: encontrar el
equilibrio adecuado entre libertad y disciplina. Sin reglas de
comportamiento y de vida, aplicadas día a día también en las cosas
pequeñas, no se forma el carácter y no se prepara para afrontar las
pruebas que no faltarán en el futuro. Pero la relación educativa es ante
todo encuentro de dos libertades, y la educación bien lograda es una
formación para el uso correcto de la libertad»[2].
Una
premisa útil para afrontar de manera adecuada esta tarea de conciliar
exigencia y libertad es recordar que la fe y la moral cristianas son la
clave de la felicidad del hombre. Ser cristiano puede ser exigente, pero
nunca es algo opresivo, sino enormemente liberador.
La meta es que, desde pequeños, los hijos experimenten en el hogar que el hombre «no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás»[3]. Y que una persona que vive plenamente la vida cristiana no es una «persona
aburrida y conformista; no pierde su libertad. Sólo el hombre que se
pone totalmente en manos de Dios encuentra la verdadera libertad, la
amplitud grande y creativa de la libertad del bien»[4].
La
vida cristiana es precisamente la única vida feliz; la única que libera
de la amargura de una existencia sin Dios. Benedicto XVI lo afirmaba
con gran fuerza al inicio de su pontificado: «quien deja entrar a
Cristo no pierde nada, nada —absolutamente nada— de lo que hace la vida
libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas
de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes
potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad
experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo
quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia
de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes:
¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da
a él, recibe el ciento por uno»[5].
Para lograr esto, lo primero es que los mismos padres “transparenten” la alegría de vivir coherentemente. «Los
padres educan fundamentalmente con su conducta. Lo que los hijos y las
hijas buscan en su padre o en su madre no son sólo unos conocimientos
más amplios que los suyos o unos consejos más o menos acertados, sino
algo de mayor categoría: un testimonio del valor y del sentido de la
vida encarnado en una existencia concreta, confirmado en las diversas
circunstancias y situaciones que se suceden a lo largo de los años»[6].
Los
hijos han de percibir que la conducta que ven hecha vida en sus padres
no es un agobio, sino fuente de libertad interior. Y los padres, sin
amenazas, con sentido positivo, deben “estructurar interiormente”
a sus hijos, educarles para esta libertad, dándoles razones para que
entiendan la bondad de lo que se les pide, de modo que lo hagan suyo.
De
esta manera se fortalece su personalidad y crecen maduros, seguros y
libres. Aprenden así a vivir por encima de modas, yendo a
contracorriente, cuando sea necesario. La experiencia muestra que,
cuando los hijos son ya mayores, no hay nada que agradezcan más a sus
padres que esta educación libre y responsable.
Proponer bienes altos
Indudablemente, el amor a los hijos no tiene que ver con observar una supuesta —imposible en la práctica— “neutralidad educativa”.
Por una parte, no hay que olvidar que si los padres no educan, lo harán
otros. Siempre, pero hoy quizá más que en el pasado, la sociedad, el
ambiente y los medios de comunicación han ejercido una influencia
notable, que en ningún caso es neutra. Por otra parte, actualmente hay
una tendencia a enseñar unos valores aceptables por todos: quizás
positivos pero, desde luego, mínimos.
Los
padres han de educar, sin miedo, en todos los bienes que consideran
esenciales para la felicidad de sus hijos. De la insistencia de los
padres en el estudio, por ejemplo, los pequeños aprenden que el estudio
es un bien importante en sus vidas. De la insistencia amable de sus
padres en que se limpien y vayan arreglados, aprenden que la higiene y
la presentación no son cosas despreciables. Pero si los padres no
insisten —acompañándoles siempre con el ejemplo, y razonando los
porqués— sobre otras cuestiones (por ejemplo, ser sobrios, decir siempre
la verdad, ser leales, rezar, frecuentar los sacramentos, vivir la
santa pureza, etc.), los hijos pueden pensar intuitivamente que son
bienes en desuso, que ni siquiera sus padres viven, o que no se atreven a
proponer en serio.
Un punto de vital importancia para esta tarea es la comunicación. Una tentación habitual es pensar que “a los jóvenes de ahora no los entiendo”; “el ambiente está muy mal”; “antes esto no se hubiera permitido”.
La simple argumentación de autoridad puede servir en algún momento,
pero acaba mostrándose siempre insuficiente. En la educación, a veces
hay que argumentar con el premio y el castigo, pero sobre todo hay que
hablar de la bondad o maldad de los actos, y del tipo de vida que estos
actos configuran. De esta manera se facilita también que los hijos
descubran el vínculo indisoluble que existe entre libertad y
responsabilidad.
Razonar con los hijos será siempre necesario. San Josemaría lo concretaba diciendo que hay que «llegar
a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes,
con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda
eficaz y amable»[7].
Para lograrlo, es preciso pasar tiempo juntos, escucharles a solas a
cada uno, adelantarse para hablar serenamente de los temas centrales de
las distintas etapas de la existencia: el origen de la vida, las crisis
de la adolescencia, el noviazgo y, sin ninguna duda —porque es lo más
importante—, la vocación que Dios tiene prevista para cada persona.
Como señala Benedicto XVI, «sería
muy pobre la educación que se limitara a dar nociones e informaciones,
dejando a un lado la gran pregunta acerca de la verdad, sobre todo
acerca de la verdad que puede guiar la vida»[8].
Los padres no han de tener miedo a hablar de todo con sus hijos, ni a
reconocer que ellos también se equivocan, que tienen errores, y que
fueron jóvenes: lejos de quitarles autoridad, esta confianza les hace
más aptos para su misión educativa.
El primer "negocio"
La misión educativa de «los
padres es una tarea apasionante y una gran responsabilidad. Los padres
deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una
familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la
sociedad. De esta conciencia de la propia misión dependen en gran parte
la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad»[9].
Ser padres es la primera ocupación. San Josemaría solía decir que los hijos son el primer y mejor “negocio”
de los padres: el negocio de su felicidad, del que tanto espera la
Iglesia y la sociedad. Y, de la misma forma que un buen profesional
mantiene siempre un afán noble de aprender y mejorar en su labor, se
debe cultivar el deseo de aprender y mejorar a ser mejores esposos,
mejores padres.
Para
fomentar este deseo, San Josemaría impulsó tantas iniciativas prácticas
que siguen ayudando a miles de matrimonios en su tarea: cursos de
orientación familiar, clubes juveniles, colegios en los que los padres
son los primeros protagonistas, etc.
Ser
buenos padres es todo un reto. No hay que esconder el esfuerzo que
supone pero, con la gracia de Dios propia del sacramento del matrimonio y
la entrega alegre y enamorada de los esposos, todos los sacrificios se
llevan con gusto. La educación de los hijos no es un oficio determinado
por la suerte o por el ambiente, sino por el amor. Con este amor, los
padres pueden dirigirse con toda confianza a Dios, «de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra»[10], para que proteja el hogar familiar y cubra con sus bendiciones a los hijos.
Michele Díez
OpusDei.es / Almudí
OpusDei.es / Almudí
Notas
[1] Cfr. Jn 8, 32.
[2] Benedicto XVI, Mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, 21-I-2008.
[3] Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 24.
[4] Benedicto XVI, Homilía, 8-XII-2005.
[5] Benedicto XVI, Homilía en el Solemne Inicio del Ministerio Petrino, 24-IV-2005.
[6] Es Cristo que pasa, n. 28.
[7] Ibidem, n. 27.
[8] Benedicto XVI, Mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, 21-I-2008.
[9] Conversaciones, n. 91.
[10] Ef 3, 14.
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