Escándalos,
corrupción, abusos de poder… deterioran la imagen que tienen los
ciudadanos de la actividad política. Algunos llegan a preguntarse sobre
la posibilidad de una dedicación a las tareas públicas y una fe
coherente: ¿católico, y político? Sin embargo, esos comportamientos no
pueden justificar un rechazo de la política en cuanto tal: denotaría una
comprensión defectuosa de la misión de los cristianos en el mundo
Reproduzco los artículos del número especial de mayo de la Revista Palabra, firmados por: Cardenal Peter Turkson, Ana Marta González, José María Magaz Fernández, Ángel Rodríguez Luño, Josep Miró i Ardévol, María Teresa Compte Grau, Sarah Teather, Mercedes Aroz, y Ángel Pintado Barbanoj. Todos ellos plantean la política como necesaria actividad de servicio, y sitúan a
quienes se dedican a ella ante la obligación de ejemplaridad que debería
distinguir a todos los que ocupan posiciones de liderazgo social.
Introducción: naturaleza de la política
La ciudad común
Por Cardenal Peter Kodwo Appiah Turkson
Introduce
este número especial el cardenal ganés Peter Turkson, presidente del
Consejo Pontificio Justicia y Paz desde 2009. Tras explicar las tareas
respectivas del Estado y la Iglesia, se refiere al empeño de los
cristianos en los asuntos del mundo: no los contemplan pasivamente, sino
de manera comprometida. En particular, la presencia de los católicos en
el ámbito político habría de configurarse en torno a tres elementos:
una conducta que sea ejemplo; la responsabilidad madura; y la visión
general, dirigida al bien de todos
Cuando era un joven estudiante, me impresionó mucho esta frase de san Agustín: “Un Estado sin justicia es como una banda de ladrones”.
Me llamaba mucho la atención el estilo, la fuerza y el vigor de esta
declaración, recogida, por otra parte, en 2005 por Benedicto XVI en su
encíclica Deus caritas est. El número monográfico de Palabra que tengo el placer de abrir lleva un título muy inteligente: “¿Católico, y político?”.
Una relación compleja
Invito,
en primer término, al lector a prestar atención a esa coma, no casual,
situada entre “católico” y “político”. ¡Qué complejidad y qué dificultad
encierra esa pregunta, esa relación!
La relación entre cristianismo y
política constituye un verdadero universo, que atraviesa de manera
compleja y variada toda nuestra historia; y, no obstante, pocas veces la
comprendemos bien. ¿En qué sentido? En el sentido de que sigue
habiendo, dentro y fuera de los ambientes católicos, quien piensa que la
religión cristiana, que tiene su sacramento en la Iglesia, constituye
de hecho una instancia totalitaria y opresora: entiéndase bien, se trata
de una postura propia de quienes todavía conciben la Iglesia –incluso
en un ámbito católico o, en sentido amplio, cristiano– en términos de
cristiandad orgánica. Sobre esto quisiera ofrecer una cita muy
importante. Es un pasaje de Jacques Maritain, en el que escribió:
“Hay gente que, en nombre de la verdad religiosa, querría adoptar como
principio la idea de la intolerancia civil. […] En el extremo opuesto,
hay gente que, en nombre de la tolerancia civil, querría hacer que la
Iglesia y el cuerpo político vivieran en un aislamiento total y
absoluto”.
Es
cierto que en el curso de los siglos, desde la llamada “Donación de
Constantino”, hasta el cesaropapismo o las diversas formas de fusión
entre el trono y el altar, de idolatría de poder mundano de la Iglesia
institucional y la idea de una religión de Estado, los católicos también
hemos practicado la identificación
entre fe y política. Pero, en el curso de esos mismos siglos y llegando
hasta la actualidad –en particular desde del Concilio Vaticano II, pero
sobre todo a partir de las palabras de Cristo: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”–,
no podemos sino descubrir la distinción clara entre las dos esferas,
distinción que, también en términos jurídicos, subsiste en la diferencia
entre la esfera de la Iglesia y la esfera del Estado. El Evangelio, en
efecto, no contiene normas civiles, no es un manual de nociones
políticas ni de Derecho Canónico, no indica una idea o un sistema
político, sino que habla al hombre. En este sentido, el Evangelio
precede a la política.
Un texto muy ilustrativo a este propósito lo escribió Pablo VI en 1969: “Es bien cierto”, decía el Papa Montini, “que
los fines de la Iglesia y del Estado son de orden diverso, y que ambas
son sociedades perfectas, dotadas de medios propios, e independientes en
la respectiva esfera de acción, pero también es verdad que una y otro
actúan en beneficio de un sujeto común, el hombre […] en la pacífica
convivencia con sus semejantes”.
¿Qué
significa esto? Que el rostro concreto e institucional de la Iglesia y
la esfera de la comunidad política, del Estado, son, sí, distintos desde
el punto de vista específicamente material, o sea histórico y político,
pero han de coordinarse con vistas al bien común. Y precisamente de
este “coordinarse” emergen con frecuencia los mayores equívocos y
prejuicios, tanto en sentido estatalista como en sentido clerical
(“clerical” no significa “eclesiástico”; y “anticlerical” es
completamente distinto de “antieclesiástico”).
Compromiso político
Ahora,
sin embargo, volvamos un momento a las palabras de san Agustín citadas
al comienzo, palabras muy fuertes y, en muchos aspectos, sorprendentes.
Agustín sitúa la justicia en el centro de la idea de Estado. Me viene
con ello a la memoria una famosa declaración de Pablo VI, que afirmó que
la política es una forma alta de caridad. Pues bien, caridad y justicia
son dos principios centrales del cristianismo y de la doctrina social
de la Iglesia. En la encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI, leemos: “Por
un lado, la caridad exige la justicia, el reconocimiento y el respeto
de los legítimos derechos de las personas y los pueblos. Se ocupa de la
construcción de la «ciudad del hombre» según el derecho y la justicia.
Por otro, la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la
lógica de la entrega y el perdón”.
Y continúa después: “La caridad […] otorga valor […] a todo compromiso por la justicia en el mundo”.
Este es el compromiso. ¿Qué compromiso? El compromiso por el bien común. Como sigue diciendo la encíclica, “desear
el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad.
Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro,
ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política
y culturalmente la vida social, que se configura así como pólis, como ciudad”.
Si
se consideran todos estos elementos, se entiende inmediatamente la
necesidad y la naturaleza del compromiso político para el cristiano. El
cristiano es, desde luego, consciente de la autonomía de la política
respecto de una traducción directa de la norma evangélica en norma
civil, pero se interesa por cómo van las cosas, no es indiferente ante
el estado de las cosas de este mundo. Como cristiano habla el lenguaje
de este mundo tanto como el “del otro mundo”, gracias al ejemplo de la
Encarnación de Cristo: Dios que, haciéndose hombre, ha unido la tierra
con el cielo.
En consecuencia, el cristiano no es un observador pasivo de los asuntos del mundo, sino que está llamado
a la acción, a la participación, a la mejora de las condiciones
materiales según la justicia y según la libertad: una libertad que es el
primer don concedido por Dios al hombre. Tal compromiso requiere tres
elementos ulteriores: la conducta, la responsabilidad, la visión
general.
Conducta y responsabilidad
Detengámonos
con brevedad en cada uno de ellos. En primer lugar, la conducta. El
comportamiento del cristiano en política es necesariamente ejemplo para
aquellos a los que guía. El político cristiano debe ser consciente de
que la perícopa evangélica sobre el César y Dios implica que el poder no
tiene su última sustancia en el hombre, o mejor, en el arbitrio del
hombre. El poder es, por tanto, un servicio, es decir, no se identifica
con el hombre. En este sentido, el cristiano debe dar ejemplo observando
una conducta personal que establezca una coherencia entre esfera
pública y esfera privada.
La
responsabilidad: de conformidad con la idea del poder como servicio, el
cristiano en política, por así decirlo, se inclina hacia su pueblo, e
inclinándose lo respeta, escucha a todos, dialoga con todos. Obviamente
guía y siente la responsabilidad de guiar, pero es responsable de todos y
no de una minoría, ni siquiera la constituida por los propios
cristianos. En este sentido, tiene una vocación que en términos
históricos y seculares llamamos democrática y pluralista, y que ve en
las instituciones el instrumento y la tutela de derechos que preexisten a
las instituciones mismas.
Visión general, el partido
En
tercer lugar, la visión general: es el resultado directo de una
responsabilidad basada en el Evangelio de la caridad, que respeta a cada
hombre en cuanto hombre, sin distinciones, y que descubre en la vida de
cada uno una dignidad sagrada e inviolable. Así, no establece
jerarquías entre seres humanos, no admite discriminaciones ni
violaciones, y tiene siempre una visión general que en la fatiga del
diálogo compone el itinerario histórico de una nación.
Hay
después otro tema fundamental: el del partido. Las intervenciones que
siguen a mi exposición desarrollarán los diversos rostros de la relación
entre catolicismo y política desde múltiples puntos de vista; pero
ahora permítaseme una pregunta: ¿es correcto hablar de un “partido
católico”?
El
partido, lo dice ya la palabra, es parte, facción, división; y división
es la política. Y es bueno que sea así, porque la dialéctica es la sal
de la libertad y de la democracia. El catolicismo es, en cambio,
religión, es decir: universalidad y no parte.
Entiendo, entonces, que la expresión “partido católico” es una contradicción in terminis.
Más correcto sería decir, en su lugar, partido de inspiración cristiana
o centralidad de la libertad de conciencia en las decisiones públicas.
Es decir, el partido es, en cuanto realidad mundana de la política, una
realidad autónoma respecto de la religión, pero la inspiración
constituye, digamos, su cultura política, sus ideales: precisamente la
inspiración que constituye los trazos de su identidad. El partido, en
este contexto, es impensable que sea un ordenamiento de la Iglesia, que
hable en nombre de la Iglesia: aquí aparece de nuevo la idea de la
visión general.
Maduración personal
Pero,
¿qué es lo que más nos importa en estos atormentados tiempos, nuestros
que necesitan el compromiso decidido y fuerte de los cristianos en el
espacio público, o sea, en la esfera política? Que ellos maduren su
vocación interiormente y con plena honestidad. En este sentido, quisiera
dirigirme a todos los que ya han emprendido esta actividad, y a cuantos
se proponen seguirla, y proponerles algunas preguntas:
• ¿Estás trabajando verdaderamente por la justicia?
• ¿Te has preguntado seriamente cuál es la razón de tu compromiso?
• ¿Estás dispuesto a entender el poder como servicio a tu pueblo?
• ¿Estás dispuesto a respetar fielmente las leyes?
• ¿Has comprendido a fondo tu conducta pública y privada? ¿Son coherentes entre sí, sin moralismo ni hipocresía?
• ¿Estás contribuyendo a que sean apreciadas la libertad, la justicia, la legalidad?
• ¿Estás siempre dispuesto al diálogo, y a ejercitar el poder en los límites de las leyes?
Creo
que todo ha de partir de una acción de comprensión profunda, de un
examen libre de conciencia que guíe la actuación del cristiano en
política.
La
perspectiva de inspiración cristiana es siempre general, mira siempre
al bien de todos, también de los no cristianos. Es algo sobre lo que hay
que reflexionar plenamente, especialmente si se atiende a la situación
europea y al movimiento de las etnias, de las culturas y las
mentalidades en el mundo globalizado.
Empeño común
Para
concluir, quisiera recordar lo que dice San Pablo: que todos somos
miembros unos de otros, todos nos necesitamos mutuamente. Porque a cada
uno de nosotros se nos ha dado una gracia según la medida del don de
Cristo. Para la utilidad común.
Así,
hoy vuelvo a tener una gran esperanza de que se realice un renovado,
efectivo y fructífero compromiso de todos por el bien común, de manera
que todos los hombres se empeñen con tenacidad e inteligencia, según sus
posibilidades personales, en la mejora del mundo de acuerdo con la
justicia y la libertad.
En
el año 2013 se celebra el quincuagésimo aniversario de un documento de
formidable importancia y belleza, la carta encíclica Pacem in terris,
del beato Juan XXIII. En ella, el Papa no se dirigía sólo a los
católicos o a los creyentes de otras confesiones, sino a todos los
hombres de buena voluntad. También yo desearía ofrecer un mensaje de
estímulo, dirigiendo la mirada a la fuerza de liberación que procede de
Jesucristo, que ha transmitido a sus discípulos el compromiso por la
caridad, la justicia y la solidaridad, ante todo en favor de quien pasa
necesidad o tiene hambre y sed de justicia, y contra las múltiples,
poliédricas y a menudo insidiosas opresiones que afligen la vida de cada
persona.
Descubrir
a Cristo, el rostro y el nombre de Cristo, Mesías sufriente, significa
que cada uno de nosotros se haga cargo de su deber de fraternidad hacia
el prójimo, en particular hacia quien se ve obligado a vivir en los
abismos de la soledad o del dolor, o quien, viviendo en su propia
injusticia, no la ve y, oprimiendo al prójimo, se oprime también a sí
mismo. Este es el sentido profundo que interroga la conciencia del
cristiano que pretende acometer una actividad política.
En
el último día todos responderemos de la justicia. Por eso, dentro de
los límites de la insuficiencia humana, comprendamos que es prioritaria
la caridad hacia todo hombre, y sintamos en nuestro cuerpo todas las
injusticias hechas a cualquier criatura, en cualquier lugar del mundo.
Los problemas actuales afligen a personas concretas, a familias, a
comunidades, a pueblos, a naciones; y requieren la construcción de una
nueva ciudad del hombre, que finalmente reconozca y valore en todas
partes el lugar central de la dignidad de cada ser humano. Los católicos
no deben reunirse sólo para plantar batalla en defensa de principios:
han de ser abiertos, libres, activos y curiosos; no han de ver la Cruz
como una “propiedad” para esgrimir contra los demás; y han de percibir
el servicio en espíritu de libertad, conscientes de que todo poder sobre
esta tierra puede matar. Como afirma San Pablo, en efecto, la “letra mata, y el Espíritu vivifica”.
Cardenal Peter Kodwo Appiah Turkson, Presidente del Pontificio Consejo Justicia y Paz
Política y persona
Ley natural y política
Por Ana Marta González
La
autora mantiene la necesidad de adoptar una nueva visión de la
política, no planteada como un equilibrio de fuerzas “para evitar lo
peor”, sino basada en el sentido natural de la justicia. No todo
ejercicio del poder es legítimo, sino sólo el que contribuye al
desarrollo humano y no se convierte en una excusa para el dominio
arbitrario de unos sobre otros
¿Qué
es y para qué sirve la política? ¿Es simplemente el arte de hacerse con
el poder y mantenerlo? En ese caso, la política no tendría que ver con
la justicia. En esta visión “maquiavélica” de la política, las leyes no
serían más que un estorbo, y se convertiría en una prioridad el
transformarlas, a fin de mejor cumplir el objetivo de mantenerse en el
poder. La astucia de un Talleyrand, superviviente a varios cambios de
régimen, ejemplifica esta clase de “sabiduría política”. En esta visión,
la justicia parece no ser más que una palabra vacía, estandarte de
iluminados, instrumento para la demagogia.
Política e ingenuidad
Esta concepción de la política goza de partidarios desde antiguo. Entre los griegos aparece vinculada a la controversia physis-nomos,
en la que se discutía si había un criterio natural que permitiera
distinguir las leyes y costumbres justas de las injustas. Había y hay
respuestas para todos los gustos: según algunos lo natural es que el
fuerte se imponga al débil, de donde el único derecho natural sería el
derecho del más poderoso. De Tucídides –y antes, de su maestro
Antifonte– arranca una tradición en este sentido, que pasa por Hobbes y
llega hasta nosotros. En cierto modo, toda Realpolitik se inspira en ella.
Sin
duda, la política no ha de ser ingenua y ha de contar con el equilibrio
de poderes, incluso para que la fuerza o el poder no tengan la última
palabra, por encima de la razón. La sabiduría de los Founding Fathers de la Constitución americana les llevó por eso no sólo a la división de poderes,
sino a equilibrar convenientemente las competencias del presidente, el
senado y la casa de los representantes (o, como algunos dirían, el
líder, la élite y la masa). Aprendieron no sólo de Montesquieu sino
también de Polibio, quien en la propuesta de un régimen mixto veía una
garantía de la estabilidad del régimen.
En
el plano internacional tenemos también experiencia del orden generado
por el equilibrio de poderes: la Europa que, tras las guerras de
religión, emergió del Tratado de Westfalia (1648),
logró la paz mediante este planteamiento de las relaciones entre
Estados, que debe tanto al pensamiento político de Hobbes. A nivel
mundial, contamos con una experiencia más reciente de las luces y
sombras de este enfoque de las relaciones internacionales: el final de
la “guerra fría” terminó con un periodo oscuro de la historia; pero, al
romper el equilibrio de poderes entre las dos superpotencias, ha
inaugurado una nueva etapa de desorden internacional, que hace
manifiesta la necesidad de una nueva visión de la política, de un nuevo
modo de gestionar el poder. Con la particularidad de que, en esta nueva
coyuntura, no podremos apoyarnos en el presupuesto sobre el que Hobbes
mismo inspiró su teoría política: el miedo a la muerte violenta. Los
atentados suicidas, empleados como arma política, cuestionan la
universal primacía de lo que para Hobbes era un interés básico;
indirectamente muestran que el derecho a la vida no puede asimilarse al
interés por la vida; que, en contra de lo que apunta Ronald Dworkin,
tener un derecho no es tener un interés (razón por la cual hace depender
el derecho a la vida de tener una vida psíquica desarrollada).
Se
impone un cambio de perspectiva. Para ello, no está de más atender a
otra tradición de pensamiento político, que no hace del miedo a la
muerte el punto nuclear de su propuesta. Para esta tradición, lo natural
en las relaciones humanas no es simplemente el derecho del más fuerte,
sino más bien lo racional y, por tanto, lo justo y equitativo. Aunque
ésta era la postura de Platón, no hace falta ser un idealista para
suscribir este pensamiento. El cínico llama idealista a Antígona porque
en nombre de una ley inmemorial, no escrita, se enfrenta al decreto de
Creonte, que le prohibía enterrar a su hermano. Pero, ¿no hacen esto, de
algún modo, los que hoy apelan a los derechos humanos, en tantas partes
del globo, especialmente allí donde los poderosos no encuentran motivos
(económicos) para intervenir? En ambos casos nos encontramos ante
requerimientos de justicia que no se amparan –porque no pueden– en leyes
escritas, sino en un sentido de justicia que podríamos calificar de
natural y que, si bien reconoce los límites de las fronteras
tradicionales, sabe que éstos se justifican en última instancia por su
contribución al desarrollo humano, y pierden su razón de ser cuando se
convierten en una excusa para el dominio arbitrario de unos hombres
sobre otros.
No todo poder es legítimo
La
apelación a una ley no escrita, en efecto, es una forma de hablar del
derecho natural que debe regir en las relaciones humanas. Ciertamente,
la ley natural no se reduce a derecho natural, porque aquélla se
extiende a más virtudes que la justicia,
pero se llama derecho natural en tanto se ordena a regular las
relaciones entre los hombres, y, como tal, forma parte integrante de la
justicia política, que rige las relaciones entre ciudadanos. En efecto:
reconocer un derecho natural nos sitúa de inmediato ante otro escenario,
que inspira otra visión de la política, de entrada más modesta que la
expuesta anteriormente, pero sin duda mucho más loable y meritoria,
porque la presenta en sus verdaderas, humanas, dimensiones, en la medida
en que entraña el reconocimiento de que no todo ejercicio del poder es
legítimo.
En
efecto: en esta segunda visión de la política, el político no se
propone la descomunal tarea de transformar el mundo mediante la
acumulación de poderes sin cuento, sino la más modesta de mejorar lo
presente, en la medida de lo posible, y siempre al servicio del hombre
concreto. La realidad heredada –naturaleza, historia– le impone ciertas
condiciones, no siempre negativas: virtualidades, que ha de saber
descubrir y potenciar
pacientemente, problemas que debe aprender a transformar en
posibilidades. Este político no se considera investido de un poder
absoluto, autorizado para manipular a su antojo el material natural y
humano que se le presente delante. Se considera más bien al servicio de
un pueblo, que le ha encomendado una tarea realmente difícil: armonizar
paz y justicia, seguridad y libertades: de algún modo en esto se resume
lo esencial del bien común. Difícil tarea, porque hay paces falsas,
compradas al precio de la injusticia; y hay justicias falsas,
justicieras, que crean más conflictos de los que resuelven, porque
engendran resentimiento y alimentan una visión dialéctica –en el fondo
muy débil– de la propia identidad, incapaz de crear un “nosotros” sin
identificar un enemigo común.
Tarea del político
La tarea del político atento a las exigencias de la justicia no es imponer su proyecto a cualquier precio, sino reconocer
en cada momento los bienes que están en juego, y armonizarlos en la
práctica, sin violentar su propia conciencia, con el fin de hacer
posibles la justicia y la amistad cívica. Sin duda, para esto hace falta
visión y mucho temple. Según los clásicos también hace falta retórica,
la capacidad de persuadir –que no manipular–: porque la política no es
gobierno de seres inertes, sino de seres inteligentes y libres, a los
que es preciso persuadir y mover con argumentos. En eso también se
distingue el buen político del demagogo: mientras que el primero emplea
argumentos consistentes, y sabe apelar a los sentimientos más nobles del
pueblo, el mal político se escuda en argumentos falaces y sentimientos
negativos.
Por
supuesto, para adquirir la sabiduría del buen político es precisa mucha
experiencia. En este sentido, reconocer una ley natural no le convierte
a uno automáticamente en buen político. La ley natural mueve a respetar
ciertos principios, pero conjugarlos en la práctica es cosa de
prudencia, lo cual incluye tener una conciencia clara de hasta dónde
alcanzan las propias posibilidades de acción. Es fácil advertir que hay
muchas injusticias, y es fácil también desear solucionarlas. Es más
difícil saber apreciar qué posibilidades reales hay de hacer algo por
remediar la justicia y el error. Y todavía más, poner por obra las
acciones que uno juzga adecuadas y, con todo, insuficientes para
solucionar esos problemas.
En
todo caso, la referencia al derecho natural es hoy más pertinente que
nunca, tanto en el panorama internacional como en cuestiones domésticas:
ambas se entrecruzan en un mundo globalizado. Es claro que el fin de la
guerra fría ha puesto fin al equilibrio de poderes, pero no a la
realidad del poder, que hoy aparece políticamente deslocalizado, y por
tanto más incontrolable que nunca. Los atentados del 11-S pusieron
trágicamente de manifiesto que había sido un error pensar que la
política, como gestión del poder, había pasado a la historia, y que las
cuestiones políticas podían finalmente reducirse a gestión económica y
estrategias de comunicación. El 11-S ha significado que también para el
mundo occidental
las cuestiones de seguridad y, por tanto, de poderío militar, han
pasado de nuevo a primer plano; por otro lado, los grupos de presión
económicos e ideológicos, así como el uso que se hace de la información,
desempeñan cada vez un papel más importante en el juego democrático del
poder, cuestionando por su base la credibilidad del sistema
representativo.
Nuevas preguntas
Irónicamente,
a pesar de que globalmente estén perdiendo su tradicional hegemonía
económica y política, y de que el escepticismo político haga cada vez
mella más profunda entre sus ciudadanos, al menos de palabra, las
sociedades occidentales siguen exportando y abanderando los ideales
democráticos como
forma de superar las diferencias. Pero, dejando al margen de los
conflictos entre seguridad y libertades que siguieron al 11-S, las
cuestiones que hoy dividen a las sociedades occidentales hacen
referencia sobre todo al alcance de nuestras intervenciones sobre la
vida humana y no humana. Con ello se redefinen también las fronteras
modernas de lo privado y lo público, y la política pasa a redefinirse
como “biopolítica”: como decisiones acerca de la definición misma de la
vida.
En
este contexto, cabe preguntarse: ¿tiene algo que decir la ley natural
allí donde la misma naturaleza queda cuestionada? Quien plantea esta
pregunta debe reflexionar sobre su modo de entender la ley natural.
Sobre todo, debe advertir la diferencia entre las controversias
filosóficas que rodean a la fundamentación de la ley natural y la ley
natural propiamente dicha. Pues ésta no es otra cosa que la ley de la
razón práctica: el hecho normativo que proporciona los principios a
partir de los cuales orientamos nuestra actuación práctica. Según esto,
allí donde se plantea la posibilidad de intervenir sobre la vida de un
modo tal que modifiquemos sus condiciones originales, la ley natural nos
mueve a preguntar en nombre de qué bien cuestionamos la bondad de la
vida tal como la hemos recibido, y en qué criterios, universalmente
reconocibles, nos basamos para considerar que nuestras propuestas son
más justas, y, por tanto, aceptables por las generaciones venideras, que
de un modo u otro quedarán hipotecadas por nuestras decisiones.
En
último término, la ley natural nos invita a preguntarnos si el someter
estas cuestiones al debate político no comporta en el fondo la
discriminación de todos aquellos que, sin tener acceso al poder ni a la
palabra, tienen sin embargo un derecho prepolítico a no ver alteradas
sus posibilidades vitales –en primer término el derecho a la vida– a
causa de la retórica y el poder de unos pocos.
Como
veía Cicerón, el sentido político de la apelación a la naturaleza y lo
natural no es otro que de marcar unos límites razonables al poder: unos
límites que puedan ser reconocidos por la razón de todos, aunque
carezcan de influencia, dinero o recursos.
Ana Marta González, Profesora de Filosofía, Departamento de Filosofía e Instituto Cultura y Sociedad. Universidad de Navarra
Cristianismo y partidos
Los partidos políticos en la España del siglo XIX
Por José María Magaz Fernández
El
punto de vista de los católicos se ha intentado articular políticamente
de maneras muy diversas, puesto que en muchas materias no hay un punto
de vista único. El autor examina los intentos más significativos de
defender la religión y la Iglesia por medio de los partidos, en el
convulso siglo XIX español
La
Iglesia ha alentado permanentemente la actuación de los católicos en la
vida pública. El Concilio Vaticano II nos ha recordado que “los cristianos todos deben tener conciencia de la vocación particular y propia que tienen en la comunidad política” (Gaudium et Spes, n.
75). La Iglesia invita a los cristianos a desarrollar su vocación
cristiana adoptando compromisos políticos. Esta vocación particular
siempre ha sido necesaria para transmitir a la sociedad, a los programas
políticos y a la legislación concreta la visión cristiana del mundo.
La
experiencia histórica muestra que esta tarea reviste extrema dificultad
y enormes riesgos. La fe es universal y los compromisos políticos son
particulares. Por eso los cristianos no siempre adoptan idénticas
posiciones en el campo político. Más bien al contrario; la política ha
dividido históricamente a los católicos. En este artículo queremos
recordar las diversas opciones políticas adoptadas por los católicos
españoles a lo largo del siglo XIX. En este período se fueron
configurando las ideas, las posiciones y los partidos políticos
católicos en el panorama de la historia de España y fraguaron las claves
que básicamente se mantendrán en el futuro. El breve recorrido muestra
el interés de los católicos españoles por la política dando lugar a
variadas expresiones históricas y descubre también la enorme dificultad
para encarnar proyectos que unan a la mayoría de los católicos; al
contrario; ha provocado su profunda división.
A
pesar de esta dificultad la Iglesia sigue alentando a los católicos a
participar en la política reconociendo el pluralismo político de los
católicos (Octogesima Adveniens, n. 50). Benedicto XVI ha recordado en la encíclica Deus Caritas est (n.
28) que la fe y la política se encuentran en el mismo objetivo de
lograr un mundo más justo. La fe es una fuerza purificadora para la
razón y ofrece su colaboración para conseguir la justicia.
Católicos ilustrados
Antes
de finalizar el antiguo régimen, las ideas ilustradas pretendían
reformar profundamente la sociedad. Los primeros ilustrados españoles
estaban convencidos de que era posible llevar a cabo esas reformas
respetando la monarquía absoluta y la tradición católica y creían que
las nuevas ideas se impondrían sin acudir a la revolución. Muchos
ilustrados, convencidos sinceramente de que la Iglesia necesitaba
profundas reformas, hacían compatible su fe y su adhesión a la Iglesia.
En general, se puede decir que la primera ilustración española no fue
contraria a la Iglesia.
La
experiencia de la revolución francesa provocó en algunos ilustrados una
profunda conversión intelectual y espiritual. Pablo de Olavide,
perseguido por la inquisición, retornó a las ideas del antiguo régimen
sin abdicar totalmente del pensamiento ilustrado, llegando a una
síntesis entre fe e ilustración que muy bien podría haber orientado a
muchos pensadores.
También
Jovellanos fue un hombre de síntesis. Como todos los ilustrados,
critica a la Iglesia con el fin de reformarla, pero sin dudar de su fe.
No renuncia a los ideales de la ilustración y de la filosofía que, bien
orientados, pueden llevar la felicidad al pueblo y distingue entre
verdadera y falsa ilustración, afirmando que es obligado luchar contra
la primera, pero apoyar claramente a la segunda. Jovellanos hace un
elogio de la Biblia como palabra inspirada por Dios e invita a su
lectura y seguimiento, ya que contiene una sabiduría más elevada que la
filosofía. En ella se puede contemplar la santidad de Cristo, modelo de
vida para los hombres.
El pensamiento reaccionario
Pero
no todos juzgaron de igual modo a la ilustración. En el contexto de los
gobiernos del despotismo ilustrado, primero, y de la Guerra de la
Independencia después, se sitúa el origen del pensamiento reaccionario
en España, que pone las bases de la crítica a la ilustración y al
incipiente liberalismo.
Obras representativas como Centinela contra francmasones (1752) de fray José Torrubia, La falsa filosofía (1773) de Fernando Zeballos, Causas de la Revolución en Francia (1803) de Lorenzo Hervás y Panduro, Historia del clero francés durante la Revolución (1793), Memorias para servir a la historia del jacobinismo (1797-1798) de Agustín Barruel, el Despertador cristiano-político (1809) de Simón López, el Preservativo contra la irreligión (1812) de Rafael de Vélez, las Cartas de
Francisco de Alvarado, entre otras, critican los efectos de la
revolución francesa, defienden la idea de la conspiración extranjera
para cambiar el orden establecido, mantienen que los fines
revolucionarios son la destrucción de la religión y de la autoridad
política, así como la destrucción de la libertad natural, e identifican
la idea de patria y la religión católica.
Las Cortes de Cádiz (1812)
La
llegada de los ejércitos napoleónicos supuso la introducción en España
de las ideas revolucionarias francesas. La Guerra de la Independencia
trajo consecuencias decisivas en orden a la configuración de los grupos
políticos y a la formación del pensamiento reaccionario o tradicional.
Este panorama condiciona el planteamiento de las Cortes de Cádiz y la
Constitución de 1812.
Las
Cortes, reunidas en una sola cámara, establecieron la soberanía
nacional; y en torno a este concepto decisivo se dividieron los
diputados gaditanos, surgiendo dos bloques en su interior: los
partidarios de la soberanía nacional, los liberales, y los partidarios
de mantener la identidad entre soberanía y monarquía como en el antiguo
régimen, a los que se les llamará serviles, absolutistas o realistas.
Cada grupo tiene matices profundos en la manera de plantear el papel de
la Iglesia, pero en estos momentos conservan el respeto hacia ella, y ni
siquiera los liberales mantienen una postura de rechazo o indiferencia,
aunque propugnen profundas reformas.
El
obispo de Orense, presidente de la Regencia, Pedro Quevedo y Quintano,
diputado en las Cortes, se opuso al concepto de soberanía nacional y
argumentó su postura en una Memoria enviada
el 4 de octubre de 1810 a las Cortes. Pedro de Inguanzo y Rivero,
diputado por Asturias y futuro arzobispo de Toledo, se opuso también a
la soberanía nacional y defendió la tesis del origen divino del poder,
argumentando desde los planteamientos tomistas y los teólogos españoles
del siglo XVI. Un texto que marca la ruptura de la Iglesia con las
Cortes de Cádiz fue la Instrucción pastoral
que escribieron algunos obispos residentes en Mallorca, publicada
después de que las Cortes suprimieran la inquisición en febrero de 1813;
en él se ataca directamente las tesis liberales.
Fernando VII; el carlismo
La
llegada de Fernando VII, “el deseado” (1813-1833), acaba con el régimen
político de las Cortes de Cádiz e inicia la década absolutista en la
que el rey vuelve a los principios constitucionales del antiguo régimen.
Los
dos grupos, liberales y absolutistas, se disputaban la voluntad del
rey. Estos dos grandes bloques surgidos del enfrentamiento en las Cortes
forman el núcleo originario del sistema de partidos políticos en
España. Parecía que Fernando VII desarrollaría una política acorde con
el pensamiento realista, que proponía algunas reformas; sin embargo,
optó por una política decididamente absolutista, que fue el germen de
una futura escisión dentro del grupo.
A
lo largo de su reinado, los liberales van a sufrir una evolución que
les lleva a sucesivas divisiones internas. El trienio liberal vuelve a
la Constitución de 1812 y a las leyes económicas y políticas liberales
–añadiendo una radical reforma religiosa–, entre las que se encuentran
la desamortización y exclaustración. Las reformas radicales van a ser la
causa de una escisión dentro del grupo liberal. Por un lado, los
“doceañistas” o moderados eran partidarios de la Constitución de 1812 en
su versión menos radical y, por otro, los “exaltados”, más radicales.
Los moderados eran partidarios de llegar a entendimientos con los
partidarios del antiguo régimen, iniciándose así una política que tendía
puentes entre los dos grandes bloques ideológicos. Los planteamientos
de los moderados eran el fruto de la evolución de las ideas políticas
que iban dejando a un lado el primer liberalismo radical francés en
favor de planteamientos más románticos y nacionalistas.
La
división, en el seno tanto de los realistas y como de los liberales, se
va a consolidar en la llamada década “ominosa” de Fernando VII. En
1830, al finalizar su reinado, existían en España cuatro partidos: los
liberales exaltados o constitucionales, los liberales moderados, los
realistas moderados (ambos grupos terminarán uniéndose) y los realistas
puros, apostólicos o exaltados, de los que saldrá el carlismo.
El
carlismo no es sólo una cuestión dinástica, sino un movimiento que
recoge toda la oposición que desde las fuerzas católicas se hacía al
liberalismo. El carlismo tiene un elemento ideológico muy importante en
la defensa de los ideales e intereses de la Iglesia, de manera que se
puede considerar como el primer gran partido católico o confesional de
la historia de España. Los principios ideológicos del carlismo en estos
primeros momentos son muy imprecisos. El núcleo principal gira en torno a
la defensa del Altar y del Trono, del Rey y de la Religión. Ambos
conceptos estarán permanente unidos en la ideología carlista y ligados
también por un mismo destino.
Regencia de María Cristina (1833-1840)
A
la muerte de Fernando VII encontramos a dos grandes partidos liberales
que aceptan el régimen de Isabel II, los progresistas y los moderados, y
a un partido que no acepta el régimen, el partido carlista.
La
participación de los católicos en la vida pública a partir de estos
momentos queda condicionada por el hecho de que el partido carlista
actúe fuera del régimen. Esta circunstancia trae como consecuencia que, a
partir de estos momentos y a lo largo del siglo XIX, los católicos
estén en permanente pugna con los partidos liberales, no consigan
articular convenientemente una acción política duradera en defensa de la
Iglesia y estén en permanente división entre ellos mismos. La mayoría
de los católicos engrosarán las filas del carlismo, pero los habrá
también dentro del partido moderado. Es decir, habrá católicos liberales
y antiliberales.
El
partido moderado se ha formado con personas procedentes de diversas
tendencias. Ya vimos cómo parte de los realistas pasaron a formar parte
del grupo moderado durante el trienio liberal. Las medidas
antieclesiásticas adoptadas por los progresistas, entre ellas la
desamortización de Mendizábal, llevaron a algunos moderados a plantearse
su posición dentro del partido y a pensar en otras opciones. En su seno
se va formando el grupo llamado “neocatólico”, que busca su
identificación en la defensa de la religión y de la Iglesia. Los
neocatólicos, liderados por el Marqués de Viluma, defienden la
normalización de las relaciones con la Iglesia, condenan la
desamortización eclesiástica, exigen la indemnización al clero y
proponen un acercamiento al carlismo y la reconciliación dinástica.
Isabel II; los neocatólicos
El bienio progresista (1854-1856) trajo a la vida política una serie de tensiones entre la Iglesia y el Estado que comienzan cuando el gobierno se negó a conceder el pase regio a la bula Ineffabilis Deus
de Pío IX, en la que se proclamaba el dogma de la Inmaculada
Concepción. La crisis provocó la ruptura de relaciones diplomáticas con
la Santa Sede y la marcha del nuncio Franchi en julio de 1855.
Estos
hechos sensibilizaron a los seglares católicos en contra de los
liberales, planteando la cuestión de la confesionalidad del Estado y la
tolerancia de cultos o libertad religiosa. A partir de estos momentos el
catolicismo español adoptó una postura defensiva y hostil hacia el
liberalismo. Surgió una campaña en defensa de los derechos de la Iglesia
desde el púlpito, la prensa, el parlamento y la imprenta. Se trataba de
proponer una política netamente católica, en la que se defendía a Pío
IX y se atacaba a los gobiernos liberales, tanto españoles como
extranjeros. El grupo se va separando de los moderados al tiempo que
intensifica su defensa de la religión católica. Cándido Nocedal, líder
del grupo, dirá que es necesario “ser católicos antes que políticos; políticos en tanto en cuanto la política conduzca al triunfo práctico del catolicismo”.
La Comunión Católico-Monárquica
La
revolución de 1869 acabó con Isabel II y trajo un régimen democrático,
que tuvo su mejor expresión en la Constitución de 1869. Las innovaciones
antieclesiásticas provocaron la ruptura con el Vaticano, pero
propiciaron una serie de iniciativas que contrarrestaban la acción
revolucionaria contra la Iglesia.
Con
la llegada de la revolución de septiembre se produjo un importante auge
del carlismo. Los neocatólicos se acercaron a él y le dieron el apoyo
de casi un centenar de periódicos de toda España. Juntos hicieron la
campaña de propaganda política mejor organizada hasta estos momentos.
Aparisi y Guijarro pensaba que en la actual coyuntura el carlismo debía
evolucionar y convertirse en el eje de unión de todos los católicos, “de
los españoles que van a misa”, frente a los partidos revolucionarios y
liberales. Católicos alfonsinos, neocatólicos y carlistas debían unirse
bajo un mismo partido que defendiera el catolicismo y la monarquía. Este
gran partido no se oponía a la sociedad capitalista y liberal ya
instalada en la sociedad española, sino a las fuerzas democráticas y
socialistas que estaban en frente. Este gran partido católico recibió el
nombre de “Comunión Católico-Monárquica” (conocido también como partido
tradicionalista), y bajo la dirección de Cándido Nocedal cosechó
importantes éxitos electorales.
La Restauración. Unión Católica
Antonio
Cánovas del Castillo fue el artífice del régimen de la Restauración
(1874-1888), en el que trató de incorporar a las diversas fuerzas
políticas. Con el fin de consolidar la monarquía de Alfonso XII y
deslegitimar al carlismo, quiso que la Iglesia participase pronto
activamente en el nuevo régimen y le pidió una eficaz cooperación.
La
política religiosa canovista quedó reflejada en el artículo 11 de la
Constitución de 1876. Frente a los partidarios de la unidad católica,
por un lado, y la libertad de cultos, por otro, Cánovas optó por la
tolerancia de cultos. Su posición levantó una enorme polémica en todas
las fuerzas católicas.
La
derrota militar sumió al partido carlista en una profunda crisis, y se
planteó de nuevo la alternativa entre la opción carlista y la católica.
En esta coyuntura nació la “Unión Católica”, con la pretensión de unir a
carlistas, neocatólicos y católicos alfonsinos en un gran partido
católico que aceptara el régimen de la Restauración. Su aparición en la
escena política, en cambio, fue la causa de la división dentro de los
tradicionalistas y la radicalización de los neos. La UC, liderada por
Alejandro Pidal y Mon, se puso bajo la dirección y guía de los obispos
desde el principio; no quería ser un partido político, ni nacía con la
idea de suplantar al tradicionalismo, sino pretendía solamente formar
una plataforma de unión de todos los católicos con independencia de los
partidos para luchar por los intereses de la Iglesia.
¿Eran éstas realmente sus intenciones? El tradicionalismo no lo entendió así, de manera que desde el primer momento El Siglo Futuro no le dio tregua y la combatió tenazmente. Con todo, León XIII la aprobó el 18 de marzo de 1881, señalando al Syllabus como referencia.
Los
obispos veían con buenos ojos el proyecto de la UC, pero en la práctica
era irrealizable, porque el liderazgo real sobre las masas católicas lo
tenían los tradicionalistas y su poderosa prensa. Por eso los obispos
no le prestaron el apoyo necesario en los peores momentos y la dejaron
morir. La jerarquía se había dado cuenta de que la creación de la UC
dividía aún más a los católicos españoles, por lo que dejó de apoyarla.
La estrategia propiciada por el nuncio Rampolla consistió en neutralizar
a la UC pero sin dar el apoyo a los carlistas, ofreciendo a los
católicos la salida de incorporarse al partido más afín, el partido
liberal conservador. En el gobierno que se formó a comienzos de 1884,
Pidal y Mon ocupó la cartera de Fomento. En este hecho se ha de ver
tanto el fracaso de un partido confesional en el marco de la
Restauración, como el triunfo de Cánovas al configurar su propio partido
conservador, ampliándolo por su derecha con un sector importante del
catolicismo. Fuera quedaba el tradicionalismo, como siempre.
La
muerte del rey Alfonso XII, el 25 de noviembre de 1885, fue otro
acontecimiento que mostró la inflexión que se estaba produciendo en las
relaciones de la Iglesia con el régimen liberal de la Restauración. El
documento de los obispos españoles leído en los funerales del Rey
significaba que los católicos podían defender sus ideas en la forma
política que desearan.
Completa
este cuadro político la crisis interna que sufrió el partido carlista
después de estos acontecimientos. Los dos grupos (carlistas y
neocatólicos) que habían convivido desde la revolución de 1868 se
encontraban enfrentados. El carlismo se había caracterizado desde su
fundación por la defensa de los intereses de la Iglesia. Pero después de
la crisis que supuso para ellos la creación de la UC, los carlistas y
los integristas se encontraron enfrentados a los obispos. Para recuperar
la confianza del episcopado los carlistas ordenaron a sus seguidores
evitar todo enfrentamiento con los obispos. En 1888 los neocatólicos se
separan de los carlistas y surge el partido católico nacional o
integrista, liderado por Ramón Nocedal.
Conclusiones
La
decisión de los católicos de colaborar con el partido más afín marcó la
acción política de los católicos españoles en el futuro, y es la
explicación de por qué en España no ha surgido un partido confesional
duradero con el que se pudieran identificar todas las fuerzas católicas.
El
breve repaso a los partidos políticos que querían defender a la Iglesia
a lo largo del siglo XIX pone de relieve la división política profunda
entre los católicos españoles. Esta división continuará con otros
protagonistas y otras experiencias en el siglo XX, profundizada por la
guerra civil y la dictadura. La Iglesia, como recordamos al principio,
anima a los católicos a no abdicar de su compromiso político, pero tal
vez haya que hacerlo sin formar un partido católico, pues no lograría
aglutinar a todos los católicos y agudizaría las divisiones.
José
María Magaz Fernández, Catedrático de Historia de la Iglesia, Director
del Departamento de Historia de la Iglesia y Patrología de la
Universidad Eclesiástica San Dámaso (Madrid)
Coherencia y convicciones (I)
De la convicción a la actividad política: la coherencia cristiana
Por Ángel Rodríguez Luño
La
coherencia pide a los cristianos que trabajan en política lo que a
cualesquiera otros: que promuevan lo que según su conciencia es mejor
para el país. El autor explica que el Evangelio puede inspirar programas
políticos diferentes; muchas veces deja abierta la cuestión de los
medios más adecuados. Al mismo tiempo, tiene consecuencias políticas
irrenunciables para un cristiano, que comportan que algunos programas y
leyes que los vulneran directamente sean inadmisibles
En
estas páginas nos ocuparemos del significado y de las implicaciones que
tiene la coherencia propia de un ciudadano católico en la actividad
política.
Para
delimitar nuestro tema, conviene establecer preliminarmente una
distinción entre el ámbito político y otros ámbitos, como pueden ser el
del comportamiento social y el del comportamiento personal.
El ámbito de la política
El
ámbito político es el del aparato del Estado y de otros entes
(comunidad autónoma, municipio, etc.) que poseen, a través de sus
diferentes órganos, la capacidad de promulgar leyes y reglamentos
coercitivos, de aplicarlos y de juzgar las infracciones, y que comprende
también las estructuras y servicios que de hecho, en un determinado
país, dependen directamente de esos aparatos (entes educativos,
sanitarios, etc.). De la corrección o moralidad de cuanto se hace en el
ámbito político se ocupa la ética política, cuyo objeto es valorar la
adecuación de la estructura que la sociedad políticamente organizada se
da a sí misma con el bienestar del país o, dicho de modo más preciso,
con los aspectos del bienestar general que dependen y se pueden realizar
mediante la política. Es lo que comúnmente se llama bien común
político, bien de la sociedad política organizada en cuanto tal.
Muchos
otros aspectos del bienestar general, o del bien común en sentido más
amplio, no dependen de la política, sino de un variado conjunto de
procesos de cooperación social, de naturaleza familiar, económica,
empresarial, académica, etc., que no deben, y muchas veces ni siquiera
pueden, ser gobernados por la política. La única tarea propia de la
política con relación a estos procesos es garantizar que puedan
desarrollarse libremente y, en bastantes casos, ofrecer un cuadro
jurídico general para su correcto desenvolvimiento. La política debe
rechazar con mucho cuidado la tentación de practicar la “ingeniería
social”. En los procesos sociales, y mucho más en el contexto de la
actual globalización, se logra la cooperación y coordinación de
conocimientos e intereses poseídos por millones de personas, y que es
imposible reunir en la inteligencia de un equipo de gobierno. Las
pretensiones de “ingeniería social”, a las que por desgracia nos estamos
acostumbrando, son obra de una presunción y de una ligereza
insoportables.
Otro
plano ético distinto del político es el del comportamiento personal:
cuestiones de rectitud y de honestidad personal que se refieren a los
políticos igual que a todos los demás ciudadanos (abogados,
comerciantes, profesores, trabajadores de la construcción, etc.). Los
problemas que pueden presentarse en este ámbito son muy importantes,
también de algún modo para el bienestar general, pero no son propiamente
problemas de ética política, y por ello no trataremos de ellos aquí.
Coherencia cristiana en la política
Para
un ciudadano de religión católica que interviene de algún modo en la
política, ser coherente tiene formalmente el mismo significado que para
los demás ciudadanos (coherentes). En general, el ciudadano honrado que
hace algo en el terreno político busca mejorar la situación de su país, o
al menos trata de que la situación no empeore. Si no es posible mejorar
o por lo menos contener el empeoramiento, no se actúa. Los políticos
honrados promueven lo que según sus conocimientos y su conciencia es
mejor para el país, y exactamente esto es lo que se pide a los católicos
que trabajan en la política: que obren según su conciencia, que
promuevan lo que según su conciencia cristiana es bueno para el país del
que forman parte, y no lo que beneficia sólo los intereses privados o
los de un grupo particular.
En
la conciencia de un católico coherente confluyen dos órdenes de
conocimientos y de experiencias: por una parte, su comprensión de las
realidades naturales, sociales, económicas, etc., que encuentra en su
actividad política, así como su particular visión de lo que en este
momento es necesario para el bien de su país; y, por otra, la luz que el
Evangelio arroja sobre esas mismas realidades. Estos dos órdenes de
conocimientos son igualmente necesarios, no son intercambiables, y
tienen su más profunda unidad en el hecho de que ambos se consideran
verdaderos.
El
Evangelio no es una teoría política. Es compatible con diversas
visiones de la política, y puede inspirar programas políticos concretos
diferentes. Pero, como demuestra la historia, ha tenido y tiene
consecuencias civilizadoras y políticas muy importantes que, en la misma
medida en que conectan necesariamente con el núcleo del mensaje
evangélico, son irrenunciables para un cristiano. El Evangelio señala
sobre todo bienes que se han de realizar, como son la libertad –que
presupone la subsidiariedad–, la dignidad de la persona y la justicia,
la protección de la vida humana, la promoción del matrimonio entre varón
y mujer y la familia, la libertad religiosa, la concepción no
totalitaria ni totalizante de la política, etc. Estos bienes dejan
muchas veces abierta la cuestión de cuáles sean, aquí y ahora, los
medios más adecuados y eficaces para realizarlos y tutelarlos, aunque sí
comportan que algunos programas políticos y algunas leyes que los
vulneran directamente son inadmisibles, como son, por ejemplo: las leyes
que niegan la libertad religiosa o que consideran conforme al derecho
el aborto o la eutanasia; las arquitecturas constitucionales que no
garantizan la limitación del poder político (tiranía del tirano o
tiranía de la mayoría) o la independencia e imparcialidad de la
administración de justicia, o que, mediante una gran expansión del
aparato estatal y de la planificación centralizada, comprimen
excesivamente la libertad económica y social. En estos últimos ejemplos,
acerca del grado y de los medios de limitación del poder político o
acerca de lo que es excesivo en la regulación de algunos procesos
económicos y sociales, caben diversas opiniones compatibles con el
Evangelio, pero sólo hasta cierto punto.
Permanencia de las formas políticas
Los
problemas de ética política se refieren a la forma que la sociedad
políticamente organizada se da a sí misma en los diversos ámbitos que
dependen de la política. Las formas que la sociedad política se da a sí
misma se caracterizan por su permanencia y por la permanencia de sus
efectos positivos o negativos, más allá de la acción de las personas
que, en cuanto gobernantes o miembros de un órgano legislativo,
introdujeron esa forma política. Si una cámara legislativa promulga una
ley que la experiencia demuestra que no contribuye al bien del país, una
ley que puede tratar de los impuestos, de una categoría de agentes
económicos, de la tutela de la vida, etc., se plantean dos cuestiones:
una primera es la moralidad del acto de quienes con su voto o su
consenso social contribuyeron a la promulgación de la ley; una segunda
es, en cambio, que esa ley, independientemente de lo que se pueda pensar
de los que la promulgaron e incluso una vez que todos estos
desaparecieron del mundo político o incluso fallecieron, sigue
estructurando de modo injusto la vida social y continúa y continuará
produciendo efectos negativos, quizá graves, sobre el país. Por esa
razón, tan negativo es promulgar una ley de este tipo como no abrogarla
cuando esto es posible. El problema ético político no es la promulgación
de una ley como acción personal de los que la promulgan, sino hacer que
exista o hacer que siga existiendo una forma injusta de estructurar la
vida de la colectividad.
En
definitiva, hay que afirmar con toda claridad que la coherencia
cristiana de la que estamos hablando no se refiere sólo a la
introducción de leyes o de estructuras políticas, sino también e
igualmente al mantenimiento de leyes o estructuras inadecuadas
promulgadas en otro tiempo. La misma exigencia de conciencia que prohíbe
promulgar prohíbe no abrogar, siempre que la abrogación sea posible.
Con
esto no se impone injustamente nada a nadie, ni la conciencia cristiana
pide a los católicos algo que la conciencia de otras personas no pida a
éstas. Por la misma razón que los que consideran que la diferencia de
sexo nada tiene que ver con el matrimonio promueven una ley que
establece una doctrina jurídica tan anti-intuitiva y sorprendente, los
que piensan, por el contrario, que esa ley es una aberración jurídica la
suprimirán si pueden hacerlo. Y la razón es que según sus conocimientos
y su conciencia están convencidos de que, al eliminar esa ley,
promueven el bienestar general del propio país.
Si
la propia actividad política no quiere crear una situación más
satisfactoria de la colectividad, entonces verdaderamente no se entiende
qué finalidad puede tener, como no sea la gestión del poder como fin en
sí mismo. Naturalmente, por referirnos de nuevo a ese ejemplo concreto,
las leyes no son retroactivas, y se deberá estudiar el modo razonable
de tratar con toda justicia a los que establecieron según una ley
anterior ahora abrogada relaciones jurídicas que no se podrán establecer
de ahora en adelante. El argumento de que no se puede dar marcha atrás
no es un argumento, porque la acción política, como cualquier acción por
otra parte, busca mejorar lo presente. Nadie emprende una actividad
para empeorar o para mantener el mal presente. Si para mejorar lo
presente o eliminar la injusticia hay que dar marcha atrás, se deberá
hacer, como por otra parte tantas veces se hace.
Un particular problema de conciencia
En
la política no siempre se puede hacer todo lo que sería bueno hacer. Y
más concretamente, no siempre se logra la mayoría parlamentaria
requerida para abrogar completamente una ley que se considera injusta,
aun cuando se haya procedido a dar las informaciones y argumentos
necesarios para ilustrar razonablemente la propia posición y formar en
torno a ella el necesario consenso social y político.
A
veces, aun no siendo aquí y ahora realmente posible la abrogación total
de una ley injusta, es sin embargo posible una abrogación parcial, que
hace la forma política menos inadecuada y reduce sus repercusiones
negativas sobre la sociedad. Como la negación de un mal es un bien, la
coherencia cristiana exige proceder a la reducción del mal. Si la
abrogación parcial puede hacerse mediante una intervención que también
desde el punto de vista formal es abrogatoria, por ejemplo suprimir unos
cuantos artículos de una ley, la intervención legislativa no plantea
particulares problemas éticos, siempre que sea verdad que esa
eliminación parcial es lo más que aquí y ahora es posible hacer. No se
procede a la supresión total de la ley injusta porque no es posible.
La
situación es algo más complicada cuando una ley está hecha de forma tal
que la eliminación de algunos artículos no es técnicamente posible, y
para reducir su inadecuación no hay más remedio que hacer una nueva ley,
votarla en el parlamento y promulgarla. Para ello se debería dar el
voto a una ley que aprueba algo injusto, pero en medida menor que la ley
anterior. Se crea un delicado problema de conciencia, que Juan Pablo II
afrontó y resolvió en el n. 73 de la encíclica Evangelium vitae.
La solución es que pueden votar una ley que reduce el mal aquellos que,
atendiendo a la verdad de lo que sustancialmente se hace, pueden
hacerlo sin convertirse en la causa que mantiene en la existencia el mal
que queda, porque se dan una conjunto de condiciones por las que es
verdad que lo único que realmente hacen es eliminar todos los aspectos
injustos de la ley precedente que aquí y ahora se pueden eliminar.
Un
ejemplo puede aclarar la cuestión. Pensemos en un país que tiene una
ley sobre el aborto muy permisiva. Los 100 diputados del parlamento se
dividen en tres grupos. El grupo A, de 40 miembros, no tolera ningún
cambio de la ley actual. El grupo B, de 30 miembros, quiere una ley más
restrictiva, pero en ningún modo una ley que prohíba completamente el
aborto. El grupo C, de 30 miembros, es contrario a todo tipo de aborto.
Un
grupo de parlamentarios del grupo C, cuya completa oposición al aborto
es conocida, podría lícitamente presentar un nuevo proyecto de ley que
prohíba todas las hipótesis de aborto que los del grupo B están
dispuestos a aceptar después de intensas negociaciones. Una vez aprobada
esta nueva ley, votada por el grupo B y C, con la oposición del grupo
A, la situación real y sustancial es la siguiente: 1) la mayoría
parlamentaria que sostiene realmente las hipótesis de aborto todavía
legal está formada por los grupos A y B (70 diputados); 2) la mayoría
parlamentaria que ha suprimido una parte de las hipótesis de aborto que
antes eran legales está formada por los grupos B y C (60 diputados); 3)
el grupo C es responsable únicamente de la desaparición del ordenamiento
legal de algunos casos de aborto que hasta la nueva ley eran legales.
El
fundamento de la licitud de lo que hizo el grupo C no es simplemente
que la nueva ley es más restrictiva de la precedente. El fundamento es
que el objeto de su acción consiste en derogar toda la injusticia que ha
sido posible derogar, sin hacerse real y sustancialmente responsables
del mal que queda. El punto fundamental que se debe tener presente es
que la nueva ley no permite nada malo que antes estuviera prohibido,
pero prohíbe mucho de lo malo que antes estaba permitido.
Se
requiere una última condición: se ha de hacer comprensible para toda
persona razonable el real significado de la acción que se lleva a cabo
en el parlamento. Se ha conseguido una abrogación parcial de una ley
injusta, y se debe decir claramente que la nueva ley continúa siendo
injusta en sentido absoluto, aunque signifique un positivo progreso con
relación a la ley anterior. Reducir el mal es un modo, aunque
imperfecto, de contribuir al bien del propio país.
Ángel
Rodríguez Luño, Decano de la Facultad de Teología y profesor de
Teología Moral de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)
Coherencia y convicciones (II)
Corrupción: crisis política o crisis moral
Por Josep Miró i Ardévol
La
corrupción preocupa a los ciudadanos, en España y fuera de ella.
Resolver el problema supone impedir esos comportamientos, pero también
plantearse qué consideramos bueno y justo para nuestra sociedad, y
superar el planteamiento economicista dominante. A su actual actividad
profesional, el autor añade su experiencia política: ha sido dos veces
Consejero de Agricultura en la Generalitat de Cataluña, diputado al
parlamento catalán, y concejal del ayuntamiento de Barcelona en tres
ocasiones
Un
fantasma recorre España y su nombre es corrupción, y tiene un adjetivo,
política. Ella se ha convertido en una causa que, unida a la crisis
económica, está destruyendo todas las instituciones del Estado. El único
consuelo es que no parece ser un mal exclusivamente español. En muchos
otros países, los privilegios de lo que algunos califican de “casta”
política también hacen estragos. No es un gran alivio.
Hay
que decir que es muy fácil referirse a este grave problema, practicar
una crítica demoledora, “que se vayan”, “no nos representan”, “mucho
chorizo para tan poco pan”, y así se puede seguir en una secuencia
interminable. Y es lógico. Sobran los motivos para la indignación y la
protesta, pero ambas están en el origen de algo, no terminan nada. Si se
quiere transformar una realidad es necesario saber con qué se la puede
substituir.
Acertar el diagnóstico
Pero
para concretar una alternativa acertada es necesario que el diagnóstico
sea bueno, porque, si nace de un error, el resultado será igualmente
malo, incluso peor que el mal que intenta resolver. La historia está
repleta de ejemplos. Y mucho me temo que situar la falta de ética, la
corrupción, solo en “los políticos”, y dejarla ahí aislada, es un grave
error. No estoy diciendo que no deba haber cambios substanciales en
relación con quienes nos representan. Digo más, digo que no basta. Y que
supeditar la corrupción, que es una manifestación como otras muchas de
infidelidad (a la ley, a los representados, a los códigos morales
establecidos o sólo al dinero) es otro error, porque la que nos afecta tiene una dimensión más amplia.
Pocos
discutirán la afirmación de que en la raíz de la crisis económica hay
una crisis moral. Warren Buffet, el tercer hombre más rico del mundo
según la lista Forbes, hizo unas declaraciones ya en mayo del 2009, en
las que denunciaba las causas de la “La Gran Recesión”. Dijo: “Pienso
que muchas personas del mundo financiero están relacionadas con la
crisis en parte por avaricia, en parte por estupidez y en parte porque
había gente que decía que era otro quien estaba haciendo lo que no
tocaba hacer”. Este hombre que trabaja para ganar dinero, mucho
dinero, nos decía que los motivos de la crisis eran vicios que ni
siquiera son originales: la avaricia, la ignorancia, la
irresponsabilidad. Nos decía que tenía una raíz moral.
¿Qué
ha sucedido para que vicios privados se transformen en un estrago
público de tanta dimensión? Porque la pregunta clave es esta. Avaros,
ignorantes y mentirosos los ha habido siempre, pero no es habitual que
sean ellos quienes marquen el paso a la sociedad. ¿Qué nos ha sucedido?
La
respuesta es que la sociedad ha perdido, en gran medida, los criterios y
normas que la guiaban, y esta característica confiere una especial
gravedad a nuestra situación. Por eso no es sólo un problema de
políticos, aunque sea bueno renovarlos, ni de leyes, porque ya tenemos
muchas que se incumplen, ni tan solo económico, porque la moral de cada
persona no puede fragmentarse.
Trasfondo moral
No
saldremos bien de la corrupción sólo con medidas técnicas. No habrá más
honestidad en las relaciones económicas, rechazo del pelotazo; ni más
veracidad y servicio al bien común por encima de los intereses de los
propios partidos políticos. Nada de todo esto, y de otras muchas
cuestiones, se resolverá si los ciudadanos, la sociedad, sus
instituciones, no abordan el trasfondo moral de la crisis. Quien carece
de la virtud de la honestidad no manifestará esta falta en una sola de
las tentaciones humanas que dañan a los demás.
Dar
una respuesta regeneradora social, económica, y política exige que nos
formulemos una pregunta: ¿qué significa una crisis moral? Porque de la
respuesta dependerá el dar cumplida satisfacción a la necesidad de
superar la corrupción, de reducirla a los límites de patologías
excepcionales en lugar de componer una clase social. Y la respuesta es
otra pregunta: ¿qué es la moral? Quien haya leído Las Benignas,
la extraordinaria novela de Jonathan Littell, convendrá conmigo que la
moral del oficial Aue de las SS no es la nuestra. Si ha visto el film
sobre la quiebra de Lehman Brothers, Margin Call, ya habrá reparado en que sus directivos se guiaban por pautas que rechazamos. Pero cuando hemos leído El Principito sí que hemos sentido que aquello que guía su acción también puede guiar la nuestra.
Conocer el fin
¿Qué
quiero decir con todo esto? Pues que para que exista una moral es
necesario disponer de una determinada concepción del ser humano y de lo
que es una
vida buena y realizada en el bien, es decir, de cuál es nuestro fin en
la vida. Aquello que los griegos antiguos llamaban el telos.
Moral, por lo tanto, significa en primer término, no lo que debo hacer,
sino lo que debo ser. Y es entonces, a sabiendas de qué debo ser, como
puedo tener una norma para mi comportamiento; es entonces cuando puedo
saber qué es bueno, qué es justo y qué es necesario.
Por
lo tanto, una crisis moral quiere decir que nuestra sociedad no sabe
proponernos cuál es nuestro fin en la vida para que esta sea buena y
realizada. Y si no sabemos identificar colectivamente lo que es bueno,
lo que es justo, diferenciar lo necesario de lo superfluo, el bien común
será inalcanzable. Y de este problema surge la corrupción política,
pero no porque los políticos desconozcan el bien, sino porque es el
conjunto de la sociedad quien es incapaz de establecerlo como una
realidad objetiva, superior a nuestros bienes particulares. Una verdad
objetiva tan potente, que nuestros bienes particulares sólo alcanzan su
sentido si se articulan de manera subsidiaria a ella. No existen
corruptos sin corruptores. ¿Realmente brilla en nuestra sociedad la
norma de “no lo hagas”, o sobre todo impera la del “que no te pillen”?
La respuesta justa es que hay de todo, exactamente igual que en la
política. Y la cuestión es cómo conseguimos que los partidarios del “que
no te pillen” no formen una categoría social, sino una mínima
excepción. Por eso es también necesario apelar, junto con un orden
objetivo, a la virtudes; es decir, a las acciones personales capaces de
generar un bien propio, y especialmente un bien a los demás, el hábito
bueno que produce externalidades positivas, para hibridar un concepto
tradicional con uno novísimo.
La tarea necesaria
Algunos
dirán que ese orden objetivo es la ley. Yo sostengo que no. Las leyes
en nuestro sistema de razón instrumental son sólo medios
procedimentales, formas de proceder para alcanzar acuerdos, más
estables, o fugaces, pero incapaces de vincular a la conciencia. Y ése
es otro problema, porque sin vínculo interior, la virtud es imposible.
Por eso, en aquel extraordinario debate entre el cardenal Ratzinger y
Habermas, quedó claro que la democracia necesita unos presupuestos
previos a ella misma, en los que el hecho religioso cristiano, nuestro
modelo de razón objetiva, es esencial; y no me refiero tanto a la fe,
que es el motor que nutre la cultura, como esa cultura compartida en
última instancia por sus grandes fines seculares.
Traspasar la concepción y acción que recuperen la razón objetiva propia de nuestra tradición cultural,
y la articulen en términos de hoy, reconstruir a partir de ella el
imperativo moral de las virtudes (¿de qué sirven los valores si
carecemos de ellos para realizarlos?) es la gran, la ingente tarea
política y cultural que nuestro tiempo exige. Tengo serias dudas que
seamos capaces de ello, pero en cualquier caso, y como escribe MacIntyre
en Tras la virtud, cuando las cosas están tan mal es un lujo ser pesimista.
Pero
hay algo más, bastante más. Formulaba al principio la pregunta de cómo
era posible que vicios privados tan viejos establecieran su hegemonía
social. La crisis moral generada por la sociedad de la desvinculación,
la postmodernidad, tiene unas raíces y desarrollos basados en ideas y
comportamientos, como es lógico, pero existe algo más. Unas estructuras
de poder que transforman los vicios privados en políticas públicas. Unas
estructuras de pecado, y que guardan relación con la actual concepción
de la economía financiera, y la razón de mercado. Con la monetarización
de la vida humana. Una política del bien común significa enfrentarse a
la corrupción y a las causas profundas que la generan, y esa tarea exige
también una transformación substancial de las instituciones
financieras, del mercado y de la propia lógica liberal que hegemoniza el
pensamiento económico.
Necesitamos
situar en el centro del escenario público dos ideas. La primera es que
si gobernar es hacer el bien, el debate político debe estar centrado en
cuál es dicho bien, y cómo conseguirlo. La segunda es que la economía es
una dimensión de la concepción antropológica del ser humano, y su
técnica sólo tiene un fin: cómo conseguir que se realice en el bien sin
que la dimensión material signifique un obstáculo.
Josep
Miró i Ardévol, Director del Instituto de Capital Social de la
Universidad Oliba CEU. Miembro del Consejo Pontificio para los Laicos
Visión desde la Doctrina Social de la Iglesia
Responsabilidad de los católicos en el ejercicio de la función política
Por María Teresa Compte Grau
La
referencia al bien es un elemento esencial de toda buena política. La
regeneración de la democracia exige desmitificar la política, para
dotarla de racionalidad. La visión cristiana, que la Doctrina Social de
la Iglesia propone, significa la traducción de la dimensión moral en
comportamientos políticos y la superación de la mentalidad tecnicista
que reduce la democracia a una simple estructura de poder
Las
sociedades democráticas gozan de un orden político estable e
institucionalizado sobre las bases doctrinales del constitucionalismo,
cuentan con un sólido Estado de Derecho, sus niveles de participación
política son aceptables, sus derechos cívicos, políticos y de libertad
están constitucionalmente garantizados, las instituciones políticas
están sometidas al principio del imperio de la ley y la división del
poder político, la alternancia política está garantizada y los medios de
comunicación trabajan en libertad para la garantía del derecho a la
información. Y, sin embargo, son estas sociedades las que a día de hoy
manifiestan una mayor desconfianza hacia el sistema político y sus
actores.
Esta
crisis de confianza exige preguntarse de nuevo por el espacio propio de
la política, por la especificidad de las relaciones políticas y, lo más
importante, por las exigencias de justicia inherentes a la política y a
la acción política. Las instituciones políticas y quienes las dirigen
están obligados a responder a estas cuestiones. En estas líneas nos
interesa la respuesta del mundo católico. Es, sin dudarlo, uno de los
grandes servicios de la fe cristiana al momento presente.
Identidad relacional de la política democrática
En su conferencia La política como vocación,
pronunciada en 1919 en la ciudad de Munich, el pensador alemán Max
Weber explicaba a un auditorio universitario que lo realmente importante
al tratar de la vocación política, no era tanto la referencia a un
presente inquietante,
sino al sentido más propio de la política. Eso es lo que Weber hizo en
su histórica conferencia: centrarse en la naturaleza de la política y
del poder político; en el modo cómo éste se genera y se ejerce.
Ha
pasado casi un siglo desde entonces y la instauración de la democracia
representativa, la universalización del sufragio universal, la
socialización de la participación política, la consolidación y expansión
global del industrialismo, la multiplicación de las relaciones sociales
a escala nacional y global, así como la complejidad científicotécnica
parecen haber desdibujado el significado de la política. En el mundo
desde el que nos hablaba Max Weber la política como actividad se
desarrollaba fundamentalmente en el espacio ocupado por el Estado. Hoy,
el Estado es sólo un elemento más dentro de un entramado en el que
juegan nuevos actores políticos ciudadanos, asociaciones, partidos
políticos, grupos de presión y medios de comunicación social. Las
decisiones políticas que estos actores toman y las relaciones de tipo
político que se establecen entre ellos ya no se adoptan exclusivamente
dentro del Estado.
Los
procesos electorales, como bien subraya el politólogo italiano Giovanni
Sartori, son un buen ejemplo. Las campañas electorales se desarrollan
fuera del Estado, y el proceso de toma de decisiones electorales que se
materializa a través del voto durante la jornada electoral
se desarrolla en el espacio propio de la sociedad. La política se hace
en un nuevo escenario, que es el del sistema político. Éste se entiende
como un entramado compuesto por actores sociales y políticos que
mantienen relaciones fluidas de interdependencia mediante las que
comparten información, demandas, resultados, objetivos y recursos
necesarios para la toma de decisiones políticas. En este entramado de
relaciones, a la sociedad le corresponde todo aquello que es propio de
los actores que participan en la política democrática: ciudadanos,
asociaciones, partidos políticos, grupos de presión, medios de
comunicación social, etc.; al Estado, por su parte, le corresponde todo
lo que tiene que ver con la toma de decisiones vinculantes o erga omnes
que se aplican con fuerza a la totalidad de una sociedad.
La
política así entendida se nos presenta como una relación de poder
caracterizada por el dominio que, en el seno de nuestros sistemas
políticos democráticos, está mediada por la confianza otorgada y se
sostiene por la responsabilidad debida.
Decíamos
al comienzo que para referirnos a la actividad política era preciso
comenzar pensando en el lugar donde se genera el poder y en los modos de
su ejercicio. Pues bien, tan importante como el acierto en dar
respuesta a estas preguntas, es la cuestión por la legitimación del
poder. ¿Qué diferencia existe, si no es así, entre los “reinos” y una
banda de ladrones? San Agustín (354-430) se hizo esta pregunta, del
mismo modo que se la han hecho a lo largo de la historia otros teóricos y
filósofos de la política
que han mantenido firme la distinción entre el poder de hecho y el
poder de derecho, entre el rey y el tirano. Preguntarse por el poder es,
también, preguntarse por su legitimidad entendida como cualidad que se
da cuando la obediencia está asegurada sin que sea necesario, al menos
de modo habitual, recurrir al uso de la fuerza. Contra la idea que
sostiene que el poder de hecho es gobierno legítimo, se levanta la tesis
que defiende que el poder político debe preocuparse por su
justificación moral. Ésta fue precisamente la visión que triunfó tras la
II Guerra Mundial, cuando las cuestiones de contenido volvieron a
convertirse en criterios materiales de juicio gracias, entre otras
cosas, a la constitucionalización de los derechos y libertades
fundamentales.
A
día de hoy, sin embargo, la validez del criterio material de
legitimación del poder político ha entrado en crisis. Las apelaciones a
la justicia son cuestionadas de nuevo por quienes sostienen que no es
posible la existencia una concepción sustancial de bien y justicia.
El credo de la democracia
Después
de siglos de profundo desprecio, las sociedades del mundo occidental
otorgaron, en la segunda mitad de la década de los cuarenta del siglo
pasado, su confianza plena al sistema político democrático. Pío XII
explicó que una de las razones de este fenómeno era el rechazo hacia
formas de monopolio de poder y la demanda de un sistema acorde con la
dignidad y la libertad de los hombres (Benignitas et Humanitas, 1944).
La
democracia moderna ha respondido bien a este ideal a través de unos
elementos que le son propios: el principio de soberanía popular, el
mandato representativo, los partidos políticos o el principio de la
mayoría. Por eso es de extrema importancia, aunque en ningún caso será
suficiente, que nuestras democracias se esfuercen por recuperar el
sentido más propio y originario de los elementos que las constituyen. El
aparente agotamiento de nuestras democracias exige una reparación
técnica, pero, más aún, exige una reparación moral que solo puede venir
de la recuperación del contenido material que justifica y ha dado vida a
los sistemas políticos democráticos.
Durante
los años posteriores a la II Guerra Mundial y hasta bien entrada la
década de los sesenta, el proyecto político comunitario del occidente
europeo se empleó a fondo en la construcción de una forma de gobierno
democrática que hiciera posible el ideal del autogobierno, el principio
de legitimidad del poder político y la ordenación pacífica y justa de la
convivencia. Tras años de éxito, fruto de una creciente conciencia de
la dignidad humana y de la necesidad de su protección, como tantas veces
ha reconocido el Magisterio de la Iglesia católica, este ideal ha
perdido fuerza, y nuestras democracias están dejando de ser formas de
vida para convertirse en simples estructuras de poder que resultan del
predominio de la razón técnica.
El
primer efecto de esta visión reduccionista de la política democrática
es lo que Benedicto XVI ha llamado la formación de una conciencia
incapaz de reconocer lo humano (Caritas in Veritate,
2009). La superación de la indiferencia ante lo que es humano y no lo
es, constituye, pues, el primer desafío político al que debe responder
el catolicismo en general, y los católicos con responsabilidades
políticas, en particular.
Como
denunciaba el filósofo Jacques Maritain, las sociedades europeas de
entreguerras habían perdido la conciencia de sí mismas y carecían de una
fe común. Tras la II Guerra Mundial, el giro antropológico que vivieron
el derecho, la política y la economía quiso superar ese vacío. La
Declaración Universal de Derechos del Hombre de 1948, aunque no sin
contradicciones, plasmó ese intento en un credo común al que se adherían
hombres con convicciones filosóficas y religiosas distintas. La
Doctrina Social de la Iglesia (DSI) plasmó este ideal en las expresiones
orden moral objetivo y criterios prácticos derivados de las exigencias
de justicia que reclama la dignidad inalienable del ser humano (Pacem in Terris, 1963).
Pasados
los años, este credo de naturaleza práctica está en crisis. Nuestro
mundo duda, hasta negarlo, de que hombres procedentes de mundos
religiosos y filosóficos distintos se pongan de acuerdo en unos
principios prácticos de acción. Hasta tal punto es así, que el ideal democrático
se ha convertido en una herencia que se disputan dos familias. La una,
heredera del espíritu de 1948. La otra, heredera del espíritu de 1968.
La primera, pese a las diferencias, acepta que su herencia procede de un
testamento. La segunda, con un grado mayor de homogeneidad doctrinal,
lo niega.
En
medio de esta controversia, cuyos efectos hemos conocido y conocemos en
la concreta realidad política española, se hace necesario situar la
noción de persona en el centro del debate político. Sólo de este modo
podrá superarse el reduccionismo tecnicista propio de la mentalidad
tecnocrática que hoy domina en nuestras democracias. Y esto solo puede
conseguirse si somos capaces de comprender que la ordenación política de
la vida humana es una tarea de la razón moral, que está obligada a
respetar y fomentar la autonomía de las sociedades a partir del respeto y
la garantía escrupulosa de la libertad humana.
Este
objetivo pasa por el uso de instrumentos políticos que la DSI entiende
como exigencias morales. Señalamos los siguientes:
−
Libertades fundamentales, que el Estado no puede asfixiar: libertad de
pensamiento; libertad de conciencia; libertad religiosa; libertad de
expresión; y libertad de pluralismo político y cultural.
−
Valores irreemplazables que el Estado debe satisfacer: neutralidad
ideológica; dignidad de la persona humana como fuente de los derechos;
preferencia de la persona con relación a la sociedad; respeto a las
normas jurídicas democráticamente aceptadas; y pluralismo en la
organización de la sociedad.
Estas
exigencias, lejos de ser “afirmaciones abstractas”, “nos recuerdan que
no vivimos en un mundo irracional o sin sentido, sino que, por el
contrario, hay una lógica moral que ilumina la existencia humana y que
apela a la razón común en el diálogo con la sociedad laica y las demás
comunidades religiosas. Ésta es la oportunidad histórica a la que
responsablemente deben responder quienes ejercen funciones políticas. En
un mundo en el que las certezas éticas han saltado por los aires y la
racionalidad de la naturaleza humana está en entredicho, hay que volver a
repetir que el hombre es, en sí mismo, simplemente por su pertenencia a
la especie humana, sujeto de derechos, y su existencia misma es
portadora de valores y normas que hay que descubrir, no inventar.
Se
trata de proteger a la persona contra la dictadura de lo accidental
para devolverle su propia dignidad, que consiste en que ninguna
instancia puede dominarlo, ni técnica, ni ideológicamente, porque él se
encuentra abierto hacia la verdad misma. Desde esta perspectiva es
imposible trazar una separación radical entre política democrática y
moral.
La
democracia se ha afirmado históricamente como un ideal de libertad e
igualdad cuyas reglas, instituciones y procedimientos deben estar al
servicio del desenvolvimiento libre de pueblos. Los propios
procedimientos democráticos son fruto de la aceptación convencida de los
valores que los inspiran. A saber: 1. la dignidad de toda persona
humana; 2. el respeto de los derechos del hombre en su letra y en su
espíritu, y 3. la asunción del “bien común” como fin y criterio
regulador de la vida política. Son estos valores los que animan
vitalmente un sistema político que asegura el principio de participación
en la vida política; garantiza el control y fiscalización del poder
político, y se sostiene sobre la revocabilidad del ejercicio del poder
político.
Ello
significa que la democracia no es un régimen de adhesión en el que los
ciudadanos enajenan su libertad, sino que debe favorecer y fomentar el
pluralismo social, así como garantizar la subjetividad de la sociedad.
Así
entendida, la democracia es el resultado de una racionalización moral
de la vida política, en la medida en que persigue el ejercicio de la
libertad de los hombres que viven en sociedad como límite a la expansión
e injerencia indebida del poder político. Ésta es la auténtica razón de
ser de la democracia, cuya lógica reside en su capacidad para responder
mejor que otros sistemas de gobierno a la naturaleza racional y social
del hombre y, en definitiva, a las exigencias de la justicia. Y ello,
porque, como hemos adelantado, la democracia no es sólo una estructura o
sistema, sino, antes que nada, un credo sustentado en la libertad de
los hombres que se dirige a la organización de la vida social orientada
al bien común.
Responsabilidad de los católicos con funciones políticas
Pese
a las contradicciones a las que se enfrenta este ideal, la fe
cristiana, lejos de ver la vida y la acción política una carga, o un mal
necesario, entiende que el espacio de la vida comunitaria organizada
políticamente es un escenario propicio para el desenvolvimiento libre de
vocación humana.
Un
cristiano no concibe las relaciones con la autoridad política como
relaciones problemáticas o conflictivas. La acción política no puede ser
por lo tanto una acción destructiva, sino constructiva. La moral
política no puede ser moral de oposición, sino búsqueda y cumplimiento
del bien. Esta es, dice Benedicto XVI, la moral política de la Biblia,
desde Jeremías hasta Pedro y Pablo. Este modo de concebir las
instituciones políticas, las relaciones políticas y el ejercicio de la
función política contribuye a desmitificar la política para dotarla de
racionalidad y, por lo tanto, de moralidad. La buena política es
imposible sin referencia al bien: “Sólo donde el bien se realiza y se reconoce como bien puede prosperar igualmente una buena convivencia entre los hombres” (Benedicto XVI, Cristianismo y Política,
1995). Por eso la moral política, lejos de ser una cuestión privada,
como pretenden las teorías del poder inocente, es una cuestión pública.
Al
católico que ejerce funciones políticas le corresponde actuar de
acuerdo a esta visión. Algo así es posible. La DSI, consciente de la
fragilidad de los propósitos y realizaciones humanas, cree que la fe
cristiana es históricamente operativa y que, en definitiva, el orden
humano depende de actitudes profundas capaces de materializarse (Sollicitudo Rei Socialis,
1987). Es indudable que la manifestación pública de estas actitudes y
su traducción en comportamientos políticos capaces de recuperar la
dimensión moral de la democracia y fortalecer las relaciones de
confianza entre ciudadanos y gobernantes dependen, en primer lugar, de
la conducta política de los cargos electos. Y esto pasa, de manera
urgente, por superar la mentalidad tecnicista que reduce la democracia a
una simple estructura de poder mediante unos criterios prácticos que,
de la mano de la DSI, podríamos sintetizar así:
−
la democracia exige instituciones creíbles y autorizadas, que no estén
orientadas a la simple gestión del poder, sino que sean capaces de
promover la participación popular en el respeto de las tradiciones de
cada nación;
−
la democracia no puede favorecer la formación de grupos dirigentes
restringidos que, ya sea por intereses de parte o particulares, ya sea
por motivos ideológicos, usurpen el poder del Estado;
−
la democracia exige, independientemente del sentido del voto en las
distintas consultas electorales, que todos los ciudadanos cooperen de
manera activa en la promoción del bien común. Lo comúnmente compartido
es lo que debe facilitar este ejercicio de cooperación al margen de los
programas de los partidos políticos;
−
la democracia no es un régimen de adhesión y el poder político no es un
objeto de uso restringido; - la representación política, distinta a la
representación jurídica o sociológica, ni convierte a los ciudadanos en
órganos del Estado, ni permite establecer una identificación absoluta
entre opciones electorales y adhesión a las decisiones de gobierno. La
representación, lejos de ser un simple mecanismo formal de asignación de
funciones, tiene una dimensión moral “que consiste en el compromiso de compartir el destino del pueblo y en buscar soluciones a los problemas sociales”;
−
la democracia requiere un ejercicio responsable de la autoridad, lo que
significa una autoridad ejercida mediante el recurso a las virtudes que
favorecen la práctica del poder como servicio;
−
la democracia debe evitar la conversión del Estado en una burocracia
caracterizada por la impersonalidad, la no-intervención o el simple
“encogerse de hombros”;
− la democracia debe favorecer y fomentar el pluralismo social, así como garantizar la “subjetividad de la sociedad”;
−
la democracia debe comprometerse en la promoción de la justicia social.
De hecho, la democracia sólo alcanza su plena realización cuando cada
persona y cada pueblo es capaz de acceder a los bienes primarios (vida,
comida, agua, salud, educación, trabajo, certeza de los derechos) a
través de un ordenamiento de las relaciones internas e internacionales
que asegure a cada quien la posibilidad de participar;
− la democracia, por sí sola, no tiene capacidad para establecer los fundamentos morales de la convivencia ciudadana;
−
las reglas y procedimientos democráticos de toma de decisiones no son
el fundamento moral de las deliberaciones políticas;
− la democracia debe proteger la inviolabilidad de la conciencia, la libertad religiosa y el derecho a la vida.
A
los políticos católicos corresponde trasladar a la vida política normas
objetivas que animen un comportamiento político justo, siendo
conscientes, sin embargo, de que no es la religión la que debe aportar
al debate político esas normas objetivas. El papel de la religión, decía
Benedicto XVI, consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la
aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos
(discurso en Westminster Hall, 17 de septiembre de 2010). Y esto porque
la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar,
sino una contribución vital al debate nacional. Este es otro de los
inexcusables desafíos a los que se enfrenta el político católico:
contribuir a buscar medios de promoción y diálogo que eviten la
privatización de las convicciones religiosas y morales.
La
consecución de este objetivo pasa porque el poder político reconozca
que existen dominios reservados de la conciencia y que éstos, en
Occidente, se han establecido por el cristianismo, el iusnaturalismo y
una ética de los derechos humanos. Es una aberración que el poder
político quiera penetrar los muros de la conciencia; como también los es
que este mismo poder se atreva a sostener que los juicios religiosos y
morales no caben en el espacio público. Algo así sucede cuando el Estado
reclama para sí todo el espacio de la vida pública, al mismo tiempo que
olvida que él sólo es una parte de la sociedad política.
En
este punto adquiere especial elocuencia la figura de santo Tomás Moro, y
su proclamación como Patrono de los gobernantes y políticos. Tomás Moro
vivió de modo singular el valor de una conciencia moral que es
“testimonio de Dios mismo”. Su historia ilustra con claridad una verdad
fundamental de la moral política: la defensa de la libertad de la
Iglesia frente a las injerencias indebidas del Estado es, al mismo
tiempo, defensa de la libertad de la persona frente al poder político.
En esto reside el principio fundamental de todo orden auténticamente
humano y, por ello, construido a favor del hombre, y no contra el
hombre. ¿No es ésta la primera y principal responsabilidad y desafío al
que debe responder el católico con vocación política?
María
Teresa Compte Grau. Doctora en Ciencias Políticas y Sociología.
Directora del Máster de Doctrina Social de la Iglesia (Universidad
Pontificia de Salamanca)
Testimonios: compromiso y acción (I)
“Creo en Dios… Creo en la dignidad humana”
Por Sarah Teather
Diputada
en el Parlamento británico por el Partido Liberal Democrático, y
Presidente de la Comisión parlamentaria para los Refugiados. Ha sido
“Minister of State” de Infancia y Familia entre 2010 y 2012; antes
presidió la Comisión Parlamentaria sobre Guantánamo. Es católica y
pertenece al coro de su parroquia londinense
Mi
fe siempre ha sido una motivación importante para mi compromiso en la
política. Siempre me he sentido particularmente llamada a trabajar en
asuntos relacionados con la dignidad humana Durante mi carrera en el
parlamento me he ocupado de todo un abanico de asuntos relativos a la
pobreza y a la justicia social. Son asuntos que no hacen ganar muchos
votos, pero cuando las planteo en el parlamento sé que soy un eslabón en
una cadena que me une con otras personas de fe que trabajan junto a los
solicitantes de asilo, los detenidos y los refugiados, acompañándoles
más directamente.
Soy
miembro del parlamento británico desde hace unos diez años. Fui elegida
en 2003, justo después de la guerra de Irak, lo que provocó muchos
titulares de periódico, al ser la primera vez que el primer ministro
Tony Blair resultaba derrotado en las urnas. A mis 29 años, fui durante
algún tiempo el parlamentario más joven de la Cámara. Permanecí en la
oposición hasta las elecciones generales de 2010, cuando mi partido, el
de los liberal-demócratas, formó un gobierno de coalición con los
conservadores. Entonces tuve el privilegio de servir al país como
“minister of State” (cargo quizá equiparable al de Secretario de Estado
en España) de Infancia y la Familia durante dos años y medio, hasta
septiembre del año 2012, en que volví a mi escaño como un diputado más.
La fe como motivación
Mi
fe siempre ha sido una motivación importante para mi compromiso en la
política. Siempre me he sentido particularmente llamada a trabajar en
asuntos relacionados con la dignidad humana y por empeños a menudo
impopulares, como puede atestiguar mi sufrido gerente de campaña. Pero
la sensación de que nadie más interviene en algún asunto que causa
sufrimiento me ha producido siempre desasosiego.
Durante
mi carrera en el parlamento me he ocupado de todo un abanico de asuntos
relativos a la pobreza y a la justicia social. Pero, en particular, mi
trabajo se ha articulado en torno a dos actividades en el campo de los
derechos humanos: la oposición al campo de detención de Guantánamo, y la
lucha por conseguir un trato más humano con los que buscan asilo en
Gran Bretaña.
Mi
compromiso con la campaña contra Guantánamo empezó porque dos
residentes en mi circunscripción electoral estuvieron retenidos allí.
Uno de estos casos comenzó a requerir cada vez más atención durante el
tiempo que pasé en la oposición. Jamil el Banna era una víctima de la
práctica que ahora se conoce como “rendición extraordinaria”.
Trato inhumano
Después
de hacer un breve viaje de negocios a África, fue entregado a la CIA,
que primero lo llevó a la base aérea de Bagram, en Afganistán, y luego a
Guantánamo, donde estuvo cinco años sin que se formulara ninguna
acusación contra él ni se celebrara juicio alguno. El problema de Jamil
era que, aun estando casado con una británica y teniendo cinco hijos
británicos (a uno de los cuales no conocía, porque su mujer estaba
embarazada cuando emprendió el viaje de negocios), él no era ciudadano
británico. Tenía estatuto de refugiado. Lo habitual es que el gobierno
británico sólo intervenga para ayudar a los que están en dificultad en
el extranjero si son ciudadanos del Reino Unido; es, de hecho, dejaba a
Jamil sin defensa jurídica.
Por
las informaciones que me proporcionaron los abogados y el propio
gobierno inglés, yo sabía que, aunque mis opiniones pudieran no
coincidir con las suyas en muchos
puntos, no existía evidencia de que Jamil hubiera cometido un delito.
Pero para mí, en todo caso, su culpabilidad o su inocencia eran una
cuestión secundaria. Lo importante era que nunca se le había permitido
exponer su caso y conseguir que fuera estudiado; y, aún peor, que había
sido sometido a un trato profundamente inhumano (golpes, privación de
sueño, ruidos continuos, amenazas de secuestro de su mujer, etcétera),
sobre todo en Bagram y en los primeros años de reclusión en Guantánamo.
Hacer
campaña contra Guantánamo era profundamente impopular. La información
que los medios de comunicación dieron sobre mi trabajo se tradujo en una
avalancha de cartas contrarias a los inmigrantes y los musulmanes, que a
mi joven equipo le costó controlar. Pero mi conciencia me empujaba a no
abandonar. Me planteaba una gran cantidad de cuestiones sobre la
dignidad humana y sobre la justicia, tanto procedimental como
conmutativa. En aquél tiempo, un detenido en Guantánamo era el auténtico
paradigma de una persona incapaz de ayudarse a sí misma, por las
circunstancias de su detención y por la hostilidad de la
opinión pública. Durante tres años lideré la acción parlamentaria
dirigida a conseguir que el gobierno británico presionara al de los
Estados Unidos, para que Jamil pudiera regresar al Reino Unido. Trabajé
en colaboración con grupos de activistas, abogados, periodistas,
residentes en mi circunscripción y otros diputados, en reuniones
públicas o por medio de contactos más discretos. El resultado final fue
un éxito y, poco antes de la Navidad de 2007, Jamil el Banna volvió a
casa para quedarse con su mujer y tener en los brazos, por primera vez, a
su hija pequeña. Desde entonces vive pacíficamente en mi distrito del
norte de Londres.
Cambiar las rutinas del poder
Los
asuntos relativos con los refugiados han sido recurrentes en mi
trabajo, tanto en la oposición como en el gobierno, y también ahora,
como diputado de a pie. Cuando estaba en la oposición actué contra la
detención de niños pertenecientes a familias pendientes de
procedimientos de inmigración. Era una práctica rutinaria en el sistema
de inmigración, en el contexto de los procesos de expulsión del Reino
Unido de familias. Entre 2005 y 2010, más de 7.000 niños fueron
detenidos y encerrados en un infame centro de detención llamado Yarl’s
Wood.
Cuando
me nombraron “minister of Sate” para la Infancia y la Familia, descubrí
que poner en práctica mis convicciones era mucho más difícil de lo que
parece, aun estando cerca del centro de poder ejecutivo.
El
proceso de cambiar las rutinas era arduo. Participé personalmente en
difíciles negociaciones y en tensas conversaciones intergubernamentales
con los reprobables de inmigración, acerca de los detalles de un plan
para cambiar la manera de tratar a las familias en el sistema de
inmigración. En el gobierno de coalición había, por decirlo suavemente,
significativas diferencias de opinión sobre la oportunidad de cambiar
las prácticas habituales. Sin embargo, finalmente pudimos
superar las resistencias y cambiar muchas cosas. Se ha cerrado el ala
destinada a familias en el centro de detención de Yarl’s Wood, ha
mejorado el modo de tratar a las familias y ya nunca se recluye a un
niño en un centro de detención de inmigrantes como parte de un proceso
de expulsión. El sistema no es perfecto, pero se ha dado un enorme paso
adelante.
He
seguido trabajando en asuntos relacionados con los refugiados y el
asilo desde mi regreso a la normal actividad en el parlamento, y he
dirigido una investigación sobre el apoyo prestado a los niños y a las
familias, en caso de petición de
asilo en el Reino Unido. La espera a una resolución para su caso empuja
a muchos a la pobreza, y algunos de los que no pueden volver a su
patria terminan completamente desamparados. Encabezo también un grupo
parlamentario “transversal” que presiona para un tratamiento más humano a
los que buscan refugio en nuestras costas; por ejemplo, para impedir
que nada más arribar se detenga a los que hayan sido torturados, y
mejorar, en particular, el trato dado a las mujeres.
Todo lo relacionado con la dignidad humana y la justicia me mueve como católica. Me inspira la noción de “imago Dei” y la conciencia consecuente de una humanidad común, que ha de trascender las fronteras nacionales. Pero es más que eso.
Un eslabón
Soy consciente del énfasis teológico que pone toda la
narrativa judeo-cristiana en el exilio. También sé que la tradición ha
subrayado la hospitalidad con el forastero, y fomentado una especial
responsabilidad con los oprimidos.
Son
asuntos que no hacen ganar muchos votos. Nunca será posible montar una
campaña electoral a lomos de un proyecto de mayor respeto en el trato a
los inmigrantes, y menos en un momento de adversidad económica. Pero
estas cosas me espolean al testimonio cristiano, y cuando las planteo en
el parlamento sé que soy un eslabón en una cadena que me une con otras
personas de fe que trabajan junto a los solicitantes de asilo, los
detenidos y los refugiados, acompañándoles más directamente. Me siento
privilegiada por haber podido trabajar en estos temas y realizar mi
pequeña aportación para que las cosas mejoren.
Sarah
Teather, diputada del Parlamento británico por el Partido Liberal
Democrático, y Presidente de la Comisión parlamentaria para los
Refugiados
Testimonios: compromiso y acción (II)
Más allá de la dialéctica izquierda-derecha
Por Mercedes Aroz
Ex
diputada y ex senadora del Parlamento español por el Partit dels
Socialistes de Catalunya, en cuya fundación participó. Por coherencia
con su encuentro con el cristianismo, en 2007 abandonó el escaño en el
Senado y en 2009 la militancia en el partido
Una
reflexión sobre los católicos en la política requiere considerar
distintos aspectos: la naturaleza del compromiso y las tareas
fundamentales del católico en este ámbito esencial en la vida de la
sociedad, las dificultades y retos a los que se enfrenta.
Naturaleza del compromiso político de los católicos
El
magisterio de los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI ha significado un
impulso a la necesaria presencia católica en el mundo, al llamar a los
políticos cristianos a descubrir una nueva dimensión de la política y
plantearles retos concretos: la competencia en la gestión, la coherencia
entre fe y vida –que forma parte de la esencia del cristianismo y es un
rasgo esencial frente a concepciones que separan lo público y lo
privado–, y profundizar en la vocación cristiana. Profundizar en ella
implica tomar conciencia de que la participación política es uno de los
modos en que se expresa el compromiso cristiano con la Humanidad, lo que
significa que los políticos cristianos están unidos en su tarea a la
misión de la Iglesia, sin que implique que se pretenda imponer a los no
creyentes una perspectiva de fe. La actividad política de los fieles
laicos forma parte del servicio de la caridad (diaconía) que pertenece a
la naturaleza de la Iglesia y toda la actividad de la Iglesia es la de
ser testigo en el mundo del amor de Dios, es una expresión de un amor
que busca el bien integral del ser humano (Deus Caritas est, 19).
De
la comprensión profunda de formar parte de la misión de la Iglesia
surge la exigencia de mantener la identidad con ella y la comunión. En
este sentido, Juan Pablo II habló de la comunión eclesial como un gran
empeño programático (Novo millennio ineunte,
42), de tal manera que no puede menospreciarse ni por razones
nacionales, políticas, partidarias o económicas, ni por causas
subjetivas de discrepancia.
La
nueva dimensión de estar en política es el servicio al bien común y
contribuir a la construcción de un orden justo de la sociedad y del
Estado. Y siendo la finalidad primordial del ordenamiento jurídico la
realización de la justicia –el referente ético del sistema
constitucional democrático–, que incluye junto al principio de igualdad
los valores de la dignidad y la libertad del ser humano, de ahí se
deriva la tarea fundamental de servir a la formación de las conciencias
en la política y contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas
exigencias de la justicia.
El
político católico debe representar y defender los valores esenciales
del ser humano y sus derechos inherentes, y este es un principio al que
no se puede renunciar sin perjudicar gravemente al testimonio de la fe
cristiana, pero también al propio sistema democrático, ya que sin
respeto a los derechos y libertades fundamentales no existe un verdadero
orden democrático.
Todo
lo dicho lleva a la consideración de que el compromiso cristiano en el
ejercicio directo de la acción política o en las consultas electorales
va más allá del compromiso con los proyectos políticos en los que se
participa y debe orientar el sentido del voto en las elecciones.
Ciertamente existe un legítimo pluralismo político de los católicos
dentro del derecho y deber de participar en la construcción de la vida
civil, lo que no incluye asumir el pluralismo ético, según el cual todas
las concepciones sobre el bien del hombre tienen el mismo valor y son
opciones elegibles (Gaudium et Spes, 75).
También en las opciones temporales los católicos debemos tener presente
la doctrina social cristiana y hemos de confrontarnos siempre con ella
para tener la certeza de que la participación en la vida política es
coherente con la visión cristiana del ser humano y del orden temporal.
Dificultades y retos para el político católico
En
la realidad actual el político católico afronta graves dificultades, en
particular en la acción legislativa, al tener que enfrentarse a
posiciones y tendencias recientes: las leyes tratan de orientar
culturalmente a la sociedad y por consiguiente los comportamientos de
las futuras generaciones con ideologías que están siendo destructivas
para el ser humano y llevando a la decadencia de Europa; la teorización
del pluralismo ético como condición de la democracia (significa una
democracia vacía de principios éticos comunes y que renuncia a
comprometerse con la dignidad del ser humano); una ideología confusa de
la libertad, con un dogmatismo hostil a la propia libertad (en nombre de
la libertad, por ejemplo, se trata de limitar la libertad religiosa).
Estas
tendencias suponen un gran reto en la acción legislativa, pero más
ampliamente requieren entrar en la dialéctica cristianismo-cultura
contemporánea participando activamente en el debate en la sociedad, y
contribuir a la formación de la opinión pública y la conciencia social.
El compromiso sociopolítico de los cristianos no se reduce a transformar
las estructuras, sino que conlleva una propuesta de cultura, que hoy
exige presentar en términos culturales actuales el patrimonio de valores
y contenidos del cristianismo, e impulsar una nueva cultura que contenga los valores esenciales del ser humano.
La
dialéctica fe-cultura, que es uno de los ejes de la Nueva
Evangelización, supone un gran desafío y también una gran posibilidad
ante la crisis de las ideologías y del pensamiento moderno. Significa,
como señala Benedicto XVI, entrar en un diálogo profundo y de vanguardia
para integrar la fe y la racionalidad moderna en una única visión
antropológica –que completa al ser humano y hace así también
comunicables las culturas–, lo que constituye una necesidad humana de
nuestra historia.
Un
tema importante es el relativo a la autonomía del cristiano en la
acción política. Es un criterio esencial que implica no supeditarse a
decisiones del partido en temas contrarios a la fe y la ética humana,
por coherencia y para no convertirse en legitimador de ellas; el
político cristiano está llamado a ser conciencia crítica en su
militancia y en la acción pública cuando sea necesario. La cuestión es
si la autonomía es posible, ya que los partidos exigen a sus
parlamentarios disciplina de voto. De ahí surgen los conflictos, cuya
intensidad depende del modelo de sociedad del partido en que se milita,
lo que lleva a una segunda cuestión: el compromiso con determinados
proyectos políticos.
Y
aquí aparece una incompatibilidad en el terreno de los principios con
aquellos que desarrollan su acción política y legislativa desde una
concepción materialista del ser humano, y que por consiguiente lleva a
confrontarse con políticas que están en consonancia con ella. Por tanto,
el principio del pluralismo político de los católicos tiene en la
práctica serios límites, pues el compromiso cristiano no resulta
compatible con contribuir a realizar programas políticos con propuestas
contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y a la ética del ser
humano. El compromiso cristiano proviene del evangelio de Cristo, para
que la verdad sobre el hombre y el mundo pueda ser anunciada y
realizada.
Mercedes
Aroz. Ex diputada y ex senadora del Parlamento español por el Partit
dels Socialistes de Catalunya, en cuya fundación participó
Testimonios: compromiso y acción (III)
Experiencias en defensa de la vida humana
Por Ángel Pintado Barbanoj
Senador
por Huesca. Miembro de la Asamblea del Consejo de Europa. Presidente de
Acción Mundial de Parlamentarios y Gobernantes por la Vida y la Familia
España
ha sido utilizada como un laboratorio de pruebas. Los españoles nos
hemos visto sometidos a una presión creciente, desconocida hasta la
fecha, con la denominada “ideología de género”. Una transformación
social que se basa en el desprecio a la naturaleza del hombre y que
afecta directamente al núcleo de su dignidad. La legalización del
denominado “matrimonio homosexual”, el divorcio exprés, las leyes de
igualdad, biomedicina, donde se permite la investigación con embriones… y
la ley del aborto. El aborto que pasa de considerarse de delito penal,
con algunas excepciones, a un derecho por parte de toda mujer que quiera
abortar. Bien cierto es que con la regulación anterior, con el
denominado “tercer supuesto”, se había convertido en un coladero y
existía un clamoroso fraude de ley.
Quiero
recordar mi experiencia en torno al aborto durante estos últimos años,
como miembro del Congreso y, en la actualidad, del Senado.
Ingeniería social
Coincidió
mi entrada en el Congreso de los Diputados, en el año 1996, con la
constitución de un gobierno del Partido Popular. Poco o nada se hablaba
en aquella época sobre el aborto. Era un tema pacífico. A nadie parecía
interesarle y no estaba en la agenda política, y ni siquiera en la
agenda social. Desde el año 1985, con la despenalización parcial del
aborto, hubo un movimiento pro-vida importante. Fue una época de mucha
sensibilización social,
para pasar posteriormente a una amnesia general, excepción hecha de las
asociaciones en defensa de la vida. En esa legislatura, donde el
gobierno del PP no disponía de mayoría absoluta, hubo tres intentos,
planteados por la izquierda radical, de modificar la legislación sobre
el aborto. Los tres pudieron pararse. Fueron días de mucha tensión. La
relación de amistad personal con algunos parlamentarios dubitativos
consiguió en las tres ocasiones parar aquella sinrazón.
Con
el devenir del tiempo, llegado Rodríguez Zapatero al gobierno, planteó
la reforma sobre el matrimonio, dando cabida a las personas del mismo
sexo, y posteriormente la ley del aborto, la denominada “ley Aído”. El
cambio fue sustancial, ya que pasamos de un sistema de aborto
despenalizado a considerarlo como un derecho. Un grupo de parlamentarios
que veníamos trabajando sobre estos aspectos decidimos constituir una
asociación de parlamentarios donde integrarnos. Así nació, en abril de
2005, Familia y Dignidad Humana.
Nuevo impulso
Tuvimos
acciones en relación a la ley de técnicas de reproducción asistida. La
regulación que existía había provocado la generación de miles de
embriones crio-conservados. Se planteaba un problema moral sobre el
destino de los mismos. Problema de difícil solución. Lo primero que
intentamos fue “cortar” la generación de nuevos embriones, y estudiar y
analizar un destino digno para todos aquellos que habían sido
abandonados por sus progenitores. Nos encontrábamos en el año 2002. Las
presiones del sector de la investigación, llámese empresas
farmacéuticas, limitaron nuestras aspiraciones.
Ya
en aquella época, se produjo un cambio de paradigma sobre la defensa de
la vida. En Estados Unidos, que para bien o mal casi siempre van por
delante, las asociaciones pro-vida giraron de forma importante en sus
planteamientos. Transitaron de poner en el centro de sus campañas al nasciturus a apostar por la mujer. “Defiende a la mujer, defiende la vida” fue
su consigna y estrategia de trabajo. Esto provocó un cambio en
prácticamente todo el mundo en cuanto a los planteamientos que se habían
realizado hasta la fecha. Otro elemento clave fue la posición del Papa
Juan Pablo II al hablar de la “cultura de la vida” en contraposición a
la “cultura de la muerte”. Los principales líderes pro aborto reconocían
abiertamente la dificultad que tenían para contrarrestar este discurso.
Esto ha llevado, en el transcurso de los años, a que por primera vez en
Estados Unidos sean más las personas que están a favor de la vida que
del aborto.
En
España, adoptando este nuevo paradigma, nos pusimos a trabajar en
medidas de apoyo a la maternidad. Varios equipos de parlamentarios con
colaboradores del mundo de la Universidad y de las asociaciones pro-vida
elaboramos textos legislativos. Recogíamos propuestas que iban desde la
adopción hasta el reconocimiento de derechos del niño por nacer.
Medidas de carácter económico, social, educativo, asistencial… en favor
de la mujer embarazada que permitieran, especialmente a las que se
consideraban incapaces de seguir con su embarazo, tomar una decisión que
permitiera alumbrar una nueva vida.
Una
vez registrado el proyecto de ley sobre el aborto, conseguimos forzar
una Comisión Parlamentaria que analizara con detalle el drama del aborto
y sus consecuencias. Planteamos la comparecencia de doce expertos en
distintas especialidades: médica, jurídica, asistencial, de
investigación, y representantes de asociaciones pro-vida. Muy especial
fue la comparecencia de una mujer que había pasado por el drama de un
aborto, y contaba su experiencia y las secuelas que éste le había
provocado.
Todos
estos movimientos han dotado de fortaleza y argumentos para cambiar la
percepción de una sociedad que había quedado “adormecida” respecto a
este fenómeno.
Panorama
Hoy
se nos presenta una nueva oportunidad de regulación del aborto. La ley
anunciada por el ministro de Justicia puede suponer un cambio en
profundidad respecto a la garantía del derecho a la vida. Son muchos
años de una acción vil que se vuelve contra el hombre. Su resultado:
cientos de miles de niños que se les ha impedido ver la luz. Considero
que no será suficiente un cambio de legislación en materia de aborto, si
no realizamos importantes esfuerzos, para poner en valor la maternidad.
También aquí se necesita un cambio de paradigma.
Estoy convencido que llegará el día, en que el aborto caerá por sí mismo. Para ello queda mucha tarea. Edmund Burke dijo: “Para que triunfe el mal solo es necesario que los buenos no hagan nada”. Debemos tomar nota de esta reflexión y no descansar hasta conseguirlo.
Ángel
Pintado Barbanoj. Senador por Huesca. Miembro de la Asamblea del
Consejo de Europa. Presidente de Acción Mundial de Parlamentarios y
Gobernantes por la Vida y la Familia
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