martes, 11 de junio de 2013

¿Católico, y político? ¿Político, y católico?

   Escándalos, corrupción, abusos de poder… deterioran la imagen que tienen los ciudadanos de la actividad política. Algunos llegan a preguntarse sobre la posibilidad de una dedicación a las tareas públicas y una fe coherente: ¿católico, y político? Sin embargo, esos comportamientos no pueden justificar un rechazo de la política en cuanto tal: denotaría una comprensión defectuosa de la misión de los cristianos en el mundo

      Reproduzco los artículos del número especial de mayo de la Revista Palabra, firmados por: Cardenal Peter Turkson, Ana Marta González, José María Magaz Fernández, Ángel Rodríguez Luño, Josep Miró i Ardévol, María Teresa Compte Grau, Sarah Teather, Mercedes Aroz, y Ángel Pintado Barbanoj. Todos ellos plantean la política como necesaria actividad de servicio, y sitúan a quienes se dedican a ella ante la obligación de ejemplaridad que debería distinguir a todos los que ocupan posiciones de liderazgo social.


Introducción: naturaleza de la política

La ciudad común
    Por Cardenal Peter Kodwo Appiah Turkson
Introduce este número especial el cardenal ganés Peter Turkson, presidente del Consejo Pontificio Justicia y Paz desde 2009. Tras explicar las tareas respectivas del Estado y la Iglesia, se refiere al empeño de los cristianos en los asuntos del mundo: no los contemplan pasivamente, sino de manera comprometida. En particular, la presencia de los católicos en el ámbito político habría de configurarse en torno a tres elementos: una conducta que sea ejemplo; la responsabilidad madura; y la visión general, dirigida al bien de todos

      Cuando era un joven estudiante, me impresionó mucho esta frase de san Agustín: “Un Estado sin justicia es como una banda de ladrones”. Me llamaba mucho la atención el estilo, la fuerza y el vigor de esta declaración, recogida, por otra parte, en 2005 por Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est. El número monográfico de Palabra que tengo el placer de abrir lleva un título muy inteligente: “¿Católico, y político?”.

Una relación compleja
      Invito, en primer término, al lector a prestar atención a esa coma, no casual, situada entre “católico” y “político”. ¡Qué complejidad y qué dificultad encierra esa pregunta, esa relación!

      La relación entre cristianismo y política constituye un verdadero universo, que atraviesa de manera compleja y variada toda nuestra historia; y, no obstante, pocas veces la comprendemos bien. ¿En qué sentido? En el sentido de que sigue habiendo, dentro y fuera de los ambientes católicos, quien piensa que la religión cristiana, que tiene su sacramento en la Iglesia, constituye de hecho una instancia totalitaria y opresora: entiéndase bien, se trata de una postura propia de quienes todavía conciben la Iglesia –incluso en un ámbito católico o, en sentido amplio, cristiano– en términos de cristiandad orgánica. Sobre esto quisiera ofrecer una cita muy importante. Es un pasaje de Jacques Maritain, en el que escribió: “Hay gente que, en nombre de la verdad religiosa, querría adoptar como principio la idea de la intolerancia civil. […] En el extremo opuesto, hay gente que, en nombre de la tolerancia civil, querría hacer que la Iglesia y el cuerpo político vivieran en un aislamiento total y absoluto”.

      Es cierto que en el curso de los siglos, desde la llamada “Donación de Constantino”, hasta el cesaropapismo o las diversas formas de fusión entre el trono y el altar, de idolatría de poder mundano de la Iglesia institucional y la idea de una religión de Estado, los católicos también hemos practicado la identificación entre fe y política. Pero, en el curso de esos mismos siglos y llegando hasta la actualidad –en particular desde del Concilio Vaticano II, pero sobre todo a partir de las palabras de Cristo: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”–, no podemos sino descubrir la distinción clara entre las dos esferas, distinción que, también en términos jurídicos, subsiste en la diferencia entre la esfera de la Iglesia y la esfera del Estado. El Evangelio, en efecto, no contiene normas civiles, no es un manual de nociones políticas ni de Derecho Canónico, no indica una idea o un sistema político, sino que habla al hombre. En este sentido, el Evangelio precede a la política.

      Un texto muy ilustrativo a este propósito lo escribió Pablo VI en 1969: “Es bien cierto”, decía el Papa Montini, “que los fines de la Iglesia y del Estado son de orden diverso, y que ambas son sociedades perfectas, dotadas de medios propios, e independientes en la respectiva esfera de acción, pero también es verdad que una y otro actúan en beneficio de un sujeto común, el hombre […] en la pacífica convivencia con sus semejantes”.

      ¿Qué significa esto? Que el rostro concreto e institucional de la Iglesia y la esfera de la comunidad política, del Estado, son, sí, distintos desde el punto de vista específicamente material, o sea histórico y político, pero han de coordinarse con vistas al bien común. Y precisamente de este “coordinarse” emergen con frecuencia los mayores equívocos y prejuicios, tanto en sentido estatalista como en sentido clerical (“clerical” no significa “eclesiástico”; y “anticlerical” es completamente distinto de “antieclesiástico”).

Compromiso político
      Ahora, sin embargo, volvamos un momento a las palabras de san Agustín citadas al comienzo, palabras muy fuertes y, en muchos aspectos, sorprendentes. Agustín sitúa la justicia en el centro de la idea de Estado. Me viene con ello a la memoria una famosa declaración de Pablo VI, que afirmó que la política es una forma alta de caridad. Pues bien, caridad y justicia son dos principios centrales del cristianismo y de la doctrina social de la Iglesia. En la encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI, leemos: “Por un lado, la caridad exige la justicia, el reconocimiento y el respeto de los legítimos derechos de las personas y los pueblos. Se ocupa de la construcción de la «ciudad del hombre» según el derecho y la justicia. Por otro, la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el perdón”.

      Y continúa después: “La caridad […] otorga valor […] a todo compromiso por la justicia en el mundo”.

      Este es el compromiso. ¿Qué compromiso? El compromiso por el bien común. Como sigue diciendo la encíclica, “desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se configura así como pólis, como ciudad”.

      Si se consideran todos estos elementos, se entiende inmediatamente la necesidad y la naturaleza del compromiso político para el cristiano. El cristiano es, desde luego, consciente de la autonomía de la política respecto de una traducción directa de la norma evangélica en norma civil, pero se interesa por cómo van las cosas, no es indiferente ante el estado de las cosas de este mundo. Como cristiano habla el lenguaje de este mundo tanto como el “del otro mundo”, gracias al ejemplo de la Encarnación de Cristo: Dios que, haciéndose hombre, ha unido la tierra con el cielo.

      En consecuencia, el cristiano no es un observador pasivo de los asuntos del mundo, sino que está llamado a la acción, a la participación, a la mejora de las condiciones materiales según la justicia y según la libertad: una libertad que es el primer don concedido por Dios al hombre. Tal compromiso requiere tres elementos ulteriores: la conducta, la responsabilidad, la visión general.

Conducta y responsabilidad
      Detengámonos con brevedad en cada uno de ellos. En primer lugar, la conducta. El comportamiento del cristiano en política es necesariamente ejemplo para aquellos a los que guía. El político cristiano debe ser consciente de que la perícopa evangélica sobre el César y Dios implica que el poder no tiene su última sustancia en el hombre, o mejor, en el arbitrio del hombre. El poder es, por tanto, un servicio, es decir, no se identifica con el hombre. En este sentido, el cristiano debe dar ejemplo observando una conducta personal que establezca una coherencia entre esfera pública y esfera privada.

      La responsabilidad: de conformidad con la idea del poder como servicio, el cristiano en política, por así decirlo, se inclina hacia su pueblo, e inclinándose lo respeta, escucha a todos, dialoga con todos. Obviamente guía y siente la responsabilidad de guiar, pero es responsable de todos y no de una minoría, ni siquiera la constituida por los propios cristianos. En este sentido, tiene una vocación que en términos históricos y seculares llamamos democrática y pluralista, y que ve en las instituciones el instrumento y la tutela de derechos que preexisten a las instituciones mismas.

Visión general, el partido
      En tercer lugar, la visión general: es el resultado directo de una responsabilidad basada en el Evangelio de la caridad, que respeta a cada hombre en cuanto hombre, sin distinciones, y que descubre en la vida de cada uno una dignidad sagrada e inviolable. Así, no establece jerarquías entre seres humanos, no admite discriminaciones ni violaciones, y tiene siempre una visión general que en la fatiga del diálogo compone el itinerario histórico de una nación.

      Hay después otro tema fundamental: el del partido. Las intervenciones que siguen a mi exposición desarrollarán los diversos rostros de la relación entre catolicismo y política desde múltiples puntos de vista; pero ahora permítaseme una pregunta: ¿es correcto hablar de un “partido católico”?

      El partido, lo dice ya la palabra, es parte, facción, división; y división es la política. Y es bueno que sea así, porque la dialéctica es la sal de la libertad y de la democracia. El catolicismo es, en cambio, religión, es decir: universalidad y no parte.

      Entiendo, entonces, que la expresión “partido católico” es una contradicción in terminis. Más correcto sería decir, en su lugar, partido de inspiración cristiana o centralidad de la libertad de conciencia en las decisiones públicas. Es decir, el partido es, en cuanto realidad mundana de la política, una realidad autónoma respecto de la religión, pero la inspiración constituye, digamos, su cultura política, sus ideales: precisamente la inspiración que constituye los trazos de su identidad. El partido, en este contexto, es impensable que sea un ordenamiento de la Iglesia, que hable en nombre de la Iglesia: aquí aparece de nuevo la idea de la visión general.

Maduración personal
      Pero, ¿qué es lo que más nos importa en estos atormentados tiempos, nuestros que necesitan el compromiso decidido y fuerte de los cristianos en el espacio público, o sea, en la esfera política? Que ellos maduren su vocación interiormente y con plena honestidad. En este sentido, quisiera dirigirme a todos los que ya han emprendido esta actividad, y a cuantos se proponen seguirla, y proponerles algunas preguntas:

      • ¿Estás trabajando verdaderamente por la justicia?
      • ¿Te has preguntado seriamente cuál es la razón de tu compromiso?
      • ¿Estás dispuesto a entender el poder como servicio a tu pueblo?
      • ¿Estás dispuesto a respetar fielmente las leyes?
      • ¿Has comprendido a fondo tu conducta pública y privada? ¿Son coherentes entre sí, sin moralismo ni hipocresía?
      • ¿Estás contribuyendo a que sean apreciadas la libertad, la justicia, la legalidad?
      • ¿Estás siempre dispuesto al diálogo, y a ejercitar el poder en los límites de las leyes? 

      Creo que todo ha de partir de una acción de comprensión profunda, de un examen libre de conciencia que guíe la actuación del cristiano en política.

      La perspectiva de inspiración cristiana es siempre general, mira siempre al bien de todos, también de los no cristianos. Es algo sobre lo que hay que reflexionar plenamente, especialmente si se atiende a la situación europea y al movimiento de las etnias, de las culturas y las mentalidades en el mundo globalizado.

Empeño común
      Para concluir, quisiera recordar lo que dice San Pablo: que todos somos miembros unos de otros, todos nos necesitamos mutuamente. Porque a cada uno de nosotros se nos ha dado una gracia según la medida del don de Cristo. Para la utilidad común.

      Así, hoy vuelvo a tener una gran esperanza de que se realice un renovado, efectivo y fructífero compromiso de todos por el bien común, de manera que todos los hombres se empeñen con tenacidad e inteligencia, según sus posibilidades personales, en la mejora del mundo de acuerdo con la justicia y la libertad.

      En el año 2013 se celebra el quincuagésimo aniversario de un documento de formidable importancia y belleza, la carta encíclica Pacem in terris, del beato Juan XXIII. En ella, el Papa no se dirigía sólo a los católicos o a los creyentes de otras confesiones, sino a todos los hombres de buena voluntad. También yo desearía ofrecer un mensaje de estímulo, dirigiendo la mirada a la fuerza de liberación que procede de Jesucristo, que ha transmitido a sus discípulos el compromiso por la caridad, la justicia y la solidaridad, ante todo en favor de quien pasa necesidad o tiene hambre y sed de justicia, y contra las múltiples, poliédricas y a menudo insidiosas opresiones que afligen la vida de cada persona.

      Descubrir a Cristo, el rostro y el nombre de Cristo, Mesías sufriente, significa que cada uno de nosotros se haga cargo de su deber de fraternidad hacia el prójimo, en particular hacia quien se ve obligado a vivir en los abismos de la soledad o del dolor, o quien, viviendo en su propia injusticia, no la ve y, oprimiendo al prójimo, se oprime también a sí mismo. Este es el sentido profundo que interroga la conciencia del cristiano que pretende acometer una actividad política.

      En el último día todos responderemos de la justicia. Por eso, dentro de los límites de la insuficiencia humana, comprendamos que es prioritaria la caridad hacia todo hombre, y sintamos en nuestro cuerpo todas las injusticias hechas a cualquier criatura, en cualquier lugar del mundo. Los problemas actuales afligen a personas concretas, a familias, a comunidades, a pueblos, a naciones; y requieren la construcción de una nueva ciudad del hombre, que finalmente reconozca y valore en todas partes el lugar central de la dignidad de cada ser humano. Los católicos no deben reunirse sólo para plantar batalla en defensa de principios: han de ser abiertos, libres, activos y curiosos; no han de ver la Cruz como una “propiedad” para esgrimir contra los demás; y han de percibir el servicio en espíritu de libertad, conscientes de que todo poder sobre esta tierra puede matar. Como afirma San Pablo, en efecto, la “letra mata, y el Espíritu vivifica”.

Cardenal Peter Kodwo Appiah Turkson, Presidente del Pontificio Consejo Justicia y Paz

Política y persona

Ley natural y política
    Por Ana Marta González

La autora mantiene la necesidad de adoptar una nueva visión de la política, no planteada como un equilibrio de fuerzas “para evitar lo peor”, sino basada en el sentido natural de la justicia. No todo ejercicio del poder es legítimo, sino sólo el que contribuye al desarrollo humano y no se convierte en una excusa para el dominio arbitrario de unos sobre otros

      ¿Qué es y para qué sirve la política? ¿Es simplemente el arte de hacerse con el poder y mantenerlo? En ese caso, la política no tendría que ver con la justicia. En esta visión “maquiavélica” de la política, las leyes no serían más que un estorbo, y se convertiría en una prioridad el transformarlas, a fin de mejor cumplir el objetivo de mantenerse en el poder. La astucia de un Talleyrand, superviviente a varios cambios de régimen, ejemplifica esta clase de “sabiduría política”. En esta visión, la justicia parece no ser más que una palabra vacía, estandarte de iluminados, instrumento para la demagogia.

Política e ingenuidad
      Esta concepción de la política goza de partidarios desde antiguo. Entre los griegos aparece vinculada a la controversia physis-nomos, en la que se discutía si había un criterio natural que permitiera distinguir las leyes y costumbres justas de las injustas. Había y hay respuestas para todos los gustos: según algunos lo natural es que el fuerte se imponga al débil, de donde el único derecho natural sería el derecho del más poderoso. De Tucídides –y antes, de su maestro Antifonte– arranca una tradición en este sentido, que pasa por Hobbes y llega hasta nosotros. En cierto modo, toda Realpolitik se inspira en ella.

      Sin duda, la política no ha de ser ingenua y ha de contar con el equilibrio de poderes, incluso para que la fuerza o el poder no tengan la última palabra, por encima de la razón. La sabiduría de los Founding Fathers de la Constitución americana les llevó por eso no sólo a la división de poderes, sino a equilibrar convenientemente las competencias del presidente, el senado y la casa de los representantes (o, como algunos dirían, el líder, la élite y la masa). Aprendieron no sólo de Montesquieu sino también de Polibio, quien en la propuesta de un régimen mixto veía una garantía de la estabilidad del régimen.

      En el plano internacional tenemos también experiencia del orden generado por el equilibrio de poderes: la Europa que, tras las guerras de religión, emergió del Tratado de Westfalia (1648), logró la paz mediante este planteamiento de las relaciones entre Estados, que debe tanto al pensamiento político de Hobbes. A nivel mundial, contamos con una experiencia más reciente de las luces y sombras de este enfoque de las relaciones internacionales: el final de la “guerra fría” terminó con un periodo oscuro de la historia; pero, al romper el equilibrio de poderes entre las dos superpotencias, ha inaugurado una nueva etapa de desorden internacional, que hace manifiesta la necesidad de una nueva visión de la política, de un nuevo modo de gestionar el poder. Con la particularidad de que, en esta nueva coyuntura, no podremos apoyarnos en el presupuesto sobre el que Hobbes mismo inspiró su teoría política: el miedo a la muerte violenta. Los atentados suicidas, empleados como arma política, cuestionan la universal primacía de lo que para Hobbes era un interés básico; indirectamente muestran que el derecho a la vida no puede asimilarse al interés por la vida; que, en contra de lo que apunta Ronald Dworkin, tener un derecho no es tener un interés (razón por la cual hace depender el derecho a la vida de tener una vida psíquica desarrollada).

      Se impone un cambio de perspectiva. Para ello, no está de más atender a otra tradición de pensamiento político, que no hace del miedo a la muerte el punto nuclear de su propuesta. Para esta tradición, lo natural en las relaciones humanas no es simplemente el derecho del más fuerte, sino más bien lo racional y, por tanto, lo justo y equitativo. Aunque ésta era la postura de Platón, no hace falta ser un idealista para suscribir este pensamiento. El cínico llama idealista a Antígona porque en nombre de una ley inmemorial, no escrita, se enfrenta al decreto de Creonte, que le prohibía enterrar a su hermano. Pero, ¿no hacen esto, de algún modo, los que hoy apelan a los derechos humanos, en tantas partes del globo, especialmente allí donde los poderosos no encuentran motivos (económicos) para intervenir? En ambos casos nos encontramos ante requerimientos de justicia que no se amparan –porque no pueden– en leyes escritas, sino en un sentido de justicia que podríamos calificar de natural y que, si bien reconoce los límites de las fronteras tradicionales, sabe que éstos se justifican en última instancia por su contribución al desarrollo humano, y pierden su razón de ser cuando se convierten en una excusa para el dominio arbitrario de unos hombres sobre otros.

No todo poder es legítimo
      La apelación a una ley no escrita, en efecto, es una forma de hablar del derecho natural que debe regir en las relaciones humanas. Ciertamente, la ley natural no se reduce a derecho natural, porque aquélla se extiende a más virtudes que la justicia, pero se llama derecho natural en tanto se ordena a regular las relaciones entre los hombres, y, como tal, forma parte integrante de la justicia política, que rige las relaciones entre ciudadanos. En efecto: reconocer un derecho natural nos sitúa de inmediato ante otro escenario, que inspira otra visión de la política, de entrada más modesta que la expuesta anteriormente, pero sin duda mucho más loable y meritoria, porque la presenta en sus verdaderas, humanas, dimensiones, en la medida en que entraña el reconocimiento de que no todo ejercicio del poder es legítimo.

      En efecto: en esta segunda visión de la política, el político no se propone la descomunal tarea de transformar el mundo mediante la acumulación de poderes sin cuento, sino la más modesta de mejorar lo presente, en la medida de lo posible, y siempre al servicio del hombre concreto. La realidad heredada –naturaleza, historia– le impone ciertas condiciones, no siempre negativas: virtualidades, que ha de saber descubrir y potenciar pacientemente, problemas que debe aprender a transformar en posibilidades. Este político no se considera investido de un poder absoluto, autorizado para manipular a su antojo el material natural y humano que se le presente delante. Se considera más bien al servicio de un pueblo, que le ha encomendado una tarea realmente difícil: armonizar paz y justicia, seguridad y libertades: de algún modo en esto se resume lo esencial del bien común. Difícil tarea, porque hay paces falsas, compradas al precio de la injusticia; y hay justicias falsas, justicieras, que crean más conflictos de los que resuelven, porque engendran resentimiento y alimentan una visión dialéctica –en el fondo muy débil– de la propia identidad, incapaz de crear un “nosotros” sin identificar un enemigo común.

Tarea del político
      La tarea del político atento a las exigencias de la justicia no es imponer su proyecto a cualquier precio, sino reconocer en cada momento los bienes que están en juego, y armonizarlos en la práctica, sin violentar su propia conciencia, con el fin de hacer posibles la justicia y la amistad cívica. Sin duda, para esto hace falta visión y mucho temple. Según los clásicos también hace falta retórica, la capacidad de persuadir –que no manipular–: porque la política no es gobierno de seres inertes, sino de seres inteligentes y libres, a los que es preciso persuadir y mover con argumentos. En eso también se distingue el buen político del demagogo: mientras que el primero emplea argumentos consistentes, y sabe apelar a los sentimientos más nobles del pueblo, el mal político se escuda en argumentos falaces y sentimientos negativos.

      Por supuesto, para adquirir la sabiduría del buen político es precisa mucha experiencia. En este sentido, reconocer una ley natural no le convierte a uno automáticamente en buen político. La ley natural mueve a respetar ciertos principios, pero conjugarlos en la práctica es cosa de prudencia, lo cual incluye tener una conciencia clara de hasta dónde alcanzan las propias posibilidades de acción. Es fácil advertir que hay muchas injusticias, y es fácil también desear solucionarlas. Es más difícil saber apreciar qué posibilidades reales hay de hacer algo por remediar la justicia y el error. Y todavía más, poner por obra las acciones que uno juzga adecuadas y, con todo, insuficientes para solucionar esos problemas.

      En todo caso, la referencia al derecho natural es hoy más pertinente que nunca, tanto en el panorama internacional como en cuestiones domésticas: ambas se entrecruzan en un mundo globalizado. Es claro que el fin de la guerra fría ha puesto fin al equilibrio de poderes, pero no a la realidad del poder, que hoy aparece políticamente deslocalizado, y por tanto más incontrolable que nunca. Los atentados del 11-S pusieron trágicamente de manifiesto que había sido un error pensar que la política, como gestión del poder, había pasado a la historia, y que las cuestiones políticas podían finalmente reducirse a gestión económica y estrategias de comunicación. El 11-S ha significado que también para el mundo occidental las cuestiones de seguridad y, por tanto, de poderío militar, han pasado de nuevo a primer plano; por otro lado, los grupos de presión económicos e ideológicos, así como el uso que se hace de la información, desempeñan cada vez un papel más importante en el juego democrático del poder, cuestionando por su base la credibilidad del sistema representativo.

Nuevas preguntas
      Irónicamente, a pesar de que globalmente estén perdiendo su tradicional hegemonía económica y política, y de que el escepticismo político haga cada vez mella más profunda entre sus ciudadanos, al menos de palabra, las sociedades occidentales siguen exportando y abanderando los ideales democráticos como forma de superar las diferencias. Pero, dejando al margen de los conflictos entre seguridad y libertades que siguieron al 11-S, las cuestiones que hoy dividen a las sociedades occidentales hacen referencia sobre todo al alcance de nuestras intervenciones sobre la vida humana y no humana. Con ello se redefinen también las fronteras modernas de lo privado y lo público, y la política pasa a redefinirse como “biopolítica”: como decisiones acerca de la definición misma de la vida.

      En este contexto, cabe preguntarse: ¿tiene algo que decir la ley natural allí donde la misma naturaleza queda cuestionada? Quien plantea esta pregunta debe reflexionar sobre su modo de entender la ley natural. Sobre todo, debe advertir la diferencia entre las controversias filosóficas que rodean a la fundamentación de la ley natural y la ley natural propiamente dicha. Pues ésta no es otra cosa que la ley de la razón práctica: el hecho normativo que proporciona los principios a partir de los cuales orientamos nuestra actuación práctica. Según esto, allí donde se plantea la posibilidad de intervenir sobre la vida de un modo tal que modifiquemos sus condiciones originales, la ley natural nos mueve a preguntar en nombre de qué bien cuestionamos la bondad de la vida tal como la hemos recibido, y en qué criterios, universalmente reconocibles, nos basamos para considerar que nuestras propuestas son más justas, y, por tanto, aceptables por las generaciones venideras, que de un modo u otro quedarán hipotecadas por nuestras decisiones.

      En último término, la ley natural nos invita a preguntarnos si el someter estas cuestiones al debate político no comporta en el fondo la discriminación de todos aquellos que, sin tener acceso al poder ni a la palabra, tienen sin embargo un derecho prepolítico a no ver alteradas sus posibilidades vitales –en primer término el derecho a la vida– a causa de la retórica y el poder de unos pocos.

      Como veía Cicerón, el sentido político de la apelación a la naturaleza y lo natural no es otro que de marcar unos límites razonables al poder: unos límites que puedan ser reconocidos por la razón de todos, aunque carezcan de influencia, dinero o recursos.

Ana Marta González, Profesora de Filosofía, Departamento de Filosofía e Instituto Cultura y Sociedad. Universidad de Navarra

Cristianismo y partidos
Los partidos políticos en la España del siglo XIX
    Por José María Magaz Fernández

El punto de vista de los católicos se ha intentado articular políticamente de maneras muy diversas, puesto que en muchas materias no hay un punto de vista único. El autor examina los intentos más significativos de defender la religión y la Iglesia por medio de los partidos, en el convulso siglo XIX español

      La Iglesia ha alentado permanentemente la actuación de los católicos en la vida pública. El Concilio Vaticano II nos ha recordado que “los cristianos todos deben tener conciencia de la vocación particular y propia que tienen en la comunidad política” (Gaudium et Spes, n. 75). La Iglesia invita a los cristianos a desarrollar su vocación cristiana adoptando compromisos políticos. Esta vocación particular siempre ha sido necesaria para transmitir a la sociedad, a los programas políticos y a la legislación concreta la visión cristiana del mundo.

      La experiencia histórica muestra que esta tarea reviste extrema dificultad y enormes riesgos. La fe es universal y los compromisos políticos son particulares. Por eso los cristianos no siempre adoptan idénticas posiciones en el campo político. Más bien al contrario; la política ha dividido históricamente a los católicos. En este artículo queremos recordar las diversas opciones políticas adoptadas por los católicos españoles a lo largo del siglo XIX. En este período se fueron configurando las ideas, las posiciones y los partidos políticos católicos en el panorama de la historia de España y fraguaron las claves que básicamente se mantendrán en el futuro. El breve recorrido muestra el interés de los católicos españoles por la política dando lugar a variadas expresiones históricas y descubre también la enorme dificultad para encarnar proyectos que unan a la mayoría de los católicos; al contrario; ha provocado su profunda división.

      A pesar de esta dificultad la Iglesia sigue alentando a los católicos a participar en la política reconociendo el pluralismo político de los católicos (Octogesima Adveniens, n. 50). Benedicto XVI ha recordado en la encíclica Deus Caritas est (n. 28) que la fe y la política se encuentran en el mismo objetivo de lograr un mundo más justo. La fe es una fuerza purificadora para la razón y ofrece su colaboración para conseguir la justicia.

Católicos ilustrados
      Antes de finalizar el antiguo régimen, las ideas ilustradas pretendían reformar profundamente la sociedad. Los primeros ilustrados españoles estaban convencidos de que era posible llevar a cabo esas reformas respetando la monarquía absoluta y la tradición católica y creían que las nuevas ideas se impondrían sin acudir a la revolución. Muchos ilustrados, convencidos sinceramente de que la Iglesia necesitaba profundas reformas, hacían compatible su fe y su adhesión a la Iglesia. En general, se puede decir que la primera ilustración española no fue contraria a la Iglesia.

      La experiencia de la revolución francesa provocó en algunos ilustrados una profunda conversión intelectual y espiritual. Pablo de Olavide, perseguido por la inquisición, retornó a las ideas del antiguo régimen sin abdicar totalmente del pensamiento ilustrado, llegando a una síntesis entre fe e ilustración que muy bien podría haber orientado a muchos pensadores.

      También Jovellanos fue un hombre de síntesis. Como todos los ilustrados, critica a la Iglesia con el fin de reformarla, pero sin dudar de su fe. No renuncia a los ideales de la ilustración y de la filosofía que, bien orientados, pueden llevar la felicidad al pueblo y distingue entre verdadera y falsa ilustración, afirmando que es obligado luchar contra la primera, pero apoyar claramente a la segunda. Jovellanos hace un elogio de la Biblia como palabra inspirada por Dios e invita a su lectura y seguimiento, ya que contiene una sabiduría más elevada que la filosofía. En ella se puede contemplar la santidad de Cristo, modelo de vida para los hombres.

El pensamiento reaccionario
      Pero no todos juzgaron de igual modo a la ilustración. En el contexto de los gobiernos del despotismo ilustrado, primero, y de la Guerra de la Independencia después, se sitúa el origen del pensamiento reaccionario en España, que pone las bases de la crítica a la ilustración y al incipiente liberalismo.

      Obras representativas como Centinela contra francmasones (1752) de fray José Torrubia, La falsa filosofía (1773) de Fernando Zeballos, Causas de la Revolución en Francia (1803) de Lorenzo Hervás y Panduro, Historia del clero francés durante la Revolución (1793), Memorias para servir a la historia del jacobinismo (1797-1798) de Agustín Barruel, el Despertador cristiano-político (1809) de Simón López, el Preservativo contra la irreligión (1812) de Rafael de Vélez, las Cartas de Francisco de Alvarado, entre otras, critican los efectos de la revolución francesa, defienden la idea de la conspiración extranjera para cambiar el orden establecido, mantienen que los fines revolucionarios son la destrucción de la religión y de la autoridad política, así como la destrucción de la libertad natural, e identifican la idea de patria y la religión católica.

Las Cortes de Cádiz (1812)
      La llegada de los ejércitos napoleónicos supuso la introducción en España de las ideas revolucionarias francesas. La Guerra de la Independencia trajo consecuencias decisivas en orden a la configuración de los grupos políticos y a la formación del pensamiento reaccionario o tradicional. Este panorama condiciona el planteamiento de las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812.

      Las Cortes, reunidas en una sola cámara, establecieron la soberanía nacional; y en torno a este concepto decisivo se dividieron los diputados gaditanos, surgiendo dos bloques en su interior: los partidarios de la soberanía nacional, los liberales, y los partidarios de mantener la identidad entre soberanía y monarquía como en el antiguo régimen, a los que se les llamará serviles, absolutistas o realistas. Cada grupo tiene matices profundos en la manera de plantear el papel de la Iglesia, pero en estos momentos conservan el respeto hacia ella, y ni siquiera los liberales mantienen una postura de rechazo o indiferencia, aunque propugnen profundas reformas.

      El obispo de Orense, presidente de la Regencia, Pedro Quevedo y Quintano, diputado en las Cortes, se opuso al concepto de soberanía nacional y argumentó su postura en una Memoria enviada el 4 de octubre de 1810 a las Cortes. Pedro de Inguanzo y Rivero, diputado por Asturias y futuro arzobispo de Toledo, se opuso también a la soberanía nacional y defendió la tesis del origen divino del poder, argumentando desde los planteamientos tomistas y los teólogos españoles del siglo XVI. Un texto que marca la ruptura de la Iglesia con las Cortes de Cádiz fue la Instrucción pastoral que escribieron algunos obispos residentes en Mallorca, publicada después de que las Cortes suprimieran la inquisición en febrero de 1813; en él se ataca directamente las tesis liberales.

Fernando VII; el carlismo
      La llegada de Fernando VII, “el deseado” (1813-1833), acaba con el régimen político de las Cortes de Cádiz e inicia la década absolutista en la que el rey vuelve a los principios constitucionales del antiguo régimen.
 
      Los dos grupos, liberales y absolutistas, se disputaban la voluntad del rey. Estos dos grandes bloques surgidos del enfrentamiento en las Cortes forman el núcleo originario del sistema de partidos políticos en España. Parecía que Fernando VII desarrollaría una política acorde con el pensamiento realista, que proponía algunas reformas; sin embargo, optó por una política decididamente absolutista, que fue el germen de una futura escisión dentro del grupo.

      A lo largo de su reinado, los liberales van a sufrir una evolución que les lleva a sucesivas divisiones internas. El trienio liberal vuelve a la Constitución de 1812 y a las leyes económicas y políticas liberales –añadiendo una radical reforma religiosa–, entre las que se encuentran la desamortización y exclaustración. Las reformas radicales van a ser la causa de una escisión dentro del grupo liberal. Por un lado, los “doceañistas” o moderados eran partidarios de la Constitución de 1812 en su versión menos radical y, por otro, los “exaltados”, más radicales. Los moderados eran partidarios de llegar a entendimientos con los partidarios del antiguo régimen, iniciándose así una política que tendía puentes entre los dos grandes bloques ideológicos. Los planteamientos de los moderados eran el fruto de la evolución de las ideas políticas que iban dejando a un lado el primer liberalismo radical francés en favor de planteamientos más románticos y nacionalistas.

      La división, en el seno tanto de los realistas y como de los liberales, se va a consolidar en la llamada década “ominosa” de Fernando VII. En 1830, al finalizar su reinado, existían en España cuatro partidos: los liberales exaltados o constitucionales, los liberales moderados, los realistas moderados (ambos grupos terminarán uniéndose) y los realistas puros, apostólicos o exaltados, de los que saldrá el carlismo.

      El carlismo no es sólo una cuestión dinástica, sino un movimiento que recoge toda la oposición que desde las fuerzas católicas se hacía al liberalismo. El carlismo tiene un elemento ideológico muy importante en la defensa de los ideales e intereses de la Iglesia, de manera que se puede considerar como el primer gran partido católico o confesional de la historia de España. Los principios ideológicos del carlismo en estos primeros momentos son muy imprecisos. El núcleo principal gira en torno a la defensa del Altar y del Trono, del Rey y de la Religión. Ambos conceptos estarán permanente unidos en la ideología carlista y ligados también por un mismo destino.

Regencia de María Cristina (1833-1840)
      A la muerte de Fernando VII encontramos a dos grandes partidos liberales que aceptan el régimen de Isabel II, los progresistas y los moderados, y a un partido que no acepta el régimen, el partido carlista.

      La participación de los católicos en la vida pública a partir de estos momentos queda condicionada por el hecho de que el partido carlista actúe fuera del régimen. Esta circunstancia trae como consecuencia que, a partir de estos momentos y a lo largo del siglo XIX, los católicos estén en permanente pugna con los partidos liberales, no consigan articular convenientemente una acción política duradera en defensa de la Iglesia y estén en permanente división entre ellos mismos. La mayoría de los católicos engrosarán las filas del carlismo, pero los habrá también dentro del partido moderado. Es decir, habrá católicos liberales y antiliberales.

      El partido moderado se ha formado con personas procedentes de diversas tendencias. Ya vimos cómo parte de los realistas pasaron a formar parte del grupo moderado durante el trienio liberal. Las medidas antieclesiásticas adoptadas por los progresistas, entre ellas la desamortización de Mendizábal, llevaron a algunos moderados a plantearse su posición dentro del partido y a pensar en otras opciones. En su seno se va formando el grupo llamado “neocatólico”, que busca su identificación en la defensa de la religión y de la Iglesia. Los neocatólicos, liderados por el Marqués de Viluma, defienden la normalización de las relaciones con la Iglesia, condenan la desamortización eclesiástica, exigen la indemnización al clero y proponen un acercamiento al carlismo y la reconciliación dinástica.

Isabel II; los neocatólicos
      El bienio progresista (1854-1856) trajo a la vida política una serie de tensiones entre la Iglesia y el Estado que comienzan cuando el gobierno se negó a conceder el pase regio a la bula Ineffabilis Deus de Pío IX, en la que se proclamaba el dogma de la Inmaculada Concepción. La crisis provocó la ruptura de relaciones diplomáticas con la Santa Sede y la marcha del nuncio Franchi en julio de 1855.

      Estos hechos sensibilizaron a los seglares católicos en contra de los liberales, planteando la cuestión de la confesionalidad del Estado y la tolerancia de cultos o libertad religiosa. A partir de estos momentos el catolicismo español adoptó una postura defensiva y hostil hacia el liberalismo. Surgió una campaña en defensa de los derechos de la Iglesia desde el púlpito, la prensa, el parlamento y la imprenta. Se trataba de proponer una política netamente católica, en la que se defendía a Pío IX y se atacaba a los gobiernos liberales, tanto españoles como extranjeros. El grupo se va separando de los moderados al tiempo que intensifica su defensa de la religión católica. Cándido Nocedal, líder del grupo, dirá que es necesario “ser católicos antes que políticos; políticos en tanto en cuanto la política conduzca al triunfo práctico del catolicismo”.

La Comunión Católico-Monárquica
      La revolución de 1869 acabó con Isabel II y trajo un régimen democrático, que tuvo su mejor expresión en la Constitución de 1869. Las innovaciones antieclesiásticas provocaron la ruptura con el Vaticano, pero propiciaron una serie de iniciativas que contrarrestaban la acción revolucionaria contra la Iglesia.

      Con la llegada de la revolución de septiembre se produjo un importante auge del carlismo. Los neocatólicos se acercaron a él y le dieron el apoyo de casi un centenar de periódicos de toda España. Juntos hicieron la campaña de propaganda política mejor organizada hasta estos momentos. Aparisi y Guijarro pensaba que en la actual coyuntura el carlismo debía evolucionar y convertirse en el eje de unión de todos los católicos, “de los españoles que van a misa”, frente a los partidos revolucionarios y liberales. Católicos alfonsinos, neocatólicos y carlistas debían unirse bajo un mismo partido que defendiera el catolicismo y la monarquía. Este gran partido no se oponía a la sociedad capitalista y liberal ya instalada en la sociedad española, sino a las fuerzas democráticas y socialistas que estaban en frente. Este gran partido católico recibió el nombre de “Comunión Católico-Monárquica” (conocido también como partido tradicionalista), y bajo la dirección de Cándido Nocedal cosechó importantes éxitos electorales.

La Restauración. Unión Católica
      Antonio Cánovas del Castillo fue el artífice del régimen de la Restauración (1874-1888), en el que trató de incorporar a las diversas fuerzas políticas. Con el fin de consolidar la monarquía de Alfonso XII y deslegitimar al carlismo, quiso que la Iglesia participase pronto activamente en el nuevo régimen y le pidió una eficaz cooperación.

      La política religiosa canovista quedó reflejada en el artículo 11 de la Constitución de 1876. Frente a los partidarios de la unidad católica, por un lado, y la libertad de cultos, por otro, Cánovas optó por la tolerancia de cultos. Su posición levantó una enorme polémica en todas las fuerzas católicas.

      La derrota militar sumió al partido carlista en una profunda crisis, y se planteó de nuevo la alternativa entre la opción carlista y la católica. En esta coyuntura nació la “Unión Católica”, con la pretensión de unir a carlistas, neocatólicos y católicos alfonsinos en un gran partido católico que aceptara el régimen de la Restauración. Su aparición en la escena política, en cambio, fue la causa de la división dentro de los tradicionalistas y la radicalización de los neos. La UC, liderada por Alejandro Pidal y Mon, se puso bajo la dirección y guía de los obispos desde el principio; no quería ser un partido político, ni nacía con la idea de suplantar al tradicionalismo, sino pretendía solamente formar una plataforma de unión de todos los católicos con independencia de los partidos para luchar por los intereses de la Iglesia.

      ¿Eran éstas realmente sus intenciones? El tradicionalismo no lo entendió así, de manera que desde el primer momento El Siglo Futuro no le dio tregua y la combatió tenazmente. Con todo, León XIII la aprobó el 18 de marzo de 1881, señalando al Syllabus como referencia.

      Los obispos veían con buenos ojos el proyecto de la UC, pero en la práctica era irrealizable, porque el liderazgo real sobre las masas católicas lo tenían los tradicionalistas y su poderosa prensa. Por eso los obispos no le prestaron el apoyo necesario en los peores momentos y la dejaron morir. La jerarquía se había dado cuenta de que la creación de la UC dividía aún más a los católicos españoles, por lo que dejó de apoyarla. La estrategia propiciada por el nuncio Rampolla consistió en neutralizar a la UC pero sin dar el apoyo a los carlistas, ofreciendo a los católicos la salida de incorporarse al partido más afín, el partido liberal conservador. En el gobierno que se formó a comienzos de 1884, Pidal y Mon ocupó la cartera de Fomento. En este hecho se ha de ver tanto el fracaso de un partido confesional en el marco de la Restauración, como el triunfo de Cánovas al configurar su propio partido conservador, ampliándolo por su derecha con un sector importante del catolicismo. Fuera quedaba el tradicionalismo, como siempre.

      La muerte del rey Alfonso XII, el 25 de noviembre de 1885, fue otro acontecimiento que mostró la inflexión que se estaba produciendo en las relaciones de la Iglesia con el régimen liberal de la Restauración. El documento de los obispos españoles leído en los funerales del Rey significaba que los católicos podían defender sus ideas en la forma política que desearan.

      Completa este cuadro político la crisis interna que sufrió el partido carlista después de estos acontecimientos. Los dos grupos (carlistas y neocatólicos) que habían convivido desde la revolución de 1868 se encontraban enfrentados. El carlismo se había caracterizado desde su fundación por la defensa de los intereses de la Iglesia. Pero después de la crisis que supuso para ellos la creación de la UC, los carlistas y los integristas se encontraron enfrentados a los obispos. Para recuperar la confianza del episcopado los carlistas ordenaron a sus seguidores evitar todo enfrentamiento con los obispos. En 1888 los neocatólicos se separan de los carlistas y surge el partido católico nacional o integrista, liderado por Ramón Nocedal.

Conclusiones
      La decisión de los católicos de colaborar con el partido más afín marcó la acción política de los católicos españoles en el futuro, y es la explicación de por qué en España no ha surgido un partido confesional duradero con el que se pudieran identificar todas las fuerzas católicas.

      El breve repaso a los partidos políticos que querían defender a la Iglesia a lo largo del siglo XIX pone de relieve la división política profunda entre los católicos españoles. Esta división continuará con otros protagonistas y otras experiencias en el siglo XX, profundizada por la guerra civil y la dictadura. La Iglesia, como recordamos al principio, anima a los católicos a no abdicar de su compromiso político, pero tal vez haya que hacerlo sin formar un partido católico, pues no lograría aglutinar a todos los católicos y agudizaría las divisiones.

José María Magaz Fernández, Catedrático de Historia de la Iglesia, Director del Departamento de Historia de la Iglesia y Patrología de la Universidad Eclesiástica San Dámaso (Madrid)

Coherencia y convicciones (I)
De la convicción a la actividad política: la coherencia cristiana
    Por Ángel Rodríguez Luño

La coherencia pide a los cristianos que trabajan en política lo que a cualesquiera otros: que promuevan lo que según su conciencia es mejor para el país. El autor explica que el Evangelio puede inspirar programas políticos diferentes; muchas veces deja abierta la cuestión de los medios más adecuados. Al mismo tiempo, tiene consecuencias políticas irrenunciables para un cristiano, que comportan que algunos programas y leyes que los vulneran directamente sean inadmisibles
      En estas páginas nos ocuparemos del significado y de las implicaciones que tiene la coherencia propia de un ciudadano católico en la actividad política.
      Para delimitar nuestro tema, conviene establecer preliminarmente una distinción entre el ámbito político y otros ámbitos, como pueden ser el del comportamiento social y el del comportamiento personal.
El ámbito de la política
      El ámbito político es el del aparato del Estado y de otros entes (comunidad autónoma, municipio, etc.) que poseen, a través de sus diferentes órganos, la capacidad de promulgar leyes y reglamentos coercitivos, de aplicarlos y de juzgar las infracciones, y que comprende también las estructuras y servicios que de hecho, en un determinado país, dependen directamente de esos aparatos (entes educativos, sanitarios, etc.). De la corrección o moralidad de cuanto se hace en el ámbito político se ocupa la ética política, cuyo objeto es valorar la adecuación de la estructura que la sociedad políticamente organizada se da a sí misma con el bienestar del país o, dicho de modo más preciso, con los aspectos del bienestar general que dependen y se pueden realizar mediante la política. Es lo que comúnmente se llama bien común político, bien de la sociedad política organizada en cuanto tal.
      Muchos otros aspectos del bienestar general, o del bien común en sentido más amplio, no dependen de la política, sino de un variado conjunto de procesos de cooperación social, de naturaleza familiar, económica, empresarial, académica, etc., que no deben, y muchas veces ni siquiera pueden, ser gobernados por la política. La única tarea propia de la política con relación a estos procesos es garantizar que puedan desarrollarse libremente y, en bastantes casos, ofrecer un cuadro jurídico general para su correcto desenvolvimiento. La política debe rechazar con mucho cuidado la tentación de practicar la “ingeniería social”. En los procesos sociales, y mucho más en el contexto de la actual globalización, se logra la cooperación y coordinación de conocimientos e intereses poseídos por millones de personas, y que es imposible reunir en la inteligencia de un equipo de gobierno. Las pretensiones de “ingeniería social”, a las que por desgracia nos estamos acostumbrando, son obra de una presunción y de una ligereza insoportables.
      Otro plano ético distinto del político es el del comportamiento personal: cuestiones de rectitud y de honestidad personal que se refieren a los políticos igual que a todos los demás ciudadanos (abogados, comerciantes, profesores, trabajadores de la construcción, etc.). Los problemas que pueden presentarse en este ámbito son muy importantes, también de algún modo para el bienestar general, pero no son propiamente problemas de ética política, y por ello no trataremos de ellos aquí.
Coherencia cristiana en la política
      Para un ciudadano de religión católica que interviene de algún modo en la política, ser coherente tiene formalmente el mismo significado que para los demás ciudadanos (coherentes). En general, el ciudadano honrado que hace algo en el terreno político busca mejorar la situación de su país, o al menos trata de que la situación no empeore. Si no es posible mejorar o por lo menos contener el empeoramiento, no se actúa. Los políticos honrados promueven lo que según sus conocimientos y su conciencia es mejor para el país, y exactamente esto es lo que se pide a los católicos que trabajan en la política: que obren según su conciencia, que promuevan lo que según su conciencia cristiana es bueno para el país del que forman parte, y no lo que beneficia sólo los intereses privados o los de un grupo particular.
      En la conciencia de un católico coherente confluyen dos órdenes de conocimientos y de experiencias: por una parte, su comprensión de las realidades naturales, sociales, económicas, etc., que encuentra en su actividad política, así como su particular visión de lo que en este momento es necesario para el bien de su país; y, por otra, la luz que el Evangelio arroja sobre esas mismas realidades. Estos dos órdenes de conocimientos son igualmente necesarios, no son intercambiables, y tienen su más profunda unidad en el hecho de que ambos se consideran verdaderos.
      El Evangelio no es una teoría política. Es compatible con diversas visiones de la política, y puede inspirar programas políticos concretos diferentes. Pero, como demuestra la historia, ha tenido y tiene consecuencias civilizadoras y políticas muy importantes que, en la misma medida en que conectan necesariamente con el núcleo del mensaje evangélico, son irrenunciables para un cristiano. El Evangelio señala sobre todo bienes que se han de realizar, como son la libertad –que presupone la subsidiariedad–, la dignidad de la persona y la justicia, la protección de la vida humana, la promoción del matrimonio entre varón y mujer y la familia, la libertad religiosa, la concepción no totalitaria ni totalizante de la política, etc. Estos bienes dejan muchas veces abierta la cuestión de cuáles sean, aquí y ahora, los medios más adecuados y eficaces para realizarlos y tutelarlos, aunque sí comportan que algunos programas políticos y algunas leyes que los vulneran directamente son inadmisibles, como son, por ejemplo: las leyes que niegan la libertad religiosa o que consideran conforme al derecho el aborto o la eutanasia; las arquitecturas constitucionales que no garantizan la limitación del poder político (tiranía del tirano o tiranía de la mayoría) o la independencia e imparcialidad de la administración de justicia, o que, mediante una gran expansión del aparato estatal y de la planificación centralizada, comprimen excesivamente la libertad económica y social. En estos últimos ejemplos, acerca del grado y de los medios de limitación del poder político o acerca de lo que es excesivo en la regulación de algunos procesos económicos y sociales, caben diversas opiniones compatibles con el Evangelio, pero sólo hasta cierto punto.
Permanencia de las formas políticas
      Los problemas de ética política se refieren a la forma que la sociedad políticamente organizada se da a sí misma en los diversos ámbitos que dependen de la política. Las formas que la sociedad política se da a sí misma se caracterizan por su permanencia y por la permanencia de sus efectos positivos o negativos, más allá de la acción de las personas que, en cuanto gobernantes o miembros de un órgano legislativo, introdujeron esa forma política. Si una cámara legislativa promulga una ley que la experiencia demuestra que no contribuye al bien del país, una ley que puede tratar de los impuestos, de una categoría de agentes económicos, de la tutela de la vida, etc., se plantean dos cuestiones: una primera es la moralidad del acto de quienes con su voto o su consenso social contribuyeron a la promulgación de la ley; una segunda es, en cambio, que esa ley, independientemente de lo que se pueda pensar de los que la promulgaron e incluso una vez que todos estos desaparecieron del mundo político o incluso fallecieron, sigue estructurando de modo injusto la vida social y continúa y continuará produciendo efectos negativos, quizá graves, sobre el país. Por esa razón, tan negativo es promulgar una ley de este tipo como no abrogarla cuando esto es posible. El problema ético político no es la promulgación de una ley como acción personal de los que la promulgan, sino hacer que exista o hacer que siga existiendo una forma injusta de estructurar la vida de la colectividad.
      En definitiva, hay que afirmar con toda claridad que la coherencia cristiana de la que estamos hablando no se refiere sólo a la introducción de leyes o de estructuras políticas, sino también e igualmente al mantenimiento de leyes o estructuras inadecuadas promulgadas en otro tiempo. La misma exigencia de conciencia que prohíbe promulgar prohíbe no abrogar, siempre que la abrogación sea posible.
      Con esto no se impone injustamente nada a nadie, ni la conciencia cristiana pide a los católicos algo que la conciencia de otras personas no pida a éstas. Por la misma razón que los que consideran que la diferencia de sexo nada tiene que ver con el matrimonio promueven una ley que establece una doctrina jurídica tan anti-intuitiva y sorprendente, los que piensan, por el contrario, que esa ley es una aberración jurídica la suprimirán si pueden hacerlo. Y la razón es que según sus conocimientos y su conciencia están convencidos de que, al eliminar esa ley, promueven el bienestar general del propio país.
      Si la propia actividad política no quiere crear una situación más satisfactoria de la colectividad, entonces verdaderamente no se entiende qué finalidad puede tener, como no sea la gestión del poder como fin en sí mismo. Naturalmente, por referirnos de nuevo a ese ejemplo concreto, las leyes no son retroactivas, y se deberá estudiar el modo razonable de tratar con toda justicia a los que establecieron según una ley anterior ahora abrogada relaciones jurídicas que no se podrán establecer de ahora en adelante. El argumento de que no se puede dar marcha atrás no es un argumento, porque la acción política, como cualquier acción por otra parte, busca mejorar lo presente. Nadie emprende una actividad para empeorar o para mantener el mal presente. Si para mejorar lo presente o eliminar la injusticia hay que dar marcha atrás, se deberá hacer, como por otra parte tantas veces se hace.
Un particular problema de conciencia
      En la política no siempre se puede hacer todo lo que sería bueno hacer. Y más concretamente, no siempre se logra la mayoría parlamentaria requerida para abrogar completamente una ley que se considera injusta, aun cuando se haya procedido a dar las informaciones y argumentos necesarios para ilustrar razonablemente la propia posición y formar en torno a ella el necesario consenso social y político.
      A veces, aun no siendo aquí y ahora realmente posible la abrogación total de una ley injusta, es sin embargo posible una abrogación parcial, que hace la forma política menos inadecuada y reduce sus repercusiones negativas sobre la sociedad. Como la negación de un mal es un bien, la coherencia cristiana exige proceder a la reducción del mal. Si la abrogación parcial puede hacerse mediante una intervención que también desde el punto de vista formal es abrogatoria, por ejemplo suprimir unos cuantos artículos de una ley, la intervención legislativa no plantea particulares problemas éticos, siempre que sea verdad que esa eliminación parcial es lo más que aquí y ahora es posible hacer. No se procede a la supresión total de la ley injusta porque no es posible.
      La situación es algo más complicada cuando una ley está hecha de forma tal que la eliminación de algunos artículos no es técnicamente posible, y para reducir su inadecuación no hay más remedio que hacer una nueva ley, votarla en el parlamento y promulgarla. Para ello se debería dar el voto a una ley que aprueba algo injusto, pero en medida menor que la ley anterior. Se crea un delicado problema de conciencia, que Juan Pablo II afrontó y resolvió en el n. 73 de la encíclica Evangelium vitae. La solución es que pueden votar una ley que reduce el mal aquellos que, atendiendo a la verdad de lo que sustancialmente se hace, pueden hacerlo sin convertirse en la causa que mantiene en la existencia el mal que queda, porque se dan una conjunto de condiciones por las que es verdad que lo único que realmente hacen es eliminar todos los aspectos injustos de la ley precedente que aquí y ahora se pueden eliminar.
      Un ejemplo puede aclarar la cuestión. Pensemos en un país que tiene una ley sobre el aborto muy permisiva. Los 100 diputados del parlamento se dividen en tres grupos. El grupo A, de 40 miembros, no tolera ningún cambio de la ley actual. El grupo B, de 30 miembros, quiere una ley más restrictiva, pero en ningún modo una ley que prohíba completamente el aborto. El grupo C, de 30 miembros, es contrario a todo tipo de aborto.
      Un grupo de parlamentarios del grupo C, cuya completa oposición al aborto es conocida, podría lícitamente presentar un nuevo proyecto de ley que prohíba todas las hipótesis de aborto que los del grupo B están dispuestos a aceptar después de intensas negociaciones. Una vez aprobada esta nueva ley, votada por el grupo B y C, con la oposición del grupo A, la situación real y sustancial es la siguiente: 1) la mayoría parlamentaria que sostiene realmente las hipótesis de aborto todavía legal está formada por los grupos A y B (70 diputados); 2) la mayoría parlamentaria que ha suprimido una parte de las hipótesis de aborto que antes eran legales está formada por los grupos B y C (60 diputados); 3) el grupo C es responsable únicamente de la desaparición del ordenamiento legal de algunos casos de aborto que hasta la nueva ley eran legales.
      El fundamento de la licitud de lo que hizo el grupo C no es simplemente que la nueva ley es más restrictiva de la precedente. El fundamento es que el objeto de su acción consiste en derogar toda la injusticia que ha sido posible derogar, sin hacerse real y sustancialmente responsables del mal que queda. El punto fundamental que se debe tener presente es que la nueva ley no permite nada malo que antes estuviera prohibido, pero prohíbe mucho de lo malo que antes estaba permitido.
      Se requiere una última condición: se ha de hacer comprensible para toda persona razonable el real significado de la acción que se lleva a cabo en el parlamento. Se ha conseguido una abrogación parcial de una ley injusta, y se debe decir claramente que la nueva ley continúa siendo injusta en sentido absoluto, aunque signifique un positivo progreso con relación a la ley anterior. Reducir el mal es un modo, aunque imperfecto, de contribuir al bien del propio país.
Ángel Rodríguez Luño, Decano de la Facultad de Teología y profesor de Teología Moral de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)

Coherencia y convicciones (II)
Corrupción: crisis política o crisis moral
    Por Josep Miró i Ardévol

La corrupción preocupa a los ciudadanos, en España y fuera de ella. Resolver el problema supone impedir esos comportamientos, pero también plantearse qué consideramos bueno y justo para nuestra sociedad, y superar el planteamiento economicista dominante. A su actual actividad profesional, el autor añade su experiencia política: ha sido dos veces Consejero de Agricultura en la Generalitat de Cataluña, diputado al parlamento catalán, y concejal del ayuntamiento de Barcelona en tres ocasiones
      Un fantasma recorre España y su nombre es corrupción, y tiene un adjetivo, política. Ella se ha convertido en una causa que, unida a la crisis económica, está destruyendo todas las instituciones del Estado. El único consuelo es que no parece ser un mal exclusivamente español. En muchos otros países, los privilegios de lo que algunos califican de “casta” política también hacen estragos. No es un gran alivio.
      Hay que decir que es muy fácil referirse a este grave problema, practicar una crítica demoledora, “que se vayan”, “no nos representan”, “mucho chorizo para tan poco pan”, y así se puede seguir en una secuencia interminable. Y es lógico. Sobran los motivos para la indignación y la protesta, pero ambas están en el origen de algo, no terminan nada. Si se quiere transformar una realidad es necesario saber con qué se la puede substituir.
Acertar el diagnóstico
      Pero para concretar una alternativa acertada es necesario que el diagnóstico sea bueno, porque, si nace de un error, el resultado será igualmente malo, incluso peor que el mal que intenta resolver. La historia está repleta de ejemplos. Y mucho me temo que situar la falta de ética, la corrupción, solo en “los políticos”, y dejarla ahí aislada, es un grave error. No estoy diciendo que no deba haber cambios substanciales en relación con quienes nos representan. Digo más, digo que no basta. Y que supeditar la corrupción, que es una manifestación como otras muchas de infidelidad (a la ley, a los representados, a los códigos morales establecidos o sólo al dinero) es otro error, porque la que nos afecta tiene una dimensión más amplia.
      Pocos discutirán la afirmación de que en la raíz de la crisis económica hay una crisis moral. Warren Buffet, el tercer hombre más rico del mundo según la lista Forbes, hizo unas declaraciones ya en mayo del 2009, en las que denunciaba las causas de la “La Gran Recesión”. Dijo: “Pienso que muchas personas del mundo financiero están relacionadas con la crisis en parte por avaricia, en parte por estupidez y en parte porque había gente que decía que era otro quien estaba haciendo lo que no tocaba hacer”. Este hombre que trabaja para ganar dinero, mucho dinero, nos decía que los motivos de la crisis eran vicios que ni siquiera son originales: la avaricia, la ignorancia, la irresponsabilidad. Nos decía que tenía una raíz moral.
      ¿Qué ha sucedido para que vicios privados se transformen en un estrago público de tanta dimensión? Porque la pregunta clave es esta. Avaros, ignorantes y mentirosos los ha habido siempre, pero no es habitual que sean ellos quienes marquen el paso a la sociedad. ¿Qué nos ha sucedido?
      La respuesta es que la sociedad ha perdido, en gran medida, los criterios y normas que la guiaban, y esta característica confiere una especial gravedad a nuestra situación. Por eso no es sólo un problema de políticos, aunque sea bueno renovarlos, ni de leyes, porque ya tenemos muchas que se incumplen, ni tan solo económico, porque la moral de cada persona no puede fragmentarse.
Trasfondo moral
      No saldremos bien de la corrupción sólo con medidas técnicas. No habrá más honestidad en las relaciones económicas, rechazo del pelotazo; ni más veracidad y servicio al bien común por encima de los intereses de los propios partidos políticos. Nada de todo esto, y de otras muchas cuestiones, se resolverá si los ciudadanos, la sociedad, sus instituciones, no abordan el trasfondo moral de la crisis. Quien carece de la virtud de la honestidad no manifestará esta falta en una sola de las tentaciones humanas que dañan a los demás.
      Dar una respuesta regeneradora social, económica, y política exige que nos formulemos una pregunta: ¿qué significa una crisis moral? Porque de la respuesta dependerá el dar cumplida satisfacción a la necesidad de superar la corrupción, de reducirla a los límites de patologías excepcionales en lugar de componer una clase social. Y la respuesta es otra pregunta: ¿qué es la moral? Quien haya leído Las Benignas, la extraordinaria novela de Jonathan Littell, convendrá conmigo que la moral del oficial Aue de las SS no es la nuestra. Si ha visto el film sobre la quiebra de Lehman Brothers, Margin Call, ya habrá reparado en que sus directivos se guiaban por pautas que rechazamos. Pero cuando hemos leído El Principito sí que hemos sentido que aquello que guía su acción también puede guiar la nuestra.
Conocer el fin
      ¿Qué quiero decir con todo esto? Pues que para que exista una moral es necesario disponer de una determinada concepción del ser humano y de lo que es una vida buena y realizada en el bien, es decir, de cuál es nuestro fin en la vida. Aquello que los griegos antiguos llamaban el telos. Moral, por lo tanto, significa en primer término, no lo que debo hacer, sino lo que debo ser. Y es entonces, a sabiendas de qué debo ser, como puedo tener una norma para mi comportamiento; es entonces cuando puedo saber qué es bueno, qué es justo y qué es necesario.
      Por lo tanto, una crisis moral quiere decir que nuestra sociedad no sabe proponernos cuál es nuestro fin en la vida para que esta sea buena y realizada. Y si no sabemos identificar colectivamente lo que es bueno, lo que es justo, diferenciar lo necesario de lo superfluo, el bien común será inalcanzable. Y de este problema surge la corrupción política, pero no porque los políticos desconozcan el bien, sino porque es el conjunto de la sociedad quien es incapaz de establecerlo como una realidad objetiva, superior a nuestros bienes particulares. Una verdad objetiva tan potente, que nuestros bienes particulares sólo alcanzan su sentido si se articulan de manera subsidiaria a ella. No existen corruptos sin corruptores. ¿Realmente brilla en nuestra sociedad la norma de “no lo hagas”, o sobre todo impera la del “que no te pillen”? La respuesta justa es que hay de todo, exactamente igual que en la política. Y la cuestión es cómo conseguimos que los partidarios del “que no te pillen” no formen una categoría social, sino una mínima excepción. Por eso es también necesario apelar, junto con un orden objetivo, a la virtudes; es decir, a las acciones personales capaces de generar un bien propio, y especialmente un bien a los demás, el hábito bueno que produce externalidades positivas, para hibridar un concepto tradicional con uno novísimo.
La tarea necesaria
      Algunos dirán que ese orden objetivo es la ley. Yo sostengo que no. Las leyes en nuestro sistema de razón instrumental son sólo medios procedimentales, formas de proceder para alcanzar acuerdos, más estables, o fugaces, pero incapaces de vincular a la conciencia. Y ése es otro problema, porque sin vínculo interior, la virtud es imposible. Por eso, en aquel extraordinario debate entre el cardenal Ratzinger y Habermas, quedó claro que la democracia necesita unos presupuestos previos a ella misma, en los que el hecho religioso cristiano, nuestro modelo de razón objetiva, es esencial; y no me refiero tanto a la fe, que es el motor que nutre la cultura, como esa cultura compartida en última instancia por sus grandes fines seculares.
      Traspasar la concepción y acción que recuperen la razón objetiva propia de nuestra tradición cultural, y la articulen en términos de hoy, reconstruir a partir de ella el imperativo moral de las virtudes (¿de qué sirven los valores si carecemos de ellos para realizarlos?) es la gran, la ingente tarea política y cultural que nuestro tiempo exige. Tengo serias dudas que seamos capaces de ello, pero en cualquier caso, y como escribe MacIntyre en Tras la virtud, cuando las cosas están tan mal es un lujo ser pesimista.
      Pero hay algo más, bastante más. Formulaba al principio la pregunta de cómo era posible que vicios privados tan viejos establecieran su hegemonía social. La crisis moral generada por la sociedad de la desvinculación, la postmodernidad, tiene unas raíces y desarrollos basados en ideas y comportamientos, como es lógico, pero existe algo más. Unas estructuras de poder que transforman los vicios privados en políticas públicas. Unas estructuras de pecado, y que guardan relación con la actual concepción de la economía financiera, y la razón de mercado. Con la monetarización de la vida humana. Una política del bien común significa enfrentarse a la corrupción y a las causas profundas que la generan, y esa tarea exige también una transformación substancial de las instituciones financieras, del mercado y de la propia lógica liberal que hegemoniza el pensamiento económico.
      Necesitamos situar en el centro del escenario público dos ideas. La primera es que si gobernar es hacer el bien, el debate político debe estar centrado en cuál es dicho bien, y cómo conseguirlo. La segunda es que la economía es una dimensión de la concepción antropológica del ser humano, y su técnica sólo tiene un fin: cómo conseguir que se realice en el bien sin que la dimensión material signifique un obstáculo.
Josep Miró i Ardévol, Director del Instituto de Capital Social de la Universidad Oliba CEU. Miembro del Consejo Pontificio para los Laicos

Visión desde la Doctrina Social de la Iglesia
Responsabilidad de los católicos en el ejercicio de la función política
    Por María Teresa Compte Grau

La referencia al bien es un elemento esencial de toda buena política. La regeneración de la democracia exige desmitificar la política, para dotarla de racionalidad. La visión cristiana, que la Doctrina Social de la Iglesia propone, significa la traducción de la dimensión moral en comportamientos políticos y la superación de la mentalidad tecnicista que reduce la democracia a una simple estructura de poder
      Las sociedades democráticas gozan de un orden político estable e institucionalizado sobre las bases doctrinales del constitucionalismo, cuentan con un sólido Estado de Derecho, sus niveles de participación política son aceptables, sus derechos cívicos, políticos y de libertad están constitucionalmente garantizados, las instituciones políticas están sometidas al principio del imperio de la ley y la división del poder político, la alternancia política está garantizada y los medios de comunicación trabajan en libertad para la garantía del derecho a la información. Y, sin embargo, son estas sociedades las que a día de hoy manifiestan una mayor desconfianza hacia el sistema político y sus actores.
      Esta crisis de confianza exige preguntarse de nuevo por el espacio propio de la política, por la especificidad de las relaciones políticas y, lo más importante, por las exigencias de justicia inherentes a la política y a la acción política. Las instituciones políticas y quienes las dirigen están obligados a responder a estas cuestiones. En estas líneas nos interesa la respuesta del mundo católico. Es, sin dudarlo, uno de los grandes servicios de la fe cristiana al momento presente.
Identidad relacional de la política democrática
      En su conferencia La política como vocación, pronunciada en 1919 en la ciudad de Munich, el pensador alemán Max Weber explicaba a un auditorio universitario que lo realmente importante al tratar de la vocación política, no era tanto la referencia a un presente inquietante, sino al sentido más propio de la política. Eso es lo que Weber hizo en su histórica conferencia: centrarse en la naturaleza de la política y del poder político; en el modo cómo éste se genera y se ejerce.
      Ha pasado casi un siglo desde entonces y la instauración de la democracia representativa, la universalización del sufragio universal, la socialización de la participación política, la consolidación y expansión global del industrialismo, la multiplicación de las relaciones sociales a escala nacional y global, así como la complejidad científicotécnica parecen haber desdibujado el significado de la política. En el mundo desde el que nos hablaba Max Weber la política como actividad se desarrollaba fundamentalmente en el espacio ocupado por el Estado. Hoy, el Estado es sólo un elemento más dentro de un entramado en el que juegan nuevos actores políticos ciudadanos, asociaciones, partidos políticos, grupos de presión y medios de comunicación social. Las decisiones políticas que estos actores toman y las relaciones de tipo político que se establecen entre ellos ya no se adoptan exclusivamente dentro del Estado.
      Los procesos electorales, como bien subraya el politólogo italiano Giovanni Sartori, son un buen ejemplo. Las campañas electorales se desarrollan fuera del Estado, y el proceso de toma de decisiones electorales que se materializa a través del voto durante la jornada electoral se desarrolla en el espacio propio de la sociedad. La política se hace en un nuevo escenario, que es el del sistema político. Éste se entiende como un entramado compuesto por actores sociales y políticos que mantienen relaciones fluidas de interdependencia mediante las que comparten información, demandas, resultados, objetivos y recursos necesarios para la toma de decisiones políticas. En este entramado de relaciones, a la sociedad le corresponde todo aquello que es propio de los actores que participan en la política democrática: ciudadanos, asociaciones, partidos políticos, grupos de presión, medios de comunicación social, etc.; al Estado, por su parte, le corresponde todo lo que tiene que ver con la toma de decisiones vinculantes o erga omnes que se aplican con fuerza a la totalidad de una sociedad.
      La política así entendida se nos presenta como una relación de poder caracterizada por el dominio que, en el seno de nuestros sistemas políticos democráticos, está mediada por la confianza otorgada y se sostiene por la responsabilidad debida.
      Decíamos al comienzo que para referirnos a la actividad política era preciso comenzar pensando en el lugar donde se genera el poder y en los modos de su ejercicio. Pues bien, tan importante como el acierto en dar respuesta a estas preguntas, es la cuestión por la legitimación del poder. ¿Qué diferencia existe, si no es así, entre los “reinos” y una banda de ladrones? San Agustín (354-430) se hizo esta pregunta, del mismo modo que se la han hecho a lo largo de la historia otros teóricos y filósofos de la política que han mantenido firme la distinción entre el poder de hecho y el poder de derecho, entre el rey y el tirano. Preguntarse por el poder es, también, preguntarse por su legitimidad entendida como cualidad que se da cuando la obediencia está asegurada sin que sea necesario, al menos de modo habitual, recurrir al uso de la fuerza. Contra la idea que sostiene que el poder de hecho es gobierno legítimo, se levanta la tesis que defiende que el poder político debe preocuparse por su justificación moral. Ésta fue precisamente la visión que triunfó tras la II Guerra Mundial, cuando las cuestiones de contenido volvieron a convertirse en criterios materiales de juicio gracias, entre otras cosas, a la constitucionalización de los derechos y libertades fundamentales.
      A día de hoy, sin embargo, la validez del criterio material de legitimación del poder político ha entrado en crisis. Las apelaciones a la justicia son cuestionadas de nuevo por quienes sostienen que no es posible la existencia una concepción sustancial de bien y justicia.
El credo de la democracia
      Después de siglos de profundo desprecio, las sociedades del mundo occidental otorgaron, en la segunda mitad de la década de los cuarenta del siglo pasado, su confianza plena al sistema político democrático. Pío XII explicó que una de las razones de este fenómeno era el rechazo hacia formas de monopolio de poder y la demanda de un sistema acorde con la dignidad y la libertad de los hombres (Benignitas et Humanitas, 1944).
      La democracia moderna ha respondido bien a este ideal a través de unos elementos que le son propios: el principio de soberanía popular, el mandato representativo, los partidos políticos o el principio de la mayoría. Por eso es de extrema importancia, aunque en ningún caso será suficiente, que nuestras democracias se esfuercen por recuperar el sentido más propio y originario de los elementos que las constituyen. El aparente agotamiento de nuestras democracias exige una reparación técnica, pero, más aún, exige una reparación moral que solo puede venir de la recuperación del contenido material que justifica y ha dado vida a los sistemas políticos democráticos.
      Durante los años posteriores a la II Guerra Mundial y hasta bien entrada la década de los sesenta, el proyecto político comunitario del occidente europeo se empleó a fondo en la construcción de una forma de gobierno democrática que hiciera posible el ideal del autogobierno, el principio de legitimidad del poder político y la ordenación pacífica y justa de la convivencia. Tras años de éxito, fruto de una creciente conciencia de la dignidad humana y de la necesidad de su protección, como tantas veces ha reconocido el Magisterio de la Iglesia católica, este ideal ha perdido fuerza, y nuestras democracias están dejando de ser formas de vida para convertirse en simples estructuras de poder que resultan del predominio de la razón técnica.
      El primer efecto de esta visión reduccionista de la política democrática es lo que Benedicto XVI ha llamado la formación de una conciencia incapaz de reconocer lo humano (Caritas in Veritate, 2009). La superación de la indiferencia ante lo que es humano y no lo es, constituye, pues, el primer desafío político al que debe responder el catolicismo en general, y los católicos con responsabilidades políticas, en particular.
      Como denunciaba el filósofo Jacques Maritain, las sociedades europeas de entreguerras habían perdido la conciencia de sí mismas y carecían de una fe común. Tras la II Guerra Mundial, el giro antropológico que vivieron el derecho, la política y la economía quiso superar ese vacío. La Declaración Universal de Derechos del Hombre de 1948, aunque no sin contradicciones, plasmó ese intento en un credo común al que se adherían hombres con convicciones filosóficas y religiosas distintas. La Doctrina Social de la Iglesia (DSI) plasmó este ideal en las expresiones orden moral objetivo y criterios prácticos derivados de las exigencias de justicia que reclama la dignidad inalienable del ser humano (Pacem in Terris, 1963).
      Pasados los años, este credo de naturaleza práctica está en crisis. Nuestro mundo duda, hasta negarlo, de que hombres procedentes de mundos religiosos y filosóficos distintos se pongan de acuerdo en unos principios prácticos de acción. Hasta tal punto es así, que el ideal democrático se ha convertido en una herencia que se disputan dos familias. La una, heredera del espíritu de 1948. La otra, heredera del espíritu de 1968. La primera, pese a las diferencias, acepta que su herencia procede de un testamento. La segunda, con un grado mayor de homogeneidad doctrinal, lo niega.
      En medio de esta controversia, cuyos efectos hemos conocido y conocemos en la concreta realidad política española, se hace necesario situar la noción de persona en el centro del debate político. Sólo de este modo podrá superarse el reduccionismo tecnicista propio de la mentalidad tecnocrática que hoy domina en nuestras democracias. Y esto solo puede conseguirse si somos capaces de comprender que la ordenación política de la vida humana es una tarea de la razón moral, que está obligada a respetar y fomentar la autonomía de las sociedades a partir del respeto y la garantía escrupulosa de la libertad humana.
      Este objetivo pasa por el uso de instrumentos políticos que la DSI entiende como exigencias morales. Señalamos los siguientes:
      − Libertades fundamentales, que el Estado no puede asfixiar: libertad de pensamiento; libertad de conciencia; libertad religiosa; libertad de expresión; y libertad de pluralismo político y cultural.
      − Valores irreemplazables que el Estado debe satisfacer: neutralidad ideológica; dignidad de la persona humana como fuente de los derechos; preferencia de la persona con relación a la sociedad; respeto a las normas jurídicas democráticamente aceptadas; y pluralismo en la organización de la sociedad.
      Estas exigencias, lejos de ser “afirmaciones abstractas”, “nos recuerdan que no vivimos en un mundo irracional o sin sentido, sino que, por el contrario, hay una lógica moral que ilumina la existencia humana y que apela a la razón común en el diálogo con la sociedad laica y las demás comunidades religiosas. Ésta es la oportunidad histórica a la que responsablemente deben responder quienes ejercen funciones políticas. En un mundo en el que las certezas éticas han saltado por los aires y la racionalidad de la naturaleza humana está en entredicho, hay que volver a repetir que el hombre es, en sí mismo, simplemente por su pertenencia a la especie humana, sujeto de derechos, y su existencia misma es portadora de valores y normas que hay que descubrir, no inventar.
      Se trata de proteger a la persona contra la dictadura de lo accidental para devolverle su propia dignidad, que consiste en que ninguna instancia puede dominarlo, ni técnica, ni ideológicamente, porque él se encuentra abierto hacia la verdad misma. Desde esta perspectiva es imposible trazar una separación radical entre política democrática y moral.
      La democracia se ha afirmado históricamente como un ideal de libertad e igualdad cuyas reglas, instituciones y procedimientos deben estar al servicio del desenvolvimiento libre de pueblos. Los propios procedimientos democráticos son fruto de la aceptación convencida de los valores que los inspiran. A saber: 1. la dignidad de toda persona humana; 2. el respeto de los derechos del hombre en su letra y en su espíritu, y 3. la asunción del “bien común” como fin y criterio regulador de la vida política. Son estos valores los que animan vitalmente un sistema político que asegura el principio de participación en la vida política; garantiza el control y fiscalización del poder político, y se sostiene sobre la revocabilidad del ejercicio del poder político.
      Ello significa que la democracia no es un régimen de adhesión en el que los ciudadanos enajenan su libertad, sino que debe favorecer y fomentar el pluralismo social, así como garantizar la subjetividad de la sociedad.
      Así entendida, la democracia es el resultado de una racionalización moral de la vida política, en la medida en que persigue el ejercicio de la libertad de los hombres que viven en sociedad como límite a la expansión e injerencia indebida del poder político. Ésta es la auténtica razón de ser de la democracia, cuya lógica reside en su capacidad para responder mejor que otros sistemas de gobierno a la naturaleza racional y social del hombre y, en definitiva, a las exigencias de la justicia. Y ello, porque, como hemos adelantado, la democracia no es sólo una estructura o sistema, sino, antes que nada, un credo sustentado en la libertad de los hombres que se dirige a la organización de la vida social orientada al bien común.
Responsabilidad de los católicos con funciones políticas
      Pese a las contradicciones a las que se enfrenta este ideal, la fe cristiana, lejos de ver la vida y la acción política una carga, o un mal necesario, entiende que el espacio de la vida comunitaria organizada políticamente es un escenario propicio para el desenvolvimiento libre de vocación humana.
      Un cristiano no concibe las relaciones con la autoridad política como relaciones problemáticas o conflictivas. La acción política no puede ser por lo tanto una acción destructiva, sino constructiva. La moral política no puede ser moral de oposición, sino búsqueda y cumplimiento del bien. Esta es, dice Benedicto XVI, la moral política de la Biblia, desde Jeremías hasta Pedro y Pablo. Este modo de concebir las instituciones políticas, las relaciones políticas y el ejercicio de la función política contribuye a desmitificar la política para dotarla de racionalidad y, por lo tanto, de moralidad. La buena política es imposible sin referencia al bien: “Sólo donde el bien se realiza y se reconoce como bien puede prosperar igualmente una buena convivencia entre los hombres” (Benedicto XVI, Cristianismo y Política, 1995). Por eso la moral política, lejos de ser una cuestión privada, como pretenden las teorías del poder inocente, es una cuestión pública.
      Al católico que ejerce funciones políticas le corresponde actuar de acuerdo a esta visión. Algo así es posible. La DSI, consciente de la fragilidad de los propósitos y realizaciones humanas, cree que la fe cristiana es históricamente operativa y que, en definitiva, el orden humano depende de actitudes profundas capaces de materializarse (Sollicitudo Rei Socialis, 1987). Es indudable que la manifestación pública de estas actitudes y su traducción en comportamientos políticos capaces de recuperar la dimensión moral de la democracia y fortalecer las relaciones de confianza entre ciudadanos y gobernantes dependen, en primer lugar, de la conducta política de los cargos electos. Y esto pasa, de manera urgente, por superar la mentalidad tecnicista que reduce la democracia a una simple estructura de poder mediante unos criterios prácticos que, de la mano de la DSI, podríamos sintetizar así:
      − la democracia exige instituciones creíbles y autorizadas, que no estén orientadas a la simple gestión del poder, sino que sean capaces de promover la participación popular en el respeto de las tradiciones de cada nación;
      − la democracia no puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que, ya sea por intereses de parte o particulares, ya sea por motivos ideológicos, usurpen el poder del Estado;
      − la democracia exige, independientemente del sentido del voto en las distintas consultas electorales, que todos los ciudadanos cooperen de manera activa en la promoción del bien común. Lo comúnmente compartido es lo que debe facilitar este ejercicio de cooperación al margen de los programas de los partidos políticos;
      − la democracia no es un régimen de adhesión y el poder político no es un objeto de uso restringido; - la representación política, distinta a la representación jurídica o sociológica, ni convierte a los ciudadanos en órganos del Estado, ni permite establecer una identificación absoluta entre opciones electorales y adhesión a las decisiones de gobierno. La representación, lejos de ser un simple mecanismo formal de asignación de funciones, tiene una dimensión moral “que consiste en el compromiso de compartir el destino del pueblo y en buscar soluciones a los problemas sociales”;
      − la democracia requiere un ejercicio responsable de la autoridad, lo que significa una autoridad ejercida mediante el recurso a las virtudes que favorecen la práctica del poder como servicio;
      − la democracia debe evitar la conversión del Estado en una burocracia caracterizada por la impersonalidad, la no-intervención o el simple “encogerse de hombros”;
      − la democracia debe favorecer y fomentar el pluralismo social, así como garantizar la “subjetividad de la sociedad”;
      − la democracia debe comprometerse en la promoción de la justicia social. De hecho, la democracia sólo alcanza su plena realización cuando cada persona y cada pueblo es capaz de acceder a los bienes primarios (vida, comida, agua, salud, educación, trabajo, certeza de los derechos) a través de un ordenamiento de las relaciones internas e internacionales que asegure a cada quien la posibilidad de participar;
      − la democracia, por sí sola, no tiene capacidad para establecer los fundamentos morales de la convivencia ciudadana;
      − las reglas y procedimientos democráticos de toma de decisiones no son el fundamento moral de las deliberaciones políticas;
      − la democracia debe proteger la inviolabilidad de la conciencia, la libertad religiosa y el derecho a la vida.
      A los políticos católicos corresponde trasladar a la vida política normas objetivas que animen un comportamiento político justo, siendo conscientes, sin embargo, de que no es la religión la que debe aportar al debate político esas normas objetivas. El papel de la religión, decía Benedicto XVI, consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos (discurso en Westminster Hall, 17 de septiembre de 2010). Y esto porque la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional. Este es otro de los inexcusables desafíos a los que se enfrenta el político católico: contribuir a buscar medios de promoción y diálogo que eviten la privatización de las convicciones religiosas y morales.
      La consecución de este objetivo pasa porque el poder político reconozca que existen dominios reservados de la conciencia y que éstos, en Occidente, se han establecido por el cristianismo, el iusnaturalismo y una ética de los derechos humanos. Es una aberración que el poder político quiera penetrar los muros de la conciencia; como también los es que este mismo poder se atreva a sostener que los juicios religiosos y morales no caben en el espacio público. Algo así sucede cuando el Estado reclama para sí todo el espacio de la vida pública, al mismo tiempo que olvida que él sólo es una parte de la sociedad política.
      En este punto adquiere especial elocuencia la figura de santo Tomás Moro, y su proclamación como Patrono de los gobernantes y políticos. Tomás Moro vivió de modo singular el valor de una conciencia moral que es “testimonio de Dios mismo”. Su historia ilustra con claridad una verdad fundamental de la moral política: la defensa de la libertad de la Iglesia frente a las injerencias indebidas del Estado es, al mismo tiempo, defensa de la libertad de la persona frente al poder político. En esto reside el principio fundamental de todo orden auténticamente humano y, por ello, construido a favor del hombre, y no contra el hombre. ¿No es ésta la primera y principal responsabilidad y desafío al que debe responder el católico con vocación política?
María Teresa Compte Grau. Doctora en Ciencias Políticas y Sociología. Directora del Máster de Doctrina Social de la Iglesia (Universidad Pontificia de Salamanca)

Testimonios: compromiso y acción (I)
“Creo en Dios… Creo en la dignidad humana”
    Por Sarah Teather

Diputada en el Parlamento británico por el Partido Liberal Democrático, y Presidente de la Comisión parlamentaria para los Refugiados. Ha sido “Minister of State” de Infancia y Familia entre 2010 y 2012; antes presidió la Comisión Parlamentaria sobre Guantánamo. Es católica y pertenece al coro de su parroquia londinense
      Mi fe siempre ha sido una motivación importante para mi compromiso en la política. Siempre me he sentido particularmente llamada a trabajar en asuntos relacionados con la dignidad humana Durante mi carrera en el parlamento me he ocupado de todo un abanico de asuntos relativos a la pobreza y a la justicia social. Son asuntos que no hacen ganar muchos votos, pero cuando las planteo en el parlamento sé que soy un eslabón en una cadena que me une con otras personas de fe que trabajan junto a los solicitantes de asilo, los detenidos y los refugiados, acompañándoles más directamente.
      Soy miembro del parlamento británico desde hace unos diez años. Fui elegida en 2003, justo después de la guerra de Irak, lo que provocó muchos titulares de periódico, al ser la primera vez que el primer ministro Tony Blair resultaba derrotado en las urnas. A mis 29 años, fui durante algún tiempo el parlamentario más joven de la Cámara. Permanecí en la oposición hasta las elecciones generales de 2010, cuando mi partido, el de los liberal-demócratas, formó un gobierno de coalición con los conservadores. Entonces tuve el privilegio de servir al país como “minister of State” (cargo quizá equiparable al de Secretario de Estado en España) de Infancia y la Familia durante dos años y medio, hasta septiembre del año 2012, en que volví a mi escaño como un diputado más.
La fe como motivación
      Mi fe siempre ha sido una motivación importante para mi compromiso en la política. Siempre me he sentido particularmente llamada a trabajar en asuntos relacionados con la dignidad humana y por empeños a menudo impopulares, como puede atestiguar mi sufrido gerente de campaña. Pero la sensación de que nadie más interviene en algún asunto que causa sufrimiento me ha producido siempre desasosiego.
      Durante mi carrera en el parlamento me he ocupado de todo un abanico de asuntos relativos a la pobreza y a la justicia social. Pero, en particular, mi trabajo se ha articulado en torno a dos actividades en el campo de los derechos humanos: la oposición al campo de detención de Guantánamo, y la lucha por conseguir un trato más humano con los que buscan asilo en Gran Bretaña.
      Mi compromiso con la campaña contra Guantánamo empezó porque dos residentes en mi circunscripción electoral estuvieron retenidos allí. Uno de estos casos comenzó a requerir cada vez más atención durante el tiempo que pasé en la oposición. Jamil el Banna era una víctima de la práctica que ahora se conoce como “rendición extraordinaria”.
Trato inhumano
      Después de hacer un breve viaje de negocios a África, fue entregado a la CIA, que primero lo llevó a la base aérea de Bagram, en Afganistán, y luego a Guantánamo, donde estuvo cinco años sin que se formulara ninguna acusación contra él ni se celebrara juicio alguno. El problema de Jamil era que, aun estando casado con una británica y teniendo cinco hijos británicos (a uno de los cuales no conocía, porque su mujer estaba embarazada cuando emprendió el viaje de negocios), él no era ciudadano británico. Tenía estatuto de refugiado. Lo habitual es que el gobierno británico sólo intervenga para ayudar a los que están en dificultad en el extranjero si son ciudadanos del Reino Unido; es, de hecho, dejaba a Jamil sin defensa jurídica.
      Por las informaciones que me proporcionaron los abogados y el propio gobierno inglés, yo sabía que, aunque mis opiniones pudieran no coincidir con las suyas en muchos puntos, no existía evidencia de que Jamil hubiera cometido un delito. Pero para mí, en todo caso, su culpabilidad o su inocencia eran una cuestión secundaria. Lo importante era que nunca se le había permitido exponer su caso y conseguir que fuera estudiado; y, aún peor, que había sido sometido a un trato profundamente inhumano (golpes, privación de sueño, ruidos continuos, amenazas de secuestro de su mujer, etcétera), sobre todo en Bagram y en los primeros años de reclusión en Guantánamo.
      Hacer campaña contra Guantánamo era profundamente impopular. La información que los medios de comunicación dieron sobre mi trabajo se tradujo en una avalancha de cartas contrarias a los inmigrantes y los musulmanes, que a mi joven equipo le costó controlar. Pero mi conciencia me empujaba a no abandonar. Me planteaba una gran cantidad de cuestiones sobre la dignidad humana y sobre la justicia, tanto procedimental como conmutativa. En aquél tiempo, un detenido en Guantánamo era el auténtico paradigma de una persona incapaz de ayudarse a sí misma, por las circunstancias de su detención y por la hostilidad de la opinión pública. Durante tres años lideré la acción parlamentaria dirigida a conseguir que el gobierno británico presionara al de los Estados Unidos, para que Jamil pudiera regresar al Reino Unido. Trabajé en colaboración con grupos de activistas, abogados, periodistas, residentes en mi circunscripción y otros diputados, en reuniones públicas o por medio de contactos más discretos. El resultado final fue un éxito y, poco antes de la Navidad de 2007, Jamil el Banna volvió a casa para quedarse con su mujer y tener en los brazos, por primera vez, a su hija pequeña. Desde entonces vive pacíficamente en mi distrito del norte de Londres.
Cambiar las rutinas del poder
      Los asuntos relativos con los refugiados han sido recurrentes en mi trabajo, tanto en la oposición como en el gobierno, y también ahora, como diputado de a pie. Cuando estaba en la oposición actué contra la detención de niños pertenecientes a familias pendientes de procedimientos de inmigración. Era una práctica rutinaria en el sistema de inmigración, en el contexto de los procesos de expulsión del Reino Unido de familias. Entre 2005 y 2010, más de 7.000 niños fueron detenidos y encerrados en un infame centro de detención llamado Yarl’s Wood.
      Cuando me nombraron “minister of Sate” para la Infancia y la Familia, descubrí que poner en práctica mis convicciones era mucho más difícil de lo que parece, aun estando cerca del centro de poder ejecutivo.
      El proceso de cambiar las rutinas era arduo. Participé personalmente en difíciles negociaciones y en tensas conversaciones intergubernamentales con los reprobables de inmigración, acerca de los detalles de un plan para cambiar la manera de tratar a las familias en el sistema de inmigración. En el gobierno de coalición había, por decirlo suavemente, significativas diferencias de opinión sobre la oportunidad de cambiar las prácticas habituales. Sin embargo, finalmente pudimos superar las resistencias y cambiar muchas cosas. Se ha cerrado el ala destinada a familias en el centro de detención de Yarl’s Wood, ha mejorado el modo de tratar a las familias y ya nunca se recluye a un niño en un centro de detención de inmigrantes como parte de un proceso de expulsión. El sistema no es perfecto, pero se ha dado un enorme paso adelante.
      He seguido trabajando en asuntos relacionados con los refugiados y el asilo desde mi regreso a la normal actividad en el parlamento, y he dirigido una investigación sobre el apoyo prestado a los niños y a las familias, en caso de petición de asilo en el Reino Unido. La espera a una resolución para su caso empuja a muchos a la pobreza, y algunos de los que no pueden volver a su patria terminan completamente desamparados. Encabezo también un grupo parlamentario “transversal” que presiona para un tratamiento más humano a los que buscan refugio en nuestras costas; por ejemplo, para impedir que nada más arribar se detenga a los que hayan sido torturados, y mejorar, en particular, el trato dado a las mujeres.
      Todo lo relacionado con la dignidad humana y la justicia me mueve como católica. Me inspira la noción de “imago Dei” y la conciencia consecuente de una humanidad común, que ha de trascender las fronteras nacionales. Pero es más que eso.
Un eslabón
      Soy consciente del énfasis teológico que pone toda la narrativa judeo-cristiana en el exilio. También sé que la tradición ha subrayado la hospitalidad con el forastero, y fomentado una especial responsabilidad con los oprimidos.
      Son asuntos que no hacen ganar muchos votos. Nunca será posible montar una campaña electoral a lomos de un proyecto de mayor respeto en el trato a los inmigrantes, y menos en un momento de adversidad económica. Pero estas cosas me espolean al testimonio cristiano, y cuando las planteo en el parlamento sé que soy un eslabón en una cadena que me une con otras personas de fe que trabajan junto a los solicitantes de asilo, los detenidos y los refugiados, acompañándoles más directamente. Me siento privilegiada por haber podido trabajar en estos temas y realizar mi pequeña aportación para que las cosas mejoren.
Sarah Teather, diputada del Parlamento británico por el Partido Liberal Democrático, y Presidente de la Comisión parlamentaria para los Refugiados

Testimonios: compromiso y acción (II)
Más allá de la dialéctica izquierda-derecha
    Por Mercedes Aroz
Ex diputada y ex senadora del Parlamento español por el Partit dels Socialistes de Catalunya, en cuya fundación participó. Por coherencia con su encuentro con el cristianismo, en 2007 abandonó el escaño en el Senado y en 2009 la militancia en el partido
      Una reflexión sobre los católicos en la política requiere considerar distintos aspectos: la naturaleza del compromiso y las tareas fundamentales del católico en este ámbito esencial en la vida de la sociedad, las dificultades y retos a los que se enfrenta.
Naturaleza del compromiso político de los católicos
      El magisterio de los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI ha significado un impulso a la necesaria presencia católica en el mundo, al llamar a los políticos cristianos a descubrir una nueva dimensión de la política y plantearles retos concretos: la competencia en la gestión, la coherencia entre fe y vida –que forma parte de la esencia del cristianismo y es un rasgo esencial frente a concepciones que separan lo público y lo privado–, y profundizar en la vocación cristiana. Profundizar en ella implica tomar conciencia de que la participación política es uno de los modos en que se expresa el compromiso cristiano con la Humanidad, lo que significa que los políticos cristianos están unidos en su tarea a la misión de la Iglesia, sin que implique que se pretenda imponer a los no creyentes una perspectiva de fe. La actividad política de los fieles laicos forma parte del servicio de la caridad (diaconía) que pertenece a la naturaleza de la Iglesia y toda la actividad de la Iglesia es la de ser testigo en el mundo del amor de Dios, es una expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano (Deus Caritas est, 19).
      De la comprensión profunda de formar parte de la misión de la Iglesia surge la exigencia de mantener la identidad con ella y la comunión. En este sentido, Juan Pablo II habló de la comunión eclesial como un gran empeño programático (Novo millennio ineunte, 42), de tal manera que no puede menospreciarse ni por razones nacionales, políticas, partidarias o económicas, ni por causas subjetivas de discrepancia.
      La nueva dimensión de estar en política es el servicio al bien común y contribuir a la construcción de un orden justo de la sociedad y del Estado. Y siendo la finalidad primordial del ordenamiento jurídico la realización de la justicia –el referente ético del sistema constitucional democrático–, que incluye junto al principio de igualdad los valores de la dignidad y la libertad del ser humano, de ahí se deriva la tarea fundamental de servir a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia.
      El político católico debe representar y defender los valores esenciales del ser humano y sus derechos inherentes, y este es un principio al que no se puede renunciar sin perjudicar gravemente al testimonio de la fe cristiana, pero también al propio sistema democrático, ya que sin respeto a los derechos y libertades fundamentales no existe un verdadero orden democrático.
      Todo lo dicho lleva a la consideración de que el compromiso cristiano en el ejercicio directo de la acción política o en las consultas electorales va más allá del compromiso con los proyectos políticos en los que se participa y debe orientar el sentido del voto en las elecciones. Ciertamente existe un legítimo pluralismo político de los católicos dentro del derecho y deber de participar en la construcción de la vida civil, lo que no incluye asumir el pluralismo ético, según el cual todas las concepciones sobre el bien del hombre tienen el mismo valor y son opciones elegibles (Gaudium et Spes, 75). También en las opciones temporales los católicos debemos tener presente la doctrina social cristiana y hemos de confrontarnos siempre con ella para tener la certeza de que la participación en la vida política es coherente con la visión cristiana del ser humano y del orden temporal.
Dificultades y retos para el político católico
      En la realidad actual el político católico afronta graves dificultades, en particular en la acción legislativa, al tener que enfrentarse a posiciones y tendencias recientes: las leyes tratan de orientar culturalmente a la sociedad y por consiguiente los comportamientos de las futuras generaciones con ideologías que están siendo destructivas para el ser humano y llevando a la decadencia de Europa; la teorización del pluralismo ético como condición de la democracia (significa una democracia vacía de principios éticos comunes y que renuncia a comprometerse con la dignidad del ser humano); una ideología confusa de la libertad, con un dogmatismo hostil a la propia libertad (en nombre de la libertad, por ejemplo, se trata de limitar la libertad religiosa).
      Estas tendencias suponen un gran reto en la acción legislativa, pero más ampliamente requieren entrar en la dialéctica cristianismo-cultura contemporánea participando activamente en el debate en la sociedad, y contribuir a la formación de la opinión pública y la conciencia social. El compromiso sociopolítico de los cristianos no se reduce a transformar las estructuras, sino que conlleva una propuesta de cultura, que hoy exige presentar en términos culturales actuales el patrimonio de valores y contenidos del cristianismo, e impulsar una nueva cultura que contenga los valores esenciales del ser humano.
      La dialéctica fe-cultura, que es uno de los ejes de la Nueva Evangelización, supone un gran desafío y también una gran posibilidad ante la crisis de las ideologías y del pensamiento moderno. Significa, como señala Benedicto XVI, entrar en un diálogo profundo y de vanguardia para integrar la fe y la racionalidad moderna en una única visión antropológica –que completa al ser humano y hace así también comunicables las culturas–, lo que constituye una necesidad humana de nuestra historia.
      Un tema importante es el relativo a la autonomía del cristiano en la acción política. Es un criterio esencial que implica no supeditarse a decisiones del partido en temas contrarios a la fe y la ética humana, por coherencia y para no convertirse en legitimador de ellas; el político cristiano está llamado a ser conciencia crítica en su militancia y en la acción pública cuando sea necesario. La cuestión es si la autonomía es posible, ya que los partidos exigen a sus parlamentarios disciplina de voto. De ahí surgen los conflictos, cuya intensidad depende del modelo de sociedad del partido en que se milita, lo que lleva a una segunda cuestión: el compromiso con determinados proyectos políticos.
      Y aquí aparece una incompatibilidad en el terreno de los principios con aquellos que desarrollan su acción política y legislativa desde una concepción materialista del ser humano, y que por consiguiente lleva a confrontarse con políticas que están en consonancia con ella. Por tanto, el principio del pluralismo político de los católicos tiene en la práctica serios límites, pues el compromiso cristiano no resulta compatible con contribuir a realizar programas políticos con propuestas contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y a la ética del ser humano. El compromiso cristiano proviene del evangelio de Cristo, para que la verdad sobre el hombre y el mundo pueda ser anunciada y realizada.
Mercedes Aroz. Ex diputada y ex senadora del Parlamento español por el Partit dels Socialistes de Catalunya, en cuya fundación participó

Testimonios: compromiso y acción (III)
Experiencias en defensa de la vida humana
    Por Ángel Pintado Barbanoj
Senador por Huesca. Miembro de la Asamblea del Consejo de Europa. Presidente de Acción Mundial de Parlamentarios y Gobernantes por la Vida y la Familia
      España ha sido utilizada como un laboratorio de pruebas. Los españoles nos hemos visto sometidos a una presión creciente, desconocida hasta la fecha, con la denominada “ideología de género”. Una transformación social que se basa en el desprecio a la naturaleza del hombre y que afecta directamente al núcleo de su dignidad. La legalización del denominado “matrimonio homosexual”, el divorcio exprés, las leyes de igualdad, biomedicina, donde se permite la investigación con embriones… y la ley del aborto. El aborto que pasa de considerarse de delito penal, con algunas excepciones, a un derecho por parte de toda mujer que quiera abortar. Bien cierto es que con la regulación anterior, con el denominado “tercer supuesto”, se había convertido en un coladero y existía un clamoroso fraude de ley.
      Quiero recordar mi experiencia en torno al aborto durante estos últimos años, como miembro del Congreso y, en la actualidad, del Senado.
Ingeniería social
      Coincidió mi entrada en el Congreso de los Diputados, en el año 1996, con la constitución de un gobierno del Partido Popular. Poco o nada se hablaba en aquella época sobre el aborto. Era un tema pacífico. A nadie parecía interesarle y no estaba en la agenda política, y ni siquiera en la agenda social. Desde el año 1985, con la despenalización parcial del aborto, hubo un movimiento pro-vida importante. Fue una época de mucha sensibilización social, para pasar posteriormente a una amnesia general, excepción hecha de las asociaciones en defensa de la vida. En esa legislatura, donde el gobierno del PP no disponía de mayoría absoluta, hubo tres intentos, planteados por la izquierda radical, de modificar la legislación sobre el aborto. Los tres pudieron pararse. Fueron días de mucha tensión. La relación de amistad personal con algunos parlamentarios dubitativos consiguió en las tres ocasiones parar aquella sinrazón.
      Con el devenir del tiempo, llegado Rodríguez Zapatero al gobierno, planteó la reforma sobre el matrimonio, dando cabida a las personas del mismo sexo, y posteriormente la ley del aborto, la denominada “ley Aído”. El cambio fue sustancial, ya que pasamos de un sistema de aborto despenalizado a considerarlo como un derecho. Un grupo de parlamentarios que veníamos trabajando sobre estos aspectos decidimos constituir una asociación de parlamentarios donde integrarnos. Así nació, en abril de 2005, Familia y Dignidad Humana.
Nuevo impulso
      Tuvimos acciones en relación a la ley de técnicas de reproducción asistida. La regulación que existía había provocado la generación de miles de embriones crio-conservados. Se planteaba un problema moral sobre el destino de los mismos. Problema de difícil solución. Lo primero que intentamos fue “cortar” la generación de nuevos embriones, y estudiar y analizar un destino digno para todos aquellos que habían sido abandonados por sus progenitores. Nos encontrábamos en el año 2002. Las presiones del sector de la investigación, llámese empresas farmacéuticas, limitaron nuestras aspiraciones.
      Ya en aquella época, se produjo un cambio de paradigma sobre la defensa de la vida. En Estados Unidos, que para bien o mal casi siempre van por delante, las asociaciones pro-vida giraron de forma importante en sus planteamientos. Transitaron de poner en el centro de sus campañas al nasciturus a apostar por la mujer. “Defiende a la mujer, defiende la vida” fue su consigna y estrategia de trabajo. Esto provocó un cambio en prácticamente todo el mundo en cuanto a los planteamientos que se habían realizado hasta la fecha. Otro elemento clave fue la posición del Papa Juan Pablo II al hablar de la “cultura de la vida” en contraposición a la “cultura de la muerte”. Los principales líderes pro aborto reconocían abiertamente la dificultad que tenían para contrarrestar este discurso. Esto ha llevado, en el transcurso de los años, a que por primera vez en Estados Unidos sean más las personas que están a favor de la vida que del aborto.
      En España, adoptando este nuevo paradigma, nos pusimos a trabajar en medidas de apoyo a la maternidad. Varios equipos de parlamentarios con colaboradores del mundo de la Universidad y de las asociaciones pro-vida elaboramos textos legislativos. Recogíamos propuestas que iban desde la adopción hasta el reconocimiento de derechos del niño por nacer. Medidas de carácter económico, social, educativo, asistencial… en favor de la mujer embarazada que permitieran, especialmente a las que se consideraban incapaces de seguir con su embarazo, tomar una decisión que permitiera alumbrar una nueva vida.
      Una vez registrado el proyecto de ley sobre el aborto, conseguimos forzar una Comisión Parlamentaria que analizara con detalle el drama del aborto y sus consecuencias. Planteamos la comparecencia de doce expertos en distintas especialidades: médica, jurídica, asistencial, de investigación, y representantes de asociaciones pro-vida. Muy especial fue la comparecencia de una mujer que había pasado por el drama de un aborto, y contaba su experiencia y las secuelas que éste le había provocado.
      Todos estos movimientos han dotado de fortaleza y argumentos para cambiar la percepción de una sociedad que había quedado “adormecida” respecto a este fenómeno.
Panorama
      Hoy se nos presenta una nueva oportunidad de regulación del aborto. La ley anunciada por el ministro de Justicia puede suponer un cambio en profundidad respecto a la garantía del derecho a la vida. Son muchos años de una acción vil que se vuelve contra el hombre. Su resultado: cientos de miles de niños que se les ha impedido ver la luz. Considero que no será suficiente un cambio de legislación en materia de aborto, si no realizamos importantes esfuerzos, para poner en valor la maternidad. También aquí se necesita un cambio de paradigma.
      Estoy convencido que llegará el día, en que el aborto caerá por sí mismo. Para ello queda mucha tarea. Edmund Burke dijo: “Para que triunfe el mal solo es necesario que los buenos no hagan nada”. Debemos tomar nota de esta reflexión y no descansar hasta conseguirlo.

Ángel Pintado Barbanoj. Senador por Huesca. Miembro de la Asamblea del Consejo de Europa. Presidente de Acción Mundial de Parlamentarios y Gobernantes por la Vida y la Familia

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