Es muy sugestiva esta expresión del Papa Francisco, tal vez basada en Romano Guardini.
En cualquier caso, profundamente enraizada en la vida cristiana. Sin
embargo, llama manifiestamente la atención en este mundo paradójico por
global y a la par individualista, tanto en las personas singulares como
en las agrupaciones.
Por comenzar por lo más abultado: ¿qué clase de búsqueda del encuentro es la permisión de tantas guerras?, ¿qué es el nacionalismo excluyente?, ¿qué es el hambre en el mundo?, ¿qué son las disputas partidistas? ¿qué son la murmuración o la calumnia? Se podría seguir, pero basten cómo ejemplo.
En el libro-conversación entre el cardenal Bergoglio y el rabino Skorka,
dice el Papa Francisco que no tuvo necesidad de negociar su identidad
católica ni Skorka la judía, pero se encuentran y tienen grandes
coincidencias. Una no poco substancial es la que da título a este
artículo. Afirma de los argentinos que son más propicios a construir
murallas que puentes, que sucumben ante actitudes impedientes del
diálogo: prepotencia, no saber escuchar, crispación del lenguaje
comunicativo, descalificación previa y tantas otras cosas. ¿No es cierto
que todo esto nos resulta tremendamente familiar?
Esa cultura del encuentro es bien aplicable a la Iglesia. En el libro-entrevista El Jesuita, vuelve sobre el mismo asunto de Argentina, pero también lo dedica a la Iglesia. Baste un ejemplo puesto por él mismo: «un
alto miembro de la curia romana, que había sido párroco durante muchos
años, me dijo una vez que llegó a conocer hasta el nombre de los perros
de sus feligreses. Yo no pensé “qué buena memoria tiene”, sino “qué buen
cura es”». De los laicos, afirma que frecuentemente los curas
clericalizan a los laicos y los laicos piden ser clericalizados, cuando
basta el bautismo ─asegura, con la doctrina recordada por el Vaticano
II─ para salir al encuentro de los demás. Esta cultura es cosa de todos,
tras dejarse encontrar por Dios.
El
Domingo de Ramos ─ya Obispo de Roma─ hablaba de salir a las periferias
para ir al encuentro de la gente, de los más alejados, de los olvidados,
de aquellos que necesitan comprensión, consuelo y ayuda. Y ha vuelto
sobre la clarificadora expresión “cultura del encuentro”. Con palabra neta, ha solicitado de los pastores que “huelan a oveja”.
Ahora pienso en todos, no solamente en la Iglesia, para seguir de cerca
esta sabiduría. Y explorar el encuentro en lugar del encontronazo.
La
libertad, elemento esencial en la vida humana, es apertura hacia el
mundo y, particularmente, hacia sus gentes. Muchos autores actuales se
han referido al carácter dialogante de la persona, tan capital en el
ejercicio de su albedrío. Una pregunta hecha por R. Yepes viene como anillo al dedo: ¿qué sucedería si no hubiese otro alguien que nos reconociera, nos escuchara y aceptara el diálogo y el don que le ofrecemos?
Si eso fuera así, radicalmente, la vida de la persona sería un fracaso,
una soledad insufrible. Pero esa capacidad de relación del ser humano,
aunque nunca se pierda a lo Robinson Crusoe, puede ser inhibida,
selectiva, no escuchada, poco comprendida, no alimentada, impositiva...
Las
relaciones con la naturaleza y particularmente las interpersonales, sin
las que el hombre quedaría totalmente incompleto, pueden medirse
─también lo indica el citado autor─ por el amor y la justicia. Visto
así, la cultura del encuentro exigiría esas dos virtudes, ejercitadas
con todos, aunque nos afecten más intensamente con los cercanos, pero no
son remotos algunos que viven muy distantes, cuando su biografía nos
atañe por muy justas necesidades de índole material o espiritual. Nos
incumbe toda la vida social, basada en la existencia de lo común, en un
bien compartido por muchos.
Pero
la cultura del encuentro no consiste solamente en distribuir lo
tangible, sino en buscar, escuchar, comprender las actitudes, las ideas,
las religiones de otros y situarse en disposición de encontrarse con
todos sin exclusiones. No es preciso renunciar a lo que se es
esencialmente para poder aprender de los demás, integrar en su vida lo
que escucha, perdonar si se siente ofendido, dialogar sin ira. Y
volviendo al principio, evitar esas actitudes que Bergoglio no compartía
con sus paisanos ─también él se incluía─, y que nos resultan bien
conocidas. En Surco se lee: Un criterio de buen gobierno: el material humano hay que tomarlo como es, y ayudarle a mejorar, sin despreciarlo jamás. Esas palabras, escritas para los constituidos en autoridad, bien pueden destinarse a todas nuestras relaciones.
La
cultura del encuentro ─para que sea amor y justicia─ necesita asentarse
en una virtud de no fácil práctica, pero indispensable para que la vida
social lo sea realmente: la humildad. Sin ella, la caridad se tornaría
hipocresía, y la justicia, rigorismo. Humilde no es el que sabe
inclinarse ante quien reconoce superior por algún título. Eso sería
sinceridad. La humildad arranca cuando el mayor ─por cualquier motivo─
se inclina con respeto hacia el pequeño. Pero como cada cual se siente
grande en su opinión, idea o realización, la posibilidad de abajarnos
está al alcance de todos. Este descendimiento confiere la grandeza, y
elimina el engreimiento vano que nos acontece a diario.
Pablo Cabellos Llorente
las provincias / almudí
No hay comentarios:
Publicar un comentario