jueves, 27 de junio de 2013

Quiénes son nuestros hijos y qué esperan de nosotros

  
    Tomás Melendo y Bartolomé Menchén han publicado recientemente Quiénes son nuestros hijos y qué esperan de nosotros, en el que ofrecen consejos prácticos para ayudar a los padres en la educación de sus hijos. El libro utiliza ejemplos que los autores han recogido después de muchos años dedicados a la educación y que complementan con explicaciones de la ciencia pedagógica

      Por gentileza de los Autores y de EIUNSA – Ediciones Internacionales Universitarias, ofrezco la Presentación y los dos primeros capítulos de la parte primera del libro.

Presentación
      Bastantes padres se sienten agobiados por la educación de sus hijos. Quieren para ellos lo mejor y están dispuestos a todo, pero no saben exactamente qué hacer. Con frecuencia, hablan con otros matrimonios en circunstancias análogas, acuden a charlas, conferencias y cursos, leen artículos, folletos o libros, consultan con maestros y profesores, con psicólogos y otros especialistas…


      Su conocimiento aumenta, pero también sus preocupaciones. Los desborda tanta información, no siempre homogénea y en ocasiones contradictoria; tienen la impresión de no llegar, de no dar abasto; son demasiadas las cosas que deben atender…

      Como en situaciones análogas, el remedio podría consistir en encontrar «la tecla» que propicia un cambio de actitud, capaz de provocar a su vez una modificación en el comportamiento. En nuestro caso, el consejo es relativamente sencillo, al menos de formular: «disfruta de cada uno de tus hijos»; y, para conseguirlo, ante todo, «aprende a contemplarlo, a mirarlo con atención y cariño».

      No es una pre-ocupación más, una tarea previa a la de educar ni, por consiguiente, una obligación añadida. Al contrario, es ya el primer paso de la educación de tus hijos, y tal vez el más importante. Porque, como veremos en estas páginas, si sabes mirarlos bien, ellos mismos te irán indicando lo que debes hacer en cada momento.
      Fíjate, sobre todo, en lo mejor de cada uno, que es mucho más de lo que supones. Por eso hablamos de disfrutar; se trata de una actividad llena de consecuencias positivas, de frutos y de alegrías.
      a) Antes que nada, esos ratos de pausa y de serena contemplación te harán bien a ti: constituirán un bálsamo imprescindible para tu propia vida, con frecuencia demasiado agitada; te darán parte de la paz y del sosiego interior que necesitas.
      b) Además, descubrirás en cada hijo muchas cosas que, con bastante probabilidad, harán revivir gozosamente lo mejor de tu infancia y, en cualquier caso, te ayudarán para tu día a día y para la buena marcha de tu matrimonio.
      c) Por fin, casi como una consecuencia no buscada, todo lo anterior desembocará en lo que inicialmente pretendías: el modo de ser de cada hijo te sugerirá la manera de contribuir a su educación; solo a contribuir, pues conviene tener muy claro desde el comienzo que el auténtico protagonista y el principal punto de referencia del proceso educativo –y, en parte, de la familia– es el propio niño.
* * *
      Los párrafos precedentes condensan la orientación del libro que tienes en tus manos. Con él pretendemos, sobre todo, facilitarte la tarea de aprender a mirar a cada hijo, a contemplarlo, para conocerlo mejor.
      Estimamos que esa es la clave de todo quehacer educativo.
      Por eso, lo que exponemos es fruto de muchas horas observando a los niños, jugando y hablando con ellos… y, sobre todo, escuchándolos atentamente y dando importancia a lo que nos dicen. También de lecturas y de ratos de reflexión, pero realizados sin perder de vista a los niños reales. Y del intento de comunicar lo que hemos aprendido a padres y profesores: de ahí que la estructura del escrito reproduzca la de los cursos ya impartidos, con las mejoras que hemos estimado convenientes. Conservamos esa disposición para que no separes la teoría de la práctica: es decir, lo que lees y piensas al hilo de la lectura, de lo que descubres en tus hijos y, en función de esos hallazgos, decides poner por obra.
      Encontrarás en estas páginas bastantes anécdotas, que muestran la manera de ser de los críos, a distintas edades, sobre todo en la primera infancia y, más en particular todavía, en la etapa final de ese período. También algunas explicaciones y citas de distintos autores, que aumentan cuando se trata de cuestiones propiamente científicas, inaccesibles a la experiencia ordinaria; pero todas, unas y otras, han sido contrastadas con nuestras observaciones directas.
      Importa mucho que las leas con calma y, sobre todo, que, al hacerlo, también tú compares lo que se dice con tu experiencia como madre o como padre. El libro no es un fin, sino solo un medio para facilitar tu tarea como educador… y como persona, como mujer o como varón.
      Pronto verás por qué.


Parte Primera: Quién es el niño
Capítulo I. El marco de estudio
Bienvenidos al nuevo curso. De la pedagogía a la
antropología. Los males que nos aquejan. El remedio para
superar la crisis. Visión de conjunto. Una última advertencia.

Bienvenidos al nuevo curso
      Nos encontramos en el comienzo de una nueva edición del curso de Antropología Infantil. Como podréis observar los que habéis asistido a las clases en años pasados, el enfoque y las líneas de fondo son los mismos, pero con un material renovado y, a veces, no solo puesto al día, sino inédito.
      También el contenido está estructurado de manera diferente.
      Es lógico que sea así; estamos adentrándonos por una senda poco transitada y vamos tanteando para dar con el camino justo. En cierta medida, somos como el que se acerca a la cuna en silencio, casi de puntillas y, conteniendo la respiración, para no despertar al pequeño que duerme, lo mira entre absorto y asombrado; pero a nosotros no nos basta con contemplar al niño, aunque esa sea nuestra principal tarea, sino que queremos reflexionar sobre él: dejar que nos hable, con su presencia callada y elocuente, antes de dirigirle la palabra.
      La realidad solo se conoce con hondura al poner en juego la inteligencia y el corazón; y la realidad que ahora nos interesa es el niño. Con él no falla el corazón: es muy fácil quererlo; sin embargo, debemos también activar la inteligencia, para sacar a la luz toda la maravilla que cualquier niño –cada uno de tus hijos o de tus hijas– encierra en su interior. Aprenderemos mucho de ellos y descubriremos que los motivos para amarlos son bastante más numerosos, variados y profundos de lo que sospechábamos.
De la pedagogía a la antropología
      Desde antiguo, casi todo lo que se ha escrito acerca del niño presenta como rasgo común un enfoque pedagógico: esos estudios pretenden conocer mejor al niño para guiarle en su camino y enseñarle a ser hombre. Nosotros adoptaremos una perspectiva distinta. Nos serviremos principalmente de la filosofía y, dentro de ella, de la antropología, que es la rama que estudia al hombre, también con sus diferencias –como las de mujer y varón– y en sus distintas etapas, con especial referencia a la infancia, por considerarla fundamental.
    Conocer la realidad tal como es
      Frente a lo que se veces se afirma, y no sin algo de razón, la buena filosofía no «se anda por las ramas» ni «está en las nubes»; muy al contrario, pretende conocer la realidad tal como efectivamente es: ni más ni menos.
      Suele decirse, por eso, que la filosofía no tiene un fin distinto del propio saber, que el filósofo conoce por conocer. Tal vez sería mejor afirmar que conoce porque vale la pena conocer; porque la realidad merece ser conocida: unas más que otras, como cualquiera puede concluir, con solo mirar a su alrededor y pensar un poco. Por ejemplo, los que solemos calificar como «chismes» no merecen ser conocidos; no deberíamos perder el tiempo en cotilleos. En el extremo opuesto, Dios merece que le dediquemos toda nuestra atención. Y algo similar ocurre con las personas; por ser personas, nos están pidiendo a gritos que las conozcamos y que las amemos, que las tratemos con cariño, que nos andemos con contemplaciones: conocimiento-y-amor, amor-y-conocimiento.
      ¿Quién dice, entonces, al filósofo lo que merece ser conocido y lo que no?
      La realidad misma.
      Igual que el niño, el auténtico filósofo es un «explorador» del universo: adopta una actitud de apertura hacia todo lo que existe, se dispone a conocerlo sin prejuicios. Y lo que va conociendo le orienta, primero, en su mismo conocer. Ante todo, según apuntábamos, «le dice» si vale o no la pena que le preste atención. Pero también le indica cómo hacerlo. Si uno se topa con un destornillador o con un martillo, estos «le dicen» que basta con que aprenda a manejarlos, a utilizarlos, precisamente porque son útiles o instrumentos. Si está ante una obra de arte, el cuadro o la escultura le piden, en primer término, un homenaje al bien que encarnan, un acto de adhesión a su belleza; y, también, de gratitud a quien los realizó. Algo análogo sucede cuando contemplamos la hermosura de la naturaleza: esa armonía y ese esplendor reclaman de nosotros el reconocimiento, en el doble sentido de esta palabra, y, además, que gocemos a fondo con ellos y demos gracias por la existencia de parajes tan maravillosos.
      En ese sentido, no hay un «para» que oriente previamente el saber filosófico. Al filosofar, pretendemos solo conocer y dejarnos guiar por lo que vamos conociendo. Un antiguo filósofo, Heráclito, aconsejó mantener «el oído atento al ser de las cosas»[1], permitir que nos hablen de sí mismas, cada una con la voz, la intensidad, el tono y la extensión que les corresponde, procurando por nuestra parte, simplemente, evitar las interferencias en la escucha.
      Entre esos entorpecimientos se encontrarían los prejuicios, que es justo lo que el niño aún no tiene. Por eso, si aspiramos a conocer la realidad tal como es, si queremos que ella nos indique el mejor modo de conocerla, no deberíamos a priori definir y poner límites a ese conocimiento, determinar unas características del saber, que excluyan de antemano posibles aspectos de la realidad. No deberíamos decidir, por referirnos a algo bastante común, pero erróneo: «solo admitiré como conocimiento auténtico y verdadero lo que pueda ser medido con precisión, lo que sepa perfectamente, aquello de lo que no quepa dudar». Porque ¿quién nos asegura que lo más importante de una realidad es lo que puede medirse, y no al contrario? ¿Puede, propiamente, medirse el amor o la libertad o la paciencia o el valor? ¿Alguno de los lectores –y me dirijo ahora sobre todo a los varones, porque ese es mi caso– puede afirmar que conoce perfectamente a su mujer, que esta no le sorprende un buen montón de veces cada día?[2].
      Si, antes de acercarme a la realidad, establezco las exigencias y los límites en los que se moverá mi conocimiento, es muy probable que acabe ignorando justo lo que más y mejor debería saber, pero cuya plena comprensión se me resiste. Más todavía: el hecho de que haya realidades que no logro entender perfectamente, ¿no podría ser un síntoma y una indicación de que aquello es tan maravilloso, tan impresionante, que supera mi capacidad de conocer, sin duda limitada?; ¿no será entonces una invitación a atenderlo con el máximo esmero y dedicación, aunque nunca consiga comprenderlo enteramente?
      Es lo que sostenía Aristóteles, refiriéndose a Dios. Que es tan grandioso y de tal riqueza, que vale más un conocimiento acerca de Él, aunque sea mínimo y muy imperfecto, que todo lo que podamos saber del resto del cosmos. Y añadía, con un toque de delicada ternura, casi único en los escritos que de él conservamos: igual que nos llena de alegría enterarnos de detallitos nimios de las personas a las que amamos, y preferimos conocer esas pequeñeces a recordar con precisión las grandes gestas de héroes o cualesquiera otras realidades a las que no tenemos cariño[3].
    El niño como guía
      ¿Qué sucede cuando intentamos conocer filosóficamente, sin prejuicios, al ser humano y más en particular, al niño?
      Que nos llevamos muchas sorpresas.
      Entre otras, advertimos que en el chiquillo se encuentran más puras y «en mejor estado» bastantes de las cualidades propias del varón y de la mujer. Y eso introduce en nuestras consideraciones, y en nuestro curso, una novedad muy radical, a la que ya hemos aludido.
      Cabría formularla así:
      El enfoque antropológico que estamos adoptando procede al revés que el pedagógico: pretende conocer al niño para que él nos guíe y nos enseñe a ser hombres; porque, como hemos sugerido e iremos viendo con calma, el niño no es otra cosa que un hombre transparente. Al mirarlo a él, con atención y con mimo, aprenderemos quiénes somos nosotros: descubriremos, ¡por fin!, nuestro secreto.
      Muy probablemente sea esta la idea más importante de todo el libro. No la pierdas de vista e intenta profundizar en ella y extraer consecuencias, conforme avances en la lectura y, siempre que puedas, también por tu propia cuenta.
      Nuestro curso se titula: «Quiénes son nuestros hijos y qué esperan de nosotros». En realidad, lo que esperan de nosotros es que, en la edad adulta que vivimos, no echemos a perder ninguna de las estupendas promesas –realidades incoadas– que estaban presentes en nuestra infancia y vuelven a estarlo en la de cada uno de nuestros hijos e hijas. Es tarea de la filosofía descubrir esas realidades, así como averiguar el modo de conservarlas, acrecentarlas o revivirlas, si las hubiéramos olvidado.
      Pese a lo dicho hace unos instantes, quizá al hablar una y otra vez de filosofía alguien experimente cierta aprehensión o rechazo, pensando en complejas y difíciles cuestiones expuestas con un vocabulario abstruso e ininteligible. No hay que temer ni intranquilizarse. Esa es la «mala» filosofía. Al contrario, como hemos sugerido, la auténtica y mejor filosofía –sin dejar de perseguir el fondo de lo que estudia– busca con todos sus recursos que la claridad acompañe a la hondura y que la emoción se sume a la reflexión; y viceversa, que nuestro conocer se integre en el conjunto de nuestra existencia: que se coloree con los sentimientos que despierta en nosotros y que sea lo suficientemente claro y atractivo como para guiar nuestro comportamiento. Una filosofía que «no pueda vivirse» no merece ser pensada.
      Por lo tanto, filosofar, conocer con calma y hondura, es una actividad al alcance de todos, y utilísima –o, más bien, imprescindible– para remediar bastantes de los males que nos afligen, derivados en buena medida de no conocer bien la realidad y, por tanto, de no actuar respecto a ella como es debido.
      La perspectiva filosófica será completada con aportaciones teológicas, porque la revelación es también una fuente de conocimiento, que confirma y amplía lo que alcanzamos por la razón.
      Como escribió Juan Pablo II: «La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad»[4].
Los males que nos aquejan
      No podemos negar que nos encontramos en medio de una profunda, plural y dilatada crisis, que es mucho más que económica. Quizá sea tan honda y preocupante, entre otros motivos, porque nuestra opulenta sociedad occidental lleva tiempo queriéndose cimentar, de manera exclusiva, sobre lo económico, que es tanto como decir lo material. Y, en efecto, las realidades materiales y económicas son importantes para construir el mundo. Pero no las más importantes.
      Ni tampoco las más reales, aunque nos hayamos acostumbrado a situarlas en primer plano y a reducir nuestro cosmos a lo que se ve y se toca. Basta con reflexionar un poco, con pararse a observar y pensar, y descubrimos que, en condiciones normales, hay muchas cosas que a cualquiera de nosotros nos importan más e influyen más en nuestras vidas que el bienestar material o la economía: el cariño de nuestros padres, de nuestra mujer o de nuestro marido, la educación y el desarrollo de nuestros hijos y alumnos, la amistad de quienes nos quieren…
      Lo que sucede, en parte, es que los momentos dedicados a profundizar en quiénes y cómo somos realmente y en lo que de verdad nos interesa se van reduciendo más y más, hasta tornarse muy escasos, casi inexistentes. Y, movidos por el ambiente, como por inercia, acabamos considerando más relevante y real lo que todos conciben de ese modo.
      Porque no deberíamos olvidar que, en nuestra civilización, el modelo por antonomasia de conocimiento es la ciencia experimental, que pretende ser la única forma de saber auténtico, excluyendo a las restantes. Y, en virtud del método que le es propio, el saber experimental tiene que dejar de lado lo que no puede percibirse sensiblemente e incluso todo aquello que no cabe medir con precisión. Está en su derecho… con tal de que no pretenda que lo que la ciencia experimental no considera, en realidad no existe.
      Como a veces pasamos por alto esa distinción, acabamos viviendo como si no existiera más que la materia y lo material: como si solo eso fuera lo importante o incluso lo real.
      Debemos superar tal error. Nos jugamos mucho –todo– en lograrlo o no.
      Así lo expresaba Benedicto XVI, no hace demasiado tiempo, glosando la parábola evangélica del que edifica sobre roca y el que edifica sobre arena: «Sobre la arena construye quien construye solo sobre las cosas visibles y tangibles, sobre el éxito, sobre la carrera, sobre el dinero. Aparentemente estas cosas son las verdaderas realidades, pero todo esto un día pasará. Lo vemos ahora en la caída de los grandes bancos […] y así todas estas cosas que parecen la verdadera realidad con la que contar, son realidades de segundo orden. Por tanto debemos cambiar nuestro concepto de realismo. Realista es el que construye sobre un fundamento permanente»[5].
      En última instancia, sobre quién y cómo es el hombre, advertido en toda su riqueza, sin reduccionismos ni recortes, que excluyen lo más propiamente humano, compuesto precisamente por aquellos atributos y propiedades que trascienden lo meramente físico.
El remedio para superar la crisis
      No debería asombrarnos, entonces, que la desmesurada importancia concedida a lo material nos deje insatisfechos y conduzca a situaciones tristes y dolorosas, tanto en el plano individual como en el social. La persona humana, cada uno de nosotros, pese a los momentos de debilidad e incluso a algunos o bastantes comportamientos un tanto mezquinos, valemos mucho más que todo lo material que pueda concebirse.
      Lo comprobaríamos, simplemente, si prestáramos más atención y tomáramos nota del modo como miramos a nuestro cónyuge o a nuestros hijos, con toda la carga de humanidad que ese mirar encierra. Pero también mediante manifestaciones de más amplio alcance.
      ¿Una prueba de este segundo tipo, palpablemente reveladora de la insuficiencia de la materia?: tanto el materialismo teórico como el práctico, encarnados en el antiguo comunismo de la Europa oriental y en el consumismo de la Europa occidental, han desembocado en una crisis humana, uno de cuyos aspectos principales es el «invierno demográfico». Esta expresión alude a la desaparición progresiva de los niños, a los malos tiempos que corren para la cultura de la vida, al envejecimiento de una sociedad que –al no dar a luz el número de hijos necesario para el denominado «relevo generacional»– parece dirigirse a su voluntaria extinción. Mientras esta tendencia no cambie, puesto que el 80% de la riqueza económica depende del capital humano, no es de extrañar que nos vayamos empobreciendo más y más.
      Un simposio sobre el tema, que tuvo lugar no hace mucho, arrojaba los siguientes datos, relativos a Europa:
      − Un millón de nacimientos menos respecto a 1982.
      − 10,1 millones de matrimonios rotos en los últimos diez años: 15 millones de niños afectados.
      − El envejecimiento de la población amenaza la quiebra del Estado del bienestar: pensiones y sanidad[6].
      Algunos países han comenzado a reaccionar ante esa situación, creando ministerios para ayudar a la familia y reconociendo en los niños el elemento básico y la clave para el progreso.
      Y, en efecto, lo son; nunca insistiremos bastante en este punto, aunque debamos profundizar en él y seguir extrayendo consecuencias.
      Pues, sin duda, como sugeríamos, los factores que influyen en la crisis son múltiples y complejos. Un intento de solución debería tener en cuenta la mayor parte de ellos. Pero, puesto que no podemos abarcarlo todo y hemos de comenzar por lo que resulta más relevante y llevará consigo una mayor y más duradera mejora global, compensa concentrar lo mejor de nuestros esfuerzos en los niños.
      No solo porque constituyen el futuro de la sociedad, como suele decirse con razón, y por causas mucho más hondas, que iremos viendo en estas páginas. También por otro buen número de motivos, que cabe apuntar ya, pues nos ayudarán en nuestra tarea.
      Por ejemplo, y para empezar, porque en la cultura contemporánea, que ha puesto en tela de juicio realidades tan fundamentales como el matrimonio, la fidelidad, el desinterés, la auténtica amistad, el amor en su sentido más hondo…, el niño sigue siendo, por el contrario, casi universalmente respetado, al menos en teoría[7]: son pocos los que se atreven públicamente a hablar en su contra o a defender los atentados que, por desgracia, se cometen contra ellos. Sospechan justificadamente que la opinión pública se les echaría encima[8].
      También porque la atención a la infancia no puede postergarse. Como escribe Gabriela Mistral: «Muchas de las cosas que hemos menester tienen espera: el Niño, no. Él está haciendo ahora mismo sus huesos, criando su sangre y ensayando sus sentidos. A él no se le puede responder: “Mañana”. Él se llama “Ahora”. Pasados los siete años, lo que se haga será un enmendar a tercias y corregir sin curar»[9].
      Además, porque si pretendemos ayudar a nuestros hijos nos veremos gozosamente «forzados» a mejorar nosotros. Porque, en ese empeño, mejorarán las familias, que es tanto como decir que mejorará nuestro entorno, la sociedad y el conjunto de la humanidad. O, desde el extremo contrario, porque cualquier empeño de progreso que no deje su impronta en los niños está llamado a desaparecer, mientras que el perfeccionamiento de los chicos tiende naturalmente a multiplicarse y asegura, hasta donde es posible, un adelantamiento profundo, global y duradero.
      Por fin, y no se trata del motivo menos importante, porque está en nuestras manos ayudar a nuestros hijos mediante nuestra propia mejora, mientras que pocos de entre nosotros pueden cambiar las leyes nacionales o internacionales, intervenir con éxito en los medios de comunicación y en la opinión pública, en los distintos foros de alcance mundial, etc.
      Pero si el niño es la clave, como en efecto lo es, ¿por qué países con una elevada tasa de natalidad se encuentran sumidos en la pobreza material y en el desencanto humano? Ya lo hemos apuntado, pero conviene repetirlo y reflexionar honda y pausadamente sobre ello: porque no basta con que haya niños; es preciso educarlos o, si se prefiere –pues es un modo de enfocarlo más acorde con el núcleo de nuestro escrito–, no impedir su normal desarrollo, dejarles que sean lo que están llamados a ser.
      La gran arma para superar la crisis espiritual y material es el niño, ciertamente; pero el niño formado y educado en todas sus posibilidades.
      Las páginas que estás comenzando a leer pretenden ayudarte en esa apasionante tarea.
Visión de conjunto
      Como puedes advertir ojeando el índice, el libro se compone de tres secciones, que en principio coincidían con los trimestres en que se desarrollaba el curso, pero que articulan cabalmente cuanto pretendemos tratar. De ahí que las conservemos.
      En la primera intentamos descubrir quién es el niño; en la segunda, cómo es; en la tercera y última, colofón de las anteriores, la raíz de su condición personal: qué es lo que lo caracteriza más propiamente como persona o, con palabras más cercanas a nuestro enfoque, algunos elementos centrales para su educación, que influirán muy particularmente en el resto de su vida y en el de la sociedad en su conjunto, ahora y en el futuro; en concreto, durante las etapas en las que se produce lo que cabe denominar «eclosión del espíritu», es decir, el despertar moral y religioso.
      También te darás cuenta de que no se trata de un esquema rígido, pues no lo es la propia realidad del niño ni ninguna otra realidad humana. Incluso podríamos mantener la misma estructura, relacionándola, por ejemplo, con la instauración y el despliegue de la familia, como hacemos a continuación.
    Quién es el niño
      La primera parte trataría, entonces, de la plena constitución de la familia, haciéndola bascular –tal como venimos repitiendo, por considerarlo clave– en torno al niño: lo que es y lo que pide de nosotros, sus padres, precisamente por ser quien es; pues, según veremos, en la medida en que correspondemos a lo que cada hijo nos solicita, nuestra familia se completa y mejora, al tiempo que nos desarrollamos y perfeccionamos nosotros mismos.
      Esta sección inicial se compone de cuatro capítulos o temas.
      Capítulo I: «El marco de estudio».
      Es precisamente el que ahora estás leyendo: pretende encuadrar nuestros análisis, precisando la perspectiva desde la que serán abordados.
      Capítulo II: «Lo que el niño recibe».
      Tras la presentación inicial consideraremos, antes que nada, lo que el niño recibe. Parece lógico comenzar de este modo, puesto que el niño es fruto de un acto de amor gratuito, de Dios y de sus padres, que hace de él precisamente eso, un hijo o, si se prefiere, una persona –con todo cuanto esto implica–, caracterizada muy singularmente por su filiación, por su condición constitutiva de hijo.
      En este contexto, advertiremos que el hijo proviene de la familia y construye la familia: marido y mujer componen (el comienzo de) una familia, precisamente porque se aman y, puesto que el amor es fecundo, porque están abiertos a la llegada de la prole, porque su unión incluye la expectativa de los hijos; conforme estos son recibidos, puede decirse que la familia se consolida y va estando completa.
      Pero, como hemos apuntado, cada uno de nuestros hijos es también, y sobre todo, hijo de Dios, que es otra forma –superior y más vital, con más consecuencias existenciales– de referirnos de manera directa a su índole de persona. Por eso puede hablarse de una doble filiación, que conviene tener muy en cuenta, por el bien de nuestros hijos, por el nuestro propio y por el de toda la humanidad.
      Capítulo III: «Lo que el niño da».
      El siguiente tema está dedicado a lo que el niño da. Pues, frente a lo que a primera vista pudiera parecer, el hijo da, al menos, tanto como recibe.
      Para empezar –y se trata de lo más relevante–, enriquece con su propia persona a la familia a la que llega, a las que la rodean y al conjunto de la humanidad.
      Además, en condiciones normales, la concepción, el nacimiento y la educación de cada hijo refuerza la unión entre los padres, llamados a complementarse mutuamente. Estos «responden» a la llegada del hijo incrementando su fidelidad, haciendo crecer y acrisolando la calidad de su amor, la comunicación mutua…
      Tareas que el hijo no solo reclama, sino que facilita enormemente, aunque no suprima el esfuerzo para sacarlas adelante.
      Capítulo IV: «El desarrollo de la afectividad infantil».
      Esta primera parte concluye con algo de capital importancia: el surgimiento y la conformación inicial de la afectividad infantil, previa al desarrollo de la inteligencia y nacida sobre todo del contacto físico, psíquico y espiritual con la madre y, de manera complementaria, con el padre.
      A través de esa afectividad incipiente, e interpelados por ella –por el anhelo de «adivinar» lo que le sucede al niño y responder del modo adecuado–, los padres descubren y comunican al hijo lo mejor de sí, su intimidad, y el hijo hace a los padres partícipes de su propia vida interior, que germina y va floreciendo gracias al contacto con ellos. La familia va estrechando sus lazos, desarrollándose y afirmándose como familia.
      Tal vez en estos primeros capítulos eches un tanto de menos indicaciones educativas explícitas. Las hay, sin duda, y fundamentales[10]. Pero, sobre todo, captar a fondo quiénes son tus hijos y cuál es su función en la familia y en el mundo forjará en ti la mejor disposición para tratarlos como lo que son –personas, merecedoras de sumo respeto y reverencia– y para ayudarlos a crecer y a desarrollarse, cumpliendo así el cometido para el que Dios los ha puesto en el mundo.
      Te aconsejamos, pues, vivamente leer estas páginas iniciales con calma y volver a ellas siempre que lo consideres oportuno.
    Cómo es el niño
      Capítulo V: «Rasgos del espíritu en la infancia».
      Todo ser humano tiene un componente físico, el cuerpo, a través del cual se encuentra situado en el mundo y se relaciona con él. En buena medida, el desarrollo más o menos adecuado del niño coincide con la mayor o menor corrección de su implantación en el mundo. A diferencia del animal, el hombre no tanto se adecúa a su entorno, sino que lo modifica en función de sus propias necesidades y objetivos. Hay, por tanto, cierta adaptación, nunca completa, que manifiesta que lo propiamente humano se sitúa más bien en los dominios del espíritu y en su relación con las demás personas.
      Por otro lado, buena parte de la inserción del niño en el entorno físico y en el ámbito personal procede de su enorme aptitud para imitar a quienes lo rodean. De ahí la importancia de cuidar desde los primeros meses la calidad de los modelos que el chico, sin siquiera advertirlo, reproducirá.
      Capítulo VI: «Mundo interior y mundo exterior».
      Tras haber considerado estas cuestiones, el capítulo siguiente contempla la importancia, para la vida del niño y de la entera familia, de encontrar un equilibrio entre el mundo interior, o intimidad, y el mundo exterior.
      El primero está inicialmente propiciado y respaldado por la madre, que sabe suscitarlo en el hijo. La apertura del niño hacia la realidad externa y extrafamiliar es más bien tarea del padre.
      Veremos también cómo es el conocimiento del niño y en qué sentido «supera» al de los adultos. Y estudiaremos finalmente la tan distinta manera como niños y adultos vivencian el tiempo y las actividades que en él se desarrollan.
      Capítulo VII: «El sentido progresivo y genuino de la responsabilidad».
      Para el niño, como en cierto modo para todos sus miembros, la familia es la palestra en la que se entrena para lanzarse luego al mundo en su totalidad.
      Y situado ante el conjunto de lo existente y, muy en particular, ante las demás personas, el ser humano tiene que responder al llamamiento que las distintas realidades le hacen. En el fondo, toda la vida humana compone la respuesta de cada hombre a esa apelación constante que, a través de las más variadas circunstancias, lo dirige hacia su fin y hacia su plenitud.
      Tal vez sea este –capacidad y deber de responder– el contenido más propio del término «responsabilidad», que en el niño se despliega de manera gradual y creciente.
      Capítulo VIII: «Trato y relación».
      Las orientaciones para favorecer ese desarrollo de la responsabilidad se van haciendo más claras y relevantes en la medida en que aumenta nuestra comprensión del niño, y se explicitan en este capítulo VIII por su relación con otros miembros de la familia «nuclear» y de la «gran» familia.
    El despertar moral y religioso del niño
      Estamos ante la sección decisiva, hacia la que se orienta todo el libro, al menos por dos motivos.
      a) Porque el objeto de estudio es de una relevancia que difícilmente cabría exagerar.
      b) Y porque bastantes padres no le prestamos la atención debida, contentos y satisfechos por los adelantos más palpables que hemos descubierto en los años precedentes de nuestros hijos: despertar de la sensibilidad, coordinación motora, lenguaje, primeros pasos en la sociabilidad, etc.
      Sin embargo, es ahora cuando nos enfrentamos con lo más propiamente humano del niño, con aquello en lo que se juega su felicidad más radical.
      Frente a los animales, el hombre está caracterizado por su capacidad de conocer la realidad tal como esta es y de responder a sus respectivas exigencias o llamadas, con el grado y modo de saber correspondientes, a los que sigue –o debería seguir– el comportamiento también más adecuado: el amor inteligente, concebido como búsqueda eficaz del bien del otro en cuanto otro (y de sí mismo, por amor a Dios y a los demás).
      Capítulo IX: «El despertar moral».
      Trataremos, entonces, en el capítulo IX, del acercamiento a la verdad propio de los niños y, de inmediato, del germinar moral, es decir, de la aptitud para distinguir entre lo bueno y lo malo, que tiene lugar cuando el niño empieza a hacerse cargo de lo que sucede a quienes lo rodean, de «conectar» con ellos, haciendo que sus asuntos le afecten.
      Capítulo X: «El despertar religioso».
      El germinar de la conciencia moral se encuentra ligado al despertar religioso del niño, es decir, al intento de captar el sentido último y definitivo de lo que encuentra en su camino y de su propia vida.
      Todos sabemos que hay un período de la infancia del niño en el que se vuelve tremendamente «curioso» y no para de indagar el «porqué» de cuanto ocurre a su alrededor. Se trata, sin duda –lo repetimos adrede–, de uno de los períodos principales de cualquier biografía.
      Es este un momento crucial para aprovechar sus preguntas y encontrar nosotros mismos respuestas más sencillas y profundas a los misterios de la existencia.
      Capítulo XI: «La verdadera religiosidad y la vida de infancia».
      Uno de los mayores peligros de la religión y de la piedad son sus falsificaciones. Conviene, pues, estar atentos para apoyar, en nuestros hijos, el nacimiento de la auténtica y genuina religiosidad, unida muy íntimamente a las virtudes teologales.
      La fe infantil germina mediante el trato con Dios Padre, omnipotente y creador. La esperanza está ligada en el niño a la figura entrañable de María, Madre de Dios hecho hombre. La genuina caridad brota en el pequeño cuando percibe que Jesucristo sufrió y nos redimió movido por su Amor infinito. Más adelante, al comenzar la segunda infancia, advertirá que Jesús nos sigue hablando hoy a través de las mociones del Espíritu Santo.
      Capítulo XII: «Algunas virtudes imprescindibles en la familia».
      Después de haber considerado brevemente las virtudes teologales, intentaremos exponer la importancia y el papel de algunas otras virtudes, que favorecen el desarrollo de la personalidad del niño.
      Atenderemos sobre todo a las que estimamos más relevantes en el contexto familiar: templanza, justicia, orden, sinceridad, responsabilidad, generosidad, alegría…
Una última advertencia
      Tras habernos hecho una idea de lo que estudiaremos, se impone una última recomendación: para aprovechar de veras el curso es sumamente importante que participen ambos esposos; si uno de ellos no puede asistir o trabajar a fondo lo que expone este libro, al menos debería leerlo y comentarlo con su cónyuge.
      Por lo que respecta a la educación de los hijos, es decisivo entender y llegar al convencimiento real –operativo, sin componendas– de que su inserción armónica en el mundo se realiza por la relación con el padre y la madre, en cuanto componen una unidad. Así como en la concepción corporal del nuevo ser intervienen necesaria y gozosamente unidos el principio masculino y el femenino, en su desarrollo espiritual es también imprescindible la presencia conjunta de ambos.
      Además, volviendo a las dimensiones más prácticas de nuestro curso, la visión complementaria del padre y la madre confiere una especial riqueza a la asimilación de la materia y facilita ponerla por obra de manera creativa: asistiendo a la misma clase y escuchando o leyendo las mismas palabras, la madre y el padre «ven» cosas distintas, que, con el diálogo, se realimentan y enriquecen de manera insospechada.
Capítulo II. Lo que el niño recibe
La marca indeleble de la filiación. El hijo proviene de la familia
y constituye la familia. La doble filiación. La estructura básica de
la vida: recibir para dar. Relación entre el primer y el cuarto
mandamientos. El pleno desarrollo del hijo.
La marca indeleble de la filiación
      Para desplazarse a Australia, donde se encontraría con una multitud de chicos y chicas, en la jornada mundial de la juventud, Benedicto XVI tuvo que realizar un largo viaje. Al poco tiempo de llegar, comentaba: «Para algunos puede parecer que, viniendo aquí, hemos llegado al fin del mundo. Ciertamente, para los de vuestra edad cualquier viaje en avión es una perspectiva excitante. Pero para mí, este vuelo ha sido en cierta medida motivo de aprensión. Sin embargo, la vista de nuestro planeta desde lo alto ha sido verdaderamente magnífica. El relampagueo del Mediterráneo, la magnificencia del desierto norteafricano, la exuberante selva de Asia, la inmensidad del océano Pacífico, el horizonte sobre el que surge y se pone el sol, el majestuoso esplendor de la belleza natural de Australia, todo eso que he podido disfrutar durante un par de días, suscita un profundo sentido de temor reverencial. Es como si uno hojeara rápidamente imágenes de la historia de la creación narrada en el Génesis: la luz y las tinieblas, el sol y la luna, las aguas, la tierra y las criaturas vivientes […].
      Pero hay más, algo difícil de ver desde lo alto de los cielos: hombres y mujeres creados nada menos que a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26). En el centro de la maravilla de la creación estamos nosotros, vosotros y yo, la familia humana “coronada de gloria y majestad” (cf. Sal 8, 6). ¡Qué asombroso!».
      El momento único y misterioso de la entrada de un hombre en el mundo está genialmente expresado por Miguel Ángel en su célebre fresco de la creación. Hay en ese contacto delicado entre la mano de Dios y la del hombre una energía vigorosa y serena, como una chispa invisible que los uniera. Las miradas se encuentran: Dios que da y el hombre que recibe. La mano divina, recta y decidida, es imperio amoroso, como su mismo mirar; mientras que la mano y la postura del hombre, recostado, indican recepción y acogida. La perfección de su cuerpo representa la de la naturaleza humana, antes de la caída original.
      La creación del hombre representa el momento central de la constitución del universo en su conjunto, porque todo fue hecho para el hombre, y solo desde él puede explicarse la larga evolución del mundo. Según las hipótesis de los físicos, catorce mil millones de años nos separan del «big bang» o explosión inicial. Esa larguísima evolución esperaba el surgimiento de alguien capaz de darle sentido; porque la evolución, sin más, no explica nada. Al reflexionar sobre la creación del hombre se ilumina la evolución del universo infrahumano, mientras que a partir de la mera evolución de la materia no puede explicarse, ni científica ni filosóficamente, la aparición del hombre.
      También en el corto espacio de una vida humana tiene lugar un importante desarrollo o evolución –desde el embrión recién concebido hasta el hombre maduro–, que nos permite comprender el porqué y el para qué de nuestra existencia.
      Y lo primero que debemos aprender y asimilar, si no queremos errar el tiro, es que somos hijos.
      Así se refiere a la conciencia de la filiación Leonardo Polo, al hablar de la educación de los hijos: «Tenemos que empezar por lo radical. Es propio del filósofo considerar a fondo las cuestiones […] lo más propio del hombre, lo que más lo define es su carácter filial […] darse cuenta de su filiación es una característica del ser humano. Los animales no tienen conciencia de su filiación, entre otras cosas porque no tienen conciencia, ya que ser conscientes es algo característico de la inteligencia humana, que sin espíritu es imposible.
      El ser humano es hijo y, como observa Aquilino Polaino, lo es de tal manera que no tiene sentido decir que llega un momento en que deja de ser hijo: la condición de ex-hijo no existe. El hombre es siempre hijo precisamente porque lo es de suyo»[11].
      Y añade:
      «El hombre es radicalmente hijo, pero no es radicalmente padre. Es obvio que sin padres humanos no hay nueva generación, pero los padres humanos ponen algo de la realidad del hijo, aunque no todo. El alma humana espiritual no procede de los padres humanos. Por tanto, se puede decir que estos participan de una paternidad más alta, que es la paternidad divina»[12].
      Volviendo a la Capilla Sixtina, cabe afirmar que la escena de la creación del hombre –con toda su grandeza y su insondable misterio– tiene lugar ahora, en el vientre de la madre, cada vez que un nuevo ser humano es concebido. El dedo de Dios está también allí, creando un nuevo hijo suyo que es, a la vez, hijo de sus padres. Haber colaborado íntimamente con Dios para traer al mundo a alguien destinado a participar del Amor divino por toda la eternidad supone tanta magnificencia y maravilla que cualquier palabra o expresión se quedan, por fuerza, demasiado cortas. Incluso más que pro-creadores, cabe afirmar que somos, con Dios y participando de su Amor y Poder infinitos, co-creadores: pues el término de la Acción divina –en la que está presente todo Dios, ya que en Él no se distingue el Ser y el Obrar– y el de la acción humana –la unión íntima fecunda– es uno y el mismo: la persona del hijo.
      No es que Dios cree el alma y los padres el cuerpo, como se entiende a veces incorrectamente. No se trata de acciones yuxtapuestas, sino íntimamente entretejidas, compenetradas. Dios es Causa de todo el hijo, a través del alma, cabría sostener de manera impropia. Y los padres son también causa de todo el hijo, a través del cuerpo, utilizando una expresión tan pobre como la anterior. Por eso, en el momento de la concepción, los padres se introducen en el Amor creador de Dios o, visto desde el otro extremo, Dios mismo se hace presente en la unión íntima fecunda de los esposos, que «se bañan», así, en el Amor divino.
      ¿Modos de vislumbrarlo? A ninguna madre que aborta involuntariamente se le ocurre exclamar que ha perdido el cuerpo de su hijo, sino a su hijo, porque en efecto lo es. Y si la Virgen María puede llamarse Madre de Dios, y serlo, es porque el término de la concepción divina en Ella es, de manera análoga a lo que ocurre en las concepciones humanas –aunque en este caso, gracias a un milagro infinito–, la Persona del Verbo, la única que existe en Jesucristo, Dios y Hombre.
      Como decíamos, resulta imposible advertir toda la maravilla de la maternidad y la paternidad humanas, precisamente porque participan muy de cerca de la Paternidad de Dios. No obstante, cuando existe finura interior, los padres entrevén que algo prodigioso ocurre en ellos y también gracias a ellos, a su cooperación.
      Y asimismo son capaces de captarlo, a veces tras cierta confusión inicial, los propios niños.
      El pequeño protagonista de esta anécdota asistía a una clase de catequesis. Desconcertado ante la afirmación de que todos los niños y niñas allí presentes eran «hijos de Dios», respondió con viveza:
      —Yo soy hijo de mis padres.
      El catequista le hizo ver que tenía cuerpo y alma, como habían ya comentado en días anteriores, y le preguntó:
      —¿Quién te ha dado el cuerpo?
      —Mis padres —contestó el chico sin vacilar.
      —¿Y el alma?
      —¡Mis padres! —volvió a responder el niño con energía.
      Como se trataba de un catequista experimentado y con capacidad pedagógica, no tuvo problemas para hacerle ver que el alma procedía directamente de Dios.
      Debió de quedar fuertemente impresionado, porque al acabar la catequesis, cuando los encargados de llevar a los chicos a su casa iban preguntando de quién era hijo cada uno, nuestro joven amigo respondió sin vacilar:
      —Yo soy hijo de Dios.
      Pero antes de que los niños queden impresionados por la realidad de la presencia divina en ellos, sus madres han estado mucho más cerca del misterio, como recoge este testimonio:
      «Recuerdo perfectamente el momento en que –por primera vez– recibí la noticia de que estaba embarazada. Llevaba tres meses casada y, como se puede suponer, todo eran situaciones y experiencias nuevas; disfrutaba en aquellos días de las continuas novedades que iban apareciendo en mi vida, porque siempre me ha gustado el cambio. Pero aquello fue distinto: cuando me lo comunicaron, pensé que se trataba de la noticia más importante que había recibido en mi vida. Serían las once de la mañana de un luminoso día de otoño y no era una novedad más que entraba en mi nueva vida, sino más bien una vida nueva que había entrado en mí. Empecé a ver las cosas de modo diferente; y no solo a verlas, sino a sentirme diferente. Después llegaron los primeros síntomas del embarazo, pero incluso antes de eso yo ya no era la misma.
      Cuando fui reflexionando, caí en la cuenta de que el momento verdaderamente importante no era el del conocimiento de la noticia (el momento en que yo me sentí afectada, y que podríamos llamar subjetivo) sino el instante de la concepción del nuevo ser (el momento en que objetivamente una nueva vida había surgido). Y ese instante único, irrepetible, había pasado totalmente oculto, ignorado hasta por mí misma, al abrigo de todas las miradas; bueno, al abrigo de toda las miradas, menos de una…
      Entendí, entonces, con una luz nueva, la expresión «estar abiertos a la vida». El autor de la vida llega a tu casa –que es la suya– encuentra la puerta abierta y entra sin llamar, silenciosamente. La estancia se ilumina, y –al cabo de nueve meses– das a luz, porque llegó la luz».
El hijo proviene de la familia y constituye la familia
      En el capítulo XXI de las memorias de Julián Marías, se encuentra una formulación tajante de la distinción que cabría establecer entre matrimonio y familia. Dice así el insigne pensador español: «Lolita y yo no éramos una familia: éramos dos personas singulares, mutuamente elegidas, para vivir juntamente, hasta donde es posible, una vida. Pronto me di cuenta del error teórico –y de graves consecuencias– de englobar “matrimonio y familia”. Del matrimonio puede resultar una familia, pero no lo es, y es funesta la interpretación “familiar” del matrimonio. La familia es la de los padres, la que los hijos encuentran»[13].
      Efectivamente, la vida matrimonial se transforma –con una mudanza tremendamente enriquecedora– con la llegada de los hijos. Los esposos comienzan a ser padres. Y esa relación de paternidad-filiación es la que acaba de constituir a la familia, que sin ella queda como truncada, sin terminar. Los hijos se convierten en el centro del hogar: dependen de sus padres, pero a su vez hacen que los padres dependan –y estén constantemente «pendientes»– de ellos.
      Acudamos, de nuevo, a Marías, que recuerda la llegada de su primer hijo: «Yo no tenía ningún deseo excepcional de tener hijos, ni demasiada predilección por los niños muy pequeños. Pero me sorprendió encontrarme queriéndolo apasionadamente desde los primeros días. Tenía delante, o en los brazos, una vida que empezaba; era una persona nueva; y, sobre todo, era alguien a quien Lolita y yo habíamos ayudado a existir; en ese sentido, “nuestro”; y, lo que se suele olvidar, íbamos a ser “suyos”»[14].
      Ese «ayudarle a existir» indica la singular cooperación que los esposos prestan en el surgir de una nueva vida; son pro-creadores –cocreadores, dijimos antes– y no meros reproductores, como los animales y las plantas. Por desgracia, este último término se ha introducido en el lenguaje relativo a la fecundidad humana, y no sin intención. Y, así, se alude a la salud «reproductiva», como si fuéramos un animal más, que se limita a reproducir algo previo, las perfecciones propias de la especie; en realidad, cuando germina una nueva vida humana hay un verdadero acto de creación, porque lo que constituye a la persona como tal es el alma, creada directamente por Dios y antes del todo inédita, aunque por fuerza ha de crearla en el cuerpo que los padres disponen.
      Y crear es mucho más que reproducir. Un artista no se limita, sin más, a fabricar una copia. En sus obras hay siempre novedad, algo irrepetible que las hace únicas. Cuando se trata del ser humano, todo él es nuevo e irrepetible. La confianza que Dios deposita en los padres provoca estupor y maravilla: pone en sus manos las joyas de la creación; y esa confianza es nuevo amor que se añade al que ya han recibido, como todos, por el hecho de ser criaturas.
      Como se ha insinuado y veremos luego de nuevo, el matrimonio solo es familia cuando se encuentra abierto a la llegada de los hijos y en la estricta medida en que está dispuesto y pone los medios para recibirlos. Si no hubiera esa disposición, sencillamente no habría familia… porque tampoco habría matrimonio.
      El amor es siempre fecundo, también en el caso de que los esposos no reciban el don de los hijos. La fecundidad de su amor no se manifestará entonces físicamente, sino espiritualmente, volcando la fuerza de su amor compartido hacia los demás, con expresiones que pueden ser muy variadas. Pero, en el seno del matrimonio, la fecundidad propia de todo amor adquiere habitualmente una modalidad maravillosa, que es la capacidad de traer al mundo a nuevas personas humanas de la única manera adecuada a la grandeza de esas personas, es decir, como fruto de un acto de amor espléndido: la unión íntima.
      De ahí que cuando un matrimonio excluye voluntariamente la fecundidad, suprime a la par el amor y de ningún modo puede considerarse auténtica familia ni siquiera, propiamente, matrimonio. De ahí, también, que el matrimonio auténtico esté siempre en «tensión» familiar; por eso, en el lenguaje coloquial se pregunta a los esposos si han tenido o no «familia», cuando se desea saber si ya les ha llegado o no algún hijo.
      De todas maneras, la tajante afirmación de J. Marías –«es funesta la interpretación familiar del matrimonio»– se matiza con sus mismas palabras, cuando a continuación añade: «la familia es la de los padres, la que los hijos encuentran». ¿Qué encontró el primer hijo de los Marías, sino, como él mismo dice, la familia de sus padres?
La doble filiación
      Puesto que apelamos ahora primariamente a Dios, dejemos que nos ilustren quienes tienen autoridad para interpretar su Palabra. En Jesús de Nazaret, Benedicto XVI se refiere a la paternidad humana y divina de la siguiente manera: «La paternidad de Dios es más real que la paternidad humana, porque en última instancia nuestro ser viene de Él; porque Él nos ha pensado y querido desde la eternidad; porque es Él quien nos da la auténtica, la eterna casa del padre»[15].
      Cita también el Papa, en ese pasaje, la exhortación del Señor recogida por san Mateo: «No llaméis padre vuestro a nadie sobre la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo» (Mt 23, 9). Son palabras enormemente significativas; aún más, si tenemos en cuenta que el Señor quiso tener un padre en la tierra –san José–, al que respetaba y veneraba con el cariño del mejor de los hijos. En el episodio del «Niño perdido y hallado en el templo», la Virgen dice: «Mira que tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando». La réplica del Señor es coherente con las palabras de san Mateo antes citadas: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que he de emplearme en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49).
      Hay, por tanto, que interpretar esa terminante respuesta de Jesús Niño, y su actuación al quedarse en el templo, como un modo de dejar clara la relación de pertenencia, amor y confianza absoluta que hemos de entablar con Dios. Al mismo tiempo, lo que Jesús contestó previene actitudes posesivas de los padres sobre los hijos, que no son pertenencia suya, sino un tesoro divino que Dios mismo ha puesto en sus manos, confiando en que los ayudarán a crecer y alcanzar su plenitud y su felicidad.
      Lo expresado en el párrafo precedente nos parece de capital interés. Frente a la tan difundida visión del hijo como algo deseado o no deseado, que se puede elegir, habría que decir que los auténtica y más propiamente elegidos son los padres; y lo son precisamente para ayudar a sus hijos. Los padres no escogen al hijo, sino que Dios los ha elegido a ellos, para ese hijo, desde toda la eternidad: su misión, como antes decíamos, es ponerse al servicio del hijo para que este descubra y recorra el camino que lo conduce a su verdadera patria, donde encontrará a su familia definitiva.
      Ahondando más todavía en la relación jerárquica entre «las dos» filiaciones, si todos somos fundamental y primariamente hijos de Dios, los padres viven bien su paternidad precisa y muy particularmente al poner los medios para que sus hijos sean buenos hijos de Dios.
      En un reciente testimonio, aparecido en la red, cuando el entrevistador comentaba a un conocido científico español los problemas de la juventud actual, este decía, refiriéndose a sus hijos: «También les hemos dicho que nos tendrán siempre a su lado… Tal y como están las cosas ningún joven “puede andar por la buena senda” si no es con un elevado grado de libertad. Hoy en día la virtud no es fácil, aunque mi visión de la juventud es muy positiva. A los chicos basta con mostrarles con sinceridad el camino del bien, un camino que es más exigente pero, a la vez, más atractivo que cualquier otro. También te digo una cosa, el mayor fracaso de mi vida sería el no haber ayudado a un hijo a encontrarse con Dios».
La estructura básica de la vida: recibir para dar
    La vida como don
      Si la vida humana se origina en una intervención gratuita de Dios, que cuenta con la colaboración de los padres, claramente se trata de un don. Un maravilloso regalo, del todo inmerecido.
      El carácter gratuito de cada vida humana, y de todas en su conjunto, puede advertirse desde «los dos extremos»: desde Dios y desde el hombre.
      a) Desde Dios. Adoptando la primera perspectiva, y a poco que vislumbremos Quién es Dios, resulta patente que no necesitaba crear y, de nuevo con expresión pobre y torpe pero significativa, que «no ganó nada» al crearnos.
      Para indicar esto último, con una terminología filosófica y relativamente inteligible, san Agustín explica que, con la creación de los ángeles, de los hombres y del resto del universo, hay más seres, pero no hay más Ser: no se incrementa en nada la infinita perfección divina ni, de nuevo con un modo de decir muy poco adecuado, la «perfección total» de cuanto existe.
      Con un lenguaje más «nuestro», y aún menos preciso, podemos repetir que, al crear al hombre –en quien ahora vamos a centrarnos–, Dios «no ganó nada»… excepto complicaciones. Introducimos un toque de humor precisamente para no sentirnos abrumados, casi aplastados, por la tremenda grandeza del Amor divino. De nuevo expresándolo a nuestro tosco modo, Dios «sabía» perfectamente, al crearnos (al crearme a mí, en concreto), lo que iba a suceder; que el hombre (de nuevo, yo) iba a apartarse de Él, pese a las óptimas condiciones en que lo había situado para ser eternamente feliz, y que el mejor modo de devolverle la capacidad de conquistar esa felicidad era encarnarse y morir –¡Dios!– por cada uno de nosotros.
      Solo si alcanzamos a entrever mínimamente la infinitud del Amor divino podemos medio entender que, aun así, decidiera crearnos.
      b) Desde el hombre. Enfocando la cuestión desde el hombre que «va a ser» creado, basta con decir que lo que aún no existe no puede tener ningún tipo de derecho, si la palabra se emplea en su sentido más propio.
      Precisamente esta verdad ha llevado a sostener que, de manera absoluta, el Amor precede a la justicia. Esta segunda consiste en dar a cada uno lo suyo, lo que le corresponde; mas nada puede corresponder a quien todavía no es, y precisamente el ser deriva de un acto de Amor gratuito, no debido en justicia. E incluso en las relaciones humanas, la justicia se encuentra sostenida por el amor: no daríamos a nadie lo que le compete –por más que, en estricta justicia, lo consideráramos suyo– si de hecho no quisiéramos su bien, si no lo amáramos.
      Uniendo los dos puntos de vista –lo que cada uno costamos a Dios y lo que Él recibe «a cambio»–, parece claro que, por mucho que multiplicáramos nuestra gratitud, siempre nos quedaríamos infinitamente cortos.
      Sin embargo –y también esto es hasta cierto punto comprensible–, a menudo no agradecemos suficientemente la vida que se nos ha dado, porque nos pesan los problemas, dificultades y dolores con que nos vamos topando; sufrimos, entonces, y nos quejamos. Pero aunque la vida sea costosa, supera todas las penalidades, todos nuestros cálculos y planteamientos. Tal como Dios la concibió y nos la entregó, la vida en sí es buena, aun cuando no lo comprendamos, o incluso precisamente porque supera nuestra capacidad de comprensión[16].
      Por lo mismo, todo lo malo que sucede en el mundo es consecuencia del intento de apoderarnos y apropiarnos de la vida, que entonces construimos a nuestras pobres y casi ridículas escalas y capacidades. Esa fue la tentación del diablo a nuestros primeros padres; el demonio les incitó a rechazar una vida «recibida» gratuitamente de Dios, y a que osaran ser ellos los dueños y señores, como si se la dieran a sí mismos: «seréis como dioses», les dijo. Ese pecado de origen nos trajo la muerte. La vida, sin embargo, es buena porque, en medio del inevitable dolor, procede y desemboca en la Vida divina que se nos da, y que es de una belleza y de una bondad inimaginables para nosotros.
      Como acabamos de sugerir y cualquiera puede comprobar echando una ojeada a su biografía, a los adultos nos cuesta bastante entender –y, mucho más, vivir– cuanto estamos diciendo. Los niños, por el contrario, viven esta realidad –la bondad de la existencia– de manera espontánea. Impresiona ver a niños en situaciones extremas, que carecen de todo, menos de la sonrisa; unas sonrisas abiertas y luminosas, difíciles de encontrar en nuestra sociedad opulenta.
      Su sonrisa no refleja la alegría de tener, porque apenas tienen lo imprescindible, sino la alegría de vivir.
    El «derecho a la vida»
      Inmersos en una sociedad dispuesta a ampliar más y más los derechos personales –interpretados de manera individualista–, se llega incluso a hablar de «derecho a la vida». Tomada literal y radicalmente, la expresión «todos tienen derecho a la vida» resulta errónea. La verdad profunda es, más bien, que «nadie tiene derecho a la vida». Porque, como pensamos haber mostrado, la vida no es un derecho, sino un don.
      Como es obvio, eso no quita que, en un sentido mucho menos radical, pueda hablarse del derecho a la vida de quien ya la posee gratuitamente. Quiere indicarse con ello que ningún hombre puede arrogarse la potestad de poner fin a una vida humana, ni siquiera a la suya propia.
      Pero con solo considerar despacio las últimas palabras –«ni siquiera a la suya propia»–, se abre ante nosotros un cúmulo de interrogantes, que cuestiona muchas de las presuntas verdades admitidas sin demasiado espíritu crítico en la sociedad contemporánea. Sin ir más lejos, la prioridad absoluta de los derechos sobre los deberes… si es que estos llegaran a considerarse; pues, de facto, lo habitual es oír hablar constantemente de los derechos, sin aludir siquiera a los correspondientes deberes.
      El «deber» tiene muy mala prensa. Pero, una vez más, por ignorancia, por desconocimiento de su auténtica naturaleza. Para empezar, conviene tener presente que el deber se encuentra indisolublemente aparejado a la libertad: los animales no tienen obligaciones o deberes porque no son libres, sino que actúan de manera necesaria. Por el contrario, el deber es una solicitación a la libertad; una especie de reclamo que uno tiene la obligación de seguir, pero que puede dejar a un lado… aunque habrá de pechar con las consecuencias. Hablar de deberes, por tanto, es referirse de manera implícita a nuestra condición libre y ratificar la libertad, probablemente el bien más preciado –al menos, en teoría– en el mundo contemporáneo.
      Y eso no es todo. Si logramos eludir la densa sombra proyectada por Kant, advertiremos que, por su relación con las tendencias más propiamente humanas, los deberes son indicaciones de la naturaleza, que apuntan y nos señalan las vías de nuestra plenitud y de nuestra felicidad. En ocasiones, puede costarnos cumplirlos, pero al hacerlo reafirmamos nuestra libertad y avanzamos en el camino de nuestra perfección y nuestra dicha. El problema de Kant reside en oponer, equivocadamente, deber y amor. Por el contrario, siguiendo a Agustín de Hipona, Tomás de Aquino había dejado claro que solo somos plenamente libres cuando cumplimos nuestros deberes por amor: solo entonces los llevamos a cabo, utilizando la expresión castiza tan significativa, «porque nos da la gana», libremente, y no coaccionados por nada ni nadie.
      Tal vez ahora se entienda por qué en ninguna de las culturas tradicionales, incluida la judía, se habla expresamente de derechos, sino de deberes: pretenden sugerirnos la vía que hemos de transitar para ser felices (los mandamientos serían el ejemplo más conocido). Desde una perspectiva filosófica, e incluso metafísica, cabe afirmar que, en el momento en que una persona es creada, junto con el alma y el acto de ser, se le otorga el deber primigenio –esforzarse por alcanzar su plenitud–, del que derivan sus principales derechos.
      Una comparación puede ayudar a comprenderlo. Cualquier semilla sana, precisamente por ser lo que es, encierra en sí el impulso hacia su pleno desarrollo. Si encuentra el hábitat adecuado, no puede sino crecer y perfeccionarse, hasta convertirse en planta o árbol, cuajado de frutos. Al hombre le sucede lo mismo… pero radicalmente distinto. Tiene en sí, lo quiera o no, el impulso hacia su perfeccionamiento; y necesita, para progresar, del oportuno contexto físico, psíquico y espiritual. Pero es libre: por consiguiente, solo se irá desarrollando en la medida en que lo quiera de manera eficaz. Si no lo hace, la obligación sigue presente y en vigor, pero él no cumple con su deber ni, como consecuencia, se perfecciona ni llega a ser feliz.
      Ahora bien, supuesto que quiera cumplirlo y sobre la base de ese deber inevitable, tiene el derecho, también inalienable y bastante obvio, a que se le permita cumplir con su deber. Más todavía, en función de la solidaridad que liga a todos los hombres, y que el individualismo actual casi impide percibir, goza también del derecho a que quienes se encuentran a su alrededor y puedan hacerlo, le ayuden a cumplir con su deber; igual que él está llamado a auxiliar a los demás en la observancia de los suyos propios.
      Se advierte, entonces, que la vida es un don, al que se une un deber primordial, en el que se sustentan a su vez todos los derechos fundamentales de la persona humana. Los derechos muestran así su verdadero rostro, que no es otro que el de proteger los deberes, hacer posible que se cumplan y abrir el paso hacia la plenitud y la felicidad. Y a los padres corresponde, en primer lugar, preservar los derechos de sus hijos, para facilitarles el desempeño de sus deberes y, con ellos, la perfección y la dicha consiguientes.
      Desde este punto de vista, que consagra la prioridad natural de los deberes, pierden su presunta fuerza las argumentaciones que enfrentan el derecho a la vida de la madre y el del hijo, y en las que acaba por triunfar casi siempre el derecho del más fuerte. Cosa que no sucede en absoluto cuando la cuestión se enfoca desde la perspectiva correcta: los padres tienen entonces todo el derecho (y la consiguiente obligación) de cumplir con su deber de defender la vida de cada uno de los hijos para los que han sido elegidos.
      Eliminando los pasos intermedios de cuanto acabamos de esbozar, advertiremos la vida como un fascinante don, que se constituye a su vez en hontanar de todos los derechos. Y estaremos también en condiciones de percibir que una sociedad que no protege la fuente de donde todos ellos surgen, es una sociedad gravemente enferma, con una dolencia que conduce a la «cultura de la muerte»; y que esta aparece cuando prima la «lógica del deseo» sobre la «lógica del amor», ligada al deber y a la auténtica libertad.
      La lógica del deseo concede un predominio absoluto a la voluntad propia, que manda y jerarquiza según las apetencias del momento –esto deseo, esto no deseo– y extiende esa voluntad caprichosa incluso a la vida humana en su raíz. Se habla así de hijos «deseados» o «no deseados »; y como satisfacer los propios apetitos se constituye en fin de la existencia, no se admitirá obstáculo que lo impida. Si el hijo es «deseado» y no llega por los cauces naturales, se estimará legítimo acudir a todos los procedimientos técnicos, sin que sirva de freno ninguna objeción moral. Por el contrario, el hijo «no deseado» que entra en escena sin haber sido requerido será eliminado cuanto antes, procurando que su desaparición sea indolora.
      La lógica del amor se basa en el respeto a la naturaleza de las cosas, porque detrás del orden creado se ve a un Dios inteligente y amoroso.
Relación entre el primer y el cuarto mandamientos
      Hasta ahora hemos hablado de la doble paternidad, divina y humana. Es el momento de referirnos a la correspondiente doble filiación, humana y divina. A saber, a la relación amorosa que hemos de tener con nuestros padres y con Dios, según señalan el primer y el cuarto mandamientos.
      Parece obvio que el orden de los mandamientos es el adecuado y sitúa el amor a Dios como el primero y más importante; pero, en el desarrollo del niño, el amor a los padres antecede cronológicamente al amor a Dios. Esto es así, como bien sabemos, porque el niño pasará un tiempo antes de conocer a Dios y poder dirigirse a Él como padre. Sin embargo, conviene precisar; pues en esos primeros años, los padres son los representantes de Dios para el niño y, por tanto, el cauce por el que el niño se pone en contacto con Él. De ahí que, aunque disfruten enormemente de las manifestaciones infantiles de afecto, los padres no deban apropiárselas en exclusiva, sino enderezarlas a su Señor, como buenos representantes suyos (lo suelen hacer muy bien las abuelas, que tienen experiencia de la vida y saben lo que de veras importa, por estar más cerca del final).
      El justificado anhelo de llevar cuanto antes al recién nacido a Dios –y, sobre todo, de llevar a Dios al niño–, hizo que los primeros cristianos comenzaran muy pronto a bautizar a los niños, sin esperar a que tuvieran uso de razón.
      Por otra parte, la filiación divina bien vivida favorece en los hijos la filiación humana, generando un amor creciente hacia los padres. También desde este punto de vista –que podría parecer egoísta, pero no lo es–, interesa a los padres hacer de sus hijos buenos hijos de Dios. Serán mucho más queridos por ellos, y cuando lleguen a la vejez verán a sus hijos sacrificarse gustosos para manifestarles su gratitud.
      Si amamos a Dios sobre todas las cosas, elevamos la tierra hacia el cielo; y si honramos a nuestros padres como se merecen, traemos el cielo a la tierra, porque este es «un mandamiento que lleva consigo una promesa: serás feliz y se prolongará tu vida sobre la tierra» (Ef 6, 1-3).
      Por el contrario, una sociedad que se desentiende de sus mayores manifiesta que antes ha desatendido o menospreciado a sus pequeños; en esto, se hace también verdadero el dicho que sostiene que cada quien cosecha aquello mismo que siembra o, llevándolo al extremo, el que afirma, como leemos en el Evangelio: «siembra vientos y recogerás tempestades».
El pleno desarrollo del hijo
    La peculiar gratitud del hijo
      Teniendo en cuenta lo señalado, queda claro que el niño recibe bienes continuamente, desde que es concebido, porque la estructura de la vida humana es recibir para poder dar.
      Pero también ahora compensa hacer algunas puntualizaciones. Durante un tiempo, el niño solo puede mostrar afecto a sus padres y a la gente próxima a él. Come, duerme y crece. Parece que toma mucho más de lo que da. Recibe alimentos y cuidados, a veces con una gran dosis de sacrificio por parte de los padres: noches sin dormir, planes supeditados a sus horarios, con la consiguiente pérdida de libertad de movimientos… Constituye, además, el centro de atención de cuantos se acercan a él, que se desviven para verlo dichoso. Da la impresión de ser un pequeño tirano, que ni aprecia lo que se le ofrece, ni da nada a cambio. Pero ¿realmente es así?
      Diríamos que no. En la medida en que recibe los bienes que le otorgamos, incluso involuntariamente, brinda a los padres, acompañada de la inclinación a llevarlo a cabo, la posibilidad de amar y entregarse, que es lo único que les hace crecer como personas y ser más felices. Igual que el mejor modo en que cada esposo puede amar al otro es, en el sentido etimológico de esta expresión, el de ser muy «amable» –facilitar al cónyuge que lo ame o la ame y, de este manera, mejore y sea dichosa o dichoso–, la forma de amar del hijo consiste, inicialmente, en suscitar el amor de quienes lo rodean, «sacar» lo mejor de cuantos lo tratan.
      Pero hay más. Insinuábamos antes que el modo más cabal de agradecer la creación de una obra de arte o las bellezas de la naturaleza consiste en hacerlas propias, en disfrutar a fondo de ellas. Cuanta más atención les prestamos y más nos llenan, más eficazmente mostramos nuestro reconocimiento. Y, en el extremo opuesto, por más que verbal y vehementemente las alabáramos, si de hecho no las atendiéramos y empleáramos tiempo en contemplarlas y enriquecernos y alegrarnos con ellas, no las apreciaríamos ni estaríamos agradecidos a su autor.
      Pues bien, el niño asimila todo lo que recibe, que, como acabamos de recordar y cualquiera puede advertir, es la mejor expresión de gratitud: lo aprecia de tal manera y hasta tal punto, que no duda en hacerlo suyo, lo asimila; y se desarrolla realmente deprisa, aunque no siempre lo percibamos. El crecimiento es su forma fundamental de dar, porque le está capacitando para entregarse luego a los demás con todo su ser, convenientemente enriquecido. Para eso despliega todas las dimensiones de su persona.
      Muchos padres son conscientes de que la etapa infantil es importantísima para sus hijos; y también para ellos; a veces comentan: «el exceso de ocupaciones me está haciendo perder la ocasión –que sé irrepetible– de ver crecer a mi hijo: me da pena»[17].

    Distintos aspectos de la formación del niño

Formación Espiritual
                                                                                               • Formación Física
                                                                                               • Formación Intelectual
                                                                                               • Formación Afectiva
                                                                                               • Formación Social
      Lo hasta aquí esbozado manifiesta que querer a nuestros hijos e ir haciendo posible que ellos a su vez quieran ya desde muy pequeños implica, entre otras cosas, que les ayudemos a desplegar todas sus virtualidades, a formarse del mejor modo posible.
      Los ámbitos de esa formación son variados, aunque puedan resumirse gráficamente en los que muestra la figura adjunta. Esa imagen sugiere también algo de capital importancia, sobre lo que volveremos una y otra vez en nuestro escrito. A saber, que todos los círculos que integran el desarrollo del niño se van superponiendo en torno al eje que da unidad y cohesión a la vida humana: la formación espiritual. Una formación que no se refiere tanto al conocimiento de oraciones y otras prácticas de piedad –como a menudo se entiende–, sino al desarrollo de las potencias espirituales, que son las más estrictamente personales y humanas: el entendimiento, la voluntad y la relación armónica entre ellas y con las facultades sensibles y el resto de nuestro organismo psicofísico.
      Este es el aspecto que integra a los demás y les otorga su dimensión «vertical». Tira de todos ellos hacia arriba. Pero, además de ser la clave del desarrollo humano cabal, es también el que corresponde más propiamente a los padres y el que de ningún modo deberían delegar en otros, porque requiere cercanía, confianza, autoridad y libertad progresiva; y todo ello en un clima de amor, que es el «oxígeno» que el espíritu necesita para respirar.
      El despliegue de las restantes dimensiones, las «horizontales», es también misión de los padres, aunque ayudados por personas o instituciones en las que subsidiariamente delegan. De esos cuatro ámbitos, compete más directamente a los padres el afectivo, que, desde cierto punto de vista, resulta también fundamental. Condicionará enormemente la vida del hijo y, si se desarrolla de manera adecuada, le proporcionará equilibrio y estabilidad para el resto de su existencia. Volveremos a hablar de ello.

Bartolomé Menchén y Tomás Melendo
 
© 2009. Ediciones Internacionales Universitarias, S.A.

  Notas
    [1] Diels, Hermann; W. Kranz, Walther: Die Fragmente der Vorsokratiker. Weidmann: Dublin-Zürich, 1972, unveränderte Nachdruck der 6. Auflage. Fragmento 112.
    [2] Aunque el lector puede fácilmente inferirlo, aclaramos que, a lo largo del escrito, emplearemos de ordinario, sin rigideces, el plural para aludir a los autores, excepto en las circunstancias en que el texto apele a uno solo de ellos, como ocurre con las anécdotas y demás referencias personales, en las que, a veces, se utilizará el singular.
    [3] Cf. Aristóteles: De partibus animalium, I, 644 b, 25 y ss.
    [4] Juan Pablo II: Encíclica Fides et ratio, 14-09-1998, Introducción.
    [5] Benedicto XVI: Meditación sobre la Palabra de Dios, 6-10-2008.
    [6] Simposio «Respuestas ante el invierno demográfico», Lisboa, 2008. Datos relativos a Europa. Una puesta al día de este problema se ha realizado en Madrid, en el VI Congreso mundial de las familias (World Congress of Families VI), del 25 al 27 de mayo de 2012, con participación de los principales expertos mundiales. Cf. aquí.
    [7] Con palabras de Gabriela Mistral: «Es posible que en el conflicto social que vivimos, y que es inútil negar, sea la cuestión de la infancia la única que pueda unir a los adversarios en la aceptación de reformas en grande. Muchas veces pienso que por este asunto podría empezar, y no por otro alguno, “la organización nueva del mundo”, porque hasta los peores levantan la cabeza, oyen, se vuelven un momento nobles y acogedores, cuando se nombra al niño. El pudor más tardío acude a la cara cuando a cualquier individuo sin conciencia social se le habla de la miseria de los niños, ofensa a Dios por excelencia, que hace día por día nuestra vergonzante sociedad cristiana». Mistral, Gabriela: «Los derechos del niño», en Magisterio y niño, Andrés Bello: Santiago de Chile, 1979, p. 63.
    [8] Obviamente, nuestra afirmación no incluye, por desgracia, al niño no nacido.
    [9] Y agrega de inmediato: «Estamos enfermos de muchos errores y de otras tantas culpas; pero nuestro peor delito se llama abandono de la infancia. Descuido de la fuente. Ocurre en algunos oficios que la pieza estropeada al comienzo ya no se puede rehacer. Y en el caso del Niño hay lo mismo: la enmienda tardía no salva. De este modo, nosotros estropeamos el diseño divino que él traía». Mistral, Gabriela: «Llamado por el niño», en Magisterio y niño, cit., p. 71.
    [10] En última instancia, el «lugar» adecuado para esas sugerencias sería el último libro de la trilogía que anunciamos al final de este escrito. Pero, como ayudan a conocer con más hondura al niño y pueden ya ser útiles para los padres, incluiremos algunas –las que mejor se adapten a esos objetivos– en el presente libro.
    [11] Polo, Leonardo: Ayudar a crecer: Cuestiones filosóficas sobre la educación. EUNSA: Pamplona, 2006, pp. 41-44.
    [12] Ibíd., p. 42.
    [13] Marías, Julián: Una vida presente: Memorias. Páginas de Espuma: Madrid, 2ª ed. revisada, 2008, p. 243.
    [14] Ibíd., p. 266.
    [15] Ratzinger, Joseph: Jesús de Nazaret. La esfera de los Libros: Madrid, 2007, p. 176.
    [16] Confiamos que esta afirmación se entienda, a la luz de lo que exponíamos en el capítulo primero sobre el conocimiento de lo más noble y elevado.
    [17] Trataremos más adelante de los beneficios que el embarazo, la lactancia, la maternidad y la paternidad suponen para la madre y el padre, también desde el punto de vista biológico y neuronal. El lector interesado encontrará abundante información, expuesta además con amenidad, en Ellison, Katherine: The Mommy Brain: How Motherhood Makes Us Smarter. Basic Books: New York, 2005, 279 pp.; tr. cast.: El cerebro de mamá: Cómo la maternidad estimula la inteligencia. Destino: Barcelona, 2007, 353 pp. Solo a modo de ejemplo: «En recientes estudios descritos en el Capítulo 3 se da a entender que, tal y como siempre se había sospechado, las madres están mejor preparadas para responder a las necesidades de sus hijos. Aun así, los beneficios que representa la maternidad no se limitan al cerebro de la madre. Los padres, las personas que se dedican habitualmente al cuidado de niños y los altruistas cotidianos también se benefician del contacto estrecho con los más pequeños». Ibíd., p. 11; tr. cast., p. 24. 

almudi

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