Tomás Melendo y Bartolomé Menchén han publicado recientemente Quiénes son nuestros hijos y qué esperan de nosotros,
en el que ofrecen consejos prácticos para ayudar a los padres en la
educación de sus hijos. El libro utiliza ejemplos que los autores han
recogido después de muchos años dedicados a la educación y que
complementan con explicaciones de la ciencia pedagógica
Por gentileza de los Autores y de EIUNSA – Ediciones Internacionales Universitarias, ofrezco la Presentación y los dos primeros capítulos de la parte primera del libro.
Presentación
Bastantes
padres se sienten agobiados por la educación de sus hijos. Quieren para
ellos lo mejor y están dispuestos a todo, pero no saben exactamente qué
hacer. Con frecuencia, hablan con otros matrimonios en circunstancias
análogas, acuden a charlas, conferencias y cursos, leen artículos,
folletos o libros, consultan con maestros y profesores, con psicólogos y
otros especialistas…
Su
conocimiento aumenta, pero también sus preocupaciones. Los desborda
tanta información, no siempre homogénea y en ocasiones contradictoria;
tienen la impresión de no llegar, de no dar abasto; son demasiadas las
cosas que deben atender…
Como
en situaciones análogas, el remedio podría consistir en encontrar «la
tecla» que propicia un cambio de actitud, capaz de provocar a su vez una
modificación en el comportamiento. En nuestro caso, el consejo es
relativamente sencillo, al menos de formular: «disfruta de cada uno de
tus hijos»; y, para conseguirlo, ante todo, «aprende a contemplarlo, a
mirarlo con atención y cariño».
No es una pre-ocupación más, una tarea previa a la de educar ni, por consiguiente, una obligación añadida.
Al contrario, es ya el primer paso de la educación de tus hijos, y tal
vez el más importante. Porque, como veremos en estas páginas, si sabes
mirarlos bien, ellos mismos te irán indicando lo que debes hacer en cada
momento.
Fíjate,
sobre todo, en lo mejor de cada uno, que es mucho más de lo que
supones. Por eso hablamos de disfrutar; se trata de una actividad llena
de consecuencias positivas, de frutos y de alegrías.
a)
Antes que nada, esos ratos de pausa y de serena contemplación te harán
bien a ti: constituirán un bálsamo imprescindible para tu propia vida,
con frecuencia demasiado agitada; te darán parte de la paz y del sosiego
interior que necesitas.
b)
Además, descubrirás en cada hijo muchas cosas que, con bastante
probabilidad, harán revivir gozosamente lo mejor de tu infancia y, en
cualquier caso, te ayudarán para tu día a día y para la buena marcha de
tu matrimonio.
c)
Por fin, casi como una consecuencia no buscada, todo lo anterior
desembocará en lo que inicialmente pretendías: el modo de ser de cada
hijo te sugerirá la manera de contribuir a su educación; solo a contribuir,
pues conviene tener muy claro desde el comienzo que el auténtico
protagonista y el principal punto de referencia del proceso educativo
–y, en parte, de la familia– es el propio niño.
* * *
Los
párrafos precedentes condensan la orientación del libro que tienes en
tus manos. Con él pretendemos, sobre todo, facilitarte la tarea de aprender a mirar a cada hijo, a contemplarlo, para conocerlo mejor.
Estimamos que esa es la clave de todo quehacer educativo.
Por
eso, lo que exponemos es fruto de muchas horas observando a los niños,
jugando y hablando con ellos… y, sobre todo, escuchándolos atentamente y
dando importancia a lo que nos dicen. También de lecturas y de ratos de
reflexión, pero realizados sin perder de vista a los niños reales. Y
del intento de comunicar lo que hemos aprendido a padres y profesores:
de ahí que la estructura del escrito reproduzca la de los cursos ya
impartidos, con las mejoras que hemos estimado convenientes. Conservamos
esa disposición para que no separes la teoría de la práctica: es decir,
lo que lees y piensas al hilo de la lectura, de lo que descubres en tus
hijos y, en función de esos hallazgos, decides poner por obra.
Encontrarás
en estas páginas bastantes anécdotas, que muestran la manera de ser de
los críos, a distintas edades, sobre todo en la primera infancia y, más
en particular todavía, en la etapa final de ese período. También algunas
explicaciones y citas de distintos autores, que aumentan cuando se
trata de cuestiones propiamente científicas, inaccesibles a la
experiencia ordinaria; pero todas, unas y otras, han sido contrastadas
con nuestras observaciones directas.
Importa
mucho que las leas con calma y, sobre todo, que, al hacerlo, también tú
compares lo que se dice con tu experiencia como madre o como padre. El
libro no es un fin, sino solo un medio para facilitar tu tarea como
educador… y como persona, como mujer o como varón.
Pronto verás por qué.
Parte Primera: Quién es el niño
Capítulo I. El marco de estudio
Bienvenidos al nuevo curso. De la pedagogía a la
antropología. Los males que nos aquejan. El remedio para
superar la crisis. Visión de conjunto. Una última advertencia.
antropología. Los males que nos aquejan. El remedio para
superar la crisis. Visión de conjunto. Una última advertencia.
Bienvenidos al nuevo curso
Nos encontramos en el comienzo de una nueva edición del curso de Antropología Infantil.
Como podréis observar los que habéis asistido a las clases en años
pasados, el enfoque y las líneas de fondo son los mismos, pero con un
material renovado y, a veces, no solo puesto al día, sino inédito.
También el contenido está estructurado de manera diferente.
Es
lógico que sea así; estamos adentrándonos por una senda poco transitada
y vamos tanteando para dar con el camino justo. En cierta medida, somos
como el que se acerca a la cuna en silencio, casi de puntillas y,
conteniendo la respiración, para no despertar al pequeño que duerme, lo
mira entre absorto y asombrado; pero a nosotros no nos basta con
contemplar al niño, aunque esa sea nuestra principal tarea, sino que
queremos reflexionar sobre él: dejar que nos hable, con su presencia
callada y elocuente, antes de dirigirle la palabra.
La
realidad solo se conoce con hondura al poner en juego la inteligencia y
el corazón; y la realidad que ahora nos interesa es el niño. Con él no
falla el corazón: es muy fácil quererlo; sin embargo, debemos también
activar la inteligencia, para sacar a la luz toda la maravilla que
cualquier niño –cada uno de tus hijos o de tus hijas– encierra en su
interior. Aprenderemos mucho de ellos y descubriremos que los motivos
para amarlos son bastante más numerosos, variados y profundos de lo que
sospechábamos.
De la pedagogía a la antropología
Desde
antiguo, casi todo lo que se ha escrito acerca del niño presenta como
rasgo común un enfoque pedagógico: esos estudios pretenden conocer mejor
al niño para guiarle en su camino y enseñarle a ser hombre.
Nosotros adoptaremos una perspectiva distinta. Nos serviremos
principalmente de la filosofía y, dentro de ella, de la antropología,
que es la rama que estudia al hombre, también con sus diferencias –como
las de mujer y varón– y en sus distintas etapas, con especial referencia
a la infancia, por considerarla fundamental.
Conocer la realidad tal como es
Frente
a lo que se veces se afirma, y no sin algo de razón, la buena filosofía
no «se anda por las ramas» ni «está en las nubes»; muy al contrario,
pretende conocer la realidad tal como efectivamente es: ni más ni menos.
Suele
decirse, por eso, que la filosofía no tiene un fin distinto del propio
saber, que el filósofo conoce por conocer. Tal vez sería mejor afirmar
que conoce porque vale la pena conocer; porque la realidad merece
ser conocida: unas más que otras, como cualquiera puede concluir, con
solo mirar a su alrededor y pensar un poco. Por ejemplo, los que solemos
calificar como «chismes» no merecen ser conocidos; no deberíamos perder
el tiempo en cotilleos. En el extremo opuesto, Dios merece que le
dediquemos toda nuestra atención. Y algo similar ocurre con las
personas; por ser personas, nos están pidiendo a gritos que las
conozcamos y que las amemos, que las tratemos con cariño, que nos
andemos con contemplaciones: conocimiento-y-amor, amor-y-conocimiento.
¿Quién dice, entonces, al filósofo lo que merece ser conocido y lo que no?
La realidad misma.
Igual
que el niño, el auténtico filósofo es un «explorador» del universo:
adopta una actitud de apertura hacia todo lo que existe, se dispone a
conocerlo sin prejuicios. Y lo que va conociendo le orienta, primero, en
su mismo conocer. Ante todo, según apuntábamos, «le dice» si vale o no
la pena que le preste atención. Pero también le indica cómo hacerlo. Si
uno se topa con un destornillador o con un martillo, estos «le dicen»
que basta con que aprenda a manejarlos, a utilizarlos, precisamente
porque son útiles o instrumentos. Si está ante una obra de arte, el
cuadro o la escultura le piden, en primer término, un homenaje al bien
que encarnan, un acto de adhesión a su belleza; y, también, de gratitud a
quien los realizó. Algo análogo sucede cuando contemplamos la hermosura
de la naturaleza: esa armonía y ese esplendor reclaman de nosotros el
reconocimiento, en el doble sentido de esta palabra, y, además, que
gocemos a fondo con ellos y demos gracias por la existencia de parajes
tan maravillosos.
En ese sentido, no hay un «para» que oriente previamente
el saber filosófico. Al filosofar, pretendemos solo conocer y dejarnos
guiar por lo que vamos conociendo. Un antiguo filósofo, Heráclito,
aconsejó mantener «el oído atento al ser de las cosas»[1],
permitir que nos hablen de sí mismas, cada una con la voz, la
intensidad, el tono y la extensión que les corresponde, procurando por
nuestra parte, simplemente, evitar las interferencias en la escucha.
Entre
esos entorpecimientos se encontrarían los prejuicios, que es justo lo
que el niño aún no tiene. Por eso, si aspiramos a conocer la realidad
tal como es, si queremos que ella nos indique el mejor modo de
conocerla, no deberíamos a priori definir y poner límites a ese
conocimiento, determinar unas características del saber, que excluyan de
antemano posibles aspectos de la realidad. No deberíamos decidir, por
referirnos a algo bastante común, pero erróneo: «solo admitiré como
conocimiento auténtico y verdadero lo que pueda ser medido con
precisión, lo que sepa perfectamente, aquello de lo que no quepa dudar».
Porque ¿quién nos asegura que lo más importante de una realidad es lo
que puede medirse, y no al contrario? ¿Puede, propiamente, medirse el
amor o la libertad o la paciencia o el valor? ¿Alguno de los lectores –y
me dirijo ahora sobre todo a los varones, porque ese es mi caso– puede
afirmar que conoce perfectamente a su mujer, que esta no le sorprende un
buen montón de veces cada día?[2].
Si,
antes de acercarme a la realidad, establezco las exigencias y los
límites en los que se moverá mi conocimiento, es muy probable que acabe
ignorando justo lo que más y mejor debería saber, pero cuya plena
comprensión se me resiste. Más todavía: el hecho de que haya realidades
que no logro entender perfectamente, ¿no podría ser un síntoma y una
indicación de que aquello es tan maravilloso, tan impresionante, que
supera mi capacidad de conocer, sin duda limitada?; ¿no será entonces
una invitación a atenderlo con el máximo esmero y dedicación, aunque
nunca consiga comprenderlo enteramente?
Es
lo que sostenía Aristóteles, refiriéndose a Dios. Que es tan grandioso y
de tal riqueza, que vale más un conocimiento acerca de Él, aunque sea
mínimo y muy imperfecto, que todo lo que podamos saber del resto del
cosmos. Y añadía, con un toque de delicada ternura, casi único en los
escritos que de él conservamos: igual que nos llena de alegría
enterarnos de detallitos nimios de las personas a las que amamos, y
preferimos conocer esas pequeñeces a recordar con precisión las grandes
gestas de héroes o cualesquiera otras realidades a las que no tenemos
cariño[3].
El niño como guía
¿Qué sucede cuando intentamos conocer filosóficamente, sin prejuicios, al ser humano y más en particular, al niño?
Que nos llevamos muchas sorpresas.
Entre
otras, advertimos que en el chiquillo se encuentran más puras y «en
mejor estado» bastantes de las cualidades propias del varón y de la
mujer. Y eso introduce en nuestras consideraciones, y en nuestro curso,
una novedad muy radical, a la que ya hemos aludido.
Cabría formularla así:
El enfoque antropológico que estamos adoptando procede al revés que el pedagógico: pretende conocer al niño para que él nos guíe y nos enseñe a ser hombres; porque, como hemos sugerido e iremos viendo con calma, el niño no es otra cosa que un hombre transparente. Al mirarlo a él, con atención y con mimo, aprenderemos quiénes somos nosotros: descubriremos, ¡por fin!, nuestro secreto.
Muy
probablemente sea esta la idea más importante de todo el libro. No la
pierdas de vista e intenta profundizar en ella y extraer consecuencias,
conforme avances en la lectura y, siempre que puedas, también por tu
propia cuenta.
Nuestro curso se titula: «Quiénes son nuestros hijos y qué esperan de nosotros».
En realidad, lo que esperan de nosotros es que, en la edad adulta que
vivimos, no echemos a perder ninguna de las estupendas promesas
–realidades incoadas– que estaban presentes en nuestra infancia y
vuelven a estarlo en la de cada uno de nuestros hijos e hijas. Es tarea
de la filosofía descubrir esas realidades, así como averiguar el modo de
conservarlas, acrecentarlas o revivirlas, si las hubiéramos olvidado.
Pese
a lo dicho hace unos instantes, quizá al hablar una y otra vez de
filosofía alguien experimente cierta aprehensión o rechazo, pensando en
complejas y difíciles cuestiones expuestas con un vocabulario abstruso e
ininteligible. No hay que temer ni intranquilizarse. Esa es la «mala»
filosofía. Al contrario, como hemos sugerido, la auténtica y mejor
filosofía –sin dejar de perseguir el fondo de lo que estudia–
busca con todos sus recursos que la claridad acompañe a la hondura y que
la emoción se sume a la reflexión; y viceversa, que nuestro conocer se
integre en el conjunto de nuestra existencia: que se coloree con los
sentimientos que despierta en nosotros y que sea lo suficientemente
claro y atractivo como para guiar nuestro comportamiento. Una filosofía
que «no pueda vivirse» no merece ser pensada.
Por
lo tanto, filosofar, conocer con calma y hondura, es una actividad al
alcance de todos, y utilísima –o, más bien, imprescindible– para
remediar bastantes de los males que nos afligen, derivados en buena
medida de no conocer bien la realidad y, por tanto, de no actuar
respecto a ella como es debido.
La
perspectiva filosófica será completada con aportaciones teológicas,
porque la revelación es también una fuente de conocimiento, que confirma
y amplía lo que alcanzamos por la razón.
Como
escribió Juan Pablo II: «La fe y la razón son como las dos alas con las
cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la
verdad»[4].
Los males que nos aquejan
No
podemos negar que nos encontramos en medio de una profunda, plural y
dilatada crisis, que es mucho más que económica. Quizá sea tan honda y
preocupante, entre otros motivos, porque nuestra opulenta sociedad
occidental lleva tiempo queriéndose cimentar, de manera exclusiva, sobre
lo económico, que es tanto como decir lo material. Y, en efecto, las
realidades materiales y económicas son importantes para construir el
mundo. Pero no las más importantes.
Ni tampoco las más reales,
aunque nos hayamos acostumbrado a situarlas en primer plano y a reducir
nuestro cosmos a lo que se ve y se toca. Basta con reflexionar un poco,
con pararse a observar y pensar, y descubrimos que, en
condiciones normales, hay muchas cosas que a cualquiera de nosotros nos
importan más e influyen más en nuestras vidas que el bienestar material o
la economía: el cariño de nuestros padres, de nuestra mujer o de
nuestro marido, la educación y el desarrollo de nuestros hijos y
alumnos, la amistad de quienes nos quieren…
Lo
que sucede, en parte, es que los momentos dedicados a profundizar en
quiénes y cómo somos realmente y en lo que de verdad nos interesa se van
reduciendo más y más, hasta tornarse muy escasos, casi inexistentes. Y,
movidos por el ambiente, como por inercia, acabamos considerando más
relevante y real lo que todos conciben de ese modo.
Porque
no deberíamos olvidar que, en nuestra civilización, el modelo por
antonomasia de conocimiento es la ciencia experimental, que pretende ser
la única forma de saber auténtico, excluyendo a las restantes. Y, en
virtud del método que le es propio, el saber experimental tiene que
dejar de lado lo que no puede percibirse sensiblemente e incluso todo
aquello que no cabe medir con precisión. Está en su derecho… con tal de
que no pretenda que lo que la ciencia experimental no considera, en realidad no existe.
Como
a veces pasamos por alto esa distinción, acabamos viviendo como si no
existiera más que la materia y lo material: como si solo eso fuera lo
importante o incluso lo real.
Debemos superar tal error. Nos jugamos mucho –todo– en lograrlo o no.
Así
lo expresaba Benedicto XVI, no hace demasiado tiempo, glosando la
parábola evangélica del que edifica sobre roca y el que edifica sobre
arena: «Sobre la arena construye quien construye solo sobre las cosas
visibles y tangibles, sobre el éxito, sobre la carrera, sobre el dinero.
Aparentemente estas cosas son las verdaderas realidades, pero todo esto
un día pasará. Lo vemos ahora en la caída de los grandes bancos […] y
así todas estas cosas que parecen la verdadera realidad con la que
contar, son realidades de segundo orden. Por tanto debemos cambiar
nuestro concepto de realismo. Realista es el que construye sobre un
fundamento permanente»[5].
En
última instancia, sobre quién y cómo es el hombre, advertido en toda su
riqueza, sin reduccionismos ni recortes, que excluyen lo más
propiamente humano, compuesto precisamente por aquellos atributos y
propiedades que trascienden lo meramente físico.
El remedio para superar la crisis
No
debería asombrarnos, entonces, que la desmesurada importancia concedida
a lo material nos deje insatisfechos y conduzca a situaciones tristes y
dolorosas, tanto en el plano individual como en el social. La persona
humana, cada uno de nosotros, pese a los momentos de debilidad e incluso
a algunos o bastantes comportamientos un tanto mezquinos, valemos mucho
más que todo lo material que pueda concebirse.
Lo comprobaríamos, simplemente, si prestáramos más atención y tomáramos nota del modo como miramos a nuestro cónyuge o a nuestros hijos, con toda la carga de humanidad que ese mirar encierra. Pero también mediante manifestaciones de más amplio alcance.
¿Una prueba de este segundo tipo, palpablemente reveladora de la insuficiencia de la materia?: tanto el materialismo
teórico como el práctico, encarnados en el antiguo comunismo de la
Europa oriental y en el consumismo de la Europa occidental, han
desembocado en una crisis humana, uno de cuyos aspectos principales es
el «invierno demográfico». Esta expresión alude a la desaparición
progresiva de los niños, a los malos tiempos que corren para la cultura
de la vida, al envejecimiento de una sociedad que –al no dar a luz el
número de hijos necesario para el denominado «relevo generacional»–
parece dirigirse a su voluntaria extinción. Mientras esta tendencia no
cambie, puesto que el 80% de la riqueza económica depende del capital
humano, no es de extrañar que nos vayamos empobreciendo más y más.
Un simposio sobre el tema, que tuvo lugar no hace mucho, arrojaba los siguientes datos, relativos a Europa:
− Un millón de nacimientos menos respecto a 1982.
− 10,1 millones de matrimonios rotos en los últimos diez años: 15 millones de niños afectados.
− El envejecimiento de la población amenaza la quiebra del Estado del bienestar: pensiones y sanidad[6].
Algunos
países han comenzado a reaccionar ante esa situación, creando
ministerios para ayudar a la familia y reconociendo en los niños el
elemento básico y la clave para el progreso.
Y,
en efecto, lo son; nunca insistiremos bastante en este punto, aunque
debamos profundizar en él y seguir extrayendo consecuencias.
Pues,
sin duda, como sugeríamos, los factores que influyen en la crisis son
múltiples y complejos. Un intento de solución debería tener en cuenta la
mayor parte de ellos. Pero, puesto que no podemos abarcarlo todo y
hemos de comenzar por lo que resulta más relevante y llevará consigo una
mayor y más duradera mejora global, compensa concentrar lo mejor de
nuestros esfuerzos en los niños.
No
solo porque constituyen el futuro de la sociedad, como suele decirse
con razón, y por causas mucho más hondas, que iremos viendo en estas
páginas. También por otro buen número de motivos, que cabe apuntar ya,
pues nos ayudarán en nuestra tarea.
Por
ejemplo, y para empezar, porque en la cultura contemporánea, que ha
puesto en tela de juicio realidades tan fundamentales como el
matrimonio, la fidelidad, el desinterés, la auténtica amistad, el amor
en su sentido más hondo…, el niño sigue siendo, por el contrario, casi
universalmente respetado, al menos en teoría[7]:
son pocos los que se atreven públicamente a hablar en su contra o a
defender los atentados que, por desgracia, se cometen contra ellos.
Sospechan justificadamente que la opinión pública se les echaría encima[8].
También
porque la atención a la infancia no puede postergarse. Como escribe
Gabriela Mistral: «Muchas de las cosas que hemos menester tienen espera:
el Niño, no. Él está haciendo ahora mismo sus huesos, criando su sangre
y ensayando sus sentidos. A él no se le puede responder: “Mañana”. Él
se llama “Ahora”. Pasados los siete años, lo que se haga será un
enmendar a tercias y corregir sin curar»[9].
Además,
porque si pretendemos ayudar a nuestros hijos nos veremos gozosamente
«forzados» a mejorar nosotros. Porque, en ese empeño, mejorarán las
familias, que es tanto como decir que mejorará nuestro entorno, la
sociedad y el conjunto de la humanidad. O, desde el extremo contrario,
porque cualquier empeño de progreso que no deje su impronta en los niños
está llamado a desaparecer, mientras que el perfeccionamiento de los
chicos tiende naturalmente a multiplicarse y asegura, hasta donde es
posible, un adelantamiento profundo, global y duradero.
Por
fin, y no se trata del motivo menos importante, porque está en nuestras
manos ayudar a nuestros hijos mediante nuestra propia mejora, mientras
que pocos de entre nosotros pueden cambiar las leyes nacionales o
internacionales, intervenir con éxito en los medios de comunicación y en
la opinión pública, en los distintos foros de alcance mundial, etc.
Pero
si el niño es la clave, como en efecto lo es, ¿por qué países con una
elevada tasa de natalidad se encuentran sumidos en la pobreza material y
en el desencanto humano? Ya lo hemos apuntado, pero conviene repetirlo y
reflexionar honda y pausadamente sobre ello: porque no basta con que
haya niños; es preciso educarlos o, si se prefiere –pues es un modo de
enfocarlo más acorde con el núcleo de nuestro escrito–, no impedir su
normal desarrollo, dejarles que sean lo que están llamados a ser.
La
gran arma para superar la crisis espiritual y material es el niño,
ciertamente; pero el niño formado y educado en todas sus posibilidades.
Las páginas que estás comenzando a leer pretenden ayudarte en esa apasionante tarea.
Visión de conjunto
Como
puedes advertir ojeando el índice, el libro se compone de tres
secciones, que en principio coincidían con los trimestres en que se
desarrollaba el curso, pero que articulan cabalmente cuanto pretendemos
tratar. De ahí que las conservemos.
En la primera intentamos descubrir quién es el niño; en la segunda, cómo es; en la tercera y última, colofón de las anteriores, la raíz de su condición personal:
qué es lo que lo caracteriza más propiamente como persona o, con
palabras más cercanas a nuestro enfoque, algunos elementos centrales
para su educación, que influirán muy particularmente en el resto de su
vida y en el de la sociedad en su conjunto, ahora y en el futuro; en
concreto, durante las etapas en las que se produce lo que cabe denominar
«eclosión del espíritu», es decir, el despertar moral y religioso.
También
te darás cuenta de que no se trata de un esquema rígido, pues no lo es
la propia realidad del niño ni ninguna otra realidad humana. Incluso
podríamos mantener la misma estructura, relacionándola, por ejemplo, con
la instauración y el despliegue de la familia, como hacemos a
continuación.
Quién es el niño
La
primera parte trataría, entonces, de la plena constitución de la
familia, haciéndola bascular –tal como venimos repitiendo, por
considerarlo clave– en torno al niño: lo que es y lo que pide de
nosotros, sus padres, precisamente por ser quien es; pues, según
veremos, en la medida en que correspondemos a lo que cada hijo nos
solicita, nuestra familia se completa y mejora, al tiempo que nos
desarrollamos y perfeccionamos nosotros mismos.
Esta sección inicial se compone de cuatro capítulos o temas.
Capítulo I: «El marco de estudio».
Es
precisamente el que ahora estás leyendo: pretende encuadrar nuestros
análisis, precisando la perspectiva desde la que serán abordados.
Capítulo II: «Lo que el niño recibe».
Tras la presentación inicial consideraremos, antes que nada, lo que el niño recibe.
Parece lógico comenzar de este modo, puesto que el niño es fruto de un
acto de amor gratuito, de Dios y de sus padres, que hace de él
precisamente eso, un hijo o, si se prefiere, una persona –con todo cuanto esto implica–, caracterizada muy singularmente por su filiación, por su condición constitutiva de hijo.
En
este contexto, advertiremos que el hijo proviene de la familia y
construye la familia: marido y mujer componen (el comienzo de) una
familia, precisamente porque se aman y, puesto que el amor es fecundo,
porque están abiertos a la llegada de la prole, porque su unión incluye
la expectativa de los hijos; conforme estos son recibidos, puede decirse
que la familia se consolida y va estando completa.
Pero,
como hemos apuntado, cada uno de nuestros hijos es también, y sobre
todo, hijo de Dios, que es otra forma –superior y más vital, con más
consecuencias existenciales– de referirnos de manera directa a su índole
de persona. Por eso puede hablarse de una doble filiación, que conviene
tener muy en cuenta, por el bien de nuestros hijos, por el nuestro
propio y por el de toda la humanidad.
Capítulo III: «Lo que el niño da».
El siguiente tema está dedicado a lo que el niño da. Pues, frente a lo que a primera vista pudiera parecer, el hijo da, al menos, tanto como recibe.
Para empezar –y se trata de lo más relevante–, enriquece con su propia persona a la familia a la que llega, a las que la rodean y al conjunto de la humanidad.
Además,
en condiciones normales, la concepción, el nacimiento y la educación de
cada hijo refuerza la unión entre los padres, llamados a complementarse
mutuamente. Estos «responden» a la llegada del hijo incrementando su
fidelidad, haciendo crecer y acrisolando la calidad de su amor, la
comunicación mutua…
Tareas que el hijo no solo reclama, sino que facilita enormemente, aunque no suprima el esfuerzo para sacarlas adelante.
Capítulo IV: «El desarrollo de la afectividad infantil».
Esta
primera parte concluye con algo de capital importancia: el surgimiento y
la conformación inicial de la afectividad infantil, previa al
desarrollo de la inteligencia y nacida sobre todo del contacto físico,
psíquico y espiritual con la madre y, de manera complementaria, con el
padre.
A
través de esa afectividad incipiente, e interpelados por ella –por el
anhelo de «adivinar» lo que le sucede al niño y responder del modo
adecuado–, los padres descubren y comunican al hijo lo mejor de sí, su
intimidad, y el hijo hace a los padres partícipes de su propia vida
interior, que germina y va floreciendo gracias al contacto con ellos. La
familia va estrechando sus lazos, desarrollándose y afirmándose como
familia.
Tal
vez en estos primeros capítulos eches un tanto de menos indicaciones
educativas explícitas. Las hay, sin duda, y fundamentales[10].
Pero, sobre todo, captar a fondo quiénes son tus hijos y cuál es su
función en la familia y en el mundo forjará en ti la mejor disposición
para tratarlos como lo que son –personas, merecedoras de sumo respeto y
reverencia– y para ayudarlos a crecer y a desarrollarse, cumpliendo así
el cometido para el que Dios los ha puesto en el mundo.
Te
aconsejamos, pues, vivamente leer estas páginas iniciales con calma y
volver a ellas siempre que lo consideres oportuno.
Cómo es el niño
Capítulo V: «Rasgos del espíritu en la infancia».
Todo
ser humano tiene un componente físico, el cuerpo, a través del cual se
encuentra situado en el mundo y se relaciona con él. En buena medida, el
desarrollo más o menos adecuado del niño coincide con la mayor o menor
corrección de su implantación en el mundo. A diferencia del animal, el
hombre no tanto se adecúa a su entorno, sino que lo modifica en función
de sus propias necesidades y objetivos. Hay, por tanto, cierta
adaptación, nunca completa, que manifiesta que lo propiamente humano se
sitúa más bien en los dominios del espíritu y en su relación con las
demás personas.
Por
otro lado, buena parte de la inserción del niño en el entorno físico y
en el ámbito personal procede de su enorme aptitud para imitar a quienes
lo rodean. De ahí la importancia de cuidar desde los primeros meses la
calidad de los modelos que el chico, sin siquiera advertirlo,
reproducirá.
Capítulo VI: «Mundo interior y mundo exterior».
Tras
haber considerado estas cuestiones, el capítulo siguiente contempla la
importancia, para la vida del niño y de la entera familia, de encontrar
un equilibrio entre el mundo interior, o intimidad, y el mundo exterior.
El
primero está inicialmente propiciado y respaldado por la madre, que
sabe suscitarlo en el hijo. La apertura del niño hacia la realidad
externa y extrafamiliar es más bien tarea del padre.
Veremos
también cómo es el conocimiento del niño y en qué sentido «supera» al
de los adultos. Y estudiaremos finalmente la tan distinta manera como
niños y adultos vivencian el tiempo y las actividades que en él se
desarrollan.
Capítulo VII: «El sentido progresivo y genuino de la responsabilidad».
Para
el niño, como en cierto modo para todos sus miembros, la familia es la
palestra en la que se entrena para lanzarse luego al mundo en su
totalidad.
Y
situado ante el conjunto de lo existente y, muy en particular, ante las
demás personas, el ser humano tiene que responder al llamamiento que
las distintas realidades le hacen. En el fondo, toda la vida humana
compone la respuesta de cada hombre a esa apelación constante
que, a través de las más variadas circunstancias, lo dirige hacia su fin
y hacia su plenitud.
Tal vez sea este –capacidad y deber de responder– el contenido más propio del término «responsabilidad», que en el niño se despliega de manera gradual y creciente.
Capítulo VIII: «Trato y relación».
Las
orientaciones para favorecer ese desarrollo de la responsabilidad se
van haciendo más claras y relevantes en la medida en que aumenta nuestra
comprensión del niño, y se explicitan en este capítulo VIII por su
relación con otros miembros de la familia «nuclear» y de la «gran»
familia.
El despertar moral y religioso del niño
Estamos ante la sección decisiva, hacia la que se orienta todo el libro, al menos por dos motivos.
a) Porque el objeto de estudio es de una relevancia que difícilmente cabría exagerar.
b)
Y porque bastantes padres no le prestamos la atención debida, contentos
y satisfechos por los adelantos más palpables que hemos descubierto en
los años precedentes de nuestros hijos: despertar de la sensibilidad,
coordinación motora, lenguaje, primeros pasos en la sociabilidad, etc.
Sin
embargo, es ahora cuando nos enfrentamos con lo más propiamente humano
del niño, con aquello en lo que se juega su felicidad más radical.
Frente a los animales, el hombre está caracterizado por su capacidad de conocer la realidad tal como esta es y de responder
a sus respectivas exigencias o llamadas, con el grado y modo de saber
correspondientes, a los que sigue –o debería seguir– el comportamiento
también más adecuado: el amor inteligente, concebido como búsqueda
eficaz del bien del otro en cuanto otro (y de sí mismo, por amor a Dios y
a los demás).
Capítulo IX: «El despertar moral».
Trataremos,
entonces, en el capítulo IX, del acercamiento a la verdad propio de los
niños y, de inmediato, del germinar moral, es decir, de la aptitud para
distinguir entre lo bueno y lo malo, que tiene lugar cuando el niño
empieza a hacerse cargo de lo que sucede a quienes lo rodean, de
«conectar» con ellos, haciendo que sus asuntos le afecten.
Capítulo X: «El despertar religioso».
El germinar de la conciencia moral se encuentra ligado al despertar religioso del niño, es decir, al intento de captar el sentido último y definitivo de lo que encuentra en su camino y de su propia vida.
Todos
sabemos que hay un período de la infancia del niño en el que se vuelve
tremendamente «curioso» y no para de indagar el «porqué» de cuanto
ocurre a su alrededor. Se trata, sin duda –lo repetimos adrede–, de uno
de los períodos principales de cualquier biografía.
Es
este un momento crucial para aprovechar sus preguntas y encontrar
nosotros mismos respuestas más sencillas y profundas a los misterios de
la existencia.
Capítulo XI: «La verdadera religiosidad y la vida de infancia».
Uno
de los mayores peligros de la religión y de la piedad son sus
falsificaciones. Conviene, pues, estar atentos para apoyar, en nuestros
hijos, el nacimiento de la auténtica y genuina religiosidad, unida muy
íntimamente a las virtudes teologales.
La
fe infantil germina mediante el trato con Dios Padre, omnipotente y
creador. La esperanza está ligada en el niño a la figura entrañable de
María, Madre de Dios hecho hombre. La genuina caridad brota en el
pequeño cuando percibe que Jesucristo sufrió y nos redimió movido por su
Amor infinito. Más adelante, al comenzar la segunda infancia, advertirá
que Jesús nos sigue hablando hoy a través de las mociones del Espíritu
Santo.
Capítulo XII: «Algunas virtudes imprescindibles en la familia».
Después
de haber considerado brevemente las virtudes teologales, intentaremos
exponer la importancia y el papel de algunas otras virtudes, que
favorecen el desarrollo de la personalidad del niño.
Atenderemos
sobre todo a las que estimamos más relevantes en el contexto familiar:
templanza, justicia, orden, sinceridad, responsabilidad, generosidad,
alegría…
Una última advertencia
Tras
habernos hecho una idea de lo que estudiaremos, se impone una última
recomendación: para aprovechar de veras el curso es sumamente importante
que participen ambos esposos; si uno de ellos no puede asistir o
trabajar a fondo lo que expone este libro, al menos debería leerlo y
comentarlo con su cónyuge.
Por
lo que respecta a la educación de los hijos, es decisivo entender y
llegar al convencimiento real –operativo, sin componendas– de que su
inserción armónica en el mundo se realiza por la relación con el padre y
la madre, en cuanto componen una unidad. Así como en la concepción
corporal del nuevo ser intervienen necesaria y gozosamente unidos el
principio masculino y el femenino, en su desarrollo espiritual es
también imprescindible la presencia conjunta de ambos.
Además,
volviendo a las dimensiones más prácticas de nuestro curso, la visión
complementaria del padre y la madre confiere una especial riqueza a la
asimilación de la materia y facilita ponerla por obra de manera
creativa: asistiendo a la misma clase y escuchando o leyendo las mismas
palabras, la madre y el padre «ven» cosas distintas, que, con el
diálogo, se realimentan y enriquecen de manera insospechada.
Capítulo II. Lo que el niño recibe
La marca indeleble de la filiación. El hijo proviene de la familia
y constituye la familia. La doble filiación. La estructura básica de
la vida: recibir para dar. Relación entre el primer y el cuarto
mandamientos. El pleno desarrollo del hijo.
y constituye la familia. La doble filiación. La estructura básica de
la vida: recibir para dar. Relación entre el primer y el cuarto
mandamientos. El pleno desarrollo del hijo.
La marca indeleble de la filiación
Para
desplazarse a Australia, donde se encontraría con una multitud de
chicos y chicas, en la jornada mundial de la juventud, Benedicto XVI
tuvo que realizar un largo viaje. Al poco tiempo de llegar, comentaba:
«Para algunos puede parecer que, viniendo aquí, hemos llegado al fin del
mundo. Ciertamente, para los de vuestra edad cualquier viaje en avión
es una perspectiva excitante. Pero para mí, este vuelo ha sido en cierta
medida motivo de aprensión. Sin embargo, la vista de nuestro planeta
desde lo alto ha sido verdaderamente magnífica. El relampagueo del
Mediterráneo, la magnificencia del desierto norteafricano, la exuberante
selva de Asia, la inmensidad del océano Pacífico, el horizonte sobre el
que surge y se pone el sol, el majestuoso esplendor de la belleza
natural de Australia, todo eso que he podido disfrutar durante un par de
días, suscita un profundo sentido de temor reverencial. Es como si uno
hojeara rápidamente imágenes de la historia de la creación narrada en el
Génesis: la luz y las tinieblas, el sol y la luna, las aguas, la tierra
y las criaturas vivientes […].
Pero
hay más, algo difícil de ver desde lo alto de los cielos: hombres y
mujeres creados nada menos que a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,
26). En el centro de la maravilla de la creación estamos nosotros,
vosotros y yo, la familia humana “coronada de gloria y majestad” (cf.
Sal 8, 6). ¡Qué asombroso!».
El
momento único y misterioso de la entrada de un hombre en el mundo está
genialmente expresado por Miguel Ángel en su célebre fresco de la
creación. Hay en ese contacto delicado entre la mano de Dios y la del
hombre una energía vigorosa y serena, como una chispa invisible que los
uniera. Las miradas se encuentran: Dios que da y el hombre que recibe.
La mano divina, recta y decidida, es imperio amoroso, como su mismo
mirar; mientras que la mano y la postura del hombre, recostado, indican
recepción y acogida. La perfección de su cuerpo representa la de la
naturaleza humana, antes de la caída original.
La
creación del hombre representa el momento central de la constitución
del universo en su conjunto, porque todo fue hecho para el hombre, y
solo desde él puede explicarse la larga evolución del mundo. Según las
hipótesis de los físicos, catorce mil millones de años nos separan del
«big bang» o explosión inicial. Esa larguísima evolución esperaba el
surgimiento de alguien capaz de darle sentido; porque la evolución, sin
más, no explica nada. Al reflexionar sobre la creación del hombre se
ilumina la evolución del universo infrahumano, mientras que a partir de
la mera evolución de la materia no puede explicarse, ni científica ni
filosóficamente, la aparición del hombre.
También
en el corto espacio de una vida humana tiene lugar un importante
desarrollo o evolución –desde el embrión recién concebido hasta el
hombre maduro–, que nos permite comprender el porqué y el para qué de
nuestra existencia.
Y lo primero que debemos aprender y asimilar, si no queremos errar el tiro, es que somos hijos.
Así
se refiere a la conciencia de la filiación Leonardo Polo, al hablar de
la educación de los hijos: «Tenemos que empezar por lo radical. Es
propio del filósofo considerar a fondo las cuestiones […] lo más propio
del hombre, lo que más lo define es su carácter filial […] darse cuenta
de su filiación es una característica del ser humano. Los animales no
tienen conciencia de su filiación, entre otras cosas porque no tienen
conciencia, ya que ser conscientes es algo característico de la
inteligencia humana, que sin espíritu es imposible.
El
ser humano es hijo y, como observa Aquilino Polaino, lo es de tal
manera que no tiene sentido decir que llega un momento en que deja de
ser hijo: la condición de ex-hijo no existe. El hombre es siempre hijo
precisamente porque lo es de suyo»[11].
Y añade:
«El
hombre es radicalmente hijo, pero no es radicalmente padre. Es obvio
que sin padres humanos no hay nueva generación, pero los padres humanos
ponen algo de la realidad del hijo, aunque no todo. El alma humana
espiritual no procede de los padres humanos. Por tanto, se puede decir
que estos participan de una paternidad más alta, que es la paternidad
divina»[12].
Volviendo
a la Capilla Sixtina, cabe afirmar que la escena de la creación del
hombre –con toda su grandeza y su insondable misterio– tiene lugar
ahora, en el vientre de la madre, cada vez que un nuevo ser humano es
concebido. El dedo de Dios está también allí, creando un nuevo hijo suyo
que es, a la vez, hijo de sus padres. Haber colaborado íntimamente con
Dios para traer al mundo a alguien destinado a participar del Amor
divino por toda la eternidad supone tanta magnificencia y maravilla que
cualquier palabra o expresión se quedan, por fuerza, demasiado cortas.
Incluso más que pro-creadores, cabe afirmar que somos, con Dios y
participando de su Amor y Poder infinitos, co-creadores: pues el término
de la Acción divina –en la que está presente todo Dios, ya que en Él no
se distingue el Ser y el Obrar– y el de la acción humana –la unión
íntima fecunda– es uno y el mismo: la persona del hijo.
No
es que Dios cree el alma y los padres el cuerpo, como se entiende a
veces incorrectamente. No se trata de acciones yuxtapuestas, sino
íntimamente entretejidas, compenetradas. Dios es Causa de todo el hijo, a
través del alma, cabría sostener de manera impropia. Y los padres son
también causa de todo el hijo, a través del cuerpo, utilizando una
expresión tan pobre como la anterior. Por eso, en el momento de la
concepción, los padres se introducen en el Amor creador de Dios o, visto
desde el otro extremo, Dios mismo se hace presente en la unión íntima
fecunda de los esposos, que «se bañan», así, en el Amor divino.
¿Modos
de vislumbrarlo? A ninguna madre que aborta involuntariamente se le
ocurre exclamar que ha perdido el cuerpo de su hijo, sino a su hijo,
porque en efecto lo es. Y si la Virgen María puede llamarse Madre de
Dios, y serlo, es porque el término de la concepción divina en Ella es,
de manera análoga a lo que ocurre en las concepciones humanas –aunque en
este caso, gracias a un milagro infinito–, la Persona del Verbo, la
única que existe en Jesucristo, Dios y Hombre.
Como
decíamos, resulta imposible advertir toda la maravilla de la maternidad
y la paternidad humanas, precisamente porque participan muy de cerca de
la Paternidad de Dios. No obstante, cuando existe finura interior, los
padres entrevén que algo prodigioso ocurre en ellos y también gracias a
ellos, a su cooperación.
Y asimismo son capaces de captarlo, a veces tras cierta confusión inicial, los propios niños.
El
pequeño protagonista de esta anécdota asistía a una clase de
catequesis. Desconcertado ante la afirmación de que todos los niños y
niñas allí presentes eran «hijos de Dios», respondió con viveza:
—Yo soy hijo de mis padres.
El catequista le hizo ver que tenía cuerpo y alma, como habían ya comentado en días anteriores, y le preguntó:
—¿Quién te ha dado el cuerpo?
—Mis padres —contestó el chico sin vacilar.
—¿Y el alma?
—¡Mis padres! —volvió a responder el niño con energía.
Como
se trataba de un catequista experimentado y con capacidad pedagógica,
no tuvo problemas para hacerle ver que el alma procedía directamente de
Dios.
Debió
de quedar fuertemente impresionado, porque al acabar la catequesis,
cuando los encargados de llevar a los chicos a su casa iban preguntando
de quién era hijo cada uno, nuestro joven amigo respondió sin vacilar:
—Yo soy hijo de Dios.
Pero
antes de que los niños queden impresionados por la realidad de la
presencia divina en ellos, sus madres han estado mucho más cerca del
misterio, como recoge este testimonio:
«Recuerdo
perfectamente el momento en que –por primera vez– recibí la noticia de
que estaba embarazada. Llevaba tres meses casada y, como se puede
suponer, todo eran situaciones y experiencias nuevas; disfrutaba en
aquellos días de las continuas novedades que iban apareciendo en mi
vida, porque siempre me ha gustado el cambio. Pero aquello fue distinto:
cuando me lo comunicaron, pensé que se trataba de la noticia más
importante que había recibido en mi vida. Serían las once de la mañana
de un luminoso día de otoño y no era una novedad más que entraba en mi
nueva vida, sino más bien una vida nueva que había entrado en mí. Empecé
a ver las cosas de modo diferente; y no solo a verlas, sino a sentirme
diferente. Después llegaron los primeros síntomas del embarazo, pero
incluso antes de eso yo ya no era la misma.
Cuando
fui reflexionando, caí en la cuenta de que el momento verdaderamente
importante no era el del conocimiento de la noticia (el momento en que
yo me sentí afectada, y que podríamos llamar subjetivo) sino el instante
de la concepción del nuevo ser (el momento en que objetivamente una
nueva vida había surgido). Y ese instante único, irrepetible, había
pasado totalmente oculto, ignorado hasta por mí misma, al abrigo de
todas las miradas; bueno, al abrigo de toda las miradas, menos de una…
Entendí,
entonces, con una luz nueva, la expresión «estar abiertos a la vida».
El autor de la vida llega a tu casa –que es la suya– encuentra la puerta
abierta y entra sin llamar, silenciosamente. La estancia se ilumina, y
–al cabo de nueve meses– das a luz, porque llegó la luz».
El hijo proviene de la familia y constituye la familia
En
el capítulo XXI de las memorias de Julián Marías, se encuentra una
formulación tajante de la distinción que cabría establecer entre
matrimonio y familia. Dice así el insigne pensador español: «Lolita y yo
no éramos una familia: éramos dos personas singulares, mutuamente
elegidas, para vivir juntamente, hasta donde es posible, una vida.
Pronto me di cuenta del error teórico –y de graves consecuencias– de
englobar “matrimonio y familia”. Del matrimonio puede resultar una
familia, pero no lo es, y es funesta la interpretación “familiar” del
matrimonio. La familia es la de los padres, la que los hijos
encuentran»[13].
Efectivamente,
la vida matrimonial se transforma –con una mudanza tremendamente
enriquecedora– con la llegada de los hijos. Los esposos comienzan a ser
padres. Y esa relación de paternidad-filiación es la que acaba de constituir a
la familia, que sin ella queda como truncada, sin terminar. Los hijos
se convierten en el centro del hogar: dependen de sus padres, pero a su
vez hacen que los padres dependan –y estén constantemente «pendientes»–
de ellos.
Acudamos,
de nuevo, a Marías, que recuerda la llegada de su primer hijo: «Yo no
tenía ningún deseo excepcional de tener hijos, ni demasiada predilección
por los niños muy pequeños. Pero me sorprendió encontrarme queriéndolo
apasionadamente desde los primeros días. Tenía delante, o en los brazos,
una vida que empezaba; era una persona nueva;
y, sobre todo, era alguien a quien Lolita y yo habíamos ayudado a
existir; en ese sentido, “nuestro”; y, lo que se suele olvidar, íbamos a
ser “suyos”»[14].
Ese
«ayudarle a existir» indica la singular cooperación que los esposos
prestan en el surgir de una nueva vida; son pro-creadores –cocreadores,
dijimos antes– y no meros reproductores, como los animales y las
plantas. Por desgracia, este último término se ha introducido en el
lenguaje relativo a la fecundidad humana, y no sin intención. Y, así, se
alude a la salud «reproductiva», como si fuéramos un animal más, que se
limita a reproducir algo
previo, las perfecciones propias de la especie; en realidad, cuando
germina una nueva vida humana hay un verdadero acto de creación, porque
lo que constituye a la persona como tal es el alma, creada directamente
por Dios y antes del todo inédita, aunque por fuerza ha de crearla en el cuerpo que los padres disponen.
Y
crear es mucho más que reproducir. Un artista no se limita, sin más, a
fabricar una copia. En sus obras hay siempre novedad, algo irrepetible
que las hace únicas. Cuando se trata del ser humano, todo él
es nuevo e irrepetible. La confianza que Dios deposita en los padres
provoca estupor y maravilla: pone en sus manos las joyas de la creación;
y esa confianza es nuevo amor que se añade al que ya han recibido, como
todos, por el hecho de ser criaturas.
Como
se ha insinuado y veremos luego de nuevo, el matrimonio solo es familia
cuando se encuentra abierto a la llegada de los hijos y en la estricta
medida en que está dispuesto y pone los medios para recibirlos. Si no
hubiera esa disposición, sencillamente no habría familia… porque tampoco
habría matrimonio.
El
amor es siempre fecundo, también en el caso de que los esposos no
reciban el don de los hijos. La fecundidad de su amor no se manifestará
entonces físicamente, sino espiritualmente, volcando la fuerza de su
amor compartido hacia los demás, con expresiones que pueden ser muy
variadas. Pero, en el seno del matrimonio, la fecundidad propia de todo
amor adquiere habitualmente una modalidad maravillosa, que es la
capacidad de traer al mundo a nuevas personas humanas de la única manera
adecuada a la grandeza de esas personas, es decir, como fruto de un
acto de amor espléndido: la unión íntima.
De
ahí que cuando un matrimonio excluye voluntariamente la fecundidad,
suprime a la par el amor y de ningún modo puede considerarse auténtica
familia ni siquiera, propiamente, matrimonio. De ahí, también, que el
matrimonio auténtico esté siempre en «tensión» familiar; por eso, en el
lenguaje coloquial se pregunta a los esposos si han tenido o no
«familia», cuando se desea saber si ya les ha llegado o no algún hijo.
De
todas maneras, la tajante afirmación de J. Marías –«es funesta la
interpretación familiar del matrimonio»– se matiza con sus mismas
palabras, cuando a continuación añade: «la familia es la de los padres,
la que los hijos encuentran». ¿Qué encontró el primer hijo de los
Marías, sino, como él mismo dice, la familia de sus padres?
La doble filiación
Puesto
que apelamos ahora primariamente a Dios, dejemos que nos ilustren
quienes tienen autoridad para interpretar su Palabra. En Jesús de Nazaret,
Benedicto XVI se refiere a la paternidad humana y divina de la
siguiente manera: «La paternidad de Dios es más real que la paternidad
humana, porque en última instancia nuestro ser viene de Él; porque Él
nos ha pensado y querido desde la eternidad; porque es Él quien nos da
la auténtica, la eterna casa del padre»[15].
Cita
también el Papa, en ese pasaje, la exhortación del Señor recogida por
san Mateo: «No llaméis padre vuestro a nadie sobre la tierra, porque uno
solo es vuestro Padre, el del cielo» (Mt
23, 9). Son palabras enormemente significativas; aún más, si tenemos en
cuenta que el Señor quiso tener un padre en la tierra –san José–, al
que respetaba y veneraba con el cariño del mejor de los hijos. En el
episodio del «Niño perdido y hallado en el templo», la Virgen dice:
«Mira que tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando». La
réplica del Señor es coherente con las palabras de san Mateo antes
citadas: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que he de emplearme en las
cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49).
Hay,
por tanto, que interpretar esa terminante respuesta de Jesús Niño, y su
actuación al quedarse en el templo, como un modo de dejar clara la
relación de pertenencia, amor y confianza absoluta que hemos de entablar
con Dios. Al mismo tiempo, lo que Jesús contestó previene actitudes
posesivas de los padres sobre los hijos, que no son pertenencia suya,
sino un tesoro divino que Dios mismo ha puesto en sus manos, confiando
en que los ayudarán a crecer y alcanzar su plenitud y su felicidad.
Lo
expresado en el párrafo precedente nos parece de capital interés.
Frente a la tan difundida visión del hijo como algo deseado o no
deseado, que se puede elegir, habría que decir que los auténtica y más
propiamente elegidos son
los padres; y lo son precisamente para ayudar a sus hijos. Los padres
no escogen al hijo, sino que Dios los ha elegido a ellos, para ese
hijo, desde toda la eternidad: su misión, como antes decíamos, es
ponerse al servicio del hijo para que este descubra y recorra el camino
que lo conduce a su verdadera patria, donde encontrará a su familia
definitiva.
Ahondando
más todavía en la relación jerárquica entre «las dos» filiaciones, si
todos somos fundamental y primariamente hijos de Dios, los padres viven
bien su paternidad precisa y muy particularmente al poner los medios
para que sus hijos sean buenos hijos de Dios.
En
un reciente testimonio, aparecido en la red, cuando el entrevistador
comentaba a un conocido científico español los problemas de la juventud
actual, este decía, refiriéndose a sus hijos: «También les hemos dicho
que nos tendrán siempre a su lado… Tal y como están las cosas ningún
joven “puede andar por la buena senda” si no es con un elevado grado de
libertad. Hoy en día la virtud no es fácil, aunque mi visión de la
juventud es muy positiva. A los chicos basta con mostrarles con
sinceridad el camino del bien, un camino que es más exigente pero, a la
vez, más atractivo que cualquier otro. También te digo una cosa, el
mayor fracaso de mi vida sería el no haber ayudado a un hijo a
encontrarse con Dios».
La estructura básica de la vida: recibir para dar
La vida como don
Si
la vida humana se origina en una intervención gratuita de Dios, que
cuenta con la colaboración de los padres, claramente se trata de un don.
Un maravilloso regalo, del todo inmerecido.
El
carácter gratuito de cada vida humana, y de todas en su conjunto, puede
advertirse desde «los dos extremos»: desde Dios y desde el hombre.
a) Desde Dios. Adoptando la primera perspectiva, y a poco que vislumbremos Quién es Dios, resulta patente que no necesitaba crear y, de nuevo con expresión pobre y torpe pero significativa, que «no ganó nada» al crearnos.
Para
indicar esto último, con una terminología filosófica y relativamente
inteligible, san Agustín explica que, con la creación de los ángeles, de
los hombres y del resto del universo, hay más seres, pero no hay más
Ser: no se incrementa en nada la infinita perfección divina ni, de nuevo
con un modo de decir muy poco adecuado, la «perfección total» de cuanto
existe.
Con
un lenguaje más «nuestro», y aún menos preciso, podemos repetir que, al
crear al hombre –en quien ahora vamos a centrarnos–, Dios «no ganó
nada»… excepto complicaciones. Introducimos un toque de humor
precisamente para no sentirnos abrumados, casi aplastados, por la
tremenda grandeza del Amor divino. De nuevo expresándolo a nuestro tosco
modo, Dios «sabía» perfectamente, al crearnos (al crearme a mí, en
concreto), lo que iba a suceder; que el hombre (de nuevo, yo) iba a
apartarse de Él, pese a las óptimas condiciones en que lo había situado
para ser eternamente feliz, y que el mejor modo de devolverle la
capacidad de conquistar esa felicidad era encarnarse y morir –¡Dios!–
por cada uno de nosotros.
Solo
si alcanzamos a entrever mínimamente la infinitud del Amor divino
podemos medio entender que, aun así, decidiera crearnos.
b) Desde el hombre. Enfocando
la cuestión desde el hombre que «va a ser» creado, basta con decir que
lo que aún no existe no puede tener ningún tipo de derecho, si la palabra se emplea en su sentido más propio.
Precisamente
esta verdad ha llevado a sostener que, de manera absoluta, el Amor
precede a la justicia. Esta segunda consiste en dar a cada uno lo suyo,
lo que le corresponde; mas nada puede corresponder a quien todavía no
es, y precisamente el ser deriva de un acto de Amor gratuito, no debido
en justicia. E incluso en las relaciones humanas, la justicia se
encuentra sostenida por el amor: no daríamos a nadie lo que le compete
–por más que, en estricta justicia, lo consideráramos suyo– si de hecho
no quisiéramos su bien, si no lo amáramos.
Uniendo
los dos puntos de vista –lo que cada uno costamos a Dios y lo que Él
recibe «a cambio»–, parece claro que, por mucho que multiplicáramos
nuestra gratitud, siempre nos quedaríamos infinitamente cortos.
Sin
embargo –y también esto es hasta cierto punto comprensible–, a menudo
no agradecemos suficientemente la vida que se nos ha dado, porque nos
pesan los problemas, dificultades y dolores con que nos vamos topando;
sufrimos, entonces, y nos quejamos. Pero aunque la vida sea costosa,
supera todas las penalidades, todos nuestros cálculos y planteamientos.
Tal como Dios la concibió y nos la entregó, la vida en sí es buena, aun
cuando no lo comprendamos, o incluso precisamente porque supera nuestra
capacidad de comprensión[16].
Por
lo mismo, todo lo malo que sucede en el mundo es consecuencia del
intento de apoderarnos y apropiarnos de la vida, que entonces
construimos a nuestras pobres y casi ridículas escalas y capacidades.
Esa fue la tentación del diablo a nuestros primeros padres; el demonio
les incitó a rechazar una vida «recibida» gratuitamente de Dios, y a que
osaran ser ellos los dueños y señores, como si se la dieran a sí
mismos: «seréis como dioses», les dijo. Ese pecado de origen nos trajo
la muerte. La vida, sin embargo, es buena porque, en medio del
inevitable dolor, procede y desemboca en la Vida divina que se nos da, y
que es de una belleza y de una bondad inimaginables para nosotros.
Como
acabamos de sugerir y cualquiera puede comprobar echando una ojeada a
su biografía, a los adultos nos cuesta bastante entender –y, mucho más,
vivir– cuanto estamos diciendo. Los niños, por el contrario, viven esta
realidad –la bondad de la existencia– de manera espontánea. Impresiona
ver a niños en situaciones extremas, que carecen de todo, menos de la
sonrisa; unas sonrisas abiertas y luminosas, difíciles de encontrar en
nuestra sociedad opulenta.
Su sonrisa no refleja la alegría de tener, porque apenas tienen lo imprescindible, sino la alegría de vivir.
El «derecho a la vida»
Inmersos
en una sociedad dispuesta a ampliar más y más los derechos personales
–interpretados de manera individualista–, se llega incluso a hablar de
«derecho a la vida». Tomada literal y radicalmente, la expresión «todos
tienen derecho a la vida» resulta errónea. La verdad profunda es, más
bien, que «nadie tiene derecho a la vida». Porque, como pensamos haber
mostrado, la vida no es un derecho, sino un don.
Como
es obvio, eso no quita que, en un sentido mucho menos radical, pueda
hablarse del derecho a la vida de quien ya la posee gratuitamente.
Quiere indicarse con ello que ningún hombre puede arrogarse la potestad
de poner fin a una vida humana, ni siquiera a la suya propia.
Pero
con solo considerar despacio las últimas palabras –«ni siquiera a la
suya propia»–, se abre ante nosotros un cúmulo de interrogantes, que
cuestiona muchas de las presuntas verdades admitidas sin demasiado
espíritu crítico en la sociedad contemporánea. Sin ir más lejos, la
prioridad absoluta de los derechos sobre los deberes… si es que estos
llegaran a considerarse; pues, de facto, lo habitual es oír hablar constantemente de los derechos, sin aludir siquiera a los correspondientes deberes.
El
«deber» tiene muy mala prensa. Pero, una vez más, por ignorancia, por
desconocimiento de su auténtica naturaleza. Para empezar, conviene tener
presente que el deber se encuentra indisolublemente aparejado a la
libertad: los animales no tienen obligaciones o deberes porque no son
libres, sino que actúan de manera necesaria. Por el contrario, el deber
es una solicitación a la libertad; una especie de reclamo que uno tiene
la obligación de seguir, pero que puede dejar a un lado… aunque habrá de
pechar con las consecuencias. Hablar de deberes, por tanto, es
referirse de manera implícita a nuestra condición libre y ratificar la
libertad, probablemente el bien más preciado –al menos, en teoría– en el
mundo contemporáneo.
Y
eso no es todo. Si logramos eludir la densa sombra proyectada por Kant,
advertiremos que, por su relación con las tendencias más propiamente
humanas, los deberes son indicaciones de la naturaleza, que apuntan y
nos señalan las vías de nuestra plenitud y de nuestra felicidad. En
ocasiones, puede costarnos cumplirlos, pero al hacerlo reafirmamos
nuestra libertad y avanzamos en el camino de nuestra perfección y
nuestra dicha. El problema de Kant reside en oponer, equivocadamente,
deber y amor. Por el contrario, siguiendo a Agustín de Hipona, Tomás de
Aquino había dejado claro que solo somos plenamente libres cuando
cumplimos nuestros deberes por amor:
solo entonces los llevamos a cabo, utilizando la expresión castiza tan
significativa, «porque nos da la gana», libremente, y no coaccionados
por nada ni nadie.
Tal
vez ahora se entienda por qué en ninguna de las culturas tradicionales,
incluida la judía, se habla expresamente de derechos, sino de deberes:
pretenden sugerirnos la vía que hemos de transitar para ser felices (los
mandamientos serían el ejemplo más conocido). Desde una perspectiva
filosófica, e incluso metafísica, cabe afirmar que, en el momento en que
una persona es creada, junto con el alma y el acto de ser, se le otorga
el deber primigenio –esforzarse por alcanzar su plenitud–, del que
derivan sus principales derechos.
Una comparación puede ayudar a comprenderlo. Cualquier semilla sana, precisamente por ser lo que es, encierra en sí el impulso hacia
su pleno desarrollo. Si encuentra el hábitat adecuado, no puede sino
crecer y perfeccionarse, hasta convertirse en planta o árbol, cuajado de
frutos. Al hombre le sucede lo mismo… pero radicalmente distinto. Tiene
en sí, lo quiera o no, el impulso hacia su perfeccionamiento; y
necesita, para progresar, del oportuno contexto físico, psíquico y
espiritual. Pero es libre: por consiguiente, solo se irá desarrollando
en la medida en que lo quiera de manera eficaz. Si no lo hace, la
obligación sigue presente y en vigor, pero él no cumple con su deber ni,
como consecuencia, se perfecciona ni llega a ser feliz.
Ahora
bien, supuesto que quiera cumplirlo y sobre la base de ese deber
inevitable, tiene el derecho, también inalienable y bastante obvio, a
que se le permita cumplir con su deber.
Más todavía, en función de la solidaridad que liga a todos los hombres,
y que el individualismo actual casi impide percibir, goza también del
derecho a que quienes se encuentran a su alrededor y puedan hacerlo, le
ayuden a cumplir con su deber; igual que él está llamado a auxiliar a
los demás en la observancia de los suyos propios.
Se
advierte, entonces, que la vida es un don, al que se une un deber
primordial, en el que se sustentan a su vez todos los derechos
fundamentales de la persona humana. Los derechos muestran así su
verdadero rostro, que no es otro que el de proteger los
deberes, hacer posible que se cumplan y abrir el paso hacia la plenitud
y la felicidad. Y a los padres corresponde, en primer lugar, preservar
los derechos de sus hijos, para facilitarles el desempeño de sus deberes
y, con ellos, la perfección y la dicha consiguientes.
Desde
este punto de vista, que consagra la prioridad natural de los deberes,
pierden su presunta fuerza las argumentaciones que enfrentan el derecho a
la vida de la madre y el del hijo, y en las que acaba por triunfar casi
siempre el derecho del más fuerte. Cosa que no sucede en absoluto
cuando la cuestión se enfoca desde la perspectiva correcta: los padres
tienen entonces todo el derecho (y la consiguiente obligación) de
cumplir con su deber de defender la vida de cada uno de los hijos para
los que han sido elegidos.
Eliminando
los pasos intermedios de cuanto acabamos de esbozar, advertiremos la
vida como un fascinante don, que se constituye a su vez en hontanar de
todos los derechos. Y estaremos también en condiciones de percibir que
una sociedad que no protege la fuente de donde todos ellos surgen, es
una sociedad gravemente enferma, con una dolencia que conduce a la
«cultura de la muerte»; y que esta aparece cuando prima la «lógica del
deseo» sobre la «lógica del amor», ligada al deber y a la auténtica
libertad.
La
lógica del deseo concede un predominio absoluto a la voluntad propia,
que manda y jerarquiza según las apetencias del momento –esto deseo,
esto no deseo– y extiende esa voluntad caprichosa incluso a la vida
humana en su raíz. Se habla así de hijos «deseados» o «no deseados »; y
como satisfacer los propios apetitos se constituye en fin de la
existencia, no se admitirá obstáculo que lo impida. Si el hijo es
«deseado» y no llega por los cauces naturales, se estimará legítimo
acudir a todos los procedimientos técnicos, sin que sirva de freno
ninguna objeción moral. Por el contrario, el hijo «no deseado» que entra
en escena sin haber sido requerido será eliminado cuanto antes,
procurando que su desaparición sea indolora.
La
lógica del amor se basa en el respeto a la naturaleza de las cosas,
porque detrás del orden creado se ve a un Dios inteligente y amoroso.
Relación entre el primer y el cuarto mandamientos
Hasta
ahora hemos hablado de la doble paternidad, divina y humana. Es el
momento de referirnos a la correspondiente doble filiación, humana y
divina. A saber, a la relación amorosa que hemos de tener con nuestros
padres y con Dios, según señalan el primer y el cuarto mandamientos.
Parece
obvio que el orden de los mandamientos es el adecuado y sitúa el amor a
Dios como el primero y más importante; pero, en el desarrollo del niño,
el amor a los padres antecede cronológicamente al amor a Dios. Esto es
así, como bien sabemos, porque el niño pasará un tiempo antes de conocer
a Dios y poder dirigirse a Él como padre. Sin embargo, conviene
precisar; pues en esos primeros años, los padres son los representantes
de Dios para el niño y, por tanto, el cauce por el que el niño se pone
en contacto con Él. De ahí que, aunque disfruten enormemente de las
manifestaciones infantiles de afecto, los padres no deban apropiárselas
en exclusiva, sino enderezarlas a su Señor, como buenos representantes
suyos (lo suelen hacer muy bien las abuelas, que tienen experiencia de
la vida y saben lo que de veras importa, por estar más cerca del final).
El
justificado anhelo de llevar cuanto antes al recién nacido a Dios –y,
sobre todo, de llevar a Dios al niño–, hizo que los primeros cristianos
comenzaran muy pronto a bautizar a los niños, sin esperar a que tuvieran
uso de razón.
Por
otra parte, la filiación divina bien vivida favorece en los hijos la
filiación humana, generando un amor creciente hacia los padres. También
desde este punto de vista –que podría parecer egoísta, pero no lo es–,
interesa a los padres hacer de sus hijos buenos hijos de Dios. Serán
mucho más queridos por ellos, y cuando lleguen a la vejez verán a sus
hijos sacrificarse gustosos para manifestarles su gratitud.
Si
amamos a Dios sobre todas las cosas, elevamos la tierra hacia el cielo;
y si honramos a nuestros padres como se merecen, traemos el cielo a la
tierra, porque este es «un mandamiento que lleva consigo una promesa:
serás feliz y se prolongará tu vida sobre la tierra» (Ef 6, 1-3).
Por
el contrario, una sociedad que se desentiende de sus mayores manifiesta
que antes ha desatendido o menospreciado a sus pequeños; en esto, se
hace también verdadero el dicho que sostiene que cada quien cosecha
aquello mismo que siembra o, llevándolo al extremo, el que afirma, como
leemos en el Evangelio: «siembra vientos y recogerás tempestades».
El pleno desarrollo del hijo
La peculiar gratitud del hijo
Teniendo
en cuenta lo señalado, queda claro que el niño recibe bienes
continuamente, desde que es concebido, porque la estructura de la vida
humana es recibir para poder dar.
Pero
también ahora compensa hacer algunas puntualizaciones. Durante un
tiempo, el niño solo puede mostrar afecto a sus padres y a la gente
próxima a él. Come, duerme y crece. Parece que toma mucho más de lo que
da. Recibe alimentos y cuidados, a veces con una gran dosis de
sacrificio por parte de los padres: noches sin dormir, planes
supeditados a sus horarios, con la consiguiente pérdida de libertad de
movimientos… Constituye, además, el centro de atención de cuantos se
acercan a él, que se desviven para verlo dichoso. Da la impresión de ser
un pequeño tirano, que ni aprecia lo que se le ofrece, ni da nada a
cambio. Pero ¿realmente es así?
Diríamos
que no. En la medida en que recibe los bienes que le otorgamos, incluso
involuntariamente, brinda a los padres, acompañada de la inclinación a
llevarlo a cabo, la posibilidad de amar y entregarse, que es lo único
que les hace crecer como personas y ser más felices. Igual que el mejor
modo en que cada esposo puede amar al otro es, en el sentido etimológico
de esta expresión, el de ser muy «amable» –facilitar al cónyuge que lo
ame o la ame y, de este manera, mejore y sea dichosa o dichoso–, la
forma de amar del hijo consiste, inicialmente, en suscitar el amor de
quienes lo rodean, «sacar» lo mejor de cuantos lo tratan.
Pero
hay más. Insinuábamos antes que el modo más cabal de agradecer la
creación de una obra de arte o las bellezas de la naturaleza consiste en
hacerlas propias, en disfrutar a fondo de ellas. Cuanta más atención
les prestamos y más nos llenan, más eficazmente mostramos nuestro
reconocimiento. Y, en el extremo opuesto, por más que verbal y
vehementemente las alabáramos, si de hecho no las atendiéramos y
empleáramos tiempo en contemplarlas y enriquecernos y alegrarnos con
ellas, no las apreciaríamos ni estaríamos agradecidos a su autor.
Pues
bien, el niño asimila todo lo que recibe, que, como acabamos de
recordar y cualquiera puede advertir, es la mejor expresión de gratitud:
lo aprecia de tal manera y hasta tal punto, que no duda en hacerlo
suyo, lo asimila; y se desarrolla realmente deprisa, aunque no siempre
lo percibamos. El crecimiento es su forma fundamental de dar, porque le
está capacitando para entregarse luego a los demás con todo su ser,
convenientemente enriquecido. Para eso despliega todas las dimensiones
de su persona.
Muchos
padres son conscientes de que la etapa infantil es importantísima para
sus hijos; y también para ellos; a veces comentan: «el exceso de
ocupaciones me está haciendo perder la ocasión –que sé irrepetible– de
ver crecer a mi hijo: me da pena»[17].
Distintos aspectos de la formación del niño
Formación Espiritual
↑
• Formación Física
• Formación Intelectual
• Formación Afectiva
• Formación Social
• Formación Intelectual
• Formación Afectiva
• Formación Social
Lo
hasta aquí esbozado manifiesta que querer a nuestros hijos e ir
haciendo posible que ellos a su vez quieran ya desde muy pequeños
implica, entre otras cosas, que les ayudemos a desplegar todas sus
virtualidades, a formarse del mejor modo posible.
Los
ámbitos de esa formación son variados, aunque puedan resumirse
gráficamente en los que muestra la figura adjunta. Esa imagen sugiere
también algo de capital importancia, sobre lo que volveremos una y otra
vez en nuestro escrito. A saber, que todos los círculos que integran el
desarrollo del niño se van superponiendo en torno al eje que da unidad y
cohesión a la vida humana: la formación espiritual. Una formación que
no se refiere tanto al conocimiento de oraciones y otras prácticas de
piedad –como a menudo se entiende–, sino al desarrollo de las potencias
espirituales, que son las más estrictamente personales y humanas: el
entendimiento, la voluntad y la relación armónica entre ellas y con las
facultades sensibles y el resto de nuestro organismo psicofísico.
Este
es el aspecto que integra a los demás y les otorga su dimensión
«vertical». Tira de todos ellos hacia arriba. Pero, además de ser la
clave del desarrollo humano cabal, es también el que corresponde más
propiamente a los padres y el que de ningún modo deberían delegar en
otros, porque requiere cercanía, confianza, autoridad y libertad
progresiva; y todo ello en un clima de amor, que es el «oxígeno» que el
espíritu necesita para respirar.
El
despliegue de las restantes dimensiones, las «horizontales», es también
misión de los padres, aunque ayudados por personas o instituciones en
las que subsidiariamente delegan. De esos cuatro ámbitos, compete más
directamente a los padres el afectivo, que, desde cierto punto de vista,
resulta también fundamental. Condicionará enormemente la vida del hijo
y, si se desarrolla de manera adecuada, le proporcionará equilibrio y
estabilidad para el resto de su existencia. Volveremos a hablar de ello.
Bartolomé Menchén y Tomás Melendo
Tomado del libro Quiénes son nuestros hijos y qué esperan de nosotros
© 2009. Ediciones Internacionales Universitarias, S.A.
Notas
[1] Diels, Hermann; W. Kranz, Walther: Die Fragmente der Vorsokratiker. Weidmann: Dublin-Zürich, 1972, unveränderte Nachdruck der 6. Auflage. Fragmento 112.
[2] Aunque el lector puede fácilmente inferirlo, aclaramos que, a lo largo del escrito, emplearemos de ordinario,
sin rigideces, el plural para aludir a los autores, excepto en las
circunstancias en que el texto apele a uno solo de ellos, como ocurre
con las anécdotas y demás referencias personales, en las que, a veces,
se utilizará el singular.
[3] Cf. Aristóteles: De partibus animalium, I, 644 b, 25 y ss.
[4] Juan Pablo II: Encíclica Fides et ratio, 14-09-1998, Introducción.
[5] Benedicto XVI: Meditación sobre la Palabra de Dios, 6-10-2008.
[6]
Simposio «Respuestas ante el invierno demográfico», Lisboa, 2008. Datos
relativos a Europa. Una puesta al día de este problema se ha realizado
en Madrid, en el VI Congreso mundial de las familias (World Congress of Families VI), del 25 al 27 de mayo de 2012, con participación de los principales expertos mundiales. Cf. aquí.
[7]
Con palabras de Gabriela Mistral: «Es posible que en el conflicto
social que vivimos, y que es inútil negar, sea la cuestión de la
infancia la única que pueda unir a los adversarios en la aceptación de
reformas en grande. Muchas veces pienso que por este asunto podría
empezar, y no por otro alguno, “la organización nueva del mundo”, porque
hasta los peores levantan la cabeza, oyen, se vuelven un momento nobles
y acogedores, cuando se nombra al niño. El pudor más tardío acude a la
cara cuando a cualquier individuo sin conciencia social se le habla de
la miseria de los niños, ofensa a Dios por excelencia, que hace día por
día nuestra vergonzante sociedad cristiana». Mistral, Gabriela: «Los
derechos del niño», en Magisterio y niño, Andrés Bello: Santiago de Chile, 1979, p. 63.
[8] Obviamente, nuestra afirmación no incluye, por desgracia, al niño no nacido.
[9]
Y agrega de inmediato: «Estamos enfermos de muchos errores y de otras
tantas culpas; pero nuestro peor delito se llama abandono de la
infancia. Descuido de la fuente. Ocurre en algunos oficios que la pieza
estropeada al comienzo ya no se puede rehacer. Y en el caso del Niño hay
lo mismo: la enmienda tardía no salva. De este modo, nosotros
estropeamos el diseño divino que él traía». Mistral, Gabriela: «Llamado
por el niño», en Magisterio y niño, cit., p. 71.
[10]
En última instancia, el «lugar» adecuado para esas sugerencias sería el
último libro de la trilogía que anunciamos al final de este escrito.
Pero, como ayudan a conocer con más hondura al niño y pueden ya ser
útiles para los padres, incluiremos algunas –las que mejor se adapten a
esos objetivos– en el presente libro.
[11] Polo, Leonardo: Ayudar a crecer: Cuestiones filosóficas sobre la educación. EUNSA: Pamplona, 2006, pp. 41-44.
[12] Ibíd., p. 42.
[13] Marías, Julián: Una vida presente: Memorias. Páginas de Espuma: Madrid, 2ª ed. revisada, 2008, p. 243.
[16]
Confiamos que esta afirmación se entienda, a la luz de lo que
exponíamos en el capítulo primero sobre el conocimiento de lo más noble y
elevado.
[17]
Trataremos más adelante de los beneficios que el embarazo, la
lactancia, la maternidad y la paternidad suponen para la madre y el
padre, también desde el punto de vista biológico y neuronal. El lector
interesado encontrará abundante información, expuesta además con
amenidad, en Ellison, Katherine: The Mommy Brain: How Motherhood Makes Us Smarter. Basic Books: New York, 2005, 279 pp.; tr. cast.: El cerebro de mamá: Cómo la maternidad estimula la inteligencia.
Destino: Barcelona, 2007, 353 pp. Solo a modo de ejemplo: «En recientes
estudios descritos en el Capítulo 3 se da a entender que, tal y como
siempre se había sospechado, las madres están mejor preparadas para
responder a las necesidades de sus hijos. Aun así, los beneficios que
representa la maternidad no se limitan al cerebro de la madre. Los
padres, las personas que se dedican habitualmente al cuidado de niños y
los altruistas cotidianos también se benefician del contacto estrecho
con los más pequeños». Ibíd., p. 11; tr. cast., p. 24.
almudi
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