Educar
bien a los hijos en la familia, a los alumnos en la escuela o la
universidad, o cualquier otra tarea relacionada con la formación de las
nuevas generaciones, debería considerarse como uno de los empeños de más
trascendencia y responsabilidad en cualquier sociedad que realmente
piense en su futuro
Transmitir
el progreso científico o económico es relativamente fácil, pero
transmitir los progresos morales siempre será difícil, pues requiere su
asimilación personal y su empleo práctico, afirma Alfonso Aguiló, autor de este artículo.
La importancia de la educación
Los
niños y los jóvenes, en el transcurrir de la vida diaria, absorben el
ejemplo y las enseñanzas de sus padres y profesores, casi sin darse
cuenta, sobre todo al ver sus reacciones, los motivos y razones que
determinan su comportamiento, el modo de tratar a las personas, de
quererlas, de comprenderlas, de discrepar de ellas.
Todos
recordamos en nuestro interior ese gran caudal de pequeños ejemplos
aprendidos en la intimidad de la familia o de la escuela. Esas ideas de
fondo que se han ido estableciendo en nuestra mente al ver cómo unos y
otros se comportaban ante la contrariedad, el sufrimiento o la
injusticia; el coraje que se demuestra al no rendirse ante lo que otros
ya se han rendido; el esfuerzo por mantener la coherencia personal entre
lo que se cree y lo que se dice o se hace, aunque eso suponga pérdidas
importantes; o los valores que se transmiten cuando vemos la
consideración con que se trata a cada persona, también a las que a veces
parecen no merecer esa consideración.
Son
lecciones humildes y sencillas, que permanecen el anonimato, que
difícilmente saldrán a la luz porque casi no sabemos ni cómo ni cuándo
las aprendimos. Es la escondida tarea de tantas personas que dejaron sus
fuerzas y consumieron sus vidas sacrificándose por educar a sus hijos o
a sus alumnos, como mejor supieron, difundiendo su amor y su
misericordia en miles de horas de desvelos, procurando ayudarles a
configurar sus vidas. Es la grandeza de la educación, de tantos hombres y
mujeres que cada día ponen todos sus conocimientos y su sabiduría en
servicio de los demás, cultivando la cabeza y el corazón de a quienes
pronto les tocará llevar las riendas de nuestra sociedad.
Por
eso, educar bien a los hijos en la familia, a los alumnos en la escuela
o la universidad, o cualquier otra tarea relacionada con la formación
de las nuevas generaciones, debería considerarse como uno de los empeños
de más trascendencia y responsabilidad en cualquier sociedad que
realmente piense en su futuro.
Transmitir
el progreso científico o económico es relativamente fácil, pero
transmitir los progresos morales siempre será difícil, pues requiere su
asimilación personal y su empleo práctico. Como ha escrito Leonardo Polo,
sin hábitos no hay educación, sólo se ilustra. Es imprescindible el
esfuerzo personal por adquirir esos hábitos. Y eso resultará costoso
siempre, en cualquier lugar o época. Es un progreso personal que nos
lleva la vida entera y del que depende en gran parte el acierto en el
vivir.
¿Basta una moral laica?
Muchos
padres y educadores están preocupados por la educación moral de sus
hijos, alumnos, etc. Ven que bastantes de sus actuales problemas tienen
la raíz en una deficiente o insuficiente formación básica en las
convicciones morales, ideales de vida, valores, etc. Pero bastantes de
ellos, aun considerándose buenos creyentes, apenas cuentan con la fe a
la hora de educar, y eso puede ser un error de graves consecuencias.
Es
cierto que se puede tener una moral muy exigente sin creer en Dios. Y
también es cierto que existen personas de gran rectitud moral que no son
creyentes. Y es verdad también se pueden encontrar doctrinas éticas muy
respetables que excluyen la fe. Pero ninguna de esas razones hacen
aconsejable que una persona creyente eduque a sus hijos como si no
tuviera fe, o que ignore la trascendencia que tiene la religión en la
educación moral de una persona.
De
entrada, no es fácil fundamentar una ética que prescinda totalmente de
Dios, pues la ética se remite a la naturaleza, y ésta a su autor, que
difícilmente puede ser otro que Dios. Además, una ética sin Dios, sin un
ser superior, una ética basada sólo en un consenso social, o en unas
tradiciones culturales, ofrece menos garantías ante la patente debilidad
del hombre o ante su capacidad de ser manipulado, pues una referencia a
Dios sirve no sólo para justificar la existencia de normas de conducta
que hay que observar, sino también para mover a las personas a
observarlas. Conocer la ley moral y observarla son cosas bien distintas,
y por eso, si Dios está presente —y presente sin pretender acomodarlo
al propio capricho, se entiende— será más fácil que se observen esas
leyes morales, ya que el creyente se dirige a Dios no sólo como
legislador sino también como juez.
En
cambio, cuando se prescinde de Dios, es más fácil que el hombre se
desvíe hasta convertirse en la única instancia que decide lo que es
bueno o malo, en función de sus propios intereses. ¿Por qué ayudar a una
persona que difícilmente me podrá corresponder? ¿Por qué perdonar? ¿Por
qué ser fiel a mi marido o mi mujer cuando es tan fácil no serlo? ¿Por
qué no aceptar esa pequeña ganancia fácil? ¿Por qué arriesgarse a decir
la verdad y no dejar que sea otro quien pague las consecuencias de mi
error?
Quien
no tiene conciencia de pecado y no admite que haya nadie superior a él
que juzgue sus acciones, se encuentra mucho más indefenso ante la
tentación de erigirse como juez y determinador supremo de lo bueno y lo
malo. Eso no significa que el creyente obre siempre rectamente, ni que
no pueda engañarse nunca; pero al menos está menos expuesto a engañarse a
sí mismo diciéndose que es bueno lo que le gusta y malo lo que no le
gusta.
Sin
religión es más fácil dudar si vale la pena ser fiel a la ética. Sin
religión es más fácil no ver claro por qué se han de mantener conductas
que suponen sacrificios. Esto sucede más aún cuando esa “moral laica” se transmite de una generación a otra sin apenas reflexión. Como ha señalado Julián Marías,
los que al principio sostuvieron esos principios laicos como elemento
de un debate ideológico, tenían al menos el ardor y el idealismo de una
causa que defendían con pasión. Pero si esa moral se transmite a los más
jóvenes, a los hijos, y después a los hijos de estos, sin ninguna
vinculación a creencias religiosas, es fácil que ese idealismo quede en
unas simples ideas sin un fundamento claro, y por tanto pierden vigor.
Cuando
no se cree en un juicio y una vida después de la muerte, es más fácil
que las perspectivas de una persona se reduzcan a lo que en esta vida
pueda suceder. Si no se cuenta con nada más, porque no se cree en el más
allá, el sentido de última responsabilidad tiende a diluirse, y la
rectitud moral se deteriora más fácilmente.
Hay
ocasiones en que los motivos de conveniencia natural para obrar bien
nos impulsan con gran fuerza. Pero hay otras ocasiones —y no son pocas—,
en que esos motivos de conveniencia natural pierden peso en nuestra
mente, por la razón que sea, y entonces son los motivos sobrenaturales
los que toman un mayor protagonismo y nos ayudan a actuar como debemos.
Prescindir de unos o de otros motivos es un error moral y educativo de
gran alcance. Por eso, los padres creyentes que dan poca importancia a
la formación religiosa de sus hijos suelen acabar por darse cuenta de su
error, pero casi siempre tarde y con amargura.
Educación y evangelización
Hemos
hablado de la importancia de la educación, y de la importancia que en
ella puede tener la fe, que hará a muchos padres desear para sus hijos
una educación en la cual la fe tenga un papel de relevancia.
Es
obvio que los padres tienen todo el derecho a elegir la educación que
quieren para sus hijos. Y esa libertad de elegir supone la
correspondiente libertad de creación y dirección de centros docentes que
permitan una pluralidad de opciones que haga real ese derecho a elegir.
Y es obvio también que la financiación pública debe ofrecerse en
igualdad de derechos a unos modelos y a otros, pues, de lo contrario, la
pluralidad y la correspondiente igualdad de oportunidades quedarían en
papel mojado, ya que solo habría libertad de elección para quien tuviera
dinero para elegir los modelos que los gobiernos se niegan a
subvencionar.
Una
vez que todas las familias puedan acceder en condiciones de igualdad de
oportunidades a los diversos tipos de educación, es fundamental que
cada uno de esos centros educativos muestre con la máxima transparencia
cuáles son sus señas de identidad, de modo que la elección que hagan las
familias pueda adecuarse lo más posible a sus convicciones personales.
Dentro
de esa pluralidad de modelos y proyectos educativos a los que pueden
optar las familias, habrá bastantes que incluyan una identidad o un
ideario cristiano. Muchos padres no tienen formación ni capacidad
pedagógica ni tiempo para dar la suficiente formación cristiana a sus
hijos. Otros sí tendrán esas capacidades, pero son conscientes de que no
basta con la formación que se da en casa, sino que ha de complementarse
con la que se da en la escuela, donde pueden recibirla con más tiempo y
más medios, con una estructura más profesionalizada.
La
formación cristiana que se recibe en la escuela no es una simple
instrucción académica en una determinada asignatura. La identidad
cristiana de una escuela que se presenta como tal, debe estar presente
de modo transversal en toda ella. Lo importante no es estar en el
nombre, o en los principios básicos del ideario que los padres aceptan y
firman y puede leerse en la web del centro (todo eso está muy
bien), sino que lo decisivo es que esa identidad cristiana esté en la
vida de cada profesor, en el modo de tratar a cada persona, de plantear
la enseñanza, de comunicar los valores y conocimientos. Los profesores
deben ser profesionales muy competentes y, al mismo tiempo, personas que
encarnen en su vida los valores que el colegio se propone transmitir.
El colegio les pide que así lo vivan, porque el testimonio personal de
vida es lo que con más fuerza educa, y un colegio debe transmitir real y
eficazmente los valores de su ideario, que son los que las familias han
elegido al llevar ahí a sus hijos, ejerciendo un inviolable derecho
natural. Como afirma la sentencia popular, el alumno escucha una vez lo
que dices, pero escucha siempre y sobre todo lo que haces.
Es
preciso que surjan iniciativas educativas que respondan a esa creciente
necesidad. Serán nuevos proyectos que pueden partir de instituciones
religiosas, diócesis, parroquias, movimientos u otras instituciones
católicas, pero también y sobre todo de ciudadanos que comprenden y
valoran esa necesidad y promuevan proyectos educativos laicos en los que
se compagine la altura profesional con un fuerte testimonio cristiano,
como por otra parte debe suceder en su vida personal cualquier ciudadano
católico coherente.
Muchos
educadores se desaniman al ver los escasos resultados de sus esfuerzos,
pero me atrevo a decir que no hay empeño educativo que quede sin fruto.
El mundo se arreglaría bastante sólo con que cada uno se esfuerce un
poco más en educar mejor a sus hijos o a sus alumnos. En eso todos
podemos ser más competentes, más esforzados, más autocríticos. Tenemos
que abandonar el consabido lamento sobre lo mal que está todo y entrar
decididamente por la senda de la mejora personal, que es la mejor forma
de educar a otros.
Alfonso Aguiló
Interrogantes.net (*) / Almudí
(*) Publicado originariamente en Revista Palabra
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