miércoles, 6 de junio de 2012

La belleza nos salvará de la crisis

Chesterton ya advirtió como el más grave peligro de nuestra cultura: la generalización de la vulgaridad 
      No parece que la crisis económica sea fácil de resolver. El pinchazo de la burbuja inmobiliaria hace cinco años ha salpicado dramáticamente a la gestión económica de los bancos, e incluso de los Estados. Esta crisis ha alcanzado unas dimensiones abrumadoras. En España ya llevamos varias reformas, pero tengo la impresión de que apenas se habla de la verdadera reforma que necesitamos. Difícilmente vamos a poder superar una crisis económica como la actual si no abordamos la crisis moral que se encuentra en la raíz de esta debacle. 

      En efecto, los economistas explican que existen ciclos económicos, y que ahora, tras largos años de crecimiento, corresponde una etapa de recesión. Al describir lo que ha sucedido, ofrecen datos y porcentajes, algunos de ellos verdaderamente astronómicos. No obstante, no parece claro que esa sea la causa de fondo. Al fin y al cabo, ni el PIB ni la prima de riesgo toman decisiones. Y ya se ve que los criterios de quienes tomaron decisiones, ya sea a nivel público o nivel privado, estaban algo viciados de egoísmo. Ahí está el núcleo del problema.


      Lo que pasa es que la lógica mercantilista ha invadido prácticamente todos los ámbitos, y, con ello, ha asfixiado en buena medida el dinamismo moral de la persona. Por eso, cuando se propone impulsar el comportamiento ético, se suele dotar de mayor poder a las instituciones de control para que vigilen mejor.

      No digo que no haya que plantear este tipo de medidas, pero dudo sinceramente de su eficacia a medio y largo plazo. Mientras la moral se vea como un código de comportamiento, que constriñe la libertad, no terminaremos de salir del callejón al que nos termina conduciendo el propio interés o el afán de enriquecimiento. 

      Cada vez estoy más convencido de que, si de verdad queremos revitalizar el comportamiento moral, no hay nada más eficaz que proporcionar una formación orientada a disfrutar de la belleza. Y esta tarea es, si cabe, más urgente entre la gente joven.

      Cuando hablo de belleza no me refiero a adquirir una apariencia bonita. La belleza no consiste en el resultado de un proceso sistemático, como si fuera una técnica a aprender, ni tampoco pertenece en exclusividad a un grupo de personas con una sensibilidad peculiar. La belleza es, ante todo, un encuentro al que todos estamos llamados. De ahí que le resulte difícil a quien ha sido “tocado por la belleza” transmitir su vivencia a alguien que no ha tenido una experiencia similar.

      Para formar personas que se abran a la belleza, la idea clave es la de “sintonía”: hay que ayudar a sintonizar con una realidad, que está ahí, que nos interpela y que es más grande que nosotros. Se trata de una realidad que provoca una resonancia interior cuyas notas más características son el asombro y la fascinación, y la música emitida no es otra que una alegría honda.

      Hay experiencias que estimulan esta sintonía para la belleza. Son situaciones que se caracterizan porque uno, simplemente, disfruta contemplando. Así podría suceder al pasear junto al mar, o al admirar un anochecer en la Albufera, o el encontrarse con las primeras flores de un rosal, o al escuchar una pieza de música de Mozart o al detenerse ante un cuadro de Sorolla. Si quizá estas coyunturas no suscitaran ningún entusiasmo, a lo mejor se debe al ruido que bulle en nuestro interior o a las prisas que nos acompañan habitualmente. Para gozar de la belleza se requiere cierta serenidad interior, una disposición que desgraciadamente no resulta sencilla en nuestro ritmo de vida.

      Pero nos podríamos preguntar ¿qué sucede cuando se descuida la capacidad de sintonizar con lo hermoso y lo bello? Si efectivamente la belleza colma uno de los anhelos humanos más profundos, y se da la circunstancia de no haber cultivado la formación para sintonizar con ella, entonces ese anhelo se intentará satisfacer con… cualquier cosa. Sí, con cualquier cosa que dé apariencia de belleza y prometa inspirar algo de alegría, pero que en el fondo no dejará de ser un fraude de la experiencia estética.

      Se da entonces lo que Chesterton ya advirtió como el más grave peligro de nuestra cultura: la generalización de la vulgaridad. La gente recibe un cúmulo de imágenes vacías y de historias huecas, que apenas interpelan ni conmueven pero que, en cambio, entretienen muy eficazmente. Quizá sea este exceso de mediocridad el que explique por qué el tedio tantas veces se infiltra en nuestra vida. Se busca la alegría, pero se confunde con la diversión. Y si hiciera falta, se recurriría a cualquier tipo de bebida o sustancia que ayudara a entonarse. Aquí se desenmascara la más profunda pobreza de la persona: su incapacidad de alegrarse.

      Descubrir la belleza a nuestro alrededor y recrearse ante lo bello facilita la formación más efectiva para superar la mentalidad materialista. Quien posee una interioridad capaz de gozar de la belleza y de sintonizar con lo bello, tiene —por fuerza— la disposición adecuada para gozar del bien y para sintonizar con lo bueno. Ello es así porque la alegría fruto del encuentro con lo bello está libre de intereses utilitarios y de necesidades biológicas. La belleza se goza por pura contemplación; y justamente el amor al bien requiere de esta misma predisposición. Este es el punto decisivo: cuando falta la percepción de la belleza, el bien pierde su fuerza atractiva y se debilita la evidencia de que debe ser realizado. Sin belleza, el bien inspira indiferencia, a veces miedo, y termina siendo visto como algo impuesto.

      Dicho de otro modo: precisamente porque no es útil, porque no sirve para nada, la belleza suscita un tipo de gozo distinto de los demás, y así el encuentro con la belleza propicia libertad de espíritu. Esta libertad es la que nos permite obrar sin ataduras ni dependencias, es decir, atendiendo a las cosas por sí mismas. Sólo así es posible descubrir la bondad del bien. En su más honda realidad, la gratuidad de lo bello educa la generosidad, y desafía de frente a la lógica utilitarista. Por ello podemos decir que el gozo que comunica la belleza, que no es una posesión ni una conquista, nos enseña algo propio del amor desinteresado.

      Dostoievski, que no era economista, escribió que “la belleza salvará el mundo”. Estas palabras eran recordadas con frecuencia por el protagonista de la novela “El idiota”, el cual tenía que soportar la incomprensión y el ridículo cuando expresaba su punto de vista. Sin embargo, este personaje, gracias a su experiencia de la belleza, tenía una asombrosa facilidad para conocer el interior de las personas y para apiadarse del sufrimiento ajeno.

      Curiosamente, E.F. Schumacher, que sí era economista, tituló “Lo pequeño es hermoso” a un ensayo publicado en plena crisis del petróleo. En él criticaba que la actividad económica se hubiera centrado excesivamente en buscar la eficiencia y en incrementar la producción. Schumacher proponía una nueva visión orientada a descubrir en lo concreto la grandeza de las cosas y de las personas. Este cambio de mentalidad, que seguramente forma parte de la solución que ayudaría a resolver nuestra crisis actual, fue sintetizado en el subtítulo del libro: “una economía como si la gente contara para algo”.

Tomás Baviera Puig. Director del Colegio Mayor Universitario La Alameda, Valencia

Las Provincias / Almudí

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