Chesterton ya advirtió como el más grave peligro de nuestra cultura: la generalización de la vulgaridad
No
parece que la crisis económica sea fácil de resolver. El pinchazo de la
burbuja inmobiliaria hace cinco años ha salpicado dramáticamente a la
gestión económica de los bancos, e incluso de los Estados. Esta crisis
ha alcanzado unas dimensiones abrumadoras. En España ya llevamos varias
reformas, pero tengo la impresión de que apenas se habla de la verdadera
reforma que necesitamos. Difícilmente vamos a poder superar una crisis
económica como la actual si no abordamos la crisis moral que se
encuentra en la raíz de esta debacle.
En
efecto, los economistas explican que existen ciclos económicos, y que
ahora, tras largos años de crecimiento, corresponde una etapa de
recesión. Al describir lo que ha sucedido, ofrecen datos y porcentajes,
algunos de ellos verdaderamente astronómicos. No obstante, no parece
claro que esa sea la causa de fondo. Al fin y al cabo, ni el PIB
ni la prima de riesgo toman decisiones. Y ya se ve que los criterios de
quienes tomaron decisiones, ya sea a nivel público o nivel privado,
estaban algo viciados de egoísmo. Ahí está el núcleo del problema.
Lo
que pasa es que la lógica mercantilista ha invadido prácticamente todos
los ámbitos, y, con ello, ha asfixiado en buena medida el dinamismo
moral de la persona. Por eso, cuando se propone impulsar el
comportamiento ético, se suele dotar de mayor poder a las instituciones
de control para que vigilen mejor.
No
digo que no haya que plantear este tipo de medidas, pero dudo
sinceramente de su eficacia a medio y largo plazo. Mientras la moral se
vea como un código de comportamiento, que constriñe la libertad, no
terminaremos de salir del callejón al que nos termina conduciendo el
propio interés o el afán de enriquecimiento.
Cada
vez estoy más convencido de que, si de verdad queremos revitalizar el
comportamiento moral, no hay nada más eficaz que proporcionar una
formación orientada a disfrutar de la belleza. Y esta tarea es, si cabe,
más urgente entre la gente joven.
Cuando
hablo de belleza no me refiero a adquirir una apariencia bonita. La
belleza no consiste en el resultado de un proceso sistemático, como si
fuera una técnica a aprender, ni tampoco pertenece en exclusividad a un
grupo de personas con una sensibilidad peculiar. La belleza es, ante
todo, un encuentro al que todos estamos llamados. De ahí que le resulte
difícil a quien ha sido “tocado por la belleza” transmitir su vivencia a alguien que no ha tenido una experiencia similar.
Para formar personas que se abran a la belleza, la idea clave es la de “sintonía”:
hay que ayudar a sintonizar con una realidad, que está ahí, que nos
interpela y que es más grande que nosotros. Se trata de una realidad que
provoca una resonancia interior cuyas notas más características son el
asombro y la fascinación, y la música emitida no es otra que una alegría
honda.
Hay
experiencias que estimulan esta sintonía para la belleza. Son
situaciones que se caracterizan porque uno, simplemente, disfruta
contemplando. Así podría suceder al pasear junto al mar, o al admirar un
anochecer en la Albufera, o el encontrarse con las primeras flores de
un rosal, o al escuchar una pieza de música de Mozart o al detenerse ante un cuadro de Sorolla.
Si quizá estas coyunturas no suscitaran ningún entusiasmo, a lo mejor
se debe al ruido que bulle en nuestro interior o a las prisas que nos
acompañan habitualmente. Para gozar de la belleza se requiere cierta
serenidad interior, una disposición que desgraciadamente no resulta
sencilla en nuestro ritmo de vida.
Pero
nos podríamos preguntar ¿qué sucede cuando se descuida la capacidad de
sintonizar con lo hermoso y lo bello? Si efectivamente la belleza colma
uno de los anhelos humanos más profundos, y se da la circunstancia de no
haber cultivado la formación para sintonizar con ella, entonces ese
anhelo se intentará satisfacer con… cualquier cosa. Sí, con cualquier
cosa que dé apariencia de belleza y prometa inspirar algo de alegría,
pero que en el fondo no dejará de ser un fraude de la experiencia
estética.
Se da entonces lo que Chesterton
ya advirtió como el más grave peligro de nuestra cultura: la
generalización de la vulgaridad. La gente recibe un cúmulo de imágenes
vacías y de historias huecas, que apenas interpelan ni conmueven pero
que, en cambio, entretienen muy eficazmente. Quizá sea este exceso de
mediocridad el que explique por qué el tedio tantas veces se infiltra en
nuestra vida. Se busca la alegría, pero se confunde con la diversión. Y
si hiciera falta, se recurriría a cualquier tipo de bebida o sustancia
que ayudara a entonarse. Aquí se desenmascara la más profunda pobreza de
la persona: su incapacidad de alegrarse.
Descubrir
la belleza a nuestro alrededor y recrearse ante lo bello facilita la
formación más efectiva para superar la mentalidad materialista. Quien
posee una interioridad capaz de gozar de la belleza y de sintonizar con
lo bello, tiene —por fuerza— la disposición adecuada para gozar del bien
y para sintonizar con lo bueno. Ello es así porque la alegría fruto del
encuentro con lo bello está libre de intereses utilitarios y de
necesidades biológicas. La belleza se goza por pura contemplación; y
justamente el amor al bien requiere de esta misma predisposición. Este
es el punto decisivo: cuando falta la percepción de la belleza, el bien
pierde su fuerza atractiva y se debilita la evidencia de que debe ser
realizado. Sin belleza, el bien inspira indiferencia, a veces miedo, y
termina siendo visto como algo impuesto.
Dicho
de otro modo: precisamente porque no es útil, porque no sirve para
nada, la belleza suscita un tipo de gozo distinto de los demás, y así el
encuentro con la belleza propicia libertad de espíritu. Esta libertad
es la que nos permite obrar sin ataduras ni dependencias, es decir,
atendiendo a las cosas por sí mismas. Sólo así es posible descubrir la
bondad del bien. En su más honda realidad, la gratuidad de lo bello
educa la generosidad, y desafía de frente a la lógica utilitarista. Por
ello podemos decir que el gozo que comunica la belleza, que no es una
posesión ni una conquista, nos enseña algo propio del amor
desinteresado.
Dostoievski, que no era economista, escribió que “la belleza salvará el mundo”. Estas palabras eran recordadas con frecuencia por el protagonista de la novela “El idiota”,
el cual tenía que soportar la incomprensión y el ridículo cuando
expresaba su punto de vista. Sin embargo, este personaje, gracias a su
experiencia de la belleza, tenía una asombrosa facilidad para conocer el
interior de las personas y para apiadarse del sufrimiento ajeno.
Curiosamente, E.F. Schumacher, que sí era economista, tituló “Lo pequeño es hermoso”
a un ensayo publicado en plena crisis del petróleo. En él criticaba que
la actividad económica se hubiera centrado excesivamente en buscar la
eficiencia y en incrementar la producción. Schumacher proponía una nueva
visión orientada a descubrir en lo concreto la grandeza de las cosas y
de las personas. Este cambio de mentalidad, que seguramente forma parte
de la solución que ayudaría a resolver nuestra crisis actual, fue
sintetizado en el subtítulo del libro: “una economía como si la gente contara para algo”.
Tomás Baviera Puig. Director del Colegio Mayor Universitario La Alameda, Valencia
Las Provincias / Almudí
No hay comentarios:
Publicar un comentario