Con este título, tanto en texto como en
PowerPoint, circula un notable documento con las cifras que la Iglesia
Católica ahorra al Estado Español. Los números son elocuentes y van
desde 5.141 centros de enseñanza que ahorrarían al Estado unos tres
millones de euros por centro, pasando por 107 hospitales cuyo ahorro
sería de ciento cincuenta millones por clínica, o 105 asilos,
dispensarios, atención a minusválidos o terminales con un gasto evitado
al erario público de cuatro millones de euros por entidad, y habría que
continuar por Caritas, Manos Unidas, centros para marginados, etc. Por
si sirve: Rouco cobra 1.150 euros al mes, y un sacerdote entre 800 y
900.
La Iglesia no acostumbra a pasar factura de sus tareas altruistas,
para creyentes o no. Tampoco de las realizadas por muchos católicos a
título personal o asociados con otros, pero movidos indudablemente por
su fe, por el mandamiento del amor.
Seguramente porque, a pesar de las
miserias humanas, se empeña en practicar aquello que expresa tan
bellamente san Jerónimo: quien es esclavo de las riquezas, las guarda
como esclavo; pero el que sacude el yugo de la esclavitud las distribuye
como señor. Ese señorío implica no hacer alarde del bien que se
practica pero, en ocasiones, hay que decirlo, porque todavía hay quien
cree que el Estado mantiene a la Iglesia, y que debe reclamarle
impuestos cuya exención está prevista en los Acuerdos con la Santa Sede,
exención que también afecta a otras muchas entidades.
Precisamente, ha sido el jefe de un partido político o sindicato -me
da igual- el que ha reconocido que, en su Autonomía, no paga IBI ninguna
de sus sedes, pero lo encuentra razonable porque son de interés
público. Y aquí también hay algo que saber y es muy sencillo: son muchos
los ciudadanos cuyo interés por la religión es mayor que el suscitado
por partidos o sindicatos del signo que sean. Basta pensar en los
asistentes a la misa dominical, un número mucho mayor que el de
afiliados a cualquiera de esas entidades. Dicho con toda paz y sin ánimo
de agravio alguno, pero ¡ya está bien! de considerar la religión como
algo privado. Cierto es que nadie es obligado a ninguna práctica
religiosa, como tampoco es forzoso pertenecer a una ONG, sindicato,
partido, etc. Es más, son muchos los que consideran que si el Estado
tiene como misión velar por el bien común, sin la más mínima duda, parte
importante del mismo es lo relacionado con la fe.
La Iglesia ha ido escapando del confesionalismo que coarta la
libertad y la ata al gobierno de turno. Quedan uno o dos estados
confesionales. También por ese motivo -aunque el primero y principal sea
el amor-, la Iglesia huye de pasar factura, no desea que la mano
derecha sepa lo que hace la izquierda, por expresarlo con frase
evangélica. No tiene 365 centros para atender a cincuenta y tres mil
personas marginadas -que evitan al Estado un gasto de medio millón de
euros por centro- para irlo contando por ahí; ni pasa cuenta del costoso
mantenimiento de su patrimonio artístico que paga en un ochenta por
ciento. Pero aún queda gente que ve ese patrimonio como “las riquezas de
la Iglesia”, cuando es bien sabido que son una fuente grande de
atracción turística y un bien del que dispone todo el país. Sin embargo,
no nos da ninguna vergüenza decir que también son para el culto de
Dios, asunto de mucho interés general puesto que son millones de
personas los que, con más o menos frecuencia, participan de él. En
cualquier caso, esa “riqueza” cuesta entre treinta y dos y treinta y
seis millones de euros por año.
Siempre que sea necesario estamos dispuestos a “poner la otra
mejilla”, pero sin que tal actitud suponga una dejación de deberes o
derechos que nos corresponden por estricta justicia. Con nuestros
haberes, fruto de nuestro sudor y de nuestro trabajo -escribió Casiano-
debemos ayudar a los necesitados, sin dudar ni escondernos para expresar
que Dios es la primera necesidad del hombre y, cuando desaparece de
nuestro horizonte, queda la vida con bien poco sentido.
Nuestro Señor Jesucristo, que funda la Iglesia Santa, espera que los
miembros de este pueblo se empeñen continuamente en buscar la santidad.
No todos responden con lealtad a su llamada. Y en la Esposa de Cristo se
perciben, al mismo tiempo, la maravilla del camino de salvación y las
miserias de los que lo atraviesan. Estas palabras de san Josemaría
Escrivá nos sitúan en el punto justo: porque la santidad exige amor a
Dios y a los hombres, una dedicación que se traduce en conducta, nunca
puede ser algo meramente interior. Es más, no sería buen católico aquel
que ocultase arteramente su condición en un ambiente no favorable, ni
tampoco el que se aprovechase de un clima favorable, ni el que no
traduce su fe en obras.
Se ha repetido hasta la saciedad la frase evangélica: al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Pues eso
Pablo Cabellos
Las Provincias
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