Este
jueves o el domingo, según las disposiciones litúrgicas de cada lugar,
la Iglesia celebra la Solemnidad del Corpus Christi. Para preparar esta
fiesta tenéis aquí un texto del libro Memoria del Beato Josemaría Escrivá (Javier Echevarría, entrevista de Salvador Bernal, 1ª. Edición, Madrid, 2000)
Monseñor Javier Echevarría, actual Prelado del Opus Dei, cuenta que san Josemaría resumía la vida de piedad diciendo que el amor es sapientísimo y busca −porque lo necesita− siempre formas nuevas de manifestarse. Por eso, expresaba un profundo amor a Jesús Sacramentado a través de un sinfín de pequeños detalles.
“Pegado” al sagrario
Cuando
en los años cuarenta pudo tener un cuarto definitivo —en el Centro de
Diego de León, en Madrid—, se alegró de que estuviese pegado al
sagrario: porque así, en la soledad de muchas noches, y durante tantas
horas del día, podía rezar y trabajar frente a Nuestro Señor. Esta idea
le llevó a disponer la instalación de una tribuna que diera al oratorio,
en el cuarto de trabajo en Roma. Como transcurría también allí mucho
tiempo, hizo colocar un pequeño reloj antiguo de bolsillo, con el fin de
no faltar al horario del Centro.
Lo primero, saludar a Jesús Sacramentado
Jamás
entraba en ninguna iglesia sin primero a saludar a Jesús Sacramentado:
se recogía en oración unos instantes y renovaba su ardiente deseo de
hacerle compañía en todos los Tabernáculos del mundo. Me conmovió lo
sucedido cuando le acompañé a la Catedral en obras de una ciudad
importante. Preguntó al sacristán dónde habían dejado reservado al
Señor, y contestó que lo ignoraba, pues cada día lo cambiaban de sitio, y
al final nadie sabía dónde estaba. Fue buscando al Señor por la
Catedral, y lo descubrió al divisar una lamparilla medio oculta: se
arrodilló en tierra y rezó. Después nos dijo que había hecho esta
oración: «Señor,
yo no soy mejor que los demás, pero necesito decirte que te quiero con
todas mis fuerzas; y te pido que me escuches: te quiero por los que
vienen aquí, y no te lo dicen; por todos los que vendrán y no te lo
dirán». Y añadió: «¿No
haríais vosotros algo semejante, si vuestros padres −con tantos méritos
como tienen− se hubiesen prodigado por los demás, y los demás no les
fuesen agradecidos? A Dios le debemos muchísimo más. Él, que es toda la
felicidad, toda la hermosura y la verdadera Vida, se ha puesto a
disposición de cada uno, para que tengamos parte en esa Vida. ¡Es justo
que seamos agradecidos!»
Dile a Jesús Sacramentado que le quieres
En
los momentos libres que se le presentaban, aunque hubiese de subir y
bajar escaleras, se acercaba al oratorio para hacer una genuflexión,
acompañada de una jaculatoria, una comunión espiritual o un acto de
adoración. No se recataba en ningún momento de dar este consejo: «Escápate
cuando puedas a hacer compañía a Jesús Sacramentado, aunque sólo sea
durante unos segundos, y dile −con toda el alma− que le quieres, que
quieres quererle más, y que le quieres por todas las personas de la
tierra, también por aquellos que dicen que no le quieren».
En
una ocasión, el Fundador del Opus Dei había recibido una visita. Al
terminar de almorzar, con la naturalidad que le caracterizaba, sugirió: «Vamos a saludar al Señor».
Eran personas cristianas y piadosas, pero se extrañaron al oírle hablar
así, porque su tono de voz correspondía al de quien está pensando en
alguien muy superior: «¿A quién podremos ir a saludar como señor de esta casa, si el dueño es él?». Lo comprendieron al entrar en el oratorio. Nos insistía, a Mons. Álvaro del Portillo y a mí, que no pasásemos por delante del Tabernáculo, «Sin
decirle que le queréis con toda el alma, que queréis custodiarle en
vuestros corazones, que le agradecéis su presencia en el Sagrario para
consuelo nuestro, que nos ayude con su fortaleza y su omnipotencia»; y, después de hacernos estas consideraciones, agregaba: «Yo lo hago». Con esa pasión por Jesús Sacramentado que le consumía, nos rogaba el 26 de febrero de 1970: «Uníos
a mi oración constante. Rezo todo el día y por la noche. Uníos a mi
Santa Misa. Haced muchos actos de fe y de amor en la presencia
eucarística; y haced muchos actos de desagravio. Decid al Señor que le
amáis con toda el alma, que no le queréis hacer sufrir, que deseáis
desagraviarle continuamente».
Recomendaba
a los sacerdotes que hicieran mucha compañía al Santísimo Sacramento.
Quería que aumentase en todos esa piedad eucarística, y les hacía notar
que sin hacerlo porque os vean las personas de vuestra iglesia, los
feligreses de vuestra parroquia, no os ha de importar que os vean. Si
estáis pendientes del Señor, y la gente conoce vuestro amor, os
preguntará los motivos; y podéis hablar entonces de ese enamoramiento
que os tiene que llenar toda la vida.
Maravilla del Amor
Nos repetía constantemente: «Te doy gracias, Dios mío, porque desde joven me has hecho entrever la maravilla del Amor de este misterio de la Eucaristía». En 1973, incitaba en sus hijas y en sus hijos este amor creciente a Jesús Sacramentado: «Dios
nos ha hecho capaces de quererle, de mirarle, de amarle. ¿Cómo?:
cumpliendo delicadamente, con esfuerzo, el plan de cada día. Padre, me
preguntaréis, ¿pero cómo podemos tratarle más?: metiéndoos en su
intimidad, porque somos de su familia; yendo a buscarle donde está, en
el Sagrario y en vuestras almas; y decidle que descansáis en Él, en su
fortaleza».
Estas
palabras, pronunciadas en los últimos años de su vida, son continuidad
de cuanto vivió y predicó constantemente. Así, por ejemplo, en 1958 nos
urgía: «Hemos
de insistir −a los demás y a nosotros mismos− en que no le dejemos
nunca solo en esa cárcel voluntaria del Sagrario, cárcel de amor, donde
se ha querido quedar oculto en la Hostia, inerme, por ti y por mí». Y en 1962: «Desde
hace muchísimo tiempo, cuando hago la genuflexión ante el Sagrario,
después de adorar al Señor Sacramentado, doy también gracias a los
Ángeles, porque continuamente hacen la corte a Dios. Hacer la corte: de
ahí viene la palabra cortejar, que es seguir con amor a la persona de la
que se está enamorado; así se emplea, en la vida corriente, para decir
que un hombre ama a una mujer».
Una fiesta de Corpus Christi
El 10 de junio de 1971, fecha en que se celebraba el Corpus Christi, nos comentaba: «Hoy
me da una alegría especial agradecer a los Ángeles la corte que hacen a
Jesús Sacramentado, en todos los Sagrarios, se haga fiesta o no se haga
fiesta en honor de Jesús Sacramentado. Es una costumbre mía de siempre,
pero hoy me da todavía más presencia de Dios».
Y en otro momento de ese día, agregó: «Mientras
celebraba la Misa esta mañana, le he dicho a Nuestro Señor con el
pensamiento: yo te acompaño en todas las procesiones del mundo, en todos
los Sagrarios donde te honran, y en todos los lugares donde estés y no
te honren».
No dejar a Jesús solo
Por
otra parte, su devoción a la Eucaristía le llevó también, en los
últimos años, a incrementar el espíritu de desagravio. Tenía hambre de
estar en la presencia de Jesús Sacramentado para adorarle, para
acompañarle, para reparar —añadía en su humildad— «Por
mis propias miserias y por las miserias de toda la humanidad, para no
dejarle solo, ya que en tantos lugares el Señor se encontrará sin esa
compañía que deberíamos hacerle todos los hombres».
En 1960 nos hablaba una vez más del misterio de la Eucaristía: «El
‘Gran Solitario’, porque la gente le ha abandonado. No entienden de
amor, de comprensión, de entrega. ¡Cómo van a entender, si no quieren
acudir a la fuente! Yo pido al Señor, para todo el mundo, para mis
hijas, para mis hijos y para mí, que sepamos tratar a Cristo en la
Eucaristía. Acudid con fe, con delicadeza, con continuidad. No importan
nuestras miserias personales, si estamos en gracia de Dios.
Precisamente, si nos apoyamos en esa debilidad, sentiremos más
conscientemente su necesidad, la necesidad de Dios en nuestra vida.
Llevo unos días en los que mi oración de adoración a la Eucaristía tiene
todo un matiz de reparación y de súplica, para no abandonarle: peto quod petivit latro poenitens
[“te pido lo que te pedía el ladrón arrepentido”]; me veo débil, y me
lleno de confianza en el poder de Dios, que nunca desatiende a quien
acude con confianza y con humildad».
Y completaba: «Los
sacerdotes hemos de amar tanto el sacerdocio, como para ponerlo
continuamente junto al Señor en el Sagrario y transformar toda nuestra
vida en una labor espiritual; pero el trabajo nuestro ha de ser como el
de los demás: una ofrenda hecha al Señor. Quiero decir que nuestra operatio Dei es una Misa, que empieza a las doce de la noche y termina veinticuatro horas después».
Adoro te devote
Rezaba, y cantaba con frecuencia, el himno Adoro te devote.
Para fomentar la fe en la Eucaristía aconsejó a sus hijos que lo
recitasen y meditasen todos los jueves, pidiendo al Señor que
incrementase la piedad de los cristianos.
Tenía
tan arraigados estos modos de vivir su fe, que durante los viajes o en
sus salidas por la ciudad, al divisar las torres de las iglesias, le
venía a los labios algún verso de este himno: significaba una rápida
interrupción de la conversación, que contribuía a su devoción
eucarística y a la de los que le acompañábamos. Repetía también una
jaculatoria que brotaba muy del fondo de su alma: «¡Jesús, que has curado a tantas almas, haz que te vea como Médico Divino en la Hostia Santa!».
Le
he oído animar a personas de todas las clases sociales a comulgar con
las mejores disposiciones, sin dejarse llevar por los escrúpulos. Al
mismo tiempo, recordaba tajantemente las debidas condiciones de
dignidad: «No
comulguéis cuando tengáis una sombra fundada de duda de que habéis
podido ofender gravemente al Señor; no os dejéis llevar nunca por los
escrúpulos, pero tampoco recibáis al Señor con esa sombra de duda».
Almudí
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