miércoles, 11 de julio de 2012

EL BOSÓN DE HIGGINS Y EL SHOW DE TRUMAN


sombra de un átomo
   El Show de Truman es una película de Peter Weir, de 1998. Como muchos recordarán, cuenta la historia de un personaje que, sin saberlo, es el protagonista de un exitoso programa de televisión cuyo único objeto es retransmitir su vida en directo. Truman vive en un inmenso plató televisivo, que contiene pueblos, carreteras, montañas y cientos de actores. 

   Sólo al final de la historia consigue embarcarse en un velero para huir de su gigantesca jaula y, al otro lado de un mar ficticio, tropieza con la pared del estudio televisivo.

   En ocasiones, la cosmología actual, liderada por la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad, recuerdan al protagonista de El show de Truman. En su afán por llegar a una explicación definitiva del universo, se topa con el límite infranqueable que le imponen sus propios presupuestos epistemológicos. Se afana por recrear las condiciones que dieron lugar al surgimiento de la materia pero, al final del camino, siempre hay una frontera que apela a respuestas situadas más allá de la propia física. Las teorías sobre el origen del cosmos y el comportamiento de la materia han resultado ser bastante convincentes en la descripción del “cómo”, pero completamente mudas para quienes buscan un “porqué”.


Salta a la vista que estamos padeciendo una ola de ateísmo, en ocasiones muy poco razonable y ciertamente proselitista –ahí tenemos el caso de Richard Dawkins-, a pesar de que se predique en nombre de la ciencia. Me da la sensación, aunque puedo estar equivocado, de que ese empeño en desacreditar cualquier planteamiento trascendente procede más del mundo de la divulgación científica que de la propia ciencia. El periodismo científico tiene las mismas virtudes y defectos que el resto del periodismo: junto a profesionales solventes, se cuentan algunos comunicadores que, quizás por sesgo ideológico, quizás por simple falta de información, se atreven a lanzar afirmaciones sobre las que un verdadero científico sería muy cauteloso. Este fenómeno, unido a la existencia –como en todos los ámbitos- de “estrellas” de la ciencia –llamativa la mediatización de Stephen Hawking en los últimos años-, da lugar al surgimiento de estereotipos que van impregnando el pensamiento colectivo: la ciencia ha superado a la fe; fe y razón son inconciliables; la religión era la manera en que los seres humanos del pasado explicaban cuestiones hoy día resueltas por los avances científicos.

La noticia sobre la posible demostración alcanzada por los científicos del CERN de la existencia del bosón de Higgins –un hito que debería despertar nuestra admiración por los increíbles progresos de la experimentación científica- ha sido el pretexto para que algunos vuelvan a plantear la confrontación ficticia entre fe y razón, con el apoyo de datos expuestos sólo parcialmente y viejos argumentos mecanicistas.  Como si el ahora tan popular bosón fuera la prueba definitiva que sirviera para poner en evidencia ese espejismo de Dios (utilizando la denominación del propio Dawkins) que con tanto afán tratan de destapar.

En realidad, lo más probable es que este descubrimiento nos lleve a nuevos enigmas y, aunque despeje algún interrogante, será el origen de muchos más. Algo así como lo que le ocurría a la piedra lanzada contra el árbol en la famosa aporía de Zenón: cada nuevo avance no hace sino fragmentar el espacio restante en divisiones más diminutas. Queda, eso sí, la fascinación ante la complejidad (o simplicidad, según se mire) de un universo, cuyo comportamiento responde a unas pocas leyes fundamentales. Para la persona que, libre de prejuicios, reflexiona sobre ello, resulta difícil aceptar que la existencia de todo este cosmos organizado, de la vida surgida en nuestro planeta y del ser humano, con su evolución, su cultura, su arte, su historia y su ciencia es sólo fruto del azar, pura contingencia, realidad sin sentido.

Al final de El Show de Truman, Jim Carrey, que encarna al protagonista, abre la puerta que le conduce a la vida real. Ése es un paso que la física nunca podrá dar. Porque la respuesta a la pregunta de qué hay al otro lado, de cuál es la causa o el sentido del universo, sólo puede responderse desde lo más íntimo de cada ser humano.

Miguel Ángel Carrasco Barea
Abogado y periodista

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