martes, 24 de julio de 2012

LA MODA DE LO SUPERLATIVO

   Es difícil establecer el canon del buen gusto y temerario sentenciar imperativos en el ámbito de la estética. Pero esto no quiere decir que no quepa formular alguna que otra recomendación, siquiera en términos negativos. El territorio de lo hortera presenta algunos perfiles inequívocos. Es más seguro dictaminar acerca de lo espantoso que de la elegancia

EL TERRITORIO DEL HORTERA
Adicto al exceso

    Una de las propiedades de lo hortera es su carácter insistente y repetitivo. El homo emphaticus es un adicto al exceso, de una expresividad avasalladora, por la repetición o por la enormidad de sus gestos. Ese gran economista de la estética que fue Baudelaire delimitó sus dominios con el siguiente improperio: “yo aborrezco este arte improvisado alredoble del tambor, esas telas untadas al galope, esta pintura fabricada a pistoletazos, así como aborrezco al ejército, la fuerza armada y todo cuanto arrastra armas ruidosas a un lugar pacífico”. Hay un tipo peculiar de fealdad que consiste en una sublimidad sin belleza y se descubre en la falta de atención al detalle y almatiz, el desprecio de la sutileza, la ausencia de ironía.

La vehemencia expresiva se traduce frecuentemente en aquellos personajes ficticios que resultan inverosímiles a causa de su excesiva rotundidad: demasiado inocentes, demasiado hipócritas, demasiado sufrientes, demasiado irresistibles... Basta echar un vistazo a la cartelera o a las novedades literarias para toparse con excesos con forma de ser humano, como aquellos dioses de la mitología griega que tenían el monopolio sobre alguna virtud o algún vicio. Es relativamente fácil componer una historia con un policía corrupto, un cura inauténtico, un explotado inocente, un justiciero invulnerable, jóvenes desinhibidos y malos que hablan alemán. Pero esa facilidad nos resulta escasamente atractiva y esos caracteres unívocos sitúan al personaje en una apariencia lejana; ninguno de ellos es uno de nosotros. No existen en la realidad seres así, tan nítidos. En la ficción aceptamos la caricatura pero no la deformidad de personajes con un solo rasgo. Lo nuestro, lo humano, aquello por lo que reconocemos a un similar, es una zona en que lo bueno está rodeado de cosas que no lo son tanto pero que no alcanzan la categoría de lo indudablemente perverso.

En la tragedia todos tienen algo de razón y por eso el conflicto es interesante. Creonte, Anna Karenina o el Inquisidor no son absolutamente tiránicos, débiles o imbéciles. Se podría incluso formular esta preferencia como un criterio de gusto en materia tragicómica: ningún personaje debería ser tan malvado o estúpido como para carecer absolutamente de razón, ni tan ridículo como para no despertar en nosotros una cierta piedad. Un relato vale lo que valen los personajes con los que menos nos identificamos. Su grandeza narrativa la reconocemos en los restos de bondad que conservan los malos y en la inteligencia que les queda a los estúpidos. Sin ese contraste, abandonamos el espacio de las tensiones humanas para adentrarnos en el territorio, elemental e incluso gratificante, del simplismo.

La moda de lo superlativo

Cuando falta el matiz e irrumpen los calificativos enfáticos, se empobrece nuestra capacidad de medir la importancia de las cosas y comunicar a otros esa ponderación. En manos de los calificadores rudos, las cosas pasan a ser bestiales, alucinantes, increíbles o espectaculares. En la comunicación hay fenómenos similares a los económicos, como la inflación; por eso los adjetivos se sienten cada vez más indignos ante lo que van a calificar y se arman con prefijos super ultra ehiper, para rendirse finalmente en un inefable demasiado. Los superlativos son las barricadas de una expresividad enfática. También las palabras se contagian del deseo de ser más de lo que son. Esa inflación se paga en el mercado de los valores lingüísticos con una disminución de la credibilidad, un debilitamiento del elogio y la ironía, e incluso con un desagradable aumento de la dificultad de insultar.

Trasladado al plano de la acción y las emociones, el énfasis también modifica los umbrales del estremecimiento. Donde antes bastaba una bala se necesita ahora un lanzagranadas, una película puede calificarse como aburrida cuando no explota algo cada cinco minutos y la fuerza del cariño sólo se hace valer con gemidos de alcoba. Sentimientos como el amor y el odio ya no pueden sugerirse con un leve gesto y necesitan ser subrayados de manera estridente. Y todo lo que hay entre medio se queda sin recursos para ser comunicado y entendido por otros como tal.

También hay una inflación estética que se dispara con la obsesión decorativa y ornamental. La belleza ostentosa estraga el gusto y termina alimentándose de lo grotesco. No en vano una de las fealdades con la que solemos ser menos indulgentes es la que se debe al exceso de maquillaje, mientras que la elegancia poco consciente de sí misma encuentra siempre nuestra aprobación. Casi todo vale, a condición de que no resulte abrumador. Porque hasta una incipiente belleza puede morir por exceso de significación. La expresividad ampulosa es paradójicamente inexpresiva; la elegancia es más bien discreta que ostentosa. Precisamente el hortera es alguien que no ha reparado en que también la belleza es un bien escaso, tímido y fugaz.

Una estética mínima

Existe algo parecido a una ley contra el exceso que rige los asuntos humanos para impedir que se conviertan en magnitudes que nos desbordan por su excelsitud o nos repelen por ser toscamente rudimentarias. Nos movemos en la longitud de onda que corresponde a las cosas intermedias, ambiguas, imprecisas, tan alejadas de lo sublime como de lo siniestro. Sólo nos atrae aquel bien que no lo es tanto como para resultar inaccesible. La escala humana es aquella en que comparecen la debilidad de lo bueno, la fragilidad del poder, la belleza imperfecta, la maldad inconsecuente, la razón alusiva. Por eso no debería haber sátira sin un pequeño gesto de ternura y la ridiculización desmedida no provoca risa sino lástima. Como antídoto de lo hortera propongo una estética mínima que regule los diversos géneros en que representamos la condición humana, desde la tragedia y la comedia, hasta la épica y la lírica. Quizás sea también un exceso considerar que todo ornamento es un delito —según la célebre propuesta del arquitecto Adolf Loos—, pero pienso que la elegancia hoy está mas cerca de la austeridad que del dispendio. Así debía de entenderlo Gil de Biedma, un poeta sobrio, cuando escribía: “pero después de todo no sabemos / si las cosas no son mejor así / escasas a propósito”.


D. Innerarity
Nuestro Tiempo / Arvo

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