Hace diez o doce años publicaba Félix de Azúa un artículo que me
impresionó muy vivamente. El autor había asistido al funeral de un amigo
y glosaba el sermón del cura, en el que se vino a decir que tras la
muerte «nos disolvemos en la luz divina como chispas devoradas por un
alegre y vertiginoso incendio». Escuchando este sermón, Azúa se
sorprendió de que los católicos nos conformáramos con esta versión
amputada de la Gloria eterna; e incluía en su artículo este vigoroso
apóstrofe: «Católicos, no os dejéis arrebatar la Gloria de la carne. No
os hagáis hegelianos.
Que, sobre todo, el cuerpo sea eterno es la mayor esperanza que se pueda concebir y sólo cabe en una religión cuyo Dios se dejó matar para que también la muerte se salvara. Quienes no tenemos la fortuna de creer, os envidiamos ese milagro, a saber, que para Dios (ya que no para los hombres) nuestra carne tenga la misma digni dad que nuestro espíritu, s i no más, porque también sufre más el dolor. Rezamos para que estéis en la verdad y nosotros en la más negra de las ignorancias».
Que, sobre todo, el cuerpo sea eterno es la mayor esperanza que se pueda concebir y sólo cabe en una religión cuyo Dios se dejó matar para que también la muerte se salvara. Quienes no tenemos la fortuna de creer, os envidiamos ese milagro, a saber, que para Dios (ya que no para los hombres) nuestra carne tenga la misma digni dad que nuestro espíritu, s i no más, porque también sufre más el dolor. Rezamos para que estéis en la verdad y nosotros en la más negra de las ignorancias».
Recorté entonces aquel artículo, pues me pareció una soberbia
denuncia —tanto más valiosa por proceder de un incrédulo— de ese
aguachirle espiritualizante que ha ido adulterando los paisajes de la
vida futura. Con razón ha dicho Benedicto XVI que el mayor daño a la fe
no lo provocan sus adversarios, sino los cristianos mediocres.
También nosotros, como Azúa, hemos escuchado muchos sermones en los que la gloria de la carne es eludida o escamoteada (como, en general, lo son otras muchas realidades escatológicas); y cuando, en alguna ocasión, hemos reprochado al cura esta elusión o escamoteo, hemos recibido la misma explicación —o excusa— barullera, que viene a resumirse así: «Puesto que no sabemos cómo ocurrirán tales cosas, mejor no hablar demasiado de ellas, para que la imaginación de los fieles no se extravíe». Pero toda esperanza eficaz se apoya en el pedestal que la imaginación le presta; cuando no podemos hacernos una idea concreta de lo que esperamos, tendemos a expulsarlo de nuestra mente.
También nosotros, como Azúa, hemos escuchado muchos sermones en los que la gloria de la carne es eludida o escamoteada (como, en general, lo son otras muchas realidades escatológicas); y cuando, en alguna ocasión, hemos reprochado al cura esta elusión o escamoteo, hemos recibido la misma explicación —o excusa— barullera, que viene a resumirse así: «Puesto que no sabemos cómo ocurrirán tales cosas, mejor no hablar demasiado de ellas, para que la imaginación de los fieles no se extravíe». Pero toda esperanza eficaz se apoya en el pedestal que la imaginación le presta; cuando no podemos hacernos una idea concreta de lo que esperamos, tendemos a expulsarlo de nuestra mente.
Si persistimos en cerrar una tras otra todas las salidas por donde el
creyente busca concebir su destino último, al fin abandonará su
empresa. Si los hombres mantienen una esperanza, aunque sea encarnada en
formas toscas, y nosotros persistimos en decirles que su realización no
puede tomar ninguna de las formas que ellos pensaban, acabarán por
decir que la esperanza misma es una filfa ilusoria. Pues para el mero
viaje de nuestras almas hacia la «luz divina» no hacían falta las
alforjas de un Dios que se hace carne y sufre tormentos en su carne,
antes de morir y resucitar al tercer día. Esta resurrección de la carne
es la que nos ha sido prometida; y esta resurrección de la carne es el
deseo que Dios infunde en todo el ser del hombre a través de la
Eucaristía. Deseo que, inevitablemente, se amustia a medida que el
misterio eucarístico de la transubstanciación se rutiniza o desacraliza.
¡Dígale usted a un tío que comulga como quien hace cola en el rancho
(con la manita a guisa de cuenco) que ese pedacito de pan ácimo —ante el
que ni siquiera le dejan arrodillarse— prefigura la resurrección
gloriosa de su carne!
La fe cristiana en la resurrección de la carne se topó desde el
principio con las incomprensiones y resistencias propias de una
filosofía espiritualista que consideraba el cuerpo una suerte de cárcel
de la que el alma quedaba liberada con la muerte. Con signos de esta
incomprensión ya se topa San Pablo en el Areópago de Atenas; y tales
resistencias las sigue mostrando nuestra época, dispuesta a admitir
condescendientemente alguna forma de supervivencia espiritual más allá
de la muerte, pero intelectual y afectivamente cerrada a la resurrección
de la carne. Actitud congruente con su rechazo de la fe, que no es
—como pretenden ciertas versiones sucedáneas— una relación intelectual
con la divinidad, ni un impulso afectivo hacia ella, sino un abrazo
conyugal que transforma la massaperditionis que formamos en Adán en el
Cuerpo místico de Cristo, a través del cual circula la sangre de su vida
divina. De ahí que ese abrazo conyugal, que abarca nuestra naturaleza
entera, se manifieste en los sacramentos a través de gestos y vínculos
corporales: Dios no llega a nosotros en primer lugar por una predicación
de sabiduría o por un ejemplo de virtud, sino por la carne (en esto
consiste la Encarnación); y al abajarse y aceptar nuestra naturaleza, se
hace una sola carne con nosotros, en una suerte de desposorio eterno.
La consecuencia natural de ese desposorio —su plenitud final —es,
como es cribe el siempre finísimo y penetrante Fabrice Hadjadj en La
profundidad-de los sexos, el abrazo del Eterno hasta la raíz de nuestro
cuerpo, la posesión divina de cada una de nuestras fibras a través de la
resurrección de la carne. A esa nueva forma de existencia la llama San
Pablo cuerpo glorioso o espiritual, renacido de la semilla corruptible
de nuestro cuerpo mortal y sin las limitaciones propias de la materia:
porque la resurrección no es la recuperación del cuerpo abandonado por
el alma, ni tampoco la continuación de una vida corporal interrumpida
por la muerte —como pensaban los saduceos—, sino el principio de una
vida nueva. Como explica San Agustín en La ciudad de dios, «todos los
miembros, todas las vísceras del cuerpo incorruptible, sujetas hoy a las
diversas funciones que la necesidad impone, en esa hora en que la
necesidad cederá ante la felicidad, concurrirán todos en la alabanza a
Dios».
Y en ese estado de felicidad perpetua en el que «todo defecto será
corregido, todo lo que falta respecto a la medida adecuada será
completado y será suprimido todo lo que esté en demasía», podremos ser
uno con las personas a las que amamos en la tierra de una manera mucho
más profunda y perfecta, porque esa unión será, antes que cualquier otra
cosa, unión con la fuente: nuestra amada será esposa de Dios más que
nuestra. Algo de esto intuyó Agustín de Foxá en un poema hermosísimo
titulado «Juicio Final», en el que, al figurarse a su amada tras la
resurrección de la carne, hablaba de «formas recobradas», «venas
vibradoras» y «corazones palpitando otra vez». ¡Católicos, no os dejéis
arrebatar la Gloria de la carne!
ABC
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