«La
belleza que transmita a las generaciones del mañana provoque
admiración! Ante la sacralidad de la vida y del ser humano, ante las
maravillas del universo, la única actitud apropiada es la admiración». Y
gracias a esta admiración que lleva al entusiasmo, el hombre podrá
“afrontar y superar los retos cruciales que se vislumbran en el
horizonte, podrá ponerse de pie y retomar su camino. En este sentido se
ha dicho, con profunda intuición, que “la belleza salvará el mundo”
(Dostoievski)» (Juan Pablo II)
En este estudio[*]
no pretendo dar a conocer la dimensión técnica de los métodos
naturales, a la que vinculamos de inmediato la paternidad responsable en
el contexto eclesial, sino intentar fundamentar el porqué de esta
paternidad responsable y extraer algunas consecuencias que nos puedan
servir de ayuda en nuestro ministerio pastoral. Sin embargo, pienso, que
la mejor ponencia sería releer la Carta a las Familias, de Juan Pablo II, texto de referencia fundamental en mi intervención.
La instrucción Dignitas personae
ofrece dos principios antropológicos, teológicos y éticos fundamentales
a la luz de los cuales hay que comprender el origen del ser humano y el
respeto que merece desde el primer momento de su existencia. El
primero, la dignidad humana, sobre la cual se afirma que «a cada ser
humano, desde la concepción hasta la muerte natural, se le debe
reconocer la dignidad de persona. Este principio fundamental, que
expresa un gran "sí" a la vida humana, debe ocupar un lugar central en
la reflexión ética»[1].
Principio, que formulado normativa y éticamente significa que «el ser
humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su
concepción y, por ello, a partir de este mismo momento se le deben
reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho
inviolable de todo ser humano inocente a la vida»[2].
El
segundo principio hace referencia a la manera de surgir a la
existencia: «El origen de la vida humana [...] tiene su auténtico
contexto en el matrimonio y la familia, donde es generada por medio de
un acto que expresa el amor recíproco entre el hombre y la mujer. Una
procreación verdaderamente responsable para con quien ha de nacer es
fruto del matrimonio»[3].
Hay
en todo este documento, y no se esconde, una afirmación teológica
fundamental: sólo desde Dios se puede comprender plenamente la realidad
humana. «La Iglesia tiene la convicción de que la fe no sólo acoge y
respeta lo que es humano, sino que también lo purifica, lo eleva y lo
perfecciona»[4]. Dios ha creado todos los seres humanos a su imagen, en su Hijo encarnado ha revelado plenamente el misterio del hombre[5];
el Hijo hace que podamos llegar a ser hijos de Dios. «A partir del
conjunto de estas dos dimensiones, la humana y la divina, se entiende
mejor el porqué del valor inviolable del hombre: él posee una vocación
eterna y está llamado a compartir el amor trinitario del Dios vivo»[6].
La
paternidad y la maternidad, como realidades humanas que son, reciben
desde la perspectiva teológica una nueva luz para comprender su verdad.
«Las dimensiones natural y sobrenatural de la vida humana, permiten
también comprender mejor en qué sentido los actos que conceden al ser
humano la existencia, en los que el hombre y la mujer se entregan
mutuamente, son un reflejo del amor trinitario. Dios, que es amor y
vida, ha inscrito en el hombre y en la mujer la llamada a una especial
participación en su misterio de comunión personal y en su obra de
Creador y de Padre [...]. El Espíritu Santo infundido en la celebración
sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva
de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace
de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús»[7].
Este es el marco de nuestra reflexión y la justificación del título de
mi intervención: «el amor matrimonial y la dignidad humana: claves para
la comprensión de la paternidad responsable». Profundizaremos estos dos
aspectos —la dignidad humana y la exigencia de surgir a la existencia en
el marco del amor conyugal— a lo largo de este artículo, contando con
la luz que nos ofrece la fe.
Paternidad y maternidad humanas
La
reflexión cristiana sobre la paternidad y maternidad debe partir, como
toda la teología, de la perspectiva de Dios. Leemos en la Carta a las Familias
que «el cosmos, inmenso y diversificado, el mundo de todos los seres
vivos, está inscrito en la paternidad de Dios como su fuente (cf. Ef
3,14-15). Está inscrito, naturalmente, según el criterio de la
analogía, gracias al cual nos es posible distinguir, ya desde el
principio del libro del Génesis, la realidad de la paternidad y de la
maternidad y, por tanto, también la realidad de la familia humana. Su
clave interpretativa radica en el principio de la imagen y semejanza de
Dios, que el texto bíblico pone muy de relieve (Gn 1,26). Dios crea en virtud de su palabra: "Que se haga!" (Cf. Gn
1,3). Es significativo que esta palabra de Dios, en el caso de la
creación del hombre, sea completada con estas otras: "Hagamos al hombre a
nuestra imagen, a semejanza nuestra" (Gn 1,26).
Antes
de crear al hombre, parece como si el Creador entrara dentro de sí
mismo para buscar el modelo y la inspiración en el misterio de su ser,
que ya aquí se manifiesta de alguna manera como el "Nosotros" divino. De
este misterio surge, por medio de la creación, el ser humano: "Dios
creó al hombre a imagen suya: lo creó a imagen de Dios, creó al hombre y
la mujer" (Gn 1,27)»[8].
Esta imagen de Dios es el criterio hermenéutico para comprender la verdad del ser humano, su dignidad y su vocación.
«Excepto el hombre, ninguno de los seres vivos ha sido creado "a imagen
y semejanza de Dios". La paternidad y la maternidad humanas, aun siendo
biológicamente parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen
en sí mismas, de una manera esencial y exclusiva, una "semejanza" con
Dios, sobre la que se fundamenta la familia, entendida como comunidad de
vida humana, como comunidad de personas unidas en el amor (communio personarum)»[9].
El
Nuevo Testamento ofrece una nueva perspectiva que nos permite descubrir
que «el modelo originario de la familia hay que buscarlo en Dios mismo,
en el misterio trinitario de su vida. El "Nosotros" divino constituye
el modelo eterno del "nosotros" humano; ante todo, de aquel "nosotros"
que está formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza
de Dios»[10].
Paternidad
y maternidad humanas encuentran en Dios Padre «de quien toma nombre
toda paternidad» su fuente y su fuerza para renovarse continuamente en
el amor. En la vida de los esposos, «la paternidad y la maternidad
constituyen una "novedad" y una riqueza sublime, a la que no pueden
acercarse si no es "de rodillas"»[11].
Prosiguiendo
nuestra reflexión, la paternidad-maternidad ayudan a comprender que los
esposos se asombren «ante la potencia creadora de Dios. Son llamados a
ser padres, o sea, a cooperar con el Creador dando la vida. Cooperar con
Dios llamando a la vida a nuevos seres humanos significa contribuir a
la transmisión de aquella imagen y semejanza divina de la que es
portador todo "nacido de mujer"»[12].
La
paternidad y la maternidad humanas están basadas en la biología y, al
mismo tiempo, la superan. No tiene nada que ver con la procreación
animal, a pesar de que biológicamente tenga mucho que ver. «Cuando de la
unión conyugal de los dos nace un nuevo ser humano, éste lleva consigo
al mundo una particular imagen y semejanza del mismo Dios: en la
biología de la generación está inscrita la genealogía de la persona»[13].
Hay,
pues, que poner de relieve que en toda «paternidad y maternidad humanas
Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo pueda estar en
cualquier otro tipo de generación sobre la tierra. En efecto, sólo de
Dios puede provenir aquella "imagen y semejanza", propia del ser humano,
tal como pasó en la creación. La generación es, pues, la continuación
de la creación»[14]. Este pensamiento lleva a Juan Pablo II, y nos debe llevar a nosotros, a la admiración ante tan gran misterio.
También
el nuevo ser humano, como sus padres, es llamado a la existencia como
persona y a la vida «en la verdad y en el amor», que tiene una dimensión
temporal y también eterna. Una de las afirmaciones centrales del
Concilio ha sido que el hombre «es la única criatura de este mundo que
Dios ha amado por sí misma»[15],
lo que significa que el origen del hombre, de todo hombre y mujer , «no
se debe solamente a las leyes de la biología, sino directamente a la
voluntad creadora de Dios»[16], y todos, especialmente los padres, deben ser conscientes de ello.
Así,
de rodillas, debemos admirarnos del misterio de la persona humana para
comprender con profundidad el sentido de la paternidad.
«¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él? ¿Qué es un mortal, para que lo tengas presente?» (Ps 8,5), se pregunta el salmista. Nosotros queremos dar respuesta a la luz de la fe.
Toda persona surge del amor para vivir en el amor. Esta es nuestra dignidad y nuestra vocación. Como dice la Carta a las Familias,
nuestra identidad "consiste en la capacidad de vivir en la verdad y en
el amor, más aún, consiste en la necesidad de verdad y de amor como
dimensión constitutiva de la vida de la persona»[18].
Ofrezco, a continuación, una síntesis, a la luz de la revelación, de la verdad del hombre[19].
1. La generación de cada vida humana es un misterio que sólo en Dios, su creador, encuentra respuesta adecuada.
El
autor sagrado no duda en atribuir a la acción divina el comienzo de la
vida humana. «Tus manos me han plasmado, me han formado, y ahora me
quieres destruir —argumenta Job ante Yahvé—. Recuerda que me has
moldeado como arcilla, y que al polvo me harás volver. ¿Me has vertido
como leche y como queso me has cuajado. Me has vestido de piel y carne,
de huesos y nervios me has tejido. Me has agraciado con la vida y tu
providencia ha guardado mi aliento» (Jb 10,8-12). Job aduce ante
el mismo Dios que es Él quien le ha creado conscientemente («me has
moldeado como arcilla») y desde el primer instante de su existencia.
Somos fruto del amor y de la obra personal de Dios[20]. Sólo el ser humano participa del aliento divino (Gn 2,7) lo cual indica que pertenece más a la familia de Dios que a la familia de los animales.
2.
La generación y el nacimiento de un hijo no son el resultado de una
fecundidad abstracta, sino una acción personal inmediata de Dios a los
esposos, que a su vez son colaboradores responsables de su amor unitivo y
fecundo.
Recuerdo
unas palabras que Juan Pablo II dirigió a los jóvenes de Kazajstán para
mostrar qué y quién es la persona humana: «Al preparar este viaje, me
pregunté qué querrían escuchar del Papa los jóvenes de Kazajstán, qué le
preguntarían. Probablemente la primera pregunta que querríais hacerme
es esta: ¿Quién soy yo, desde tu punto de vista, según el Evangelio que
tú anuncias? ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Cuál es mi destino? Mi
respuesta es sencilla, queridos jóvenes, pero de un alcance enorme. Tú
eres un pensamiento de Dios, tú eres un latido del corazón de Dios.
Afirmar esto es como decir que tienes un valor en cierto sentido
infinito, que tú cuentas para Dios en tu individualidad irrepetible»[21].
3.
Esta intervención divina en la generación de todo hombre no es sólo una
intervención creadora, sino que establece una verdadera relación
personal entre Dios y la criatura engendrada.
Así, dice Isaías: «El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre» (Is
49,1). Aun antes de su nacimiento, Dios había preparado a Isaías para
su misión profética: «me formó desde el seno materno para ser su siervo»
(Is 49, 5). Y lo mismo expresa Jeremías: «Antes de plasmarte en
el seno materno, te conocí, antes de que salieras de las entrañas, te
consagré» (Jr 1,5). La Virgen María es un ejemplo paradigmático,
porque tenía que ser la Madre de Dios, «desde el primer momento de su
concepción... fue preservada inmune de toda mancha de culpa original»[22]; desde el primer momento Dios entró en relación personal con ella.
4.
La vida, en plenitud de sentido, es la vida eterna, la participación en
la vida divina. Se inicia en la fase temporal de nuestra existencia,
como un comienzo del definitivo y como polo que atrae teleológicamente y
da significado a toda otra expresión de la vida. Lo que en el vivir del
hombre sea ordenable a este fin le realiza, lo que no lo sea le
enajena.
Por
eso, la vida es vivir «amando al Señor tu Dios, escuchando su voz y
uniéndote a él, pues él es tu vida y lo que garantiza tu permanencia en
la tierra que el Señor juró dar a tus antepasados, a Abraham, Isaac y
Jacob» (Dt 30, 15 20). «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a
su Hijo único, para todo el que cree en él no perezca, sino que tenga
vida eterna» (Jn 1,16). Una vida que es comunión con las Personas
divinas: «esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios
verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Jesús de
Nazaret es el Hijo de Dios hecho hombre para hacer a los hombres hijos
de Dios, Él es la Vida: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va
al Padre sino por mí» (Jn 14,5). «Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57).
Siendo
esencial para concebir el sentido de la vida del hombre su referencia a
Dios, se entiende que «perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder
también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida»[23]. Esta vida temporal, en camino hacia la plenitud, es al mismo tiempo relativa y sagrada[24]:
no es el bien supremo que se deba preservar a cualquier precio o al que
haya que sacrificarlo todo (si así fuera no tendría sentido ni sería
lícito el martirio), tampoco es un bien instrumental puesto a nuestra
completa disposición[25].
5.
Por ser obra personal y libre del amor de Dios, la vida de todo hombre
está siempre bajo su cuidado y bajo su providente mirada:
«Así
dice el Señor, que te creó, Jacob, el que te formó, Israel: "No temas,
que te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío"» (ls
43,1). Desde la certeza de la indestructibilidad de la comunión de vida
con Dios, el hombre puede vivir en la confianza de ese amor personal:
«Yo estaré contigo siempre: tú me tomas de la mano, me conduces según
tus planes, y después me llenas de gloria. ¿No te tengo a ti en el
cielo? Si estoy contigo ya no encuentro gusto en la tierra. Aunque todo
mi ser se consuma, Dios es mi heredad y mi roca para siempre» (Sal 73, 23 26). «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rom 8, 35).
6.
Esta es la razón por la cual la vida del hombre es vida de una persona y
tiene un valor único que exige respeto absoluto e incondicionado:
porque desde el mismo comienzo de su existencia cada ser humano tiene
una relación personal e inmediata con las Personas divinas, no una
relación genérica como las otras criaturas. La vida humana es sagrada[26] e inviolable[27]
Es
una relación que le constituye como hombre, una relación de origen,
porque el hombre es la única criatura en la tierra que Dios ha «querido
por sí misma»[28],
y el alma espiritual de cada hombre es inmediatamente creada por Dios.
«La vida del hombre proviene de Dios, es su don, su imagen y su
impronta, participación de su aliento vital. Por lo tanto, Dios es el
único señor de esta vida: el hombre no puede disponer de ella a su
antojo. Dios mismo lo afirma a Noé después del diluvio: "Pediré cuentas
de vuestra sangre y de vuestras vidas; se la reclamaré a cualquier
animal, y sobre todo, al hombre, a cualquier hermano" (Gn 9, 5).
El texto bíblico se preocupa de subrayar cómo la sacralidad de la vida
tiene su fundamento en Dios y en su acción creadora»[29].
La
vinculación con las personas divinas es también una relación de
finalización, porque todo hombre recibe el don de la existencia humana
para recibir el don absolutamente gratuito de la vida sobrenatural; las
Personas divinas han decidido darle la vida natural porque lo quieren
hacer partícipe de su misma vida divina para que sea hijo en el Hijo.
Por lo tanto, toda persona humana, desde el primer instante de su
existencia, tiene una única razón de ser: Dios, que le ha dado la vida
personalmente, y una única razón de existir, un único fin último: la
comunión de amor, personal e íntima, con las Personas divinas.
Así
pues, el valor pleno de la vida humana, desde sus fases iniciales y en
sus dimensiones más humildes, sólo puede ser captado adecuadamente en la
perspectiva del fin sobrenatural al que está destinada. Si sólo Dios
puede tomar la iniciativa de llamar a una criatura a participar de su
misma vida divina y si todo ser humano ha sido creado por él y
predestinado, de hecho, a esta altísima vocación, en el Hijo mediante el
Espíritu, entonces se ha de afirmar que, desde la concepción, Dios
mismo se ha querido unir de una manera única e irrepetible a cada ser
humano.
7. Teniendo en cuenta toda esta reflexión nos damos cuenta de la radical igualdad de todos los hombres y de su dignidad.
A todos y cada uno de los hombres y mujeres, los ha creado el mismo y único Dios, del mismo modo y con el mismo fin (cf. Rm
11, 29). Y todos han sido redimidos por Cristo, y gozan de la misma
vocación e idéntica destino. Así, dice Job: «Si he menospreciado el
derecho de mi esclavo o de mi esclava cuando entablaban pleito conmigo,
¿qué podré hacer cuando Dios venga a juzgarme?, ¿qué le responderé
cuando me pida cuentas? ¿No le ha formado en el vientre en el que me
formó a mí? ¿No nos ha plasmado el mismo en el seno materno?» (Jb 31,13-15).
8.
La vida no es la simple existencia, sino un cometido, una vocación, una
misión que cumplir bajo el cuidado amoroso y personal de Dios.
La
vida es siempre y continuamente un don de Dios: un don continuamente
recibido y un don para ser dado, un don que nos constituye en don para
los demás. También en este sentido, cada uno de todos los hombres y
mujeres, sea cual sea el momento de su existencia o su grado de
desarrollo o salud, es imprescindible e insustituible. Si alguien está
vivo, sea cual sea su situación, Dios le está dando el don de la vida y
le está constituyendo en un don para los demás; siempre podrá dar. Al
menos nos podrá ofrecer el don de su necesidad, que excarcela nuestro
amor: Dios nos querrá dar el amor y todo lo que necesitamos para darlo a
quien lo pide o lo necesita.
Dios confía a cada hombre el defender, promover, respetar y amar la vida[30].
El hombre tiene una responsabilidad específica sobre el ambiente de
vida: es la cuestión ecológica (natural y humana), donde el hombre está
sometido a las leyes biológicas y morales. Dios, además, confía en el
hombre una responsabilidad específica en cuanto a la vida propiamente
humana, que alcanza su vértice en la procreación matrimonial[31]. El «creced y multiplicaos» (Gn
1,28) comunica una participación especial en la obra creadora de Dios:
la generación de un hijo es un acontecimiento humano y religioso. Los
esposos son colaboradores de Dios Creador, Dios está presente en la
paternidad y maternidad humanas: sólo de Dios proviene la imagen y
semejanza propia del ser humano: «He adquirido un varón con el favor del
Señor» (Gn 4, 1).
9. Los hijos —y todos los engendrados lo son— son siempre un don de Dios.
La primera bendición sobre el hombre fue: «Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla» (Gn
1,28). Todos, sean cuales sean las circunstancias en las que hayan sido
traídos a la existencia, son objeto del amor de predilección de Dios
Padre que quiere hacerse palpable. La generación podrá no haber sido
según el designio de Dios, pero desde el inicio, la vida humana es
siempre un don personal de Dios Padre, y Él nunca se arrepiente de sus
dones (cf. Rm 11, 29). Los hijos podrán ser inesperados, pero
nunca no deseados. Sabemos que Dios los ha deseado, por el solo hecho de
que existen; cuando alguien quiere hacerse partícipe de su deseo
paternal, éste estará llamado a ser transparencia personal del seno
paternal y siempre acogedor de Dios. Cuando el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «Que nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia de todos»[32], ¿cómo podremos aceptar que haya «no deseados»?
De la teología y la antropología teológica a la vivencia de la paternidad responsable
Toda
la reflexión sobre la verdad revelada en cuanto al ser humano y su
dignidad nos llevan a advertir algunas consecuencias que han de
convertirse en criterios normativos para la vida de los esposos. Quiero
señalar especialmente tres: la generosidad, la confianza y el espíritu
de misión.
Al
descubrir la belleza y la grandeza de la dignidad y de la vocación del
ser humano —fruto del amor de Dios, llamado a vivir en Cristo y a
participar de la comunión trinitaria por toda la eternidad, gozando de
la felicidad para siempre—, entendida a la vez como un gran don que Dios
mismo hace a los hombres, surge una primera pregunta: ¿Cómo, sabiendo
todo esto, los esposos podrían negar la posibilidad de que un nuevo ser
humano pueda participar de un destino como el mencionado justificandose
en razones de comodidad, egoísmo, inseguridad del futuro, o cualquier
otra causa?
Al
intentar dar respuesta a esta cuestión, surge el primer criterio clave a
la hora de comprender la paternidad responsable: el a priori de la
generosidad. Aplazar temporalmente o evitar definitivamente la venida de
un nuevo miembro a la familia más que un deseo es, y debe ser, fruto de
la conclusión de que los esposos no se atreven, pero con la añoranza de
no poder dar más de sí mismos. El amor, que busca el bien del otro —y
este otro es un hijo potencial—, sino no se puede hablar de amor
verdadero, hace que los casados partan del deseo de formar una familias
numerosa.
Entristece
ver cómo el recibimiento del primer hijo suele ser con gran gozo, y lo
comunican a todos sus conocidos, para hacerles participar de su alegría.
Cuando se trata del tercero, a menudo no se notifica de inmediato y, la
celebración del bautizo se realiza en la intimidad familiar de los más
cercanos. Y no hablemos de si viene alguno con quien no se contaba, al
margen del deseo de los esposos. Entonces los esposos, más que gozo,
tienen angustia, preocupación y desazón. Ya no son capaces de contemplar
el hijo como un don recibido de Dios y lo ven como una carga. Pero el
hijo sigue siendo un hijo, con todas las características mencionadas en
el apartado anterior, y como tal merece ser recibido como un don, como
un gran regalo de Dios hecho a los padres y a la sociedad. El problema
más grave es que no sabemos amar lo suficiente. Y de ahí la tristeza y
la dificultad en aceptar al recién llegado. De hecho, entendiendo el
amor como buscar el bien del otro y encontrando en la alegría del otro
la propia alegría y felicidad, ya se ve que cuando vivimos nuestras
responsabilidades como una carga no sabemos amar, pero cuando vivimos
las cargas con gozo, hemos aprendido a amar de veras[33].
El
segundo criterio surge del hecho de darnos cuenta de quién es Dios, de
su omnipotencia, y de su providencia amorosa, entonces los esposos no
pueden hacer otra cosa que poner en Él toda, y enfatizo toda, su confianza.
Es Dios quien rige los destinos de los hombres, quién es y seguirá
siempre siéndolo, Señor y juez de la historia, y nada escapa de su
mirada providente.
«Quien
gobierna el mundo es Dios, no nosotros —afirmó Benedicto XVI—. Nosotros
le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podemos y hasta que Él nos
dé fuerzas. Sin embargo, hacer todo lo que está en nuestras manos con
las capacidades que tenemos es la tarea que mantiene siempre activo al
siervo bueno de Jesucristo: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14)[34].
Un Amor, el de Dios, que nos enseña a amar y nos capacita para hacerlo.
«Hay un texto de san Gregorio Nacianceno —comenta el Santo Padre en la
Encíclica Spe Salvi—, que es muy ilustrativo. Dice que en el
mismo momento en que los Magos, guiados por la estrella, adoraron al
nuevo rey, Cristo, llegó el fin para la astrología, porque desde
entonces las estrellas giran según la órbita establecida por Cristo.
[...] No son los elementos del cosmos, las leyes de la materia, lo que
en definitiva gobierna al mundo y al hombre, sino que es un Dios
personal que gobierna las estrellas, es decir, el universo; en última
instancia no son las leyes de la materia y de la evolución, sino la
razón, la voluntad, el amor: una Persona. Y si conocemos esta Persona, y
ella a nosotros, entonces el inexorable poder de los elementos
materiales ya no es la última instancia, ya no somos esclavos del
universo y de sus leyes, ahora somos libres. [...] La vida no es el
simple producto de las leyes y de la casualidad de la materia, sino que
en todo, y al mismo tiempo por encima de todo, hay una voluntad
personal, hay un Espíritu que en Jesús se ha revelado como Amor»[35].
La confianza nace de la fe, se convierte en esperanza y es el dinamismo más poderoso del amor[36].
De hecho, la falta de esperanza bloquea el amor. Y toda falta de
esperanza es consecuencia de una falta de fe. «La esperanza-comenta el
Pontífice actual-se relaciona prácticamente con la virtud de la
paciencia, que no desfallece ni siquiera ante el fracaso aparente, y con
la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de Él incluso en
la oscuridad. La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así
suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios
es amor. De esta manera, transforma nuestra impaciencia y nuestras
dudas en la esperanza segura de que el mundo está en manos de Dios y
que, no obstante las oscuridades, al final vencerá Él, como
luminosamente muestra el Apocalipsis mediante sus imágenes
sobrecogedoras. La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios
revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez
el amor.
El
amor es una luz —en el fondo la única— que ilumina constantemente a un
mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible,
y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a
imagen de Dios»[37].
¿Podemos,
desde esta perspectiva, dudar del amor y la omnipotencia de Dios? No, y
nunca. Y pienso que esto es uno de los principales puntos a reiterar a
los esposos, para que les quede bien grabado en el corazón, con el fin
de que no tengan miedo. El miedo al futuro, el miedo a los hijos, el
miedo al qué dirán, el miedo a la presión social, el miedo a complicarse
la vida, el miedo a tantas y tantas cosas que llevan a los esposos a
empequeñecer su generosidad y a hacer perder la ternura de su vida
esposal. A menudo, algunos esposos que subjetivamente se sienten
suficientemente generosos con los hijos, la sola idea de esperar un
nuevo hijo, en el ámbito de las relaciones íntimas, les angustia hasta
el punto de sufrir un verdadero pánico. Esta situación les lleva a la
falta de ternura en su trato mutuo, por el temor a un nuevo embarazo.
El
miedo sólo tiene un antídoto, y se llama «confianza». Confianza en Dios
providente y amoroso. Ya lo dijo reiteradamente Jesús: «Por tanto, no
tengáis miedo: vosotros valéis más que muchos pajarillos» (Mt
10,31). Recordemos aquella escena del Evangelio cuando los discípulos,
al ver caminar Jesús sobre las aguas se sobrecogieron de temor, el
Maestro les dijo: «iÁnimo! Soy yo. No tengáis miedo!». Y acto seguido
Pedro pide caminar sobre las aguas, sin embargo, al sentir el ruido del
viento, le entró miedo y empezó a hundirse. Al llamar a Nuestro Señor,
Jesús le recriminó «Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?» (Mt 14, 25-32).
Cuando
Juan Pablo II describe la situación de Europa, hace un análisis de las
causas de la falta de esperanza y habla del miedo a afrontar el futuro
íntimamente ligada a la pérdida de la memoria cristiana. «Del futuro
—comenta el pontífice polaco— se tiene más temor que deseo. Lo
demuestran, entre otros signos preocupantes, el vacío interior que
atenaza a muchas personas y la pérdida del sentido de la vida. Como
manifestaciones y frutos de esta angustia existencial pueden
mencionarse, en particular, el dramático descenso de la natalidad, la
disminución de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, la
resistencia, cuando no el rechazo, a tomar decisiones definitivas de
vida incluso en el matrimonio»[38].
Contra
el miedo, la confianza, la esperanza que tiene como fundamento el Amor
fiel de Dios. Hay que ponerse a la escucha de Dios, que tiene un
designio de amor para cada uno de nosotros. «Díselo con confianza
—animaba Benedicto XVI a los jóvenes—: "Señor, ¿cuál es tu designio de
Creador y de Padre sobre mi vida? ¿Cuál es tu voluntad? Yo deseo
cumplirla". Tened la seguridad que os responderá. No tengáis miedo de su
respuesta! "Dios es mayor que nuestra conciencia y lo sabe todo" (1 Jn 3,20)»[39].
Confianza
no significa, sin embargo, abandonarse a las leyes de la biología a la
hora de aceptar una nueva vida, ya que Dios, con su providencia cuenta
con nuestra inteligencia y voluntad, y con nuestra libertad, para llevar
a cabo sus planes divinos.
Además, al entender la vida matrimonial y la paternidad y maternidad desde la óptica de la misión, como encargo divino[40],
¿quién puede justificar el evitar una nueva concepción prescindiendo de
Dios? Quien sabe que Dios sabe más, y nos ama, al ser el Amor digno de
Fe, de confianza, la lógica debería ser, y este es un tercer criterio,
de no poner obstáculos a Dios. Si Dios considera que debe venir un nuevo
ser humano a la existencia deberá encontrar la buena disposición de los
esposos.
Y
si se diera el caso de que ocurriera un embarazo inesperado, no
buscado, la conciencia de saber quién es Dios y el valor y dignidad de
la vida del recién llegado llevará a la aceptación serena, agradecida y
llena de paz, de este nuevo don de Dios para los padres, y se recibirá
como un regalo y no como una carga. Sin la mirada de la fe, la
paternidad y la maternidad se oscurecen al oscurecerse la verdad de Dios
y del hombre mismo. Y «sólo regenerando la esperanza es posible volver a
despertar la imagen simbólica de la belleza de formar una familia, de
la bondad que supone»[41].
¿Hay que tener los hijos que Dios quiere?
¿Hay
que tener los hijos que Dios quiere? Hacer esta pregunta a esposos que
todavía están en edades fecundas y ya piensan que han cumplido con
generosidad conlleva un examen de conciencia, pues a menudo no quieren
ni replanteárselo. Sin embargo hay que matizar la respuesta. Si se
entiende la pregunta como no hacer nada y dejar que la biología marque
la posibilidad de un nuevo nacimiento, la respuesta es no. Un no
rotundo. Podría, incluso ser una irresponsabilidad que podría ofender a
Dios y a la familia misma. Ahora bien, si por lo que «Dios quiere» se
significa lo que Dios de verdad quiere de los esposos, entonces no
podemos más que responder que sí, y un sí sin condiciones. Preferir
cualquier alternativa al querer divino sería una falta de fe en el amor,
la sabiduría y la providencia de Dios.
Sin
embargo habrá que preguntarse, ¿cómo pueden saber los esposos si Dios
quiere que tengan un nuevo hijo? Dios tiene muchas maneras de hablar.
Teniendo
presentes los principios morales y, al mismo tiempo, las circunstancias
concretas que rodean la vida de los esposos —dimensiones afectivas,
físicas, económicas, psicológicas, sociales—, la razón práctica se da
cuenta de lo que Dios quiere para los esposos aquí y ahora. No hay
recetas hechas, y cada matrimonio debe tomar sus decisiones bajo la guía
y la luz de Dios.
Una
conclusión importante que se sigue es que el número de hijos no es una
cuestión de gustos. No se trata de si me gustaría o no tener otro hijo.
Se trata de ir viendo qué es lo que Dios pide a los esposos en la
situación vital en la que se encuentran. Si se ven con ánimos de sacar
adelante otra criatura, pues iadelante!
Otra consecuencia, también importante, es que el número de hijos no se puede decidir a priori,
como una negociación de los esposos según sus expectativas. La decisión
de ir a por otro hijo o no es algo que han de ir descubriendo los
esposos según las circunstancias en las que se encuentran, llevándolo
todo a la oración.
Un
corolario final que se deduce de toda estas reflexiones y que sintetiza
toda esta exposición, a la hora de intentar concretar el número de
hijos que deben tener el matrimonio, podría ser así: procurad tener
todos los hijos que os veáis con corazón de recibir, más uno más: el de
la heroicidad. Tened en cuenta, además, que la llegada de un hijo que en
un determinado momento de la vida los esposos consideran una gesta
heroica, puede ser, que con el tiempo, los datos anteriores dejen de ser
determinantes, porque ha cambiado la situación y las circunstancias
familiares, y lo heroico, ahora, sea otro más.
Hay
que añadir un ulterior elemento. Sólo en el ámbito de la oración se
puede descubrir la verdad del querer divino. La sintonía de corazones de
los esposos con Dios, la gracia divina y las luces del Espíritu Santo
iluminan con una luz nueva sus conciencias para verse a sí mismos con
una mayor objetividad, y para juzgar las circunstancias que deban tener
en cuenta; por otra parte, de la oración sacarán la fuerza para
determinarse a secundar la voluntad de Dios.
Benedicto
XVI hablaba del silencio de Dios ante las situaciones dramáticas de
miseria y pobreza, pero podemos hacer extensibles sus palabras a la
situación de tantos esposos que viven con miedo su paternidad y
maternidad. «Ha llegado el momento de reafirmar la importancia de la
oración [...]. Obviamente, el cristiano que reza no pretende cambiar los
planes de Dios o corregir lo que Dios ha previsto. Busca más bien el
encontrarse con el Padre de Jesucristo, pidiendo que esté presente, con
el consuelo de su Espíritu, en él y en su trabajo (y podríamos añadir,
en su matrimonio y en su familia y en su paternidad). La familiaridad
con el Dios personal y el abandono a su voluntad impiden la degradación
del hombre, lo salvan de la esclavitud [...]. Una actitud auténticamente
religiosa evita que el hombre se erija en juez de Dios, acusándolo de
permitir la miseria sin sentir compasión por sus criaturas. Pero quien
pretende luchar contra Dios apoyándose en el interés del hombre, ¿con
quién podrá contar cuando la acción humana se declare impotente?»[42]
Dicho de otra manera, Dios puede callar —o podemos no escucharlo—, pero
nunca nos puede abandonar ni dejar de guiarnos con su providencia
amorosa. La confianza vuelve a ser la verdadera respuesta: iDios sabe
más!
Hacia una comprensión correcta del amor humano
Hablar
de la Teología del Cuerpo ya no es, gracias a Dios, una novedad, sino
patrimonio común de la reflexión teológica actual, que nos ofreció Juan
Pablo II. Esta teología del cuerpo se sustenta en la realidad
corporeo-anímica del ser humano. El ser humano es un cuerpo animado, un
alma corporalizada. «Uno en cuerpo y alma, el hombre, por su misma
condición corporal, reúne en él los elementos del mundo material, de
modo que, por medio de él en su persona, alcancen su culmen y levanten
la voz para libre alabanza del Creador. [...] Ahora bien, el hombre no
se engaña cuando se reconoce superior a las cosas corporales y no sólo
como una partícula de la naturaleza o un elemento anónimo de la ciudad
humana. En efecto, por su interioridad supera el universo de las cosas»[43].
En efecto, «el cuerpo humano pertenece total y plenamente a la
subjetividad de la persona que actúa. Es parte del yo humano: ese yo no
es sólo el espíritu, también el cuerpo constituye el yo humano. El yo no
se encuentra frente al cuerpo, sino que es este cuerpo»[44].
Sabiendo que los actos son de la persona, y la persona es
corporeo-anímica, esto significa que «la total integración, por esencia,
del cuerpo y de sus actos en la vida del espíritu incluye precisamente
también la integración del cuerpo en la estructura del amor espiritual,
de un amor que descansa en la voluntad libre y en la racionalidad, y el
acto específico del que es la entrega de uno mismo desde la libertad»[45].
Desde
esta perspectiva, el amor no es sólo un hecho espiritual, sino una
realidad personal y, por tanto, también corporal. En virtud de la unidad
esencial cuerpoalma, el espíritu también habla el lenguaje del cuerpo y
se integra. El sujeto del amor, de todo actuar humano, es la persona y,
por tanto, el cuerpo debe ser considerado como sujeto y no como objeto o
medio del amor espiritual.
Dios
ha dejado la huella de su imagen en la corporalidad humana creándonos
sexuados. La diferenciación sexual es una luz que el Creador ha sellado
en el cuerpo para descubrir nuestra vocación y nuestra dignidad. Adán
descubre, al encontrarse ante Eva, que es varón, que está hecho para la
comunión interpersonal, es decir, para el amor, y que en esta comunión
se juega su felicidad. «La mujer —escribe Cafarra— está creada en orden a
la comunión con el barón y recíprocamente; uno y otro se descubren
colocados en este orden mutuamente referencial desde el momento mismo en
que se miran y se ven como varón y como mujer. Este acto de visión
originaria está en el origen de su comunión interpersonal. Qué cosa ven?
Ven el cuerpo en su diferenciación sexual, en y a través de esta
percepción del cuerpo sexualmente diverso ven también la propia persona
en cuanto que llamada a la comunión: inclinada a salir de la soledad. La
sexualidad —o mejor dicho, el cuerpo humano en cuanto que sexualmente
diversificado— es el lugar en que la persona se descubre a sí mismo y
descubre el otro. Y este sí mismo de la persona es justamente el don o
regalo que tiene que hacer al otro. En este núcleo descubrimos la
primera y más fundamental verdad sobre la sexualidad humana. En
conclusión: la sexualidad humana está intrínsecamente ordenada para
expresar la vocación de la persona a ser don de sí mismo a la otra
persona; la sexualidad constituye la posibilidad misma de esta donación,
en fin, la sexualidad es el "lenguaje corpóreo" de la comunión
interpersonal entre el varón y la mujer»[46].
Pero,
¿qué es el amor? Hay que detenerse un momento para profundizar sobre la
realidad del amor, de aquel amor que nos hará feliz. Y lo haré
siguiendo la primera parte de la encíclica Deus caritas est del Papa Benedicto XVI.
El deseo del otro, el eros,
lleva en su dinamismo una promesa, la promesa de felicidad. De una
felicidad que sólo puede hacerse realidad con la presencia del otro,
aquella persona a quien amo y que nadie más puede sustituir, a la vez
que deseo tenerla siempre a mi lado. Si no la tengo, me doy cuenta que
no seré feliz, porque me faltará aquel otro que me hace feliz. El eros,
el deseo de comunión con el otro, incorpora, pues, la exclusividad y la
definitividad. Así lo expresa el Papa: «El desarrollo del amor hacia
sus más altas cotas y su más íntima pureza conlleva el que ahora aspire a
lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica
exclusividad —sólo esta persona— y en el sentido del para siempre. El
amor engloba la existencia entera y de todas sus dimensiones, incluido
también el tiempo. No podría ser de otro modo, ya que su promesa apunta a
lo definitivo: el amor tiende a la eternidad. Ciertamente, el amor es
éxtasis, pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino
permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación
en la entrega de uno mismo y, precisamente de este modo, hacia el
reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios»[47].
¿Qué pasa cuando el eros, el deseo del otro, impone su criterio y no arrastra la voluntad del don de sí mismo? Este es el eros ebrio e indisciplinado, que no es elevación, «éxtasis», sino caída, degradación del hombre[48]. El eros, degradado a puro deseo, que es lo mismo que decir a puro «sexo», se convierte en mercancía[49], en simple «objeto» que se puede comprar y vender, más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía. Este eros
indisciplinado lleva a la posesión del otro, no a la entrega de sí
mismo. ¿Y quién está dispuesto a ser cosificado, convertido en objeto de
placer de otro y a largo plazo? La propia dignidad, por poco que se
valore, hará que al descubrir que el otro me usa pero no se da, pone a
dicha relación fecha de caducidad. Es imposible que dure.
«Resulta así evidente —comenta Benedicto XVI— que el eros
necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de
un instante, sino un modo de hacerle saborear de antemano, de alguna
manera, lo más elevado de su existencia, esa felicidad a la que tiende
todo nuestro ser»[50]. El eros ha de ser también ágapé, donación de sí, para no perder el otro en quien se hará realidad la promesa de felicidad que el eros apuntaba. El agapé
«expresa la experiencia del amor que ya ha llegado a ser verdaderamente
descubrimiento del otro, superando el carácter egoísta que predominaba
claramente en la fase anterior. Ahora el amor es ocuparse del otro y
preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la
embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado:
se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo
busca»[51]. Y haciendo así se encuentra la felicidad plena, no una mera satisfacción.
El eros
indisciplinado, propio de quien no domina la voluntad, reduce al otro a
puro objeto de satisfacción personal. Ahora el otro vale la medida de
mi deseo. ¿Qué pasará si cambian mis deseos o me atraen nuevos deseos
que la pareja no me proporciona? La continuidad de dicha relación no
tiene futuro. ¿Quién quiere sentirse amado así? Evidentemente, nadie lo
quiere.
Este,
es, sin embargo, el modo de amar de muchos jóvenes que, dañada la
voluntad incapacitados para el don de sí, por la falta de carácter y de
la virtud de la castidad, utilizan al otro para el propio disfrute. En
otras palabras, el eros no fundamentado por el don de sí es puro egoísmo. Y esto no es verdadero amor.
Hay que añadir, además, que el eros y el agapé,
el deseo y la entrega de sí, deben darse ambos a la vez para hacer
realidad el amor pleno. «Si bien el eros —sentencia el Papa—
inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente –fascinación por la
gran promesa de felicidad–, al aproximarse la persona al otro se
planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez
más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará
ser para el otro. Así, el momento del agapé se inserta en el eros
inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia
naturaleza. Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente
del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre,
también debe recibir. Quien quiere dar amor, a su vez la recibirá como
don»[52].
La
sexualidad revela, pues, a la vez, sobre todo tres realidades, la
apertura al otro —somos con el otro—, la vocación a amar —hay que darse
para vivir para el otro—, y la dignidad humana —hemos de ser
amados por nosotros mismos—. Cuando el amor degenera en sexo que no
quiere asumir la responsabilidad del otro, entonces «el llamado sexo seguro,
propagado por la civilización técnica, es en realidad, bajo el aspecto
de las exigencias globales de la persona, radicalmente no-seguro, e
incluso gravemente peligroso. En efecto, la persona se encuentra aquí en
peligro, y, a su vez, pone en peligro la familia. ¿Cuál es el peligro?
Es la pérdida de la verdad sobre la familia, a la que se añade el riesgo
de la pérdida de la libertad y, por tanto, la pérdida del amor mismo.
"Conoceréis la verdad —dice Jesús— y la verdad os hará libres" (Jn 8,32). La verdad, sólo la verdad, os preparará para un amor del que se puede decir que es "bello"»[53].
Sintetizando estas ideas, y formulándolas para que sea más fácil recordarlas, podemos afirmar que «el eros, el deseo, sin la entrega de sí, es expresión del egoísmo personal, mientras que la entrega de sí, el agapé,
sin el deseo, humilla al otro, no ama lo suficiente». El amor pleno
sólo se encuentra en el deseo que se convierte en don de sí —el deseo
oblativo— o en la entrega total de sí acompañada del deseo —la entrega
deseosa—[54].
Del amor a la paternidad. Una sola carne.Unidad e inseparabilidad de los significados unitivo y procreativo
Hemos
oído y leído con insistencia un dato que se convierte como el gran
criterio a la hora de juzgar la moralidad de los actos propios del
matrimonio en la intimidad conyugal. Los dos aspectos, unitivo y
procreativo, no pueden separarse[55].
Sin embargo, quiero poner de relieve que este axioma no es más que un
corolario y una conclusión de una correcta comprensión del amor
esponsal.
«El
Concilio Vaticano II, particularmente atento al problema del hombre y
de su vocación, afirma que la unión conyugal —significada en la
expresión bíblica "una sola carne"— sólo puede ser entendida y explicada
plenamente recurriendo a los valores de la "persona" y de la "entrega".
Cada hombre y cada mujer se realizan en plenitud mediante la entrega
sincera de sí mismos: y, para los esposos, el momento de la unión
conyugal constituye una experiencia particularísima. Es entonces cuando
el hombre y la mujer, en la "verdad" de su masculinidad y feminidad, se
convierten en entrega recíproca. Toda la vida del matrimonio es entrega,
pero esto se hace singularmente evidente cuando los esposos,
ofreciéndose recíprocamente en el amor, realizan aquel encuentro que
hace de los dos "una sola carne" (Gn 2,24)»[56].
El
hecho de ser persona, de ser amada por sí misma, y de entrega, del don
de uno mismo, tiene una significación y exigencias paradigmáticas en el
abrazo conyugal. «En el momento del acto conyugal, el hombre y la mujer
son llamados a ratificar de manera responsable lal recíproca entrega que
han hecho de sí mismos con la alianza matrimonial. Ahora bien, la
lógica de la entrega total del uno al otro implica la potencial apertura
a la procreación: el matrimonio es llamado así a realizarse todavía más
plenamente como familia. Ciertamente, la entrega recíproca del hombre y
de la mujer no tiene como fin solamente el nacimiento de los hijos,
sino que es, en sí mismo, mutua comunión de amor y de vida. Pero siempre
hay que garantizar la íntima verdad de esta entrega. Íntima no es sinónimo de subjetiva.
Significa más bien que es esencialmente coherente con la verdad
objetiva de aquellos que se entregan. La persona nunca debe ser
considerada un medio para alcanzar un fin, sobre todo, un medio de
placer. La persona es y debe ser solamente el fin de todo acto. Sólo
entonces la acción corresponde a la verdadera dignidad de la persona»[57].
Hemos
de «leer», en el momento en el que los esposos se unen siendo una sola
carne, el rico significado que posee, para comprender el «lenguaje del
cuerpo en la verdad». «Esta lectura —comentó Juan Pablo II en una de sus
catequesis— se convierte, pues, en condición indispensable para actuar
en la verdad, es decir, para comportarse en conformidad con el valor y
la norma moral»[58]. «La íntima estructura (o sea, la naturaleza)
del acto conyugal —prosigue el Pontífice— constituye la base necesaria
para una adecuada lectura y descubrimiento de los significados que deben
ser transferidos a la conciencia y a las decisiones de las personas
agentes, y también la base necesaria para establecer una adecuada
relación entre estos significados, es decir, su inseparabilidad»[59].
Los significados unitivo y procreativo
Hay que distinguir entre función y significado[60].
El significado de una acción no es lo mismo que la función que implica.
Esto tiene una importancia fundamental con respecto a la unión
conyugal, ya que su valor no puede ser reducido a una mera funcionalidad
concreta. La función implica el desarrollo de las potencialidades
naturales según el dinamismo propio de la facultad en juego. La función
sexual implica un dinamismo propio de acoplamiento anatómico genital
entre el hombre y la mujer, que a su vez conlleva una función
reproductiva[61].
Ahora bien, pese a que desde un punto de vista fisiológico se da igual
en los animales, pero, en este caso, guiados por los instintos, en el
ser humano, la función sexual requiere el trabajo interpretativo y
gubernativo de la razón, es decir, hay que descubrir su significado. «El
significado quiere expresar el sentido de una acción, en cuanto que en
él se encierra un valor, es decir, algo que es bueno y que perfecciona
la persona, confiriéndole una plenitud nueva en su vida considerada
globalmente. El significado de una acción hace referencia a la finalidad
de esta acción respecto a la vida lograda global»[62].
Se
puede, pues, atribuir dos significados fundamentales a la acción «unión
conyugal»: se trata de una acción que permite una unión singular a sus
protagonistas y, uniéndoles, les permite convertirse en padres. Así
pues, esta acción posee un significado unitivo y otro procreativo.
Podemos,
físicamente, separar las funciones que acompañan a la unión conyugal.
Podemos tener sexo sin hijos e hijos sin sexo (FIVET, inseminación,
aborto, anticoncepción, etc.). No ocurre, sin embargo, lo mismo con los significados,
aunque sí en la intención de los esposos. Ambos sentidos están
íntimamente unidos, uno reclama al otro y viceversa. Ambos se integran
en la dinámica del amor que constituyen los esposos —y el hijo— en don
mutuo y en acogida mutua. Sólo en el abrazo de los esposos como un acto
de donación recíproca, estos pueden acoger a su hijo como un don. Esta
es la única manera digna del ser humano de surgir a la existencia.
Entonces,
el acto interior de la voluntad por el que se elige entregarse
sexualmente al cónyuge queda especificado en su mismo inicio como un
acto de amor procreativo, si no queremos negar la donación plena de
ambos y la acogida del otro en sí mismo. «No se trata, pues, de una
inseparabilidad moral, en el sentido de que no se deben separar, pero
que si se separan, al menos se puede realizar uno de ellos, sino de una
inseparabilidad antropológica, es decir, que no se pueden
separar, porque si se hace, se pierden ambos, haciendo imposible
realizar ninguno de los dos. Y ello porque dejan de ser lo que son»[63].
Un
amor conyugal que no sea procreativo, en la medida que la mujer es
fértil, no es, en su significado, un amor conyugal, y una procreación
que no se dé en la mutua donación no es una procreación verdaderamente
humana, y ofende la dignidad del otro, y la del posible hijo.
Cuando
hablamos del amor, este incluye también al hijo, y no se agota en el
amor entre los esposos. En el acto por el cual el hijo es engendrado,
éste debe poder reconocer algo esencial, que «no es algo que venga a la
existencia por su utilidad, porque no es una cosa, ni viene a la
existencia para saciar ningún deseo, porque es una persona digna de ser
amada por sí misma, incondicionalmente, corresponda o no a los deseos de
los padres. Él viene a la existencia como un don, como un regalo
maravilloso que sus padres han acogido en un acto de amor[64]. »Cuando esto no sucede así, se comete una injusticia, la primera, con el hijo, al tiempo que entre los mismos esposos.
¿Qué
significa, pues, la conexión inseparable de los dos significados "unión
amorosa" y "procreación"? «Significa que entre estos dos significados
existe una relación de inclusión recíproca que es constitutiva
para cada uno de ellos: la realidad corporal "procreación" recibe su
peculiaridad específicamente humana del amor espiritual que la informa, y
el amor espiritual de dos personas que forman la comunidad conyugal
recibe simultáneamente su especificidad, en cuanto es un tipo de amor
muy determinado, de la dimensión procreativa del cuerpo»[65].
Si se separan, o consideradas independientemente, ya no serían la misma
realidad. Reitero: el amor, sin la significación procreativa no sería
el mismo amor conyugal, y la procreación sin el amor, no sería una
procreación verdaderamente humana.
Los métodos naturales
Humanae vitae
concretaba la paternidad responsable a la luz de una misión, la
realización de la que ha de tener en cuenta la biología, las pasiones,
las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales. En cuanto
al hecho biológico, la paternidad responsable «significa conocimiento y
respeto de sus funciones; la inteligencia descubre, en el poder de dar
la vida, leyes biológicas que forman parte de la persona humana»; en
cuanto las tendencias, «comporta el dominio necesario que sobre aquellas
han de ejercer la razón y la voluntad», y en relación con las
condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, esta
paternidad «se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y
generosa de tener una familia numerosa ya sea con la decisión, tomada
por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo
nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido»[66].
Se trata, pues, de que los esposos, siguiendo el orden moral,
reconozcan su misión, teniendo en cuenta sus deberes ante Dios, ante si
mismos, y ante la familia y la sociedad.
¿Cómo
se debe vivir esta paternidad cuando se decide aplazar un nacimiento?
La respuesta de la Iglesia ofrece como camino lo que se llama
Planificación Familiar Natural, basada en los métodos naturales, que se
articulan en función de la biología femenina como elemento para decidir
la unión mutua.
Un
grupo de expertos, en la declaración final de la «Reunión sobre los
métodos naturales de regulación de la fertilidad» afirmaron: «Los
métodos naturales son fáciles de enseñar y de entender. Se adaptan a
todos los contextos sociales y no están condicionados por el nivel de
alfabetización. La salud de la madre y la del hijo resultan beneficiados
en espaciar los nacimientos, lo que no perjudica ni a la madre ni al
hijo. Los métodos naturales no ponen en peligro la salud de la pareja.
La libertad y los derechos de la mujer y del marido son respetados
gracias a estos métodos que están centrados en la mujer y están
fundamentados en el respeto de la integridad de su cuerpo»[67].
Se trata, pues, de «ofrecer, por tanto, a las parejas el medio de
ejercer libremente la maternidad y la paternidad responsables»[68], un medio que hay que dar a conocer. Juan Pablo II pidió a la encíclica Familiaris Consortio
un «compromiso más amplio, decisivo y sistemático para hacer conocer,
amar y aplicar los métodos naturales de regulación de la fertilidad»[69].
La
continencia periódica, que es otra manera de referirse a la
Planificación Familiar Natural y los métodos naturales, significa
recurrir a la abstención de mantener relaciones sexuales en determinados
momentos, y solo mantenerlas en los períodos en que previsiblemente la
mujer es infecunda. El método no es lo que evita la concepción ni la
impide, sino que proporciona los datos y los conocimientos adecuados
sobre los ritmos de fertilidad femenina, a cuya luz los esposos deberán
tomar la decisión de unirse o abstenerse valorando qué es lo que quieren
y lo que asumen con su voluntad. Estos métodos no regulan absolutamente
nada, a diferencia de los métodos anticonceptivos, que sí lo hacen.
Esto hace que métodos naturales y métodos artificiales no son
paralelamente comparativos, al tener objetos, funciones, resultados y
significaciones totalmente diferentes[70].
Al
abstenerse de tener relaciones en los períodos en que la mujer puede
ser fecunda, a pesar que comporta a menudo una dificultad y una carga,
un problema, los esposos se abstienen de una modalidad de
expresión del amor esponsal —hay más caminos para expresar este amor
corporalmente—. No se abstienen del amor, ni de su entrega mutua, sino
del acto de amor esponsal. Lo cual, es una piedra de toque del verdadero
amor conyugal[71].
Rhonheimer
hace notar que incluso en abstenerse, la significación procreativa está
presente en los esposos al ser conscientes de esta posibilidad e
integrarla en la sexualidad en el contexto del amor esponsal[72], porque «están insertos intencionalmente y objetivamente en la estructura de la paternidad responsable»[73].
En palabras de este teólogo, a quien seguimos en este punto, «la
afirmación esencial consiste, por tanto, en que estos cónyuges viven
esta responsabilidad procreativa en la totalidad del amor
corporal–espiritual cuando modifican su comportamiento corporal —su
comportamiento sexual— por razones de responsabilidad. De este modo, la
sexualidad, incluida su dimensión procreativa, está integrada plenamente
en un comportamiento procreativamente responsable, en la vida del
espíritu. Esta integración operativa no es otra cosa que la virtud de la
castidad»[74].
La
castidad, pues, posibilita vivir la paternidad responsable en el marco
del amor auténtico. De hecho, si el amor es cuestión de deseo y de
entrega, si el deseo no está señoreado, si uno no se domina sexualmente,
es imposible que el ejercicio de la sexualidad sea una expresión
verdadera de amor[75].
La castidad, y una expresión de la misma que es la continencia
periódica, no niega la sexualidad ni su ejercicio, sino que es «la
energía que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y la
agresividad y promoverse hacia su realización plena»[76].
Hay
que concluir, y me parece bastante importante para no caer en el
biologicismo, lo que a menudo se ha criticado el posicionamiento de la
Iglesia en esta cuestión, que el respeto a los ritmos naturales de
fertilidad femenina no es una norma ni la fundamentación de una norma
—no es la biología que impone una normatividad ética—, sino que sólo se
hace visible como exigencia moral a la luz de la norma moral —es
necesario que los esposos se amen de verdad en todas y cada una de las
expresiones de su vida mutua—, lo que no se puede derivar ya de hecho
natural de los ritmos de fertilidad[77].
A
menudo se siente la crítica de que los que emplean la Planificación
Familiar Natural tienen la misma intención de evitar una posible
generación que aquellos que utilizan otros métodos artificiales. Quizás
en algunos la intención sea la misma, pero la realidad lo que hacen, el
objeto moral, es radicalmente diferente, a la vez que configura una
manera de vivir la vida matrimonial con otros criterios, también bien
opuestos, y esto desde el punto de vista de la misma expresión del amor
conyugal y desde la perspectiva del hijo. Negarse a la apertura a la
vida en el hecho de la unión íntima significa negar el lenguaje del
cuerpo, que expresa la totalidad del don de sí mismo y la acogida del
don del otro en toda su totalidad. Al no aceptar la maternidad o la
paternidad del otro, y al no ofrecerse con todas las dimensiones de sí
mismo, significa que no amamos al otro por sí mismo, y no nos damos
nosotros mismos verdaderamente. Así lo expresa Juan Pablo II en la
encíclica Familiaris consortio: «Cuando los esposos, mediante el
recurso a la anticoncepción, separan estos dos significados que Dios
Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer y en el dinamismo
de su comunión sexual, se comportan como "árbitros" del designio divino
y "manipulan" y envilecen la sexualidad humana, y con ella la propia
persona del cónyuge, alterando su valor de donación "total". Así, al
lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos,
el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio,
es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce, no sólo el
rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una
falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a
entregarse en plenitud personal. En cambio, cuando los esposos, mediante
el recurso a períodos de infertilidad, respetan la conexión inseparable
de los significados unitivo y procreador de la sexualidad humana, se
comportan como "ministros" del designio de Dios y "se sirven" de la
sexualidad según el dinamismo original de la donación "total", sin
manipulaciones ni alteraciones»[78].
Cuando
empleamos medios para hacer infecunda la relación íntima, deseamos del
otro lo que nos interesa, y damos lo que estamos dispuestos, pero no la
totalidad del otro y de uno mismo. Y en el amor, como hemos visto, rige
una ley que, en palabras del beato Pere Tarrés, es la ley de todo o
nada. «Para Dios sólo existe una ley —dijo el beato—: la del todo o
nada. Las almas grandes nunca se entregan a medias». Recuerdo la
anécdota de unos acogedores de matrimonios, donde la esposa, en un
momento de ternura le dijo al marido: «te quiero mucho», y él le
respondió con un sonrisa, «¿sólo mucho?». Ella quedó desconcertada y no
entendía la respuesta de su marido. Dándole vueltas al asunto, días
después se dio cuenta, y buscó provocar la misma situación, y abrazando
el marido le dijo: «te quiero todo». La respuesta del esposo manifestó
que ahora sí lo había entendido: «ahora sí». Si me quieres mucho, amas
de mí aquello, mucho, que te interesa, pero sólo me amas a mí cuando me
amas todo. Se entiende que Dios quiere que lo amemos, no mucho, sino
todo, con todo tu corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas (Mt 22,37). En el amor, si no es todo, es un desamor.
Además,
el abrazo conyugal, que implica la responsabilidad de las personas,
cuando se pone medios para que no quiere asumir dichas responsabilidades
de lo que con el cuerpo se significa como don y acogida, entonces,
vuelve a manifestar un desamor, por muy apasionada que sea la intimidad.
Poner medios para no tener hijos significa también decir, con el
lenguaje del cuerpo, que un posible hijo en casa, no es querido y que es
rechazado. En estas condiciones nunca se podrá decir al hijo, si viene a
la existencia, que es amado por sí mismo desde el primer momento,
aunque finalmente algunos lo puedan acoger. Pero no se puede negar que
desde el primer momento se le ha dicho que no es querido y eso es ya una
injusticia con el nuevo concebido, cuya verdad es ser amado desde el
primer momento por sí mismo. Se puede entender, que el rechazo
voluntario de acoger al hijo propio por vía de métodos artificiales,
provoque la frecuente mentalidad abortiva de este tipo de parejas. No
tienes cabida en casa, no te queremos, y se ponen en la práctica todos
los medios posibles para rechazarlo, el aborto, también, si es
necesario.
Con
el recurso a la continencia periódica, los esposos, realmente no buscan
un hijo, pero si viene, por los motivos que sean, puede afirmar
rotundamente que es fruto del amor de los padres y que ha sido amado
desde el primer momento, al asumir los padres la doble significación de
la unión conyugal.
La
anticoncepción no recibe su malicia moral de la artificialidad de los
medios empleados para evitar o impedir que nazca una nueva vida humana.
No es por ser artificial que no sea moralmente lícito. Si así fuera,
tampoco podríamos llevar gafas, ni tomar medicinas, ni ponernos
prótesis. No hay una contradicción entre natural y artificial, sino
entre natural y antinatural, y no podemos nunca olvidar, que es un error
muy frecuente, que lo natural, cuando hace referencia al ser humano, no
es simplemente lo que es conforme a la biología, lo biológicamente
natural, sino lo que es conforme a la razón y el amor. La anticoncepción
no es antinatural por ser artificial, sino porque expresa en sí misma
un dato de negación del don de sí y de acogida al otro[79],
cónyuge o hijo, que no responde al amor verdadero, que no es conforme
al amor y, por tanto, es antinatural, humanamente hablando[80].
Retomando
los métodos naturales, estos —a pesar de las dificultades reales de
vivirlos por parte de algunos matrimonios—, según T. Melendo, ofrecen
una aportación sustancial en la dinámica del amor esponsal, que
transcribimos íntegramente a continuación: «los beneficios de los
métodos naturales se agrupan en torno a los dos grandes principios que
configuran y hacen posible su uso: a) un mayor y más delicado
conocimiento de la admirable sexualidad femenina (y, en general, de la
mujer... y del hombre), y b) el enriquecimiento que deriva de la
práctica de la continencia periódica (aunque de entrada suene
sorprendente).
i) El conocimiento total del maravilloso organismo sexual femenino genera, entre otras cosas:
−
Un incremento de la autoestima de la mujer, sorprendida ante la cuidada
maravilla con que ha sido creada, también con respecto a esta dimensión
tan íntimamente personal del propio cuerpo.
−
Un aumento paralelo de la comprensión de sí misma y de su psique, que
la lleva en muchos casos a explicarse situaciones y estados de ánimo que
hasta entonces la desconcertaban.
− La consiguiente intensificación del conocimiento, aprecio y respeto hacia la esposa por parte del marido.
−
Un aumento de la comunicación interpersonal en cuanto al ejercicio de
la sexualidad, que mejora también, comúnmente, el diálogo en torno a
otros aspectos de la vida matrimonial y familiar.
−
La supresión de un cierto grado de ansiedad —a veces nada
despreciable—, que acompaña a la esposa ante «el riesgo» de quedarse
embarazada.
−
La asunción conjunta, en el plano de absoluta igualdad y justicia, de
todas las decisiones referentes al trato íntimo y, en concreto, a la
gozosa responsabilidad ante el inapreciable regalo de los hijos.
ii) Por su parte, el ejercicio de la continencia periódica trae como consecuencia:
−
Un incremento del autodominio, con lo que ello implica de prueba de la
verdadera entrega —nadie da lo que no posee realmente— y, como
consecuencia, del amor exquisitamente conyugal.
−
Una ayuda inestimable para salir de uno mismo y adoptar la perspectiva
del otro —el cónyuge y el posible hijo—, condición ineludible para que
se instaure el más genuino amor, definido ya por Aristóteles como un
«querer el bien para el otro como otro».
− Una menor dependencia del placer puramente corpóreo, que por ello se vuelve más pleno y más personal.
Como
antes sugería, todos estos beneficios no tienen nada que ver con el
propósito de restringir el número de hijos, y pueden —iy deben!— ser
vividos por todo matrimonio que aspire a conquistar una mayor categoría y
madurez de su amor recíproco, también cuando no hagan uso de la
Planificación Familiar Natural.
iii) Por el contrario, en relación con la futura prole, los métodos naturales permiten:
−
Querer con una intencionalidad redoblada —inaccesible para quienes no
dominan los «secretos» de estos métodos— todos y cada uno de los hijos
que Dios tenga a bien conceder;
−
Determinar, dentro de ciertos límites, el momento y las circunstancias
de cada concepción y nacimiento, de manera que pueda atender con mayor
dedicación y efectividad las necesidades del hijo.
−
Enriquecer con el regalo de la maternidad a algunos matrimonios, en los
que la esposa se encuentra afligida por una infertilidad superable a
través de estos métodos.
−
Cuando existan causas suficientemente graves que aconsejen posponer un
embarazo, seguir manifestando y acrecentando el amor conyugal también a
través de los encuentros íntimos.
−
Aceptar con alegría la llegada de un hijo «no planeado» cuando, en
contra de lo que honradamente habían creído descubren los cónyuges, que
es ésta la voluntad de Dios para ellos»[81].
Como
afirmó Juan Pablo II, «Muchos matrimonios experimentaron cómo los
métodos naturales de planificación natural promueven el respeto mutuo,
estimulan el afecto entre el marido y la esposa, y ayudan a desarrollar
una auténtica libertad interior. Su experiencia merece compartirse,
porque es la confirmación viva de la verdad que enseña la Humanae vitae»[82].
Conclusión
De
lo que he ido exponiendo hasta aquí se sigue claramente que la familia
constituye la base de lo que Pablo VI calificó como «civilización del
amor»[83], y es su centro y su corazón[84].
«No hay verdadero amor sin la conciencia de que Dios "es Amor", y que
es la única criatura de este mundo que Dios ha llamado "por sí misma" a
la existencia. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, sólo
puede "encontrar su plenitud" mediante la entrega sincera de sí mismo.
Sin este concepto del hombre, de la persona y de la "comunión de
personas" en la familia, no puede haber civilización del amor;
recíprocamente, sin ella es imposible este concepto de persona y de
comunión de personas. La familia constituye la "célula" fundamental de
la sociedad. Pero hay necesidad de Cristo —"vid"— del que reciben savia
los "sarmientos" para que esta célula no esté expuesta a la amenaza de
una especie de desarraigo cultural, que puede venir tanto de dentro como
de fuera»[85].
Perder
de vista y dejar de vivir estos planteamientos sobre la dignidad humana
y el amor humano no deja indiferente a las personas y a la sociedad.
Provoca, de hecho, una de las más graves pobrezas. «Esta nueva forma de
pobreza se manifiesta concretamente en actitudes negativas ante la vida y
la familia. Estas actitudes llevan a olvidar la solidaridad; abandonan a
los hombres a la soledad, no son lo suficientemente acogedoras para las
generaciones futuras ni bastante sensibles a la falta de población. Son
actitudes que revelan la peor de las pobrezas: pobreza moral»[86].
Juan
Pablo II se preguntaba, «¿Son así las familias a las que me dirijo en
esta Carta? Ciertamente no pocas son así», pero constatando la falta de
generosidad, aun teniendo en cuenta las dificultades en que se
encuentran muchas familias, acabó diciendo «hay poca vida verdaderamente
humana en las familias de nuestros días»[87].
En
la Sagrada Familia, el Santo Padre afirmó, con una expresión que
podemos calificar de impactante y desconcertante, que «la belleza es la
gran necesidad del hombre»[88].
Ante tantas necesidades humanas, económicas, afectivas, sociales y de
todo tipo, el Papa pone de relieve la belleza, no como una necesidad
más, sino como la gran necesidad del ser humano. Cabe preguntarse
el porqué. ¿Qué tiene la belleza para que se convierta en la gran
necesidad humana? ¿De qué belleza habla el Santo Padre en esta homilía?
Encontramos la respuesta en un precioso texto de Juan Pablo II, en la Carta a los artistas[89].
Recordando las primeras páginas del Génesis, hace notar la mirada
complacida de Dios ante la creación: lo que había creado era bueno, y
Dios vio también que era bello. La versión griega de la Escritura,
llamada de los Setenta, expresó adecuadamente este aspecto, traduciendo
el término "tob" (bueno) del texto hebreo con "Kalon" (bello). Como
afirmó el pontífice polaco, «la belleza es en cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza». Con palabras de Platón: «la potencia del Bien se ha refugiado en la naturaleza de lo que es bello»[90].
También en nuestro país, cuando vemos un niño ayudando a un anciano a
cruzar la calle, el comentario que espontáneamente decimos es «qué
bonito», y no «qué bueno».
Este
vínculo entre lo bueno y lo bello, se profundiza al considerar los
otros trascendentales como la verdad y el ser. La filosofía perenne
afirma que todos ellos «convertuntur», es decir, son equivalentes. Dios,
al ser el Ser, es a la vez la Verdad, el Bien y la Belleza. En efecto,
toda realidad bonita participa de la belleza de Dios y por eso san
Buenaventura podía afirmar: «contemplaba en las cosas bellas al
Bellísimo y, siguiendo las huellas impresas en las criaturas, en todo
seguía al Amado»[91].
La belleza se convierte, pues, en una vía de acceso a la realidad más
profunda de Dios, y al ser el Verbo Encarnado el origen, el fin y la
plenitud (1 Co 1, 15-20) del ser humano, es también vía de acceso a la realidad del hombre y del mundo.
Resumiendo
algunas ideas de la Carta a los artistas, la belleza del arte sigue
siendo una especie de puente tendido hacia la experiencia religiosa y es
por su naturaleza una especie de llamada al Misterio, hace perceptible y
fascinante el mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios, y se
convierte, de alguna manera, voz de la expectativa universal de
redención. Si nos damos cuenta, además, que la patria del alma es la
religión, entonces no sólo la religión necesita de la belleza, sino que
ésta necesita también de la primera. La belleza es, pues, clave del
misterio y llamada a la trascendencia. Es una invitación a gustar la
vida y a soñar el futuro. «Por eso la belleza de las cosas creadas no
puede saciar del todo y suscita esta arcana nostalgia de Dios que un
enamorado de la belleza como san Agustín ha sabido interpretar de manera
inigualable: "Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te
amé!"»[92].
Juan Pablo II termina su Carta a los artistas pidiéndoles que «la belleza que transmitan a las generaciones del mañana provoque admiración!
Ante la sacralidad de la vida y del ser humano, ante las maravillas del
universo, la única actitud apropiada es la admiración»[93] y ponerse de rodillas[94].
Y gracias a esa admiración que lleva al entusiasmo, el hombre podrá
"afrontar y superar los retos cruciales que se vislumbran en el
horizonte, podrá ponerse de pie y retomar su camino. En este sentido se
ha dicho, con profunda intuición, que "la belleza salvará el mundo"»[95].
Ahora
bien, lo que anhela el ser humano es la felicidad y ésta sólo se
encuentra en el amor. «El hombre no puede vivir sin amor —aseveró Juan
Pablo II en su primera encíclica—. Él permanece para sí mismo un ser
incomprensible, su vida queda privada de sentido si no se le revela el
amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace
suyo, si no participa de ella vivamente»[96].
No es, pues, el amor a la belleza el que salvará el mundo, sino la
belleza del amor de Dios que ama a los hombres fielmente y ha hecho del
servicio, de su encarnación y de la cruz el camino de la salvación, la
belleza de los amores nobles y generosos capaces de descubrir el valor
de la dignidad humana y su vocación a amar y ser amados. Esta es la
belleza que el mundo necesita urgentemente. De este tipo de belleza,
dijo el Papa eslavo, es de la que tiene necesidad nuestro mundo para no
caer en el desespero y poner la alegría en el corazón de los hombres. La
belleza, dijo Benedicto XVI a Barcelona, «es la raíz de la que brota el
tronco de nuestra paz y los frutos de nuestra esperanza. La belleza es
también reveladora de Dios porque, como Él, la obra bella es pura
gratuidad, invita a la libertad y nos arranca del egoísmo»[97]. Esta belleza es la gran necesidad del hombre, la que salvará el mundo.
Dr. Joan CostaDoctor en TeologíaRector de la parroquia de la Mare de Déu del RoserArzobispado de Barcelona
[*] Ponencia presentada en las 47as Jornadas de Cuestiones Pastorales de Castelldaura. 24 de enero de 2012.temesdavui.org / Almudi
Notas
[1] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Dignitas personae sobre algunas cuestiones de bioética (DP), 08/09/2008, 1.
[2] DP 4.
[3] DP 6.
[4] DP 7.
[5] Concilio Vaticano II, Const. Pastoral Gaudium et spes (GS), 1965, 22.
[6] DP 8.
[7] DP 9.
[8] JUAN PABLO II, Carta a las Familias Gratissimam Sane, 02/02/1994, 6. La citaremos como CF.
[9] CF 6.
[10] CF 6.
[11] CF 7.
[12] CF 7.
[13] CF 8.
[14] CF 9.
[15] GS 24.
[16] CF 9.
[17] CF 9.
[18] CF 8.
[19] Resumo la exposición de Miguel Sebastian Romero, Perspectivas teológico morales sobre el uso de la píldora abortiva, Estudio teológico San Ildefonso. Toledo.
[20]
Podríamos encontrar otros textos bíblicos que señalan lo mismo. Por
ejemplo, cuando la madre de los siete hermanos Macabeos dice al pequeño
antes de que sea martirizado: «Yo no sé cómo habéis aparecido en mi
seno, pues no he sido yo la que os he dado el aliento vital, ni he
tejido yo los miembros de su cuerpo... Te ruego, hijo, que mires al
cielo ya la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a
partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha llegado
así a la existencia» (2 Mac 7,22 24.28). Todos los hombres han sido formados como lo fue el primero: por una obra personal de Dios creador.
[21] JUAN PABLO II, Discurso a Kazajstán, 23/09/2001, 2.
[22] DS 2803.
[23] JUAN PABLO II, Enc. Evangelium vitae (EV), 25/03/1995, 21.
[24] EV 2.
[25] EV 52.
[26] EV 2; 53.
[27] Ev 40.41.
[28] GS 24.
[29] Ev 39.
[30] EV 42.
[31] EV 43.
[32] Catecismo de la Iglesia Católica (CEC), n. 1658.
[33] Cf. JOAN COSTA, El camino de la felicidad, Temas de hoy 26 (2007), p. 48.
[34] BENEDICTO XVI, Enc. Deus Caritas est (DCE), 12/25/2005, 35.
[35] BENEDICTO XVI, Enc. Spe salvi (SS), 30/11/2007, 5.
[36] SS 2-4.
[37] DCE 39.
[38] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Ecclesia in Europa (EE), 28/06/2003, 8.
[39] Benedicto XVI, Mensaje XXV Jornadas Mundiales de la Juventud, 03/28/2010, 3.
[40] Así se expresa el Concilio Vaticano II: «El mismo Dios que dijo "no es bueno que el hombre esté solo" (Gn 2, 18) y que "hizo... desde el principio el hombre macho y hembra "(Mt
19, 4), queriendo comunicar una especial participación en Su propia
obra creadora, bendijo al hombre ya la mujer diciendo: "creced y
multiplicaos" (Gn 1, 28). De dónde el verdadero cultivo del amor
conyugal y toda la razón de la vida familiar que surge, no pospuestos
paso los restantes fines del matrimonio, tienden a eso: que los cónyuges
estén dispuestos con firmeza de ánimo a cooperar con el amor del
Creador y Salvador, que por medio de ellos dilata y enriquece, día tras
día, Su familia.
En
el deber de transmitir y educar la vida humana, que debe ser
considerado como su propia misión, los cónyuges saben que son
cooperadores del amor de Dios Creador y tal sus intérpretes. Por lo
tanto, cumplirán su función con humana y cristiana responsabilidad y,
con dócil reverencia hacia Dios, con común acuerdo y esfuerzo se
formarán un juicio recto, atendiendo sea su propio bien, ya sea el bien
de los hijos, antes los que ya han nacido , antes los que se prevén
futuros, discerniendo las condiciones, como materiales ahora
espirituales, de los tiempos y del estado de vida y teniendo en cuenta,
finalmente, el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y
de la misma Iglesia.
Los
propios cónyuges, en último término, deben realizar este juicio ante
Dios. Ahora bien, que los cónyuges cristianos sean conscientes, en su
modo de obrar, que no pueden proceder a su arbitraje, sino que se
regirán siempre por la conciencia, la que debe conformarse a la misma
ley divina, dóciles hacia el Magisterio de la Iglesia que la interpreta
auténticamente bajo la luz del Evangelio» (GS 50).
[41] JOSÉ NORIEGA, El destino del eros, Madrid 2005, p. 257.
[42] DCE 27.
[43] GS 14.
[44] MARTIN RHONHEIMER, Ética de la procreaciones, Madrid 2004, pp. 66-67.
[45] Ibid., 66.
[46] CARLO CAFARRA, Sexualidad a la luz de la antropología y de la Biblia, Barcelona 1992, p. 34.
[47] DCE 6.
[48] Cf. DCE 4.
[49] Cf. DCE 5.
[50] DCE 4.
[51] DCE 6.
[52] DCE 7.
[53] CF 13.
[54] Cf. JOAN COSTA, El camino de la felicidad, Temas de hoy 26 (2007), p.44.
[55] Cf. Pablo VI, Enc. Humanae vitae (HV), 07/25/1968, 12. Para un interesante estudio sobre la cuestión, cf. M. Rhonheimer, Etica de la procreaciones, Madrid, 2004, pp. 27-174.
[56] CF 12.
[57] CF 12.
[58] JUAN PABLO II, Audiencia General, 07.11.1984, 4.
[59] JUAN PABLO II, Audiencia General, 07.11.1984, 6.
[60] Cf. NORIEGA, o.c., pp. 238-246; Rhonheimer, o.c., pp. 64-85, especialmente p. 70.
[61] NORIEGA, o.c., p. 238.
[62] Idem.
[63] Ibid., P. 243.
[64] Ibid., 265.
[65] Rhonheimer, o.c., p. 70.
[66] HV 10.
[67]
Declaración final de la Reunión sobre los métodos naturales de
regulación de la fertilidad, en L'Osservatore Romano, ed. española, n.
19, 07/05/1993, p. 9.
[68] CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Evoluciones demográficas. Dimensiones éticas y pastorales (ED), 25/03/1994, 76.
[69] Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Familiaris consortio (FC), 22/11/1981, 35.
[70] Rhonheimer, o.c., p. 91; cf. FC 32.
[71] Rhonheimer, o.c., p. 93.
[72] Ibid., 94.
[73] Idem.
[74] Idem.
[75] GS 51.
[76]
MARÍA LUISA DI PIETRO, Conferencia pronunciada en el Congreso Mundial
de la Familia, México 2009; http://www.zenit.org/article-29812?l=spanish
[77] Rhonheimer, o.c., p. 94.
[78] FC 32.
[79]
«Así pues, la índole moral del modo de obrar, cuando se trata de
compaginar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida,
no depende de la sola sincera intención y estimación de los motivos,
sino que debe determinar a partir de criterios objetivos, tomados de la
naturaleza de la persona y de sus actos, los cuales respetan el íntegro
sentido de la recíproca donación y de la humana procreación en un
contexto de verdadero amor, lo cual no se puede realizar a no ser que la
virtud de la castidad conyugal sea sinceramente cultivada». (GS 51). El
subrayado es mío.
[80] Sobre esta cuestión cf. R. Spaemann, Lo natural y lo racional: Ensayos de antropología, Madrid, 1989; M. Rhonheimer, o.c., pp.123-130.
[81] T. Melendo, Métodos naturales y amor matrimonial, http://arvo.net/tomas-melendo/metodos-naturales-y-amor-matrimonial/gmx-niv864-con12097.htm.
[82] JUAN PABLO II, Discurso a los obispos de EEUU en visita ad limina, 06/06/1998, n. 6.
[83] CF 13.
[84] Idem.
[85] Idem.
[86] ED, 63.
[87] CF 10.
[88] BENEDICTO XVI, Homilía en la Sagrada Familia, 07/11/2010, § 5.
[89] JUAN PABLO II, Carta a los artistas (CArt.), 04/04/1999.
[90] Ibid., 3.
[91] SAN BUENAVENTURA, Legenda maior, IX, 1., Cit. en Carta., 6.
[92] Cart., 16.
[93] Idem.
[94] CF 7.
[95] Cart., 16.
[96] JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, 03/04/79, 10.
[97] BENEDICTO XVI, Homilía en la Sagrada Familia, § 4.
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