martes, 7 de agosto de 2012

El amor matrimonial y la dignidad humana. Claves para entender la paternidad responsable

   «La belleza que transmita a las generaciones del mañana provoque admiración! Ante la sacralidad de la vida y del ser humano, ante las maravillas del universo, la única actitud apropiada es la admiración». Y gracias a esta admiración que lleva al entusiasmo, el hombre podrá “afrontar y superar los retos cruciales que se vislumbran en el horizonte, podrá ponerse de pie y retomar su camino. En este sentido se ha dicho, con profunda intuición, que “la belleza salvará el mundo” (Dostoievski)» (Juan Pablo II)

      En este estudio[*] no pretendo dar a conocer la dimensión técnica de los métodos naturales, a la que vinculamos de inmediato la paternidad responsable en el contexto eclesial, sino intentar fundamentar el porqué de esta paternidad responsable y extraer algunas consecuencias que nos puedan servir de ayuda en nuestro ministerio pastoral. Sin embargo, pienso, que la mejor ponencia sería releer la Carta a las Familias, de Juan Pablo II, texto de referencia fundamental en mi intervención.

      La instrucción Dignitas personae ofrece dos principios antropológicos, teológicos y éticos fundamentales a la luz de los cuales hay que comprender el origen del ser humano y el respeto que merece desde el primer momento de su existencia. El primero, la dignidad humana, sobre la cual se afirma que «a cada ser humano, desde la concepción hasta la muerte natural, se le debe reconocer la dignidad de persona. Este principio fundamental, que expresa un gran "sí" a la vida humana, debe ocupar un lugar central en la reflexión ética»[1]. Principio, que formulado normativa y éticamente significa que «el ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por ello, a partir de este mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida»[2].


      El segundo principio hace referencia a la manera de surgir a la existencia: «El origen de la vida humana [...] tiene su auténtico contexto en el matrimonio y la familia, donde es generada por medio de un acto que expresa el amor recíproco entre el hombre y la mujer. Una procreación verdaderamente responsable para con quien ha de nacer es fruto del matrimonio»[3].
      Hay en todo este documento, y no se esconde, una afirmación teológica fundamental: sólo desde Dios se puede comprender plenamente la realidad humana. «La Iglesia tiene la convicción de que la fe no sólo acoge y respeta lo que es humano, sino que también lo purifica, lo eleva y lo perfecciona»[4]. Dios ha creado todos los seres humanos a su imagen, en su Hijo encarnado ha revelado plenamente el misterio del hombre[5]; el Hijo hace que podamos llegar a ser hijos de Dios. «A partir del conjunto de estas dos dimensiones, la humana y la divina, se entiende mejor el porqué del valor inviolable del hombre: él posee una vocación eterna y está llamado a compartir el amor trinitario del Dios vivo»[6].
      La paternidad y la maternidad, como realidades humanas que son, reciben desde la perspectiva teológica una nueva luz para comprender su verdad. «Las dimensiones natural y sobrenatural de la vida humana, permiten también comprender mejor en qué sentido los actos que conceden al ser humano la existencia, en los que el hombre y la mujer se entregan mutuamente, son un reflejo del amor trinitario. Dios, que es amor y vida, ha inscrito en el hombre y en la mujer la llamada a una especial participación en su misterio de comunión personal y en su obra de Creador y de Padre [...]. El Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús»[7]. Este es el marco de nuestra reflexión y la justificación del título de mi intervención: «el amor matrimonial y la dignidad humana: claves para la comprensión de la paternidad responsable». Profundizaremos estos dos aspectos —la dignidad humana y la exigencia de surgir a la existencia en el marco del amor conyugal— a lo largo de este artículo, contando con la luz que nos ofrece la fe.
Paternidad y maternidad humanas
      La reflexión cristiana sobre la paternidad y maternidad debe partir, como toda la teología, de la perspectiva de Dios. Leemos en la Carta a las Familias que «el cosmos, inmenso y diversificado, el mundo de todos los seres vivos, está inscrito en la paternidad de Dios como su fuente (cf. Ef 3,14-15). Está inscrito, naturalmente, según el criterio de la analogía, gracias al cual nos es posible distinguir, ya desde el principio del libro del Génesis, la realidad de la paternidad y de la maternidad y, por tanto, también la realidad de la familia humana. Su clave interpretativa radica en el principio de la imagen y semejanza de Dios, que el texto bíblico pone muy de relieve (Gn 1,26). Dios crea en virtud de su palabra: "Que se haga!" (Cf. Gn 1,3). Es significativo que esta palabra de Dios, en el caso de la creación del hombre, sea completada con estas otras: "Hagamos al hombre a nuestra imagen, a semejanza nuestra" (Gn 1,26).
      Antes de crear al hombre, parece como si el Creador entrara dentro de sí mismo para buscar el modelo y la inspiración en el misterio de su ser, que ya aquí se manifiesta de alguna manera como el "Nosotros" divino. De este misterio surge, por medio de la creación, el ser humano: "Dios creó al hombre a imagen suya: lo creó a imagen de Dios, creó al hombre y la mujer" (Gn 1,27)»[8].
      Esta imagen de Dios es el criterio hermenéutico para comprender la verdad del ser humano, su dignidad y su vocación. «Excepto el hombre, ninguno de los seres vivos ha sido creado "a imagen y semejanza de Dios". La paternidad y la maternidad humanas, aun siendo biológicamente parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en sí mismas, de una manera esencial y exclusiva, una "semejanza" con Dios, sobre la que se fundamenta la familia, entendida como comunidad de vida humana, como comunidad de personas unidas en el amor (communio personarum)»[9].
      El Nuevo Testamento ofrece una nueva perspectiva que nos permite descubrir que «el modelo originario de la familia hay que buscarlo en Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida. El "Nosotros" divino constituye el modelo eterno del "nosotros" humano; ante todo, de aquel "nosotros" que está formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza de Dios»[10].
      Paternidad y maternidad humanas encuentran en Dios Padre «de quien toma nombre toda paternidad» su fuente y su fuerza para renovarse continuamente en el amor. En la vida de los esposos, «la paternidad y la maternidad constituyen una "novedad" y una riqueza sublime, a la que no pueden acercarse si no es "de rodillas"»[11].
      Prosiguiendo nuestra reflexión, la paternidad-maternidad ayudan a comprender que los esposos se asombren «ante la potencia creadora de Dios. Son llamados a ser padres, o sea, a cooperar con el Creador dando la vida. Cooperar con Dios llamando a la vida a nuevos seres humanos significa contribuir a la transmisión de aquella imagen y semejanza divina de la que es portador todo "nacido de mujer"»[12].
      La paternidad y la maternidad humanas están basadas en la biología y, al mismo tiempo, la superan. No tiene nada que ver con la procreación animal, a pesar de que biológicamente tenga mucho que ver. «Cuando de la unión conyugal de los dos nace un nuevo ser humano, éste lleva consigo al mundo una particular imagen y semejanza del mismo Dios: en la biología de la generación está inscrita la genealogía de la persona»[13].
      Hay, pues, que poner de relieve que en toda «paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo pueda estar en cualquier otro tipo de generación sobre la tierra. En efecto, sólo de Dios puede provenir aquella "imagen y semejanza", propia del ser humano, tal como pasó en la creación. La generación es, pues, la continuación de la creación»[14]. Este pensamiento lleva a Juan Pablo II, y nos debe llevar a nosotros, a la admiración ante tan gran misterio.
      También el nuevo ser humano, como sus padres, es llamado a la existencia como persona y a la vida «en la verdad y en el amor», que tiene una dimensión temporal y también eterna. Una de las afirmaciones centrales del Concilio ha sido que el hombre «es la única criatura de este mundo que Dios ha amado por sí misma»[15], lo que significa que el origen del hombre, de todo hombre y mujer , «no se debe solamente a las leyes de la biología, sino directamente a la voluntad creadora de Dios»[16], y todos, especialmente los padres, deben ser conscientes de ello.
      Así, de rodillas, debemos admirarnos del misterio de la persona humana para comprender con profundidad el sentido de la paternidad.
Comprender la «genealogía de la persona»[17]. La dignidad humana
      «¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él? ¿Qué es un mortal, para que lo tengas presente?» (Ps 8,5), se pregunta el salmista. Nosotros queremos dar respuesta a la luz de la fe.
      Toda persona surge del amor para vivir en el amor. Esta es nuestra dignidad y nuestra vocación. Como dice la Carta a las Familias, nuestra identidad "consiste en la capacidad de vivir en la verdad y en el amor, más aún, consiste en la necesidad de verdad y de amor como dimensión constitutiva de la vida de la persona»[18].
      Ofrezco, a continuación, una síntesis, a la luz de la revelación, de la verdad del hombre[19].
1. La generación de cada vida humana es un misterio que sólo en Dios, su creador, encuentra respuesta adecuada.
      El autor sagrado no duda en atribuir a la acción divina el comienzo de la vida humana. «Tus manos me han plasmado, me han formado, y ahora me quieres destruir —argumenta Job ante Yahvé—. Recuerda que me has moldeado como arcilla, y que al polvo me harás volver. ¿Me has vertido como leche y como queso me has cuajado. Me has vestido de piel y carne, de huesos y nervios me has tejido. Me has agraciado con la vida y tu providencia ha guardado mi aliento» (Jb 10,8-12). Job aduce ante el mismo Dios que es Él quien le ha creado conscientemente («me has moldeado como arcilla») y desde el primer instante de su existencia. Somos fruto del amor y de la obra personal de Dios[20]. Sólo el ser humano participa del aliento divino (Gn 2,7) lo cual indica que pertenece más a la familia de Dios que a la familia de los animales.
2. La generación y el nacimiento de un hijo no son el resultado de una fecundidad abstracta, sino una acción personal inmediata de Dios a los esposos, que a su vez son colaboradores responsables de su amor unitivo y fecundo.
      Recuerdo unas palabras que Juan Pablo II dirigió a los jóvenes de Kazajstán para mostrar qué y quién es la persona humana: «Al preparar este viaje, me pregunté qué querrían escuchar del Papa los jóvenes de Kazajstán, qué le preguntarían. Probablemente la primera pregunta que querríais hacerme es esta: ¿Quién soy yo, desde tu punto de vista, según el Evangelio que tú anuncias? ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Cuál es mi destino? Mi respuesta es sencilla, queridos jóvenes, pero de un alcance enorme. Tú eres un pensamiento de Dios, tú eres un latido del corazón de Dios. Afirmar esto es como decir que tienes un valor en cierto sentido infinito, que tú cuentas para Dios en tu individualidad irrepetible»[21].
3. Esta intervención divina en la generación de todo hombre no es sólo una intervención creadora, sino que establece una verdadera relación personal entre Dios y la criatura engendrada.
      Así, dice Isaías: «El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre» (Is 49,1). Aun antes de su nacimiento, Dios había preparado a Isaías para su misión profética: «me formó desde el seno materno para ser su siervo» (Is 49, 5). Y lo mismo expresa Jeremías: «Antes de plasmarte en el seno materno, te conocí,  antes de que salieras de las entrañas, te consagré» (Jr 1,5). La Virgen María es un ejemplo paradigmático, porque tenía que ser la Madre de Dios, «desde el primer momento de su concepción... fue preservada inmune de toda mancha de culpa original»[22]; desde el primer momento Dios entró en relación personal con ella.
4. La vida, en plenitud de sentido, es la vida eterna, la participación en la vida divina. Se inicia en la fase temporal de nuestra existencia, como un comienzo del definitivo y como polo que atrae teleológicamente y da significado a toda otra expresión de la vida. Lo que en el vivir del hombre sea ordenable a este fin le realiza, lo que no lo sea le enajena.
      Por eso, la vida es vivir «amando al Señor tu Dios, escuchando su voz y uniéndote a él, pues él es tu vida y lo que garantiza tu permanencia en la tierra que el Señor juró dar a tus antepasados, a Abraham, Isaac y Jacob» (Dt 30, 15 20). «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 1,16). Una vida que es comunión con las Personas divinas: «esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios hecho hombre para hacer a los hombres hijos de Dios, Él es la Vida: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,5). «Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57).
      Siendo esencial para concebir el sentido de la vida del hombre su referencia a Dios, se entiende que «perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida»[23]. Esta vida temporal, en camino hacia la plenitud, es al mismo tiempo relativa y sagrada[24]: no es el bien supremo que se deba preservar a cualquier precio o al que haya que sacrificarlo todo (si así fuera no tendría sentido ni sería lícito el martirio), tampoco es un bien instrumental puesto a nuestra completa disposición[25].
5. Por ser obra personal y libre del amor de Dios, la vida de todo hombre está siempre bajo su cuidado y bajo su providente mirada:
      «Así dice el Señor, que te creó, Jacob, el que te formó, Israel: "No temas, que te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío"» (ls 43,1). Desde la certeza de la indestructibilidad de la comunión de vida con Dios, el hombre puede vivir en la confianza de ese amor personal: «Yo estaré contigo siempre: tú me tomas de la mano, me conduces según tus planes, y después me llenas de gloria. ¿No te tengo a ti en el cielo? Si estoy contigo ya no encuentro gusto en la tierra. Aunque todo mi ser se consuma, Dios es mi heredad y mi roca para siempre» (Sal 73, 23 26). «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rom 8, 35).
6. Esta es la razón por la cual la vida del hombre es vida de una persona y tiene un valor único que exige respeto absoluto e incondicionado: porque desde el mismo comienzo de su existencia cada ser humano tiene una relación personal e inmediata con las Personas divinas, no una relación genérica como las otras criaturas. La vida humana es sagrada[26] e inviolable[27]
      Es una relación que le constituye como hombre, una relación de origen, porque el hombre es la única criatura en la tierra que Dios ha «querido por sí misma»[28], y el alma espiritual de cada hombre es inmediatamente creada por Dios. «La vida del hombre proviene de Dios, es su don, su imagen y su impronta, participación de su aliento vital. Por lo tanto, Dios es el único señor de esta vida: el hombre no puede disponer de ella a su antojo. Dios mismo lo afirma a Noé después del diluvio: "Pediré cuentas de vuestra sangre y de vuestras vidas; se la reclamaré a cualquier animal, y sobre todo, al hombre, a cualquier hermano" (Gn 9, 5). El texto bíblico se preocupa de subrayar cómo la sacralidad de la vida tiene su fundamento en Dios y en su acción creadora»[29].
      La vinculación con las personas divinas es también una relación de finalización, porque todo hombre recibe el don de la existencia humana para recibir el don absolutamente gratuito de la vida sobrenatural; las Personas divinas han decidido darle la vida natural porque lo quieren hacer partícipe de su misma vida divina para que sea hijo en el Hijo. Por lo tanto, toda persona humana, desde el primer instante de su existencia, tiene una única razón de ser: Dios, que le ha dado la vida personalmente, y una única razón de existir, un único fin último: la comunión de amor, personal e íntima, con las Personas divinas.
      Así pues, el valor pleno de la vida humana, desde sus fases iniciales y en sus dimensiones más humildes, sólo puede ser captado adecuadamente en la perspectiva del fin sobrenatural al que está destinada. Si sólo Dios puede tomar la iniciativa de llamar a una criatura a participar de su misma vida divina y si todo ser humano ha sido creado por él y predestinado, de hecho, a esta altísima vocación, en el Hijo mediante el Espíritu, entonces se ha de afirmar que, desde la concepción, Dios mismo se ha querido unir de una manera única e irrepetible a cada ser humano.
7. Teniendo en cuenta toda esta reflexión nos damos cuenta de la radical igualdad de todos los hombres y de su dignidad.
      A todos y cada uno de los hombres y mujeres, los ha creado el mismo y único Dios, del mismo modo y con el mismo fin (cf. Rm 11, 29). Y todos han sido redimidos por Cristo, y gozan de la misma vocación e idéntica destino. Así, dice Job: «Si he menospreciado el derecho de mi esclavo o de mi esclava cuando entablaban pleito conmigo, ¿qué podré hacer cuando Dios venga a juzgarme?, ¿qué le responderé cuando me pida cuentas? ¿No le ha formado en el vientre en el que me formó a mí? ¿No nos ha plasmado el mismo en el seno materno?» (Jb 31,13-15).
8. La vida no es la simple existencia, sino un cometido, una vocación, una misión que cumplir bajo el cuidado amoroso y personal de Dios.
      La vida es siempre y continuamente un don de Dios: un don continuamente recibido y un don para ser dado, un don que nos constituye en don para los demás. También en este sentido, cada uno de todos los hombres y mujeres, sea cual sea el momento de su existencia o su grado de desarrollo o salud, es imprescindible e insustituible. Si alguien está vivo, sea cual sea su situación, Dios le está dando el don de la vida y le está constituyendo en un don para los demás; siempre podrá dar. Al menos nos podrá ofrecer el don de su necesidad, que excarcela nuestro amor: Dios nos querrá dar el amor y todo lo que necesitamos para darlo a quien lo pide o lo necesita.
      Dios confía a cada hombre el defender, promover, respetar y amar la vida[30]. El hombre tiene una responsabilidad específica sobre el ambiente de vida: es la cuestión ecológica (natural y humana), donde el hombre está sometido a las leyes biológicas y morales. Dios, además, confía en el hombre una responsabilidad específica en cuanto a la vida propiamente humana, que alcanza su vértice en la procreación matrimonial[31]. El «creced y multiplicaos» (Gn 1,28) comunica una participación especial en la obra creadora de Dios: la generación de un hijo es un acontecimiento humano y religioso. Los esposos son colaboradores de Dios Creador, Dios está presente en la paternidad y maternidad humanas: sólo de Dios proviene la imagen y semejanza propia del ser humano: «He adquirido un varón con el favor del Señor» (Gn 4, 1).
9. Los hijos —y todos los engendrados lo son— son siempre un don de Dios.
      La primera bendición sobre el hombre fue: «Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla» (Gn 1,28). Todos, sean cuales sean las circunstancias en las que hayan sido traídos a la existencia, son objeto del amor de predilección de Dios Padre que quiere hacerse palpable. La generación podrá no haber sido según el designio de Dios, pero desde el inicio, la vida humana es siempre un don personal de Dios Padre, y Él nunca se arrepiente de sus dones (cf. Rm 11, 29). Los hijos podrán ser inesperados, pero nunca no deseados. Sabemos que Dios los ha deseado, por el solo hecho de que existen; cuando alguien quiere hacerse partícipe de su deseo paternal, éste estará llamado a ser transparencia personal del seno paternal y siempre acogedor de Dios. Cuando el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «Que nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia de todos»[32], ¿cómo podremos aceptar que haya «no deseados»?
De la teología y la antropología teológica a la vivencia de la paternidad responsable
      Toda la reflexión sobre la verdad revelada en cuanto al ser humano y su dignidad nos llevan a advertir algunas consecuencias que han de convertirse en criterios normativos para la vida de los esposos. Quiero señalar especialmente tres: la generosidad, la confianza y el espíritu de misión.
      Al descubrir la belleza y la grandeza de la dignidad y de la vocación del ser humano —fruto del amor de Dios, llamado a vivir en Cristo y a participar de la comunión trinitaria por toda la eternidad, gozando de la felicidad para siempre—, entendida a la vez como un gran don que Dios mismo hace a los hombres,  surge una primera pregunta: ¿Cómo, sabiendo todo esto, los esposos podrían negar la posibilidad de que un nuevo ser humano pueda participar de un destino como el mencionado justificandose en razones  de comodidad, egoísmo, inseguridad del futuro, o cualquier otra causa?
      Al intentar dar respuesta a esta cuestión, surge el primer criterio clave a la hora de comprender la paternidad responsable: el a priori de la generosidad. Aplazar temporalmente o evitar definitivamente la venida de un nuevo miembro a la familia más que un deseo es, y debe ser, fruto de la conclusión de que los esposos no se atreven, pero con la añoranza de no poder dar más de sí mismos. El amor, que busca el bien del otro —y este otro es un hijo potencial—, sino no se puede hablar de amor verdadero, hace que los casados partan del deseo de formar una familias numerosa.
      Entristece ver cómo el recibimiento del primer hijo suele ser con gran gozo, y lo comunican a todos sus conocidos, para hacerles participar de su alegría. Cuando se trata del tercero, a menudo no se notifica de inmediato y, la celebración del bautizo se realiza en la intimidad familiar de los más cercanos. Y no hablemos de si viene alguno con quien no se contaba, al margen del deseo de los esposos. Entonces los esposos, más que gozo, tienen angustia, preocupación y desazón. Ya no son capaces de contemplar el hijo como un don recibido de Dios y lo ven como una carga. Pero el hijo sigue siendo un hijo, con todas las características mencionadas en el apartado anterior, y como tal merece ser recibido como un don, como un gran regalo de Dios hecho a los padres y a la sociedad. El problema más grave es que no sabemos amar lo suficiente. Y de ahí la tristeza y la dificultad en aceptar al recién llegado. De hecho, entendiendo el amor como buscar el bien del otro y encontrando en la alegría del otro la propia alegría y felicidad, ya se ve que cuando vivimos nuestras responsabilidades como una carga no sabemos amar, pero cuando vivimos las cargas con gozo, hemos aprendido a amar de veras[33].
      El segundo criterio surge del hecho de darnos cuenta de quién es Dios, de su omnipotencia, y de su providencia amorosa, entonces los esposos no pueden hacer otra cosa que poner en Él toda, y enfatizo toda, su confianza. Es Dios quien rige los destinos de los hombres, quién es y seguirá siempre siéndolo, Señor y juez de la historia, y nada escapa de su mirada providente.
      «Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros —afirmó Benedicto XVI—. Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podemos y hasta que Él nos dé fuerzas. Sin embargo, hacer todo lo que está en nuestras manos con las capacidades que tenemos es la tarea que mantiene siempre activo al siervo bueno de Jesucristo: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14)[34]. Un Amor, el de Dios, que nos enseña a amar y nos capacita para hacerlo. «Hay un texto de san Gregorio Nacianceno —comenta el Santo Padre en la Encíclica Spe Salvi—, que es muy ilustrativo. Dice que en el mismo momento en que los Magos, guiados por la estrella, adoraron al nuevo rey, Cristo, llegó el fin para la astrología, porque desde entonces las estrellas giran según la órbita establecida por Cristo. [...] No son los elementos del cosmos, las leyes de la materia, lo que en definitiva gobierna al mundo y al hombre, sino que es un Dios personal que gobierna las estrellas, es decir, el universo; en última instancia no son las leyes de la materia y de la evolución, sino la razón, la voluntad, el amor: una Persona. Y si conocemos esta Persona, y ella a nosotros, entonces el inexorable poder de los elementos materiales ya no es la última instancia, ya no somos esclavos del universo y de sus leyes, ahora somos libres. [...] La vida no es el simple producto de las leyes y de la casualidad de la materia, sino que en todo, y al mismo tiempo por encima de todo, hay una voluntad personal, hay un Espíritu que en Jesús se ha revelado como Amor»[35].
      La confianza nace de la fe, se convierte en esperanza y es el dinamismo más poderoso del amor[36]. De hecho, la falta de esperanza bloquea el amor. Y toda falta de esperanza es consecuencia de una falta de fe. «La esperanza-comenta el Pontífice actual-se relaciona prácticamente con la virtud de la paciencia, que no desfallece ni siquiera ante el fracaso aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de Él incluso en la oscuridad. La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor. De esta manera, transforma nuestra impaciencia y nuestras dudas en la esperanza segura de que el mundo está en manos de Dios y que, no obstante las oscuridades, al final vencerá Él, como luminosamente muestra el Apocalipsis mediante sus imágenes sobrecogedoras. La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor.
      El amor es una luz —en el fondo la única— que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios»[37].
      ¿Podemos, desde esta perspectiva, dudar del amor y la omnipotencia de Dios? No, y nunca. Y pienso que esto es uno de los principales puntos a reiterar a los esposos, para que les quede bien grabado en el corazón, con el fin de que no tengan miedo. El miedo al futuro, el miedo a los hijos, el miedo al qué dirán, el miedo a la presión social, el miedo a complicarse la vida, el miedo a tantas y tantas cosas que llevan a los esposos a empequeñecer su generosidad y a hacer perder la ternura de su vida esposal. A menudo, algunos esposos que subjetivamente se sienten suficientemente generosos con los hijos, la sola idea de esperar un nuevo hijo, en el ámbito de las relaciones íntimas, les angustia hasta el punto de sufrir un verdadero pánico. Esta situación les lleva a la falta de ternura en su trato mutuo, por el temor a un nuevo embarazo.
      El miedo sólo tiene un antídoto, y se llama «confianza». Confianza en Dios providente y amoroso. Ya lo dijo reiteradamente Jesús: «Por tanto, no tengáis miedo: vosotros valéis más que muchos pajarillos» (Mt 10,31). Recordemos aquella escena del Evangelio cuando los discípulos, al ver caminar Jesús sobre las aguas se sobrecogieron de temor, el Maestro les dijo: «iÁnimo! Soy yo. No tengáis miedo!». Y acto seguido Pedro pide caminar sobre las aguas, sin embargo, al sentir el ruido del viento, le entró miedo y empezó a hundirse. Al llamar a Nuestro Señor, Jesús le recriminó «Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?» (Mt 14, 25-32).
      Cuando Juan Pablo II describe la situación de Europa, hace un análisis de las causas de la falta de esperanza y habla del miedo a afrontar el futuro íntimamente ligada a la pérdida de la memoria cristiana. «Del futuro —comenta el pontífice polaco— se tiene más temor que deseo. Lo demuestran, entre otros signos preocupantes, el vacío interior que atenaza a muchas personas y la pérdida del sentido de la vida. Como manifestaciones y frutos de esta angustia existencial pueden mencionarse, en particular, el dramático descenso de la natalidad, la disminución de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, la resistencia, cuando no el rechazo, a tomar decisiones definitivas de vida incluso en el matrimonio»[38].
      Contra el miedo, la confianza, la esperanza que tiene como fundamento el Amor fiel de Dios. Hay que ponerse a la escucha de Dios, que tiene un designio de amor para cada uno de nosotros. «Díselo con confianza —animaba Benedicto XVI a los jóvenes—: "Señor, ¿cuál es tu designio de Creador y de Padre sobre mi vida? ¿Cuál es tu voluntad? Yo deseo cumplirla". Tened la seguridad que os responderá. No tengáis miedo de su respuesta! "Dios es mayor que nuestra conciencia y lo sabe todo" (1 Jn 3,20)»[39].
      Confianza no significa, sin embargo, abandonarse a las leyes de la biología a la hora de aceptar una nueva vida, ya que Dios, con su providencia cuenta con nuestra inteligencia y voluntad, y con nuestra libertad, para llevar a cabo sus planes divinos.
      Además, al entender la vida matrimonial y la paternidad y maternidad desde la óptica de la misión, como encargo divino[40], ¿quién puede justificar el evitar una nueva concepción prescindiendo de Dios? Quien sabe que Dios sabe más, y nos ama, al ser el Amor digno de Fe, de confianza, la lógica debería ser, y este es un tercer criterio, de no poner obstáculos a Dios. Si Dios considera que debe venir un nuevo ser humano a la existencia deberá encontrar la buena disposición de los esposos.
      Y si se diera el caso de que ocurriera un embarazo inesperado, no buscado, la conciencia de saber quién es Dios y el valor y dignidad de la vida del recién llegado llevará a la aceptación serena, agradecida y llena de paz, de este nuevo don de Dios para los padres, y se recibirá como un regalo y no como una carga. Sin la mirada de la fe, la paternidad y la maternidad se oscurecen al oscurecerse la verdad de Dios y del hombre mismo. Y «sólo regenerando la esperanza es posible volver a despertar la imagen simbólica de la belleza de formar una familia, de la bondad que supone»[41].
¿Hay que tener los hijos que Dios quiere?
      ¿Hay que tener los hijos que Dios quiere? Hacer esta pregunta a esposos que todavía están en edades fecundas y ya piensan que han cumplido con generosidad conlleva un examen de conciencia, pues a menudo no quieren ni replanteárselo. Sin embargo hay que matizar la respuesta. Si se entiende la pregunta como no hacer nada y dejar que la biología marque la posibilidad de un nuevo nacimiento, la respuesta es no. Un no rotundo. Podría, incluso ser una irresponsabilidad que podría ofender a Dios y a la familia misma. Ahora bien, si por lo que «Dios quiere» se significa lo que Dios de verdad quiere de los esposos, entonces no podemos más que responder que sí, y un sí sin condiciones. Preferir cualquier alternativa al querer divino sería una falta de fe en el amor, la sabiduría y la providencia de Dios.
      Sin embargo habrá que preguntarse, ¿cómo pueden saber los esposos si Dios quiere que tengan un nuevo hijo? Dios tiene muchas maneras de hablar.
      Teniendo presentes los principios morales y, al mismo tiempo, las circunstancias concretas que rodean la vida de los esposos —dimensiones afectivas, físicas, económicas, psicológicas, sociales—, la razón práctica se da cuenta de lo que Dios quiere para los esposos aquí y ahora. No hay recetas hechas, y cada matrimonio debe tomar sus decisiones bajo la guía y la luz de Dios.
      Una conclusión importante que se sigue es que el número de hijos no es una cuestión de gustos. No se trata de si me gustaría o no tener otro hijo. Se trata de ir viendo qué es lo que Dios pide a los esposos en la situación vital en la que se encuentran. Si se ven con ánimos de sacar adelante otra criatura, pues iadelante!
      Otra consecuencia, también importante, es que el número de hijos no se puede decidir a priori, como una negociación de los esposos según sus expectativas. La decisión de ir a por otro hijo o no es algo que han de ir descubriendo los esposos según las circunstancias en las que se encuentran, llevándolo todo a la oración.
      Un corolario final que se deduce de toda estas reflexiones y que sintetiza toda esta exposición, a la hora de intentar concretar el número de hijos que deben tener el matrimonio, podría ser así: procurad tener todos los hijos que os veáis con corazón de recibir, más uno más: el de la heroicidad. Tened en cuenta, además, que la llegada de un hijo que en un determinado momento de la vida los esposos consideran una gesta heroica, puede ser, que con el tiempo, los datos anteriores dejen de ser determinantes, porque ha cambiado la situación y las circunstancias familiares, y lo heroico, ahora, sea otro más.
      Hay que añadir un ulterior elemento. Sólo en el ámbito de la oración se puede descubrir la verdad del querer divino. La sintonía de corazones de los esposos con Dios, la gracia divina y las luces del Espíritu Santo iluminan con una luz nueva sus conciencias para verse a sí mismos con una mayor objetividad, y para juzgar las circunstancias que deban tener en cuenta; por otra parte,  de la oración sacarán la fuerza para determinarse a secundar la voluntad de Dios.
      Benedicto XVI hablaba del silencio de Dios ante las situaciones dramáticas de miseria y pobreza, pero podemos hacer extensibles sus palabras a la situación de tantos esposos que viven con miedo su paternidad y maternidad. «Ha llegado el momento de reafirmar la importancia de la oración [...]. Obviamente, el cristiano que reza no pretende cambiar los planes de Dios o corregir lo que Dios ha previsto. Busca más bien el encontrarse con el Padre de Jesucristo, pidiendo que esté presente, con el consuelo de su Espíritu, en él y en su trabajo (y podríamos añadir, en su matrimonio y en su familia y en su paternidad). La familiaridad con el Dios personal y el abandono a su voluntad impiden la degradación del hombre, lo salvan de la esclavitud [...]. Una actitud auténticamente religiosa evita que el hombre se erija en juez de Dios, acusándolo de permitir la miseria sin sentir compasión por sus criaturas. Pero quien pretende luchar contra Dios apoyándose en el interés del hombre, ¿con quién podrá contar cuando la acción humana se declare impotente?»[42] Dicho de otra manera, Dios puede callar —o podemos no escucharlo—, pero nunca nos puede abandonar ni dejar de guiarnos con su providencia amorosa. La confianza vuelve a ser la verdadera respuesta: iDios sabe más!
Hacia una comprensión correcta del amor humano
      Hablar de la Teología del Cuerpo ya no es, gracias a Dios, una novedad, sino patrimonio común de la reflexión teológica actual, que nos ofreció Juan Pablo II. Esta teología del cuerpo se sustenta en la realidad corporeo-anímica del ser humano. El ser humano es un cuerpo animado, un alma corporalizada. «Uno en cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, reúne en él los elementos del mundo material, de modo que, por medio de él en su persona, alcancen su culmen y levanten la voz para libre alabanza del Creador. [...] Ahora bien, el hombre no se engaña cuando se reconoce superior a las cosas corporales y no sólo como una partícula de la naturaleza o un elemento anónimo de la ciudad humana. En efecto, por su interioridad supera el universo de las cosas»[43]. En efecto, «el cuerpo humano pertenece total y plenamente a la subjetividad de la persona que actúa. Es parte del yo humano: ese yo no es sólo el espíritu, también el cuerpo constituye el yo humano. El yo no se encuentra frente al cuerpo, sino que es este cuerpo»[44]. Sabiendo que los actos son de la persona, y la persona es corporeo-anímica, esto significa que «la total integración, por esencia, del cuerpo y de sus actos en la vida del espíritu incluye precisamente también la integración del cuerpo en la estructura del amor espiritual, de un amor que descansa en la voluntad libre y en la racionalidad, y el acto específico del que es la entrega de uno mismo desde la libertad»[45].
      Desde esta perspectiva, el amor no es sólo un hecho espiritual, sino una realidad personal y, por tanto, también corporal. En virtud de la unidad esencial cuerpo­alma, el espíritu también habla el lenguaje del cuerpo y se integra. El sujeto del amor, de todo actuar humano, es la persona y, por tanto, el cuerpo debe ser considerado como sujeto y no como objeto o medio del amor espiritual.
      Dios ha dejado la huella de su imagen en la corporalidad humana creándonos sexuados. La diferenciación sexual es una luz que el Creador ha sellado en el cuerpo para descubrir nuestra vocación y nuestra dignidad. Adán descubre, al encontrarse ante Eva, que es varón, que está hecho para la comunión interpersonal, es decir, para el amor, y que en esta comunión se juega su felicidad. «La mujer —escribe Cafarra— está creada en orden a la comunión con el barón y recíprocamente; uno y otro se descubren colocados en este orden mutuamente referencial desde el momento mismo en que se miran y se ven como varón y como mujer. Este acto de visión originaria está en el origen de su comunión interpersonal. Qué cosa ven? Ven el cuerpo en su diferenciación sexual, en y a través de esta percepción del cuerpo sexualmente diverso ven también la propia persona en cuanto que llamada a la comunión: inclinada a salir de la soledad. La sexualidad —o mejor dicho, el cuerpo humano en cuanto que sexualmente diversificado— es el lugar en que la persona se descubre a sí mismo y descubre el otro. Y este sí mismo de la persona es justamente el don o regalo que tiene que hacer al otro. En este núcleo descubrimos la primera y más fundamental verdad sobre la sexualidad humana. En conclusión: la sexualidad humana está intrínsecamente ordenada para expresar la vocación de la persona a ser don de sí mismo a la otra persona; la sexualidad constituye la posibilidad misma de esta donación, en fin, la sexualidad es el "lenguaje corpóreo" de la comunión interpersonal entre el varón y la mujer»[46].
      Pero, ¿qué es el amor? Hay que detenerse un momento para profundizar sobre la realidad del amor, de aquel amor que nos hará feliz. Y lo haré siguiendo la primera parte de la encíclica Deus caritas est del Papa Benedicto XVI.
      El deseo del otro, el eros, lleva en su dinamismo una promesa, la promesa de felicidad. De una felicidad que sólo puede hacerse realidad con la presencia del otro, aquella persona a quien amo y que nadie más puede sustituir, a la vez que deseo tenerla siempre a mi lado. Si no la tengo, me doy cuenta que no seré feliz, porque me faltará aquel otro que me hace feliz. El eros, el deseo de comunión con el otro, incorpora, pues, la exclusividad y la definitividad. Así lo expresa el Papa: «El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad —sólo esta persona— y en el sentido del para siempre. El amor engloba la existencia entera y de todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otro modo, ya que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad. Ciertamente, el amor es éxtasis, pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de uno mismo y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios»[47].
      ¿Qué pasa cuando el eros, el deseo del otro, impone su criterio y no arrastra la voluntad del don de sí mismo? Este es el eros ebrio e indisciplinado, que no es elevación, «éxtasis», sino caída, degradación del hombre[48]. El eros, degradado a puro deseo, que es lo mismo que decir a puro «sexo», se convierte en mercancía[49], en simple «objeto» que se puede comprar y vender, más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía. Este eros indisciplinado lleva a la posesión del otro, no a la entrega de sí mismo. ¿Y quién está dispuesto a ser cosificado, convertido en objeto de placer de otro y a largo plazo? La propia dignidad, por poco que se valore, hará que al descubrir que el otro me usa pero no se da, pone a dicha relación fecha de caducidad. Es imposible que dure.
      «Resulta así evidente —comenta Benedicto XVI— que el eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle saborear de antemano, de alguna manera, lo más elevado de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser»[50]. El eros ha de ser también ágapé, donación de sí, para no perder el otro en quien se hará realidad la promesa de felicidad que el eros apuntaba. El agapé «expresa la experiencia del amor que ya ha llegado a ser verdaderamente descubrimiento del otro, superando el carácter egoísta que predominaba claramente en la fase anterior. Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca»[51]. Y haciendo así se encuentra la felicidad plena, no una mera satisfacción.
      El eros indisciplinado, propio de quien no domina la voluntad, reduce al otro a puro objeto de satisfacción personal. Ahora el otro vale la medida de mi deseo. ¿Qué pasará si cambian mis deseos o me atraen nuevos deseos que la pareja no me proporciona? La continuidad de dicha relación no tiene futuro. ¿Quién quiere sentirse amado así? Evidentemente, nadie lo quiere.
      Este, es, sin embargo, el modo de amar de muchos jóvenes que, dañada la voluntad incapacitados para el don de sí, por la falta de carácter y de la virtud de la castidad, utilizan al otro para el propio disfrute. En otras palabras, el eros no fundamentado por el don de sí es puro egoísmo. Y esto no es verdadero amor.
      Hay que añadir, además, que el eros y el agapé, el deseo y la entrega de sí, deben darse ambos a la vez para hacer realidad el amor pleno. «Si bien el eros —sentencia el Papa— inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente –fascinación por la gran promesa de felicidad–, al aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará ser para el otro. Así, el momento del agapé se inserta en el eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia naturaleza. Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, a su vez la recibirá como don»[52].
      La sexualidad revela, pues, a la vez, sobre todo tres realidades, la apertura al otro —somos con el otro—, la vocación a amar —hay que darse para vivir para el otro—, y la dignidad humana —hemos de ser amados por nosotros mismos—. Cuando el amor degenera en sexo que no quiere asumir la responsabilidad del otro, entonces «el llamado sexo seguro, propagado por la civilización técnica, es en realidad, bajo el aspecto de las exigencias globales de la persona, radicalmente no-seguro, e incluso gravemente peligroso. En efecto, la persona se encuentra aquí en peligro, y, a su vez, pone en peligro la familia. ¿Cuál es el peligro? Es la pérdida de la verdad sobre la familia, a la que se añade el riesgo de la pérdida de la libertad y, por tanto, la pérdida del amor mismo. "Conoceréis la verdad —dice Jesús— y la verdad os hará libres" (Jn 8,32). La verdad, sólo la verdad, os preparará para un amor del que se puede decir que es "bello"»[53].
      Sintetizando estas ideas, y formulándolas para que sea más fácil recordarlas, podemos afirmar que «el eros, el deseo, sin la entrega de sí, es expresión del egoísmo personal, mientras que la entrega de sí, el agapé, sin el deseo, humilla al otro, no ama lo suficiente». El amor pleno sólo se encuentra en el deseo que se convierte en don de sí —el deseo oblativo— o en la entrega total de sí acompañada del deseo —la entrega deseosa—[54].
Del amor a la paternidad. Una sola carne.Unidad e inseparabilidad de los significados unitivo y procreativo
      Hemos oído y leído con insistencia un dato que se convierte como el gran criterio a la hora de juzgar la moralidad de los actos propios del matrimonio en la intimidad conyugal. Los dos aspectos, unitivo y procreativo, no pueden separarse[55]. Sin embargo, quiero poner de relieve que este axioma no es más que un corolario y una conclusión de una correcta comprensión del amor esponsal.
      «El Concilio Vaticano II, particularmente atento al problema del hombre y de su vocación, afirma que la unión conyugal —significada en la expresión bíblica "una sola carne"— sólo puede ser entendida y explicada plenamente recurriendo a los valores de la "persona" y de la "entrega". Cada hombre y cada mujer se realizan en plenitud mediante la entrega sincera de sí mismos: y, para los esposos, el momento de la unión conyugal constituye una experiencia particularísima. Es entonces cuando el hombre y la mujer, en la "verdad" de su masculinidad y feminidad, se convierten en entrega recíproca. Toda la vida del matrimonio es entrega, pero esto se hace singularmente evidente cuando los esposos, ofreciéndose recíprocamente en el amor, realizan aquel encuentro que hace de los dos "una sola carne" (Gn 2,24)»[56].
      El hecho de ser persona, de ser amada por sí misma, y de entrega, del don de uno mismo, tiene una significación y exigencias paradigmáticas en el abrazo conyugal. «En el momento del acto conyugal, el hombre y la mujer son llamados a ratificar de manera responsable lal recíproca entrega que han hecho de sí mismos con la alianza matrimonial. Ahora bien, la lógica de la entrega total del uno al otro implica la potencial apertura a la procreación: el matrimonio es llamado así a realizarse todavía más plenamente como familia. Ciertamente, la entrega recíproca del hombre y de la mujer no tiene como fin solamente el nacimiento de los hijos, sino que es, en sí mismo, mutua comunión de amor y de vida. Pero siempre hay que garantizar la íntima verdad de esta entrega. Íntima no es sinónimo de subjetiva. Significa más bien que es esencialmente coherente con la verdad objetiva de aquellos que se entregan. La persona nunca debe ser considerada un medio para alcanzar un fin, sobre todo, un medio de placer. La persona es y debe ser solamente el fin de todo acto. Sólo entonces la acción corresponde a la verdadera dignidad de la persona»[57].
      Hemos de «leer», en el momento en el que los esposos se unen siendo una sola carne, el rico significado que posee, para comprender el «lenguaje del cuerpo en la verdad». «Esta lectura —comentó Juan Pablo II en una de sus catequesis— se convierte, pues, en condición indispensable para actuar en la verdad, es decir, para comportarse en conformidad con el valor y la norma moral»[58]. «La íntima estructura (o sea, la naturaleza) del acto conyugal —prosigue el Pontífice— constituye la base necesaria para una adecuada lectura y descubrimiento de los significados que deben ser transferidos a la conciencia y a las decisiones de las personas agentes, y también la base necesaria para establecer una adecuada relación entre estos significados, es decir, su inseparabilidad»[59].
Los significados unitivo y procreativo
      Hay que distinguir entre función y significado[60]. El significado de una acción no es lo mismo que la función que implica. Esto tiene una importancia fundamental con respecto a la unión conyugal, ya que su valor no puede ser reducido a una mera funcionalidad concreta. La función implica el desarrollo de las potencialidades naturales según el dinamismo propio de la facultad en juego. La función sexual implica un dinamismo propio de acoplamiento anatómico genital entre el hombre y la mujer, que a su vez conlleva una función reproductiva[61]. Ahora bien, pese a que desde un punto de vista fisiológico se da igual en los animales, pero, en este caso, guiados por los instintos, en el ser humano, la función sexual requiere el trabajo interpretativo y gubernativo de la razón, es decir, hay que descubrir su significado. «El significado quiere expresar el sentido de una acción, en cuanto que en él se encierra un valor, es decir, algo que es bueno y que perfecciona la persona, confiriéndole una plenitud nueva en su vida considerada globalmente. El significado de una acción hace referencia a la finalidad de esta acción respecto a la vida lograda global»[62].
      Se puede, pues, atribuir dos significados fundamentales a la acción «unión conyugal»: se trata de una acción que permite una unión singular a sus protagonistas y, uniéndoles, les permite convertirse en padres. Así pues, esta acción posee un significado unitivo y otro procreativo.
      Podemos, físicamente, separar las funciones que acompañan a la unión conyugal. Podemos tener sexo sin hijos e hijos sin sexo (FIVET, inseminación, aborto, anticoncepción, etc.). No ocurre, sin embargo, lo mismo con los significados, aunque sí en la intención de los esposos. Ambos sentidos están íntimamente unidos, uno reclama al otro y viceversa. Ambos se integran en la dinámica del amor que constituyen los esposos —y el hijo— en don mutuo y en acogida mutua. Sólo en el abrazo de los esposos como un acto de donación recíproca, estos pueden acoger a su hijo como un don. Esta es la única manera digna del ser humano de surgir a la existencia.
      Entonces, el acto interior de la voluntad por el que se elige entregarse sexualmente al cónyuge queda especificado en su mismo inicio como un acto de amor procreativo, si no queremos negar la donación plena de ambos y la acogida del otro en sí mismo. «No se trata, pues, de una inseparabilidad moral, en el sentido de que no se deben separar, pero que si se separan, al menos se puede realizar uno de ellos, sino de una inseparabilidad antropológica, es decir, que no se pueden separar, porque si se hace, se pierden ambos, haciendo imposible realizar ninguno de los dos. Y ello porque dejan de ser lo que son»[63].
      Un amor conyugal que no sea procreativo, en la medida que la mujer es fértil, no es, en su significado, un amor conyugal, y una procreación que no se dé en la mutua donación no es una procreación verdaderamente humana, y ofende la dignidad del otro, y la del posible hijo.
      Cuando hablamos del amor, este incluye también al hijo, y no se agota en el amor entre los esposos. En el acto por el cual el hijo es engendrado, éste debe poder reconocer algo esencial, que «no es algo que venga a la existencia por su utilidad, porque no es una cosa, ni viene a la existencia para saciar ningún deseo, porque es una persona digna de ser amada por sí misma, incondicionalmente, corresponda o no a los deseos de los padres. Él viene a la existencia como un don, como un regalo maravilloso que sus padres han acogido en un acto de amor[64]. »Cuando esto no sucede así, se comete una injusticia, la primera, con el hijo, al tiempo que entre los mismos esposos.
      ¿Qué significa, pues, la conexión inseparable de los dos significados "unión amorosa" y "procreación"? «Significa que entre estos dos significados existe una relación de inclusión recíproca que es constitutiva para cada uno de ellos: la realidad corporal "procreación" recibe su peculiaridad específicamente humana del amor espiritual que la informa, y el amor espiritual de dos personas que forman la comunidad conyugal recibe simultáneamente su especificidad, en cuanto es un tipo de amor muy determinado, de la dimensión procreativa del cuerpo»[65]. Si se separan, o consideradas independientemente, ya no serían la misma realidad. Reitero: el amor, sin la significación procreativa no sería el mismo amor conyugal, y la procreación sin el amor, no sería una procreación verdaderamente humana.
Los métodos naturales
      Humanae vitae concretaba la paternidad responsable a la luz de una misión, la realización de la que ha de tener en cuenta la biología, las pasiones, las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales. En cuanto al hecho biológico, la paternidad responsable «significa conocimiento y respeto de sus funciones; la inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes biológicas que forman parte de la persona humana»; en cuanto las tendencias, «comporta el dominio necesario que sobre aquellas han de ejercer la razón y la voluntad», y en relación con las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, esta paternidad «se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido»[66]. Se trata, pues, de que los esposos, siguiendo el orden moral, reconozcan su misión, teniendo en cuenta sus deberes ante Dios, ante si mismos, y ante la familia y la sociedad.
      ¿Cómo se debe vivir esta paternidad cuando se decide aplazar un nacimiento? La respuesta de la Iglesia ofrece como camino lo que se llama Planificación Familiar Natural, basada en los métodos naturales, que se articulan en función de la biología femenina como elemento para decidir la unión mutua.
      Un grupo de expertos, en la declaración final de la «Reunión sobre los métodos naturales de regulación de la fertilidad» afirmaron: «Los métodos naturales son fáciles de enseñar y de entender. Se adaptan a todos los contextos sociales y no están condicionados por el nivel de alfabetización. La salud de la madre y la del hijo resultan beneficiados en espaciar los nacimientos, lo que no perjudica ni a la madre ni al hijo. Los métodos naturales no ponen en peligro la salud de la pareja. La libertad y los derechos de la mujer y del marido son respetados gracias a estos métodos que están centrados en la mujer y están fundamentados en el respeto de la integridad de su cuerpo»[67]. Se trata, pues, de «ofrecer, por tanto, a las parejas el medio de ejercer libremente la maternidad y la paternidad responsables»[68], un medio que hay que dar a conocer. Juan Pablo II pidió a la encíclica Familiaris Consortio un «compromiso más amplio, decisivo y sistemático para hacer conocer, amar y aplicar los métodos naturales de regulación de la fertilidad»[69].
      La continencia periódica, que es otra manera de referirse a la Planificación Familiar Natural y los métodos naturales, significa recurrir a la abstención de mantener relaciones sexuales en determinados momentos, y solo mantenerlas en los períodos en que previsiblemente la mujer es infecunda. El método no es lo que evita la concepción ni la impide, sino que proporciona los datos y los conocimientos adecuados sobre los ritmos de fertilidad femenina, a cuya luz los esposos deberán tomar la decisión de unirse o abstenerse valorando qué es lo que quieren y lo que asumen con su voluntad. Estos métodos no regulan absolutamente nada, a diferencia de los métodos anticonceptivos, que sí lo hacen. Esto hace que métodos naturales y métodos artificiales no son paralelamente comparativos, al tener objetos, funciones, resultados y significaciones totalmente diferentes[70].
      Al abstenerse de tener relaciones en los períodos en que la mujer puede ser fecunda, a pesar que comporta a menudo una dificultad y una carga, un problema, los esposos se abstienen de una modalidad de expresión del amor esponsal —hay más caminos para expresar este amor corporalmente—. No se abstienen del amor, ni de su entrega mutua, sino del acto de amor esponsal. Lo cual, es una piedra de toque del verdadero amor conyugal[71].
      Rhonheimer hace notar que incluso en abstenerse, la significación procreativa está presente en los esposos al ser conscientes de esta posibilidad e integrarla en la sexualidad en el contexto del amor esponsal[72], porque «están insertos intencionalmente y objetivamente en la estructura de la paternidad responsable»[73]. En palabras de este teólogo, a quien seguimos en este punto, «la afirmación esencial consiste, por tanto, en que estos cónyuges viven esta responsabilidad procreativa en la totalidad del amor corporal–espiritual cuando modifican su comportamiento corporal —su comportamiento sexual— por razones de responsabilidad. De este modo, la sexualidad, incluida su dimensión procreativa, está integrada plenamente en un comportamiento procreativamente responsable, en la vida del espíritu. Esta integración operativa no es otra cosa que la virtud de la castidad»[74].
      La castidad, pues, posibilita vivir la paternidad responsable en el marco del amor auténtico. De hecho, si el amor es cuestión de deseo y de entrega, si el deseo no está señoreado, si uno no se domina sexualmente, es imposible que el ejercicio de la sexualidad sea una expresión verdadera de amor[75]. La castidad, y una expresión de la misma que es la continencia periódica, no niega la sexualidad ni su ejercicio, sino que es «la energía que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y la agresividad y promoverse hacia su realización plena»[76].
      Hay que concluir, y me parece bastante importante para no caer en el biologicismo, lo que a menudo se ha criticado el posicionamiento de la Iglesia en esta cuestión, que el respeto a los ritmos naturales de fertilidad femenina no es una norma ni la fundamentación de una norma —no es la biología que impone una normatividad ética—, sino que sólo se hace visible como exigencia moral a la luz de la norma moral —es necesario que los esposos se amen de verdad en todas y cada una de las expresiones de su vida mutua—, lo que no se puede derivar ya de hecho natural de los ritmos de fertilidad[77].
      A menudo se siente la crítica de que los que emplean la Planificación Familiar Natural tienen la misma intención de evitar una posible generación que aquellos que utilizan otros métodos artificiales. Quizás en algunos la intención sea la misma, pero la realidad lo que hacen, el objeto moral, es radicalmente diferente, a la vez que configura una manera de vivir la vida matrimonial con otros criterios, también bien opuestos, y esto desde el punto de vista de la misma expresión del amor conyugal y desde la perspectiva del hijo. Negarse a la apertura a la vida en el hecho de la unión íntima significa negar el lenguaje del cuerpo, que expresa la totalidad del don de sí mismo y la acogida del don del otro en toda su totalidad. Al no aceptar la maternidad o la paternidad del otro, y al no ofrecerse con todas las dimensiones de sí mismo, significa que no amamos al otro por sí mismo, y no nos damos nosotros mismos verdaderamente. Así lo expresa Juan Pablo II en la encíclica Familiaris consortio: «Cuando los esposos, mediante el recurso a la anticoncepción, separan estos dos significados que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como "árbitros" del designio divino y "manipulan" y envilecen la sexualidad humana, y con ella la propia persona del cónyuge, alterando su valor de donación "total". Así, al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce, no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal. En cambio, cuando los esposos, mediante el recurso a períodos de infertilidad, respetan la conexión inseparable de los significados unitivo y procreador de la sexualidad humana, se comportan como "ministros" del designio de Dios y "se sirven" de la sexualidad según el dinamismo original de la donación "total", sin manipulaciones ni alteraciones»[78].
      Cuando empleamos medios para hacer infecunda la relación íntima, deseamos del otro lo que nos interesa, y damos lo que estamos dispuestos, pero no la totalidad del otro y de uno mismo. Y en el amor, como hemos visto, rige una ley que, en palabras del beato Pere Tarrés, es la ley de todo o nada. «Para Dios sólo existe una ley —dijo el beato—: la del todo o nada. Las almas grandes nunca se entregan a medias». Recuerdo la anécdota de unos acogedores de matrimonios, donde la esposa, en un momento de ternura le dijo al marido: «te quiero mucho», y él le respondió con un sonrisa, «¿sólo mucho?». Ella quedó desconcertada y no entendía la respuesta de su marido. Dándole vueltas al asunto, días después se dio cuenta, y buscó provocar la misma situación, y abrazando el marido le dijo: «te quiero todo». La respuesta del esposo manifestó que ahora sí lo había entendido: «ahora sí». Si me quieres mucho, amas de mí aquello, mucho, que te interesa, pero sólo me amas a mí cuando me amas todo. Se entiende que Dios quiere que lo amemos, no mucho, sino todo, con todo tu corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas (Mt 22,37). En el amor, si no es todo, es un desamor.
      Además, el abrazo conyugal, que implica la responsabilidad de las personas, cuando se pone medios para que no quiere asumir dichas responsabilidades de lo que con el cuerpo se significa como don y acogida, entonces, vuelve a manifestar un desamor, por muy apasionada que sea la intimidad. Poner medios para no tener hijos significa también decir, con el lenguaje del cuerpo, que un posible hijo en casa, no es querido y que es rechazado. En estas condiciones nunca se podrá decir al hijo, si viene a la existencia, que es amado por sí mismo desde el primer momento, aunque finalmente algunos lo puedan acoger. Pero no se puede negar que desde el primer momento se le ha dicho que no es querido y eso es ya una injusticia con el nuevo concebido, cuya verdad es ser amado desde el primer momento por sí mismo. Se puede entender, que el rechazo voluntario de acoger al hijo propio por vía de métodos artificiales, provoque la frecuente mentalidad abortiva de este tipo de parejas. No tienes cabida en casa, no te queremos, y se ponen en la práctica todos los medios posibles para rechazarlo, el aborto, también, si es necesario.
      Con el recurso a la continencia periódica, los esposos, realmente no buscan un hijo, pero si viene, por los motivos que sean, puede afirmar rotundamente que es fruto del amor de los padres y que ha sido amado desde el primer momento, al asumir los padres la doble significación de la unión conyugal.
      La anticoncepción no recibe su malicia moral de la artificialidad de los medios empleados para evitar o impedir que nazca una nueva vida humana. No es por ser artificial que no sea moralmente lícito. Si así fuera, tampoco podríamos llevar gafas, ni tomar medicinas, ni ponernos prótesis. No hay una contradicción entre natural y artificial, sino entre natural y antinatural, y no podemos nunca olvidar, que es un error muy frecuente, que lo natural, cuando hace referencia al ser humano, no es simplemente lo que es conforme a la biología, lo biológicamente natural, sino lo que es conforme a la razón y el amor. La anticoncepción no es antinatural por ser artificial, sino porque expresa en sí misma un dato de negación del don de sí y de acogida al otro[79], cónyuge o hijo, que no responde al amor verdadero, que no es conforme al amor y, por tanto, es antinatural, humanamente hablando[80].
      Retomando los métodos naturales, estos —a pesar de las dificultades reales de vivirlos por parte de algunos matrimonios—, según T. Melendo, ofrecen una aportación sustancial en la dinámica del amor esponsal, que transcribimos íntegramente a continuación: «los beneficios de los métodos naturales se agrupan en torno a los dos grandes principios que configuran y hacen posible su uso: a) un mayor y más delicado conocimiento de la admirable sexualidad femenina (y, en general, de la mujer... y del hombre), y b) el enriquecimiento que deriva de la práctica de la continencia periódica (aunque de entrada suene sorprendente).
i) El conocimiento total del maravilloso organismo sexual femenino genera, entre otras cosas:
− Un incremento de la autoestima de la mujer, sorprendida ante la cuidada maravilla con que ha sido creada, también con respecto a esta dimensión tan íntimamente personal del propio cuerpo.
− Un aumento paralelo de la comprensión de sí misma y de su psique, que la lleva en muchos casos a explicarse situaciones y estados de ánimo que hasta entonces la desconcertaban.
− La consiguiente intensificación del conocimiento, aprecio y respeto hacia la esposa por parte del marido.
− Un aumento de la comunicación interpersonal en cuanto al ejercicio de la sexualidad, que mejora también, comúnmente, el diálogo en torno a otros aspectos de la vida matrimonial y familiar.
− La supresión de un cierto grado de ansiedad —a veces nada despreciable—, que acompaña a la esposa ante «el riesgo» de quedarse embarazada.
− La asunción conjunta, en el plano de absoluta igualdad y justicia, de todas las decisiones referentes al trato íntimo y, en concreto, a la gozosa responsabilidad ante el inapreciable regalo de los hijos.
ii) Por su parte, el ejercicio de la continencia periódica trae como consecuencia:
− Un incremento del autodominio, con lo que ello implica de prueba de la verdadera entrega —nadie da lo que no posee realmente— y, como consecuencia, del amor exquisitamente conyugal.
− Una ayuda inestimable para salir de uno mismo y adoptar la perspectiva del otro —el cónyuge y el posible hijo—, condición ineludible para que se instaure el más genuino amor, definido ya por Aristóteles como un «querer el bien para el otro como otro».
− Una menor dependencia del placer puramente corpóreo, que por ello se vuelve más pleno y más personal.
      Como antes sugería, todos estos beneficios no tienen nada que ver con el propósito de restringir el número de hijos, y pueden —iy deben!— ser vividos por todo matrimonio que aspire a conquistar una mayor categoría y madurez de su amor recíproco, también cuando no hagan uso de la Planificación Familiar Natural.
iii) Por el contrario, en relación con la futura prole, los métodos naturales permiten:
− Querer con una intencionalidad redoblada —inaccesible para quienes no dominan los «secretos» de estos métodos— todos y cada uno de los hijos que Dios tenga a bien conceder;
− Determinar, dentro de ciertos límites, el momento y las circunstancias de cada concepción y nacimiento, de manera que pueda atender con mayor dedicación y efectividad las necesidades del hijo.
− Enriquecer con el regalo de la maternidad a algunos matrimonios, en los que la esposa se encuentra afligida por una infertilidad superable a través de estos métodos.
− Cuando existan causas suficientemente graves que aconsejen posponer un embarazo, seguir manifestando y acrecentando el amor conyugal también a través de los encuentros íntimos.
− Aceptar con alegría la llegada de un hijo «no planeado» cuando, en contra de lo que honradamente habían creído descubren los cónyuges, que es ésta la voluntad de Dios para ellos»[81].
      Como afirmó Juan Pablo II, «Muchos matrimonios experimentaron cómo los métodos naturales de planificación natural promueven el respeto mutuo, estimulan el afecto entre el marido y la esposa, y ayudan a desarrollar una auténtica libertad interior. Su experiencia merece compartirse, porque es la confirmación viva de la verdad que enseña la Humanae vitae»[82].
Conclusión
      De lo que he ido exponiendo hasta aquí se sigue claramente que la familia constituye la base de lo que Pablo VI calificó como «civilización del amor»[83], y es su centro y su corazón[84]. «No hay verdadero amor sin la conciencia de que Dios "es Amor", y que es la única criatura de este mundo que Dios ha llamado "por sí misma" a la existencia. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, sólo puede "encontrar su plenitud" mediante la entrega sincera de sí mismo. Sin este concepto del hombre, de la persona y de la "comunión de personas" en la familia, no puede haber civilización del amor; recíprocamente, sin ella es imposible este concepto de persona y de comunión de personas. La familia constituye la "célula" fundamental de la sociedad. Pero hay necesidad de Cristo —"vid"— del que reciben savia los "sarmientos" para que esta célula no esté expuesta a la amenaza de una especie de desarraigo cultural, que puede venir tanto de dentro como de fuera»[85].
      Perder de vista y dejar de vivir estos planteamientos sobre la dignidad humana y el amor humano no deja indiferente a las personas y a la sociedad. Provoca, de hecho, una de las más graves pobrezas. «Esta nueva forma de pobreza se manifiesta concretamente en actitudes negativas ante la vida y la familia. Estas actitudes llevan a olvidar la solidaridad; abandonan a los hombres a la soledad, no son lo suficientemente acogedoras para las generaciones futuras ni bastante sensibles a la falta de población. Son actitudes que revelan la peor de las pobrezas: pobreza moral»[86].
      Juan Pablo II se preguntaba, «¿Son así las familias a las que me dirijo en esta Carta? Ciertamente no pocas son así», pero constatando la falta de generosidad, aun teniendo en cuenta las dificultades en que se encuentran muchas familias, acabó diciendo «hay poca vida verdaderamente humana en las familias de nuestros días»[87].
      En la Sagrada Familia, el Santo Padre afirmó, con una expresión que podemos calificar de impactante y desconcertante, que «la belleza es la gran necesidad del hombre»[88]. Ante tantas necesidades humanas, económicas, afectivas, sociales y de todo tipo, el Papa pone de relieve la belleza, no como una necesidad más, sino como la gran necesidad del ser humano. Cabe preguntarse el porqué. ¿Qué tiene la belleza para que se convierta en la gran necesidad humana? ¿De qué belleza habla el Santo Padre en esta homilía?
      Encontramos la respuesta en un precioso texto de Juan Pablo II, en la Carta a los artistas[89]. Recordando las primeras páginas del Génesis, hace notar la mirada complacida de Dios ante la creación: lo que había creado era bueno, y Dios vio también que era bello. La versión griega de la Escritura, llamada de los Setenta, expresó adecuadamente este aspecto, traduciendo el término "tob" (bueno) del texto hebreo con "Kalon" (bello). Como afirmó el pontífice polaco, «la belleza es en cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza». Con palabras de Platón: «la potencia del Bien se ha refugiado en la naturaleza de lo que es bello»[90]. También en nuestro país, cuando vemos un niño ayudando a un anciano a cruzar la calle, el comentario que espontáneamente decimos es «qué bonito», y no «qué bueno».
      Este vínculo entre lo bueno y lo bello, se profundiza al considerar los otros trascendentales como la verdad y el ser. La filosofía perenne afirma que todos ellos «convertuntur», es decir, son equivalentes. Dios, al ser el Ser, es a la vez la Verdad, el Bien y la Belleza. En efecto, toda realidad bonita participa de la belleza de Dios y por eso san Buenaventura podía afirmar: «contemplaba en las cosas bellas al Bellísimo y, siguiendo las huellas impresas en las criaturas, en todo seguía al Amado»[91]. La belleza se convierte, pues, en una vía de acceso a la realidad más profunda de Dios, y al ser el Verbo Encarnado el origen, el fin y la plenitud (1 Co 1, 15-20) del ser humano, es también vía de acceso a la realidad del hombre y del mundo.
      Resumiendo algunas ideas de la Carta a los artistas, la belleza del arte sigue siendo una especie de puente tendido hacia la experiencia religiosa y es por su naturaleza una especie de llamada al Misterio, hace perceptible y fascinante el mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios, y se convierte, de alguna manera, voz de la expectativa universal de redención. Si nos damos cuenta, además, que la patria del alma es la religión, entonces no sólo la religión necesita de la belleza, sino que ésta necesita también de la primera. La belleza es, pues, clave del misterio y llamada a la trascendencia. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro. «Por eso la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo y suscita esta arcana nostalgia de Dios que un enamorado de la belleza como san Agustín ha sabido interpretar de manera inigualable: "Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé!"»[92].
      Juan Pablo II termina su Carta a los artistas pidiéndoles que «la belleza que transmitan a las generaciones del mañana provoque admiración! Ante la sacralidad de la vida y del ser humano, ante las maravillas del universo, la única actitud apropiada es la admiración»[93] y ponerse de rodillas[94]. Y gracias a esa admiración que lleva al entusiasmo, el hombre podrá "afrontar y superar los retos cruciales que se vislumbran en el horizonte, podrá ponerse de pie y retomar su camino. En este sentido se ha dicho, con profunda intuición, que "la belleza salvará el mundo"»[95].
      Ahora bien, lo que anhela el ser humano es la felicidad y ésta sólo se encuentra en el amor. «El hombre no puede vivir sin amor —aseveró Juan Pablo II en su primera encíclica—. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida queda privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace suyo, si no participa de ella vivamente»[96]. No es, pues, el amor a la belleza el que salvará el mundo, sino la belleza del amor de Dios que ama a los hombres fielmente y ha hecho del servicio, de su encarnación y de la cruz el camino de la salvación, la belleza de los amores nobles y generosos capaces de descubrir el valor de la dignidad humana y su vocación a amar y ser amados. Esta es la belleza que el mundo necesita urgentemente. De este tipo de belleza, dijo el Papa eslavo, es de la que tiene necesidad nuestro mundo para no caer en el desespero y poner la alegría en el corazón de los hombres. La belleza, dijo Benedicto XVI a Barcelona, «es la raíz de la que brota el tronco de nuestra paz y los frutos de nuestra esperanza. La belleza es también reveladora de Dios porque, como Él, la obra bella es pura gratuidad, invita a la libertad y nos arranca del egoísmo»[97]. Esta belleza es la gran necesidad del hombre, la que salvará el mundo.

Dr. Joan CostaDoctor en TeologíaRector de la parroquia de la Mare de Déu del RoserArzobispado de Barcelona
[*] Ponencia presentada en las 47as Jornadas de Cuestiones Pastorales de Castelldaura. 24 de enero de 2012.temesdavui.org / Almudi

  Notas
    [1] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Dignitas personae sobre algunas cuestiones de bioética (DP), 08/09/2008, 1.
    [2] DP 4.
    [3] DP 6.
    [4] DP 7.
    [5] Concilio Vaticano II, Const. Pastoral Gaudium et spes (GS), 1965, 22.
    [6] DP 8.
    [7] DP 9.
    [8] JUAN PABLO II, Carta a las Familias Gratissimam Sane, 02/02/1994, 6. La citaremos como CF.
    [9] CF 6.
    [10] CF 6.
    [11] CF 7.
    [12] CF 7.
    [13] CF 8.
    [14] CF 9.
    [15] GS 24.
    [16] CF 9.
    [17] CF 9.
    [18] CF 8.
    [19] Resumo la exposición de Miguel Sebastian Romero, Perspectivas teológico morales sobre el uso de la píldora abortiva, Estudio teológico San Ildefonso. Toledo.
    [20] Podríamos encontrar otros textos bíblicos que señalan lo mismo. Por ejemplo, cuando la madre de los siete hermanos Macabeos dice al pequeño antes de que sea martirizado: «Yo no sé cómo habéis aparecido en mi seno, pues no he sido yo la que os he dado el aliento vital, ni he tejido yo los miembros de su cuerpo... Te ruego, hijo, que mires al cielo ya la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha llegado así a la existencia» (2 Mac 7,22 24.28). Todos los hombres han sido formados como lo fue el primero: por una obra personal de Dios creador.
    [21] JUAN PABLO II, Discurso a Kazajstán, 23/09/2001, 2.
    [22] DS 2803.
    [23] JUAN PABLO II, Enc. Evangelium vitae (EV), 25/03/1995, 21.
    [24] EV 2.
    [25] EV 52.
    [26] EV 2; 53.
    [27] Ev 40.41.
    [28] GS 24.
    [29] Ev 39.
    [30] EV 42.
    [31] EV 43.
    [32] Catecismo de la Iglesia Católica (CEC), n. 1658.
    [33] Cf. JOAN COSTA, El camino de la felicidad, Temas de hoy 26 (2007), p. 48.
    [34] BENEDICTO XVI, Enc. Deus Caritas est (DCE), 12/25/2005, 35.
    [35] BENEDICTO XVI, Enc. Spe salvi (SS), 30/11/2007, 5.
    [36] SS 2-4.
    [37] DCE 39.
    [38] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Ecclesia in Europa (EE), 28/06/2003, 8.
    [39] Benedicto XVI, Mensaje XXV Jornadas Mundiales de la Juventud, 03/28/2010, 3.
    [40] Así se expresa el Concilio Vaticano II: «El mismo Dios que dijo "no es bueno que el hombre esté solo" (Gn 2, 18) y que "hizo... desde el principio el hombre macho y hembra "(Mt 19, 4), queriendo comunicar una especial participación en Su propia obra creadora, bendijo al hombre ya la mujer diciendo: "creced y multiplicaos" (Gn 1, 28). De dónde el verdadero cultivo del amor conyugal y toda la razón de la vida familiar que surge, no pospuestos paso los restantes fines del matrimonio, tienden a eso: que los cónyuges estén dispuestos con firmeza de ánimo a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos dilata y enriquece, día tras día, Su familia.
    En el deber de transmitir y educar la vida humana, que debe ser considerado como su propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y tal sus intérpretes. Por lo tanto, cumplirán su función con humana y cristiana responsabilidad y, con dócil reverencia hacia Dios, con común acuerdo y esfuerzo se formarán un juicio recto, atendiendo sea su propio bien, ya sea el bien de los hijos, antes los que ya han nacido , antes los que se prevén futuros, discerniendo las condiciones, como materiales ahora espirituales, de los tiempos y del estado de vida y teniendo en cuenta, finalmente, el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la misma Iglesia.
    Los propios cónyuges, en último término, deben realizar este juicio ante Dios. Ahora bien, que los cónyuges cristianos sean conscientes, en su modo de obrar, que no pueden proceder a su arbitraje, sino que se regirán siempre por la conciencia, la que debe conformarse a la misma ley divina, dóciles hacia el Magisterio de la Iglesia que la interpreta auténticamente bajo la luz del Evangelio» (GS 50).
    [41] JOSÉ NORIEGA, El destino del eros, Madrid 2005, p. 257.
    [42] DCE 27.
    [43] GS 14.
    [44] MARTIN RHONHEIMER, Ética de la procreaciones, Madrid 2004, pp. 66-67.
    [45] Ibid., 66.
    [46] CARLO CAFARRA, Sexualidad a la luz de la antropología y de la Biblia, Barcelona 1992, p. 34.
    [47] DCE 6.
    [48] Cf. DCE 4.
    [49] Cf. DCE 5.
    [50] DCE 4.
    [51] DCE 6.
    [52] DCE 7.
    [53] CF 13.
    [54] Cf. JOAN COSTA, El camino de la felicidad, Temas de hoy 26 (2007), p.44.
    [55] Cf. Pablo VI, Enc. Humanae vitae (HV), 07/25/1968, 12. Para un interesante estudio sobre la cuestión, cf. M. Rhonheimer, Etica de la procreaciones, Madrid, 2004, pp. 27-174.
    [56] CF 12.
    [57] CF 12.
    [58] JUAN PABLO II, Audiencia General, 07.11.1984, 4.
    [59] JUAN PABLO II, Audiencia General, 07.11.1984, 6.
    [60] Cf. NORIEGA, o.c., pp. 238-246; Rhonheimer, o.c., pp. 64-85, especialmente p. 70.
    [61] NORIEGA, o.c., p. 238.
    [62] Idem.
    [63] Ibid., P. 243.
    [64] Ibid., 265.
    [65] Rhonheimer, o.c., p. 70.
    [66] HV 10.
    [67] Declaración final de la Reunión sobre los métodos naturales de regulación de la fertilidad, en L'Osservatore Romano, ed. española, n. 19, 07/05/1993, p. 9.
    [68] CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Evoluciones demográficas. Dimensiones éticas y pastorales (ED), 25/03/1994, 76.
    [69] Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Familiaris consortio (FC), 22/11/1981, 35.
    [70] Rhonheimer, o.c., p. 91; cf. FC 32.
    [71] Rhonheimer, o.c., p. 93.
    [72] Ibid., 94.
    [73] Idem.
    [74] Idem.
    [75] GS 51.
    [76] MARÍA LUISA DI PIETRO, Conferencia pronunciada en el Congreso Mundial de la Familia, México 2009; http://www.zenit.org/article-29812?l=spanish
    [77] Rhonheimer, o.c., p. 94.
    [78] FC 32.
    [79] «Así pues, la índole moral del modo de obrar, cuando se trata de compaginar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, no depende de la sola sincera intención y estimación de los motivos, sino que debe determinar a partir de criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, los cuales respetan el íntegro sentido de la recíproca donación y de la humana procreación en un contexto de verdadero amor, lo cual no se puede realizar a no ser que la virtud de la castidad conyugal sea sinceramente cultivada». (GS 51). El subrayado es mío.
    [80] Sobre esta cuestión cf. R. Spaemann, Lo natural y lo racional: Ensayos de antropología, Madrid, 1989; M. Rhonheimer, o.c., pp.123-130.
    [81] T. Melendo, Métodos naturales y amor matrimonial, http://arvo.net/tomas-melendo/metodos-naturales-y-amor-matrimonial/gmx-niv864-con12097.htm.
    [82] JUAN PABLO II, Discurso a los obispos de EEUU en visita ad limina, 06/06/1998, n. 6.
    [83] CF 13.
    [84] Idem.
    [85] Idem.
    [86] ED, 63.
    [87] CF 10.
    [88] BENEDICTO XVI, Homilía en la Sagrada Familia, 07/11/2010, § 5.
    [89] JUAN PABLO II, Carta a los artistas (CArt.), 04/04/1999.
    [90] Ibid., 3.
    [91] SAN BUENAVENTURA, Legenda maior, IX, 1., Cit. en Carta., 6.
    [92] Cart., 16.
    [93] Idem.
    [94] CF 7.
    [95] Cart., 16.
    [96] JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, 03/04/79, 10.
    [97] BENEDICTO XVI, Homilía en la Sagrada Familia, § 4.

1 comentario:

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