sábado, 4 de agosto de 2012

Vae Solis!

A ciertas ideologías utópicas o comerciales, les convienen los individualistas y los desarraigados

      Somos más de treinta y nos reunimos a comer un día al mes. Nunca coincidimos todos, pero raramente nos juntamos menos de veinte: hay arquitectos, bastantes abogados, algunos catedráticos, empresarios, profesores de enseñanza media. 

   El más joven aún no ha llegado a los treinta y el más viejo sobrepasa cómodamente los sesenta. Ahí soy “el periodista”, casi siempre para mal. Usamos la política y el fútbol para meternos unos con otros en el almuerzo, pero después hablamos de cosas serias, que nos preocupan, relacionadas muchas veces con la política, pero vistas desde una perspectiva cultural. Y a las cuatro en punto, agotado el café, nos vamos. Digo esto porque ya casi no quedaba café cuando uno de ellos me preguntó: «¿Por qué has dicho que la gente sin familia es más manipulable?».


      A medida que sus palabras iban dibujando la pregunta en el aire, empecé a construir en mi cabeza una respuesta complicada, algo desesperado porque no me creía capaz de desarrollarla antes de que dieran las cuatro de la tarde, ya inminentes. Así que respiré y sonreí al escuchar que uno de los catedráticos la respondía en tres palabras: «Porque están solos», dijo, y me limité a añadir: «Exacto».

      No tener familia significa carecer de alguien que te quiera porque sí, porque eres hermana, hijo, padre o madre, alguien a no te dé vergüenza pedir consejo o dinero, alguien a quien contar un secreto con seguridad completa acerca de su discreción, alguien con quien llorar, alguien que esté pendiente de ti aunque tú no estés pendiente de él o de ella, alguien que te quiere más que a sí mismo, alguien que, cuando te mueras, sentirá amputada su identidad, porque tú formabas parte de su biografía y quedará para siempre en su alma el hueco que dejas.

      Todo eso resulta indispensable para crecer bien y vivir. Un cariño completamente desinteresado que anida solo en la familia y que forja seguridad y confianza en uno mismo y en los demás. Un afecto nada conveniente para las ideologías totalitarias y para otras que no lo parecen tanto, precisamente porque tanta seguridad y tanta confianza engendran personas poco gregarias, indóciles, resistentes a las modas y a la persuasión colectiva, con ideas propias —no necesariamente idénticas a las de su familia—, sentido del honor y de pertenencia: es decir, la antítesis perfecta del individualismo y del desarraigo.

      Y a ciertas ideologías utópicas o comerciales, les convienen los individualistas y los desarraigados. Gente que apenas opone resistencia, porque no tiene en qué o en quién apoyarse, gente que propende al consumo: prefieren al niño mimado antes que a la familia numerosa, al vividor antes que al padre, y por supuesto, a la caprichosa sin hijos ni ataduras. Nos prefieren aparentemente muy sueltos, porque saben que así somos vulnerables, inmediatistas y menos dados a pensar en un futuro que no sea el nuestro. Por eso mismo odian la educación privada, tan plural, que subraya sus propios valores en vez de atenerse a los dictados de quien mande. Curiosamente odian también las guarderías, algo que en un primer momento no encaja, salvo que ese odio se dirija, en realidad, al mero engendrar, al mero nacer, que por naturaleza es un acto que escapa a su control. Prefieren niños producidos como los de Huxley, antes que niños concebidos, sin historia, sin abuelos.

      Vae Solis!, dice el Eclesiastés, ¡Ay del que esté solo, que si cae no tiene quien lo levante! En los veinte últimos años, el número de personas que viven solas se ha duplicado o triplicado en casi todos los países avanzados y también en algunos de los emergentes. Vivir solo no significa carecer de familia o no desearla, pero es un síntoma. Ninguno de esos países, que yo sepa, está dominado por nazis ni por comunistas ni por ningún espectro totalitario. Debe ser lo otro.

Paco Sánchez

Nuestro Tiempo / Almudí

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