A ciertas ideologías utópicas o comerciales, les convienen los individualistas y los desarraigados
Somos
más de treinta y nos reunimos a comer un día al mes. Nunca coincidimos
todos, pero raramente nos juntamos menos de veinte: hay arquitectos,
bastantes abogados, algunos catedráticos, empresarios, profesores de
enseñanza media.
El más joven aún no ha llegado a los treinta y el más
viejo sobrepasa cómodamente los sesenta. Ahí soy “el periodista”,
casi siempre para mal. Usamos la política y el fútbol para meternos
unos con otros en el almuerzo, pero después hablamos de cosas serias,
que nos preocupan, relacionadas muchas veces con la política, pero
vistas desde una perspectiva cultural. Y a las cuatro en punto, agotado
el café, nos vamos. Digo esto porque ya casi no quedaba café cuando uno
de ellos me preguntó: «¿Por qué has dicho que la gente sin familia es más manipulable?».
A
medida que sus palabras iban dibujando la pregunta en el aire, empecé a
construir en mi cabeza una respuesta complicada, algo desesperado
porque no me creía capaz de desarrollarla antes de que dieran las cuatro
de la tarde, ya inminentes. Así que respiré y sonreí al escuchar que
uno de los catedráticos la respondía en tres palabras: «Porque están solos», dijo, y me limité a añadir: «Exacto».
No
tener familia significa carecer de alguien que te quiera porque sí,
porque eres hermana, hijo, padre o madre, alguien a no te dé vergüenza
pedir consejo o dinero, alguien a quien contar un secreto con seguridad
completa acerca de su discreción, alguien con quien llorar, alguien que
esté pendiente de ti aunque tú no estés pendiente de él o de ella,
alguien que te quiere más que a sí mismo, alguien que, cuando te mueras,
sentirá amputada su identidad, porque tú formabas parte de su biografía
y quedará para siempre en su alma el hueco que dejas.
Todo
eso resulta indispensable para crecer bien y vivir. Un cariño
completamente desinteresado que anida solo en la familia y que forja
seguridad y confianza en uno mismo y en los demás. Un afecto nada
conveniente para las ideologías totalitarias y para otras que no lo
parecen tanto, precisamente porque tanta seguridad y tanta confianza
engendran personas poco gregarias, indóciles, resistentes a las modas y a
la persuasión colectiva, con ideas propias —no necesariamente idénticas
a las de su familia—, sentido del honor y de pertenencia: es decir, la
antítesis perfecta del individualismo y del desarraigo.
Y
a ciertas ideologías utópicas o comerciales, les convienen los
individualistas y los desarraigados. Gente que apenas opone resistencia,
porque no tiene en qué o en quién apoyarse, gente que propende al
consumo: prefieren al niño mimado antes que a la familia numerosa, al
vividor antes que al padre, y por supuesto, a la caprichosa sin hijos ni
ataduras. Nos prefieren aparentemente muy sueltos, porque saben que así
somos vulnerables, inmediatistas y menos dados a pensar en un futuro
que no sea el nuestro. Por eso mismo odian la educación privada, tan
plural, que subraya sus propios valores en vez de atenerse a los
dictados de quien mande. Curiosamente odian también las guarderías, algo
que en un primer momento no encaja, salvo que ese odio se dirija, en
realidad, al mero engendrar, al mero nacer, que por naturaleza es un
acto que escapa a su control. Prefieren niños producidos como los de Huxley, antes que niños concebidos, sin historia, sin abuelos.
Vae Solis!, dice el Eclesiastés,
¡Ay del que esté solo, que si cae no tiene quien lo levante! En los
veinte últimos años, el número de personas que viven solas se ha
duplicado o triplicado en casi todos los países avanzados y también en
algunos de los emergentes. Vivir solo no significa carecer de familia o
no desearla, pero es un síntoma. Ninguno de esos países, que yo sepa,
está dominado por nazis ni por comunistas ni por ningún espectro
totalitario. Debe ser lo otro.
Paco Sánchez
Nuestro Tiempo / Almudí
Nuestro Tiempo / Almudí
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