
   Cuando  Dios se asoma por los medios, muchos periodistas no saben si  incensarlo, ignorar su presencia o hacerle la enésima necrológica. Pero  ¿por qué no hacer, simplemente, periodismo? 
      Corría el año 2009 cuando dos editores de The Economist, la gran biblia de la élite liberal anglosajona, publicaban un ensayo documentadísimo, God is Back. La tesis central afirmaba que «las  cosas que se suponía que destruirían la religión —democracia y  mercados, tecnología y razón— se están combinando para hacerla más  fuerte». John Micklethwait y Adrian Wooldridge,  un católico y un ateo, concluyeron que progreso y religión no sólo no  eran enemigas, sino que iban de la mano en la mayoría de lugares del  mundo. Europa y ciertos círculos intelectuales de la costa Este serían,  en este sentido, una rareza.
      Incomprensiblemente,  el hecho de que dos influyentes periodistas se atrevieran a cuestionar  uno de los pilares de la corrección política no atrajo la atención de  los medios aquí. ¿Por qué? ¿por desidia? ¿por el anticlericalismo  multisecular? ¿por una espiral del silencio promovida desde ciertas  conspiraciones? La respuesta, cualquiera que sea, puede encontrarse en  motivos mucho menos ideológicos. Si ningún medio de comunicación de  España habló del ensayo exhaustivo de dos editores de la principal  revista liberal del mundo tal vez no fue porque consideraran ofensiva la  tesis que promovían. Me atrevo a aventurar que, más bien, les resultaba  incomprensible.
      De  un tiempo a esta parte, cierta religión del periodismo —ese conjunto de  creencias apriorísticas que el gremio asume como carta de navegación  imprescindible para el buen profesional— ha tendido a menudo a  considerar el hecho religioso como algo de ratas de sacristía, si no  —peor— como algo con reminiscencias franquistas que sólo gusta a cuatro  viejas de derechas. En el mejor de los casos, un hecho digno de ser  contemplado como una parte entrañable, aburrida y en el fondo  irrelevante de la cotidianidad. Y, claro, cuando la situación ha llegado  a este punto es fácil poner la excusa de que no se da información  religiosa porque no hay gente que la pida.
      Es  caricatura, obviamente. Hay varias, y honrosas excepciones. Pero  incluso estas excepcionales excepciones —unos pocos periodistas de  prestigio— compartirán la apreciación de que hoy el periodismo en  nuestros lares es predominantemente analfabeto en lo que respecta a  cuestiones espirituales y religiosas. Una membrana de indiferencia  parece haber envuelto con eficacia todo lo que huela a religioso, que  permanece recluido, desprende olor a despensa mal ventilada y parece que  sólo pueda lucir en museos o sacristías.
      Esta  situación perjudica al hecho religioso, pero también al periodismo. Un  periodismo incapaz de descodificar un hecho social o personal como éste,  de dar al menos pistas válidas para que la audiencia pueda hacerse un  mapa comprensible de la situación, es un periodismo incompleto. Lo saben  en el New York Times, que da una amplia cobertura en Religion and Belief, o al Frankfurter Allgemeine, del que me contaban hace un tiempo que tenía dos redactores seniors especializados en religión.
      Pero,  ¿cómo informar de creencias, en un país como el nuestro, donde nuestros  abuelos guardan en la memoria el recuerdo de los muertos por causa de  la fe, y nuestros padres crecieron bajo un poder que imponía un credo  determinado? Si para los primeros la religión tendría tonos épicos, para  los segundos podría despertar ciertos resentimientos. Y entre los que  hemos llegado después, la actitud más sugerente es la indiferencia.
      Sin  embargo, siempre he pensado que el hecho religioso y el periodismo se  beneficiarán mucho mutuamente el día que descubran que tienen en común  objetivos y enemigos. Ambos afirman buscar la verdad, y ambos combaten  la ignorancia. La crisis de los medios tiene más en común con la crisis  de la práctica religiosa de lo que pueda parecer en un principio: el  relativismo ha disuelto en muchas personas las inquietudes para saber  más sobre la verdad, el bien, el mal y la belleza. Si cada uno tiene su  verdad particular, ¿qué necesidad hay de conocer los universales?
      Bien,  de acuerdo, pero ¿Es posible un periodismo religioso que recoja la  dimensión trascendente de las personas, sea comprensible para el gran  público y al mismo tiempo no sea aburrido? Parece la cuadratura del  círculo y más cuando, como dice un amigo mío, a menudo se confunde la  trascendencia con el aburrimiento, y si algo no quiere el periodismo es  resultar aburrido.
      Hay  muchas formas de encuadrar el hecho religioso de forma que sea  atractivo. Cada una tiene sus ventajas y sus carencias. La más frecuente  es el enfoque deportivo. A imagen y semejanza de la prensa deportiva,  se presentan los hechos siempre desde el prisma favorable al equipo de  los lectores, sea éste el religioso o el antirreligioso. Más que  describir la realidad, la vive y toma abiertamente partido: que ganen  los míos. Las audiencias de este tipo de periodismo suelen ser las  convencidas, de un lado y del otro.
      Una  segunda forma es la aproximación política: aplicar, por ejemplo, en la  Iglesia, un esquema de derechas contra izquierdas, progresistas contra  conservadores. Son simplificaciones que proporcionan un relato de la  realidad, pero demasiado a menudo esa realidad que reflejan está sólo en  la imaginación de quien escribe.
      A  veces resulta efectivo el esquema sensacionalista: una víctima, un  agresor, unos hechos luctuosos y el medio de comunicación como garante  de la justicia. Este es el esquema más repetido en la sección de  sociedad, donde se han encajado tradicionalmente las informaciones sobre  religión. Pero tal enfoque, en religión como en todos los otros campos,  tiene el inconveniente de que es incapaz de hacer interesante el  aspecto más trascendente, y puede caer en cambio en una espiral de  sensacionalismo barroco, cada vez más rebuscado o escabroso.
      Hay,  todavía, una aproximación que mira exclusivamente la dimensión  espiritual de la cosa, como algo desconectado de la actualidad más  inmediata. Un personaje exótico, las nuevas terapias venidas de tierras  lejanas, o incluso las novedades en la autoayuda, son algunos de los  reclamos.
      Algunos  periodistas están intentando algo relativamente nuevo, y muy sencillo:  hacer periodismo. Es decir, aplicar al hecho religioso el mismo rigor y  la misma seriedad profesional que se pone para informar, por ejemplo, de  la Fórmula 1. A ninguno de los periodistas que siguen la  caravana de pilotos y escuderías de circuito en circuito se le pide que  sepa conducir uno de esos coches de carreras. Pero a todos se les exige,  en cambio, que expliquen bien qué es un pit-stop, cómo se obtiene una pole  o qué reglamentación afecta al carburante. Mientras esta exigencia de  profesionalidad esté presente, incluso los que somos aficionados de Ferrari toleraremos que al periodista se le note que apuesta por Red Bull.
      El  día que la religión del periodismo deje de ver el periodismo religioso  como el patito feo, la opinión publicada será más completa y la religión  saldrá de las trincheras defensivas en que, por instinto de  supervivencia, tantas veces ha tenido que refugiarse.
Marc Argemí
bxvi.wordpress.com / Almudí
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