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| Geoffrey Wynne, Navidad en Venecia bajo la nieve (acuarela) | 
   El  cristiano, además de ponerse en las manos de Otro, acepta el sentido de  la vida y con ello, se muestra conforme, hecho a la forma de, tolerante  y paciente ante las adversidades, que está dispuesto a afrontar
      No sólo el comienzo del año, sino cualquier momento es bueno para examinar nuestra actitud ante el futuro. Lo hace Spaemann en el último capítulo de su libro Ética: Cuestiones fundamentales, a modo de conclusión. 
El respeto al destino, actitud de sabios
      ¿Por  qué la Ética (reflexión práctica) se interesa por el destino, siendo  así que no depende de nosotros? El hecho, aduce Spaemann, es que muchos  pensadores de todos los tiempos se lo plantean, por ejemplo Hegel: «El principio de la ciencia moral es el respeto que debemos tener al destino». 
      Esto es así, señala Spaemann, ante todo porque cada uno somos responsables de nuestro comportamiento. “No”  somos libres para relacionarnos o no con la realidad, y ello dentro de  un marco de condiciones exteriores e interiores: nuestro modo de ser,  naturaleza y biografía. «No sólo la realidad es como es, sin  nosotros, sino que, en alguna medida, nosotros mismo somos como somos  sin poderlo modificar». A esto se añade que nuestra actividad  influye también en el destino de los demás. Entonces, ¿en qué sentido  somos responsables? ¿Cómo se puede actuar correctamente? ¿Y cómo se  puede educar para la acción? 
      Por  un lado, explica el filósofo alemán, siempre podemos hacer algo  significativo y razonable de acuerdo con lo que es posible. Al mismo  tiempo, cada acto (cada palabra, gesto, lectura, omisión…) modifica de  alguna manera las condiciones, el marco en que se desarrolla la acción.  De ahí que no vale excusarse diciendo “es que yo soy así”, pues ese “ser así” va siendo configurado indirectamente por nuestras acciones.
Dos actitudes equivocadas ante el futuro: fanatismo, cinismo
      En  consecuencia, según Spaemann, se requiere un cierto grado de  desprendimiento de sí mismo y además, asumir una actitud adecuada. Ante  el destino, señala, caben tres actitudes que llama: fanatismo, cinismo y  serenidad. 
      «El fanático es aquel que está afincado en la idea de no existe más sentido que el que nosotros damos y ponemos».  Es decir, se niega a aceptar la hegemonía del destino, y puede llegar a  prender fuego al mundo para que se cumpla la justicia. «Fanático es  el revolucionario que no reconoce límites morales a su proceder, porque  parte de la idea de que sólo gracias a éste adquiere sentido el mundo». 
      En cambio, es la crítica del autor, el punto de vista moral arranca de que «el sentido está ya ahí, precisamente en la existencia de cada hombre», pues de lo contrario serían vanos todos los esfuerzos para crearlo. 
      Por el contrario, «el  cínico no adopta el partido del sentido contra la realidad, sino el de  la realidad contra el sentido; renuncia al sentido. Considera la acción  bajo el aspecto del acontecer mecánico». (Cabría resumir su actitud diciendo: “Es lo que hay”). 
      Ambos,  el fanático y el cínico, creen en el derecho del más fuerte y niegan el  sentido que la realidad que rodea nuestras acciones tengan sentido. El  fanático busca un sentido, y quizá se le puede explicar. Al cínico o al  escéptico radical, no se les puede abordar con argumentos; se les puede  ayudar haciéndoles experimentar los valores por medio del amor. Mientras  tanto, en caso de que dañen a otros, se les debe combatir. 
      (Una  actitud menos radical que la del cínico es la del cansancio de la vida,  producido por el esfuerzo y los fracasos, pues sin una “gran esperanza” no hay suficiente luz ni fuerza para continuar actuando en busca de la verdad, el amor y el bien. De ello se ocupa Benedicto XVI en la encíclica Spe salvi, n. 35).
Serenidad, aceptación y compromiso
      La serenidad es la actitud razonable ante el destino. Es la actitud del que «acepta voluntariamente, como un límite lleno de sentido, lo que él no puede cambiar».  Como no podemos cambiarlo, lo mejor es que lo aceptemos, pues de otra  manera no cabe la aceptación de sí mismo. Esto lo llevaron al extremo  los estoicos, proponiendo la apatía (la ausencia de dolor y de pasión,  incluyendo la compasión) como actitud fundamental. 
      Pero  esto, como bien critica Spaemann, suprime una actitud decisiva de la  actividad humana: la dimensión del compromiso apasionado. Y así es una  contradicción con el pensamiento estoico, que quería aceptar la  naturaleza, siendo así que las pasiones pertenecen a la naturaleza del  hombre. 
      Además, apunta con agudeza, «sólo  el que actúa comprometido de verdad puede dar fe de los límites de lo  posible. Si capitula ante lo imposible, él sabe que efectivamente era  imposible». Esto hace que su capitulación sea más dolorosa que la de  los estoicos, pues renuncia a algo con lo que está efectivamente  encariñado. Pero al mismo tiempo sólo el que se compromete y actúa en  consecuencia, es el verdadero realista; el que no se compromete  desconoce los límites de lo posible, y por tanto de la realidad. Por eso  lo que el cristianismo llama “resignación” es muy diferente de la cobardía, de la comodidad o del fatalismo.
Apertura a la transcendencia
      En  consecuencia, sólo el que vive la serenidad y el compromiso se abre a  la trascendencia. (En efecto, el cristiano, además de ponerse en las  manos de Otro, acepta el sentido de la vida y con ello, se muestra  conforme, hecho a la forma de, tolerante y paciente ante las  adversidades, que está dispuesto a afrontar). 
      Spaemann subraya cómo Cristo mismo rogó por su propia vida añadiendo: «…no se haga mi voluntad sino la tuya». Y sostiene que la confianza en que al final el bien se impone, no es exclusiva de la fe, sino que «es el núcleo de la filosofía de la historia de Kant, Fichte, Hegel o incluso Marx». Cabría evocar la reflexión de San Pablo: para los que aman a Dios, todas las cosas —incluso los aparentes fracasos— cooperan al bien (cf. Rm 8, 28).
Ayudar a valorar la vida
      Lo  importante, en definitiva, es que la persona serena actúa con  aceptación incluso de sus posibles fracasos, pues sabe que no es su  actividad la que da sentido al mundo; y a la vez con firmeza y decisión,  pues sabe que el mundo no es malo en general, y que vale la pena vivir.  Por eso ha de darse también la amistad entre las generaciones. Los  mayores deben «introducir a los jóvenes en su mundo de valores hasta que puedan comprenderlo». Y «los  jóvenes sólo pueden actuar con sentido si se sitúan en una relación  positiva con la realidad inacabada con que se encuentran». 
      Todos  podemos y debemos contribuir a que los demás acepten con serenidad su  destino. ¿Cómo? Creando condiciones de trabajo, cultura, sanidad y  bienestar material y espiritual, que les animen a descubrir que merece  la pena vivir. 
      La  felicidad (la relativa felicidad que podemos encontrar en nuestra vida)  implica la serenidad y el compromiso, y se comunica con alegría. Aunque  Spaemann no la recoge, aquí vendría bien aquella antigua oración  cristiana, anónima, de inequívoco sabor agustiniano: «Que Dios me  conceda serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valentía  para cambiar las que sí puedo, y sabiduría para ver la diferencia».
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com 

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