Si la única razón para esforzarme es que pueda llegar el día en que no tenga que esforzarme, entonces, para qué voy a esforzarme
¿Cómo
motivar a un chico o a una chica para que estudie? Generalmente los
padres y los profesores utilizamos la técnica del pescador pobre y el
empresario emprendedor, y sigue sin darnos ningún resultado.
La
técnica en cuestión consiste en hacerle ver a nuestro hijo o alumno que
si sigue haciendo el vago, si no estudia, si no se esfuerza, no podrá
hacer una buena carrera, con la que tener un buen trabajo, con el que se
ganará bien la vida, con lo que podrá gozar de un futuro fácil, cómodo,
hecho a su medida, y satisfacer algunos caprichos de vez en cuando.
Ante tal propuesta, muchos adolescentes y jóvenes, no responden, pero piensan lo que otros dicen: «¿Por
qué voy a esforzarme para llegar a hacer lo que ya estoy haciendo:
tengo una vida fácil, cómoda, hecha a mi medida y con no pocos caprichos
satisfechos?».
Este es el argumento —bastante coherente, sea dicho de paso— que utiliza la generación “Ni-ni”,
esos jóvenes que no hacen nada porque han aprendido que la felicidad
consiste en llegar a no tener nada que hacer. Si la única razón para
esforzarme es que pueda llegar el día en que no tenga que esforzarme,
entonces, para qué voy a esforzarme. El argumento goza de una lógica
aplastante: si allí voy a tener lo mismo que aquí, me ahorro el camino.
El razonamiento de muchos adolescentes y jóvenes ante nuestra aparente “técnica infalible” es similar a la conocida historieta creada por Heinrich Böll
en 1963. Un empresario pasea por el puerto de un pueblecito de la costa
y ve a un pescador pobre que duerme tranquilamente en su barca. La
escena le enternece de tal manera que se decide a fotografiarlo y, sin
querer, despierta al pescador. Ambos comienzan a hablar y el empresario
se entera de que el pescador sólo sale un rato por la mañana de pesca y
se pasa el resto del día descansando y mirando el mar.
En aquel momento, se activa la vena emprendedora del empresario y comienza a hacer planes: «Podría usted salir —le dice al pescador— dos
o tres veces al día a pescar; así, podría comprarse una barca más
grande y pescar más. En unos años, podría tener una pequeña flota y, si
todo va bien, fundar una empresa pesquera, primero a nivel local, luego
nacional y con el tiempo, una gran multinacional».
El
pescador seguía con parsimonia las palabras del forastero y como si no
comprendiera del todo lo que le estaba diciendo, le preguntó: «¿Y luego, qué?». El entusiasmo del empresario llegó al éxtasis: «Luego, ¿qué? Luego podría sentarse tranquilamente en el embarcadero y echar una cabezadita mientas contempla el mar». Se hizo un breve silencio y el pescador pobre respondió: «Precisamente eso estaba haciendo yo cuando usted me despertó».
A
muchos adolescentes y jóvenes les ocurre lo que al pescador pobre:
necesitan razones profundas para cambiar de actitud, para mejorar, para
emprender; pero sólo les damos motivos superficiales. Estamos utilizando
razones demasiado limitadas, incluso, nos atreveríamos a decir,
rastreras. Si ponemos todos los peldaños en el mismo plano, nunca
lograremos un paso hacia arriba. Simplemente, resulta imposible.
Si
el futuro en el que se ven es cualitativamente idéntico al presente que
viven, no encontrarán motivación alguna para llegar a él, no hallarán
el escalón donde poner el pie. Necesitan buenas razones, pero que no se
hallen en el mismo plano en el que ya están y del que queremos que
salgan. No les podemos motivar a base de cosas, de incentivos materiales
o de recompensas de ocio: eso, por lo general, ya lo tienen y, además,
les genera aburrimiento.
El único acicate que les puede impulsar hacia arriba no es otro que la motivación moral:
estudio porque es mi deber, porque debo formarme para ser útil a la
sociedad y sólo así seré feliz. Es un discurso que únicamente tiene peso
si la familia ha sembrado unos valores y unos principios que hacen
posible que esos otros motivos morales pesen tanto o más que los
materiales.
Pilar Guembe y Carlos Goñi
Familia actual / Almudi
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