Os invito a recordar la encíclica Fides et Ratio en el contexto del año de la fe.
En el siglo XV hubo en Ávila un obispo llamado Alonso Tostado de Madrigal (el Tostado), de memoria e inteligencia superlativa. Escribió muchísimo sobre lo divino y lo humano. De ahí que, de los que escriben mucho, se diga aún que escribe más que el Tostado. Algunas de sus opiniones, que no preocupaban al Papa, resultaban demasiado audaces y sospechosas a algunos. Se cuenta que quienes se ocupaban de ayudarle a bien morir, ya próximo el lance, querían asegurar a toda costa que el buen obispo amaneciera en el otro mundo con la fe ortodoxa sin mancha. Estos, por lo visto, marearon la perdiz de tal manera que el Tostado, sacando fuerzas de flaqueza, exclamó: —Yo, ¡como el carbonero!, hijos, ¡como el carbonero!.
El carbonero aludido era hombre astuto,
muy conocido en Ávila. En cierta ocasión le preguntaron: —¿Tú en qué
crees?. —En lo que cree la Santa Iglesia. —¿Y qué cree la Santa
Iglesia?. —Lo que yo creo. —Pero ¿qué crees tú?. —Lo que cree la Santa
Iglesia... Y no había modo de apearle de semejante discurso.
Desde
ese legendario entonces, hablar de la «fe del carbonero», es referirse a
una fe que ignora razones. Ciertamente la autoridad de la Iglesia
instituida por Jesucristo, es fundamento sólido para la fe de cualquier
cristiano. Pero la fe de la Iglesia, a su vez, se funda en razones
poderosas, que el buen cristiano no debe desconocer. Sin duda carboneros
hay, los «que hacen o venden carbón», que saben mucha teología, y más
aún saborean. Pero si nos reducimos al sentido original de la expresión,
hemos de reconocer que «la fe del carbonero» recibió un fuerte
varapalo, no el primero, con la Carta Encíclica Fides et ratio de
Juan Pablo II, sobre las relaciones entre fe y razón, 14-IX-1998. Viene
a decir el papa Wojtyla, entre otras cosas, que esa no es la fe que
demandan Dios, la Iglesia y el siglo XXI.
EL PODER DE LA RAZÓN
La
Encíclica contiene mensajes claros sobre las íntimas relaciones entre
estos dos niveles del conocer —el de la razón y el de la fe— que todavía
a muchos parecen irreconciliables. En el siglo XVI se proclamó en
supuesto favor de la fe, que la razón era «la gran prostituta del
diablo». No es cosa ahora de entrar en antecedentes culturales que
explican —aunque no justifiquen— la célebre y funesta expresión; pero sí
un poco en sus consecuentes. La supuesta ruptura entre fe y razón se
difundió por buena parte de Europa y América, sin excluir a los que
usaban la razón para pensar, indagar, descubrir verdades de este mundo,
con instrumentos cada vez más fiables.
Kant,
siglo XVIII, creyó que la Física y la Matemática eran las ciencias por
excelencia, puesto que se suponían «exactas», y todo lo que no pudiera
conocerse a su modo, resultaba indemostrable y, «por tanto», inciertas. Así propició una filosofía reducida a los fenómenos
o apariencias de cosas, que no podía alcanzar el «ser» de las mismas;
menos aún su fundamento último, el «Ser» absoluto. Como Kant creía en
Dios, en la libertad y la inmortalidad del alma, estableció que la fe y
la razón eran dos modos válidos pero inconexos de acceder a la «realidad»; racional
uno, irracional el otro. Así quedaba servida, al que confiaba del todo
en la razón, la desconfianza en la fe, y viceversa. Así se derivaba
fácilmente en el fideísmo (creo porque sí), en el ateísmo (no se puede
creer en nada) o en la esquizofrenia. La fe del carbonero, fue el
asidero de muchos que no sospechaban que la fe también tiene sus razones
que la razón puede entender.
Después
ha resultado que ni la Física ni la Matemática son tan exactas y
seguras como parecían. Y —para no alargarnos— llegamos a nuestros días,
perdida la fe en «la fe» y perdida la fe (la confianza) en la razón, en
la ciencia, es decir, en la capacidad del entendimiento humano para
conocer lo verdadero, lo seguro, lo bueno, lo justo, lo fundamental para
orientarse no sólo en el cosmos, sino en lo que importa más al sujeto
humano: en lo que no se ve, pero se entiende, y muestra el sentido del
vivir.
EL PENSAMIENTO DÉBIL
El
pensamiento contemporáneo, en general, con honrosas y no pocas
excepciones, no se atreve a decir nada «en serio», nada que pueda y deba
sostenerse con toda certeza y sin miedo alguno a errar. Se refugia en
el consenso, en lo que se lleva, en lo que se tiene por «políticamente
correcto». Y así, hasta dos y dos parece que pueden ser a la vez tres y
medio o cinco; pero jamás cuatro, puesto que eso es lo que se dijo hace
muchos siglos. Hoy debemos ser «creativos», es decir, creer en lo que
nos plazca. Lo cual no deja de ser un fenomenal acto de fe en que «lo
que place es bueno»; lo cual, a su vez, anda muy lejos de estar
demostrado. Al menos a mí me placen majares que me perforarían el
estómago sin remedio.
He simplificado un poco, es cierto, pero no tanto. La Encíclica Fides et ratio es
un monumento de rara sabiduría, humana y divina, en nuestro siglo: en
ella se razona con pensamiento vigoroso y fundamento sólido, sobre la
razón y la fe. Cree en la razón y lo razona. Cree en lo que enseña la fe
y lo razona también. No dice que los misterios sobrenaturales sean
enteramente abarcables por el humano entendimiento, pero razona que la
razón no debe tener miedo a sí misma ni al misterio. La razón no es la
prostituta del diablo, sino un chispazo del entendimiento divino. La
razón es un don de Dios que nos asemeja a Él, es una ventana abierta a
verdades y bienes objetivos, a la realidad misma y, por eso, a la
libertad verdadera. Lo que no es racional ni razonable es navegar en un
mar de dudas sin certeza alguna en que agarrarse, o mejor dicho,
rechazando todas las que hay a nuestro alcance —y son muchas— so pretexto de ser tan antiguas como el mundo.
MARAVILLAS DE LA RAZÓN
Una
de las maravillas del ser humano es su capacidad para desvelar verdades
que no se ven a simple vista. ¿Cómo no pasmarse ante el descubrimiento
de la suma de los ángulos del triángulo, siempre igual a dos
rectos, cualquiera que sea su forma y tamaño. Nadie lo diría, pero,
trazando una paralela por un vértice al lado opuesto, la claridad es
meridiana. Somos capaces de obtener a partir de verdades manifiestas,
verdades ocultas. Llamamos «Lógica» a la ciencia que estudia las reglas
que rigen el pensamiento correcto. Si las observamos, obtenemos
conclusiones verdaderas; y si no, no.
La
lógica —el dinamismo propio de la razón— ha hecho posible la ciencia y
permite también hacer ciencia de verdades que parecen escurridizas o
inaferrables, como las tocantes a la ética y a la religión. No toda
verdad ha de obtenerse mediante un argumento lógico. Basta pensar en en
la existencia del mundo y en la propia. Pero es cierto que sin lógica no
es posible salir de robinsones o carboneros. En cambio, con la lógica
racional se puede llegar a demostrar la existencia de Dios, la
diferencia entre el bien y el mal y elaborar una ética también racional,
apta para ser compartida —y comprendida en lo esencial— por todos los
seres racionales, por todas las gentes dispuestas a pensar conforme a
las reglas del argumento lógico.
DE LO VISIBLE A LO INVISIBLE
Del
análisis técnico de uno de los cuadros del Museo del Prado, hasta de
uno sólo de sus fragmentos, podemos deducir no sólo la existencia del
lienzo, los pigmentos, los pinceles, etc., sino también la existencia de
un tal Velázquez que vivió en el siglo XVII en la corte de Felipe IV.
Un montón de verdades incuestionables podemos alcanzar a partir de
cualquier cosa o evento. Podemos conocer causas invisibles a partir de
efectos visibles; podemos conocer efectos invisibles a partir de causas
visibles. Se reían de Pasteur porque afirmaba la existencia de
microbios, entonces casi invisibles, tan pequeñitos que parecían, a
eminentes científicos, inofensivos. Luego, los sesudos sabios tuvieron
que dar la razón a Pasteur, porque la tenía.
Parafraseando
a Shakespeare, hay mucho más en el mundo sensible de lo que sueña el
empirista; y mucho más en la subjetividad de lo que sueña el
subjetivista; y mucha más relatividad en la creación de lo que sueña el
relativista: ¡todo es relativo! ¡Claro que sí! Pero relativo ¿a qué?
Evidentemente al Absoluto, porque si no hubiera Absoluto no habría nada
relativo. Para que haya movimiento se requiere lo inmóvil; para que haya
tiempo, se requiere lo eterno. Y así. Y todo esto es razonable y se ha
razonado durante siglos y siglos. ¿No somos capaces de imaginar el
Absoluto, lo eterno y lo inmóvil? Pero, ¿esto justifica negarlo, cuando
nos topamos de bruces con ello?
HAY MUCHO ESCRITO
¿Quién
cree hoy que «sobre gustos no hay nada escrito»?. Todo el mundo replica
a semejante estulticia: «Hay mucho escrito, lo que pasa es que tú no lo
has leído». Pues lo mismo sucede con la divina revelación. Se dice: ¿es
ininteligible, es irracional, es incomprensible...? Pero, ¿cuánto
tiempo has dedicado a leer lo básico sobre el asunto? ¿Has leído los
Evagelios no apócrifos? ¿Has investigado la historicidad de la
resurrección de Jesucristo? ¿Y la fundación de la Iglesia? ¿Y los
fundamentos de la autoridad de su Magisterio?.
—¡Ah, no; a mí me cansa o me aburre estudiar esas cosas!
—Con
permiso: por eso, a la menor dificultad, te has quedado sin fe; si la
tenías. La tenías como el carbonero avulense; y te has quedado sin
brújula, sin Magisterio y sin sentido común.
La
razón, cuando discurre por sus propios cauces, necesariamente se topa
con el misterio; llega al umbral, se da cuenta de que hay mucho más de
lo que ha soñado su filosofía. Y es humano y lógico esperar una
respuesta. Si no logra descubrir el por qué del bien y del mal, del
dolor, de la vida y de la muerte; si se para ahí, queda bloqueada y la
confusión invade incluso las certezas que había adquirido desde su
despertar. Pero lo que viene a decir Fides et ratio es que esa
confusión, esa desesperación de hallar el sentido del vivir, puede
resolverse; la razón puede ser salvada. Es más, positivamente, «Dios
quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la
verdad». El hombre, al recibir y acoger la revelación divina, encuentra
la respuesta que buscaba: una respuesta razonable que viene de lo
trascendente, del Absoluto que, aun en un halo de misterio, se atisbaba.
HAY FRONTERA Y ESPACIO COMÚN
No
hay enemistad entre razón y fe, al contrario: la fe confirma y presta a
la razón la respuesta a sus preguntas más fundamentales y perentorias.
No se confunden, hay una frontera entre razón y fe, pero también hay «un
espacio donde se encuentran». Si la razón no se arredra, si no cede a
la tentación del encapsulamiento, la fe en la divina revelación la
fecunda con verdades nuevas, la sana, la eleva, la introduce en el
ámbito de lo divino, la salva de la desesperación o, en su caso, de la
frivolidad intelectual. Y la persona, lejos de disolverse en un «todo» a
lo panteístico, se reafirma en su personalidad libre e irreductible;
liberada en cierto sentido de las angosturas espacio temporales, puede
ver —entre otras muchas cosas— la misma realidad ya conocida, con una
nueva y maravillosa relatividad: la ordenación o referencia esencial de
toda criatura al Creador, al eterno plan divino de salvación, el cual, a
pesar del pecado del hombre, sigue realizando su designio invariable y
no se detendrá hasta que el mal sea enteramente vencido y Dios –Verdad,
Bondad, Belleza, Sabiduría, Amor supremos— sea del todo manifiesto en
todas las cosas.
LA FE A FAVOR DE LA RAZÓN
Fides et ratio es,
por así decirlo, el funeral de la fe del carbonero; que pudo salvar a
muchos en otros tiempos, pero no parece apta para hacerlo en el tercer
milenio, al menos para los que gozan de una mediana capacidad
intelectual y medios de formación. La fe ha de ser ilustrada, razonada,
entendida o estará siempre bailando en una cuerda floja. La cantidad de
información que llega al hombre, digamos, postmoderno, forma un caos tan
enorme e imponente que no se puede esclarecer sin una formación
sólidamente anclada en el conocimiento de las verdades fundamentales,
las de sentido, que nos permitan discernir entre el bien y el mal; entre
la verdad y la mentira; entre lo bello y lo zafio; entre la criatura y
el Creador; entre lo lógico y lo sofísitico; entre el uso de la razón y
los movimientos viscerales. Y para esto es menester estudiar tanto la
razón como la fe, formarse.
Los
cristianos de este siglo no tenemos más remedio que estudiar: «estudiar
a Cristo». No vale saber mucho de ciencias humanas, desarrollar la
inteligencia para el cálculo matemático o el master en marketing, sin
desarrollar igualmente la capacidad que la razón tiene para conocer
verdades de fondo, de peso, verdades que dilucidan el sentido del
cálculo, del master y de la vida entera, su lugar en el cosmos, su
destino trascendente. De ahí que sea locura de la peor especie, amputar
la mente del niño en escuelas públicas o privadas ajenas a la enseñanza
religiosa; o de los jóvenes en universidades donde se especializan en el
conocimiento exhaustivo de una de las patas de la mosca, sin saber
relacionarla con la mosca ni con el universo. Es la manera más eficaz de
crear universitarios que saben mucho de un fragmento de un segmento de
un sector de alguna cosa que, lógicamente, les ha de convertir en
sectarios de la misma. Así, fácilmente resultarán hombres y mujeres sin
fundamento racional para su existencia, sin religión, sin identidad,
sujetos a la más engañosa de las modas, la intelectual.
Que la fe del carbonero descanse en pazAntonio Orozco
Arvo.net
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