En
la Vigésima Congregación General de hoy, viernes 26 de octubre de 2012,
los Padres Sinodales han aprobado el Mensaje del Sínodo de los Obispos
al Pueblo de Dios, como conclusión de la XIII Asamblea General Ordinaria
del Sínodo de los Obispos
* * *
Hermanos y hermanas:
“Gracia a vosotros de parte de Dios, nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (Rm
1, 7). Obispos de todo el mundo, invitados por el Obispo de Roma, el
Papa Benedicto XVI, nos hemos reunido para reflexionar juntos sobre “la
nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana” y, antes de
volver a nuestras Iglesias particulares, queremos dirigirnos a todos
vosotros, para animar y orientar el servicio al Evangelio en los
diversos contextos en los que estamos llamados a dar hoy testimonio.
1. Como la samaritana en el pozo.
Nos dejamos iluminar por una página del Evangelio: el encuentro de Jesús con la mujer samaritana (cf. Jn
4, 5-42). No hay hombre o mujer que en su vida, como la mujer de
Samaria, no se encuentre junto a un pozo con una vasija vacía, con la
esperanza de saciar el deseo más profundo del corazón, aquel que sólo
puede dar significado pleno a la existencia. Hoy son muchos los pozos
que se ofrecen a la sed del hombre, pero conviene hacer discernimiento
para evitar aguas contaminadas. Es urgente orientar bien la búsqueda,
para no caer en desilusiones que pueden ser ruinosas.
Como Jesús, en el pozo de Sicar, también la Iglesia siente el
deber de sentarse junto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, para
hacer presente al Señor en sus vidas, de modo que puedan encontrarlo,
porque sólo él es el agua que da la vida verdadera y eterna. Sólo Jesús
es capaz de leer hasta lo más profundo del corazón y desvelarnos nuestra
verdad: “Me ha dicho todo lo que he hecho”, cuenta la mujer a sus vecinos. Esta palabra de anuncio —a la que se une la pregunta que abre a la fe: “¿Será Él el Cristo?”—
muestra que quien ha recibido la vida nueva del encuentro con Jesús, a
su vez no puede hacer menos que convertirse en anunciador de verdad y
esperanza para con los demás. La pecadora convertida se convierte en
mensajera de salvación y conduce a toda la ciudad hacia Jesús. De la
acogida del testimonio la gente pasará después a la experiencia directa
del encuentro: “Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo”.
2. Una nueva evangelización.
Conducir
a los hombres y las mujeres de nuestro tiempo hacia Jesús, al encuentro
con Él, es una urgencia que aparece en todas las regiones, tanto las de
antigua como las de reciente evangelización. En todos los lugares se
siente la necesidad de reavivar una fe que corre el riesgo de apagarse
en contextos culturales que obstaculizan su enraizamiento personal, su
presencia social, la claridad de sus contenidos y sus frutos coherentes.
No se trata de comenzar todo de nuevo, sino —con el ánimo apostólico de Pablo, el cual afirma: “¡Ay de mí si non anuncio el Evangelio!” (1 Cor
9,16)— de insertarse en el largo camino de proclamación del Evangelio
que, desde los primeros siglos de la era cristiana hasta el presente, ha
recorrido la historia y ha edificado comunidades de creyentes por toda
la tierra. Por pequeñas o grandes que sean, éstas con el fruto de la
entrega de tantos misioneros y de no pocos mártires, de generaciones de
testigos de Jesús, de los cuales guardamos una memoria agradecida.
Los cambios sociales y culturales nos llaman, sin embargo, a algo
nuevo: a vivir de un modo renovado nuestra experiencia comunitaria de
fe y el anuncio, mediante una evangelización “nueva en su ardor, en sus métodos, en sus expresiones” (Juan Pablo II, Discurso a la XIX Asamblea del CELAM,
Port-au-Prince 9 marzo 1983, n. 3) como dijo Juan Pablo II. Una
evangelización dirigida, como nos ha recordado Benedicto XVI, “principalmente
a las personas que, habiendo recibido el bautismo, se han alejado de la
Iglesia y viven sin referencia alguna a la vida cristiana [...],
para favorecer en estas personas un nuevo encuentro con el Señor, el
único que llena de significado profundo y de paz nuestra existencia;
para favorecer el redescubrimiento de la fe, fuente de gracia que lleva
consigo alegría y esperanza para la vida personal, familiar y social” (Benedicto XVI, Homilía
en la celebración eucarística para la solemne inauguración de la XIII
Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, Roma 7 octubre 2012).
3. El encuentro personal con Jesucristo en la Iglesia.
Antes de entrar en la cuestión sobre la forma que debe adoptar
esta nueva evangelización, sentimos la exigencia de deciros, con
profunda convicción, que la fe se decide, sobre todo, en la relación que
establecemos con la persona de Jesús, que sale a nuestro encuentro. La
obra de la nueva evangelización consiste en proponer de nuevo al corazón
y a la mente, no pocas veces distraídos y confusos, de los hombres y
mujeres de nuestro tiempo y, sobre todo a nosotros mismos, la belleza y
la novedad perenne del encuentro con Cristo. Os invitamos a todos a
contemplar el rostro del Señor Jesucristo, a entrar en el misterio de su
existencia, entregada por nosotros hasta la cruz, derramada como don
del Padre por su resurrección de entre los muertos y comunicada a
nosotros mediante el Espíritu. En la persona de Jesús se revela el
misterio de amor de Dios Padre por la entera familia humana. Él no ha
querido dejarla a la deriva de su imposible autonomía, sino que la ha
unido a si mismo por medio de una renovada alianza de amor.
La Iglesia es el espacio ofrecido por Cristo en la historia para
poderlo encontrar, porque Él le ha entregado su Palabra, el bautismo que
nos hace hijos de Dios, su Cuerpo y su Sangre, la gracia del perdón del
pecado, sobre todo en el sacramento de la Reconciliación, la
experiencia de una comunión que es reflejo mismo del misterio de la
Santísima Trinidad y la fuerza del Espíritu que nos mueve a la caridad
hacia los demás.
Hemos de constituir comunidades acogedoras, en las cuales todos
los marginados se encuentren como en su casa, con experiencias concretas
de comunión que, con la fuerza ardiente del amor, —“Mirad como se aman”
(Tertuliano, Apologetico, 39, 7)— atraigan la mirada
desencantada de la humanidad contemporánea. La belleza de la fe debe
resplandecer, en particular, en la sagrada liturgia, sobre todo en la
Eucaristía dominical. Justo en las celebraciones litúrgicas la Iglesia
muestra su rostro de obra de Dios y hace visible, en las palabras y en
los gestos, el significado del Evangelio.
Es nuestra tarea hoy el hacer accesible esta experiencia de
Iglesia y multiplicar, por tanto, los pozos a los cuales invitar a los
hombres y mujeres sedientos y posibilitar su encuentro con Jesús,
ofrecer oasis en los desiertos de la vida. De esto son responsables las
comunidades cristianas y, en ellas, cada discípulo del Señor. Cada uno
debe dar un testimonio insustituible para que el Evangelio pueda
cruzarse con la existencia de tantas personas. Por eso, se nos exige la
santidad de vida.
4. Las ocasiones del encuentro con Jesús y la escucha de la Escritura
Algunos preguntarán cómo llevar a cabo todo esto. No se trata de
inventar nuevas estrategias, casi como si el Evangelio fuera un producto
a poner en el mercado de las religiones sino descubrir los modos
mediante los cuales, ante el encuentro con Jesús, las personas se han
acercado a Él y por Él se han sentido llamadas y adaptarlos a las
condiciones de nuestro tiempo.
Recordamos, por ejemplo, cómo Pedro, Andrés, Santiago y Juan han
sido llamados por Jesús en el contexto de su trabajo, cómo Zaqueo ha
podido pasar de la simple curiosidad al calor de la mesa compartida con
el Maestro, cómo el centurión pide la intervención del Señor ante la
enfermedad de una persona cercana, como el ciego de nacimiento lo ha
invocado como liberador de su propia marginación, como Marta y María han
visto recompensada su hospitalidad con su propia presencia. Podemos
continuar aun recorriendo las páginas de los Evangelios y encontrando
tantos y tantos modos en los que la vida de las personas se ha abierto,
desde diversas condiciones, a la presencia de Cristo. Y lo mismo podemos
hacer con todo lo que la Escritura nos dice de la experiencia misionera
de los apóstoles en la Iglesia naciente.
La lectura frecuente de la Sagrada Escritura, iluminada por la
Tradición de la Iglesia que nos la entrega y la interpreta
auténticamente, no sólo es un paso obligado para conocer el contenido
mismo del Evangelio, esto es, la persona de Jesús en el contexto de la
historia de la salvación, sino que, además, nos ayuda a hallar espacios
nuevos de encuentro con Él, nuevas formas de acción verdaderamente
evangélicas, enraizadas en las dimensiones fundamentales de la vida
humana: la familia, el trabajo, la amistad, la pobreza y las pruebas de
la vida, etc.
5. Evangelizarnos a nosotros mismos y disponernos a la conversión
Queremos
resaltar que la nueva evangelización se refiere, en primer lugar, a
nosotros mismos. En estos días, muchos obispos nos han recordado que,
para poder evangelizar el mundo, la Iglesia debe, ante todo, ponerse a
la escucha de la Palabra. La invitación a evangelizar se traduce en una
llamada a la conversión.
Sentimos sinceramente el deber de convertirnos a la potencia de Cristo, que es capaz de hacer todas las cosas nuevas, sobre todo nuestras pobres personas. Hemos de reconocer con humildad que la miseria, las debilidades de los discípulos de Jesús, especialmente de sus ministros, hacen mella en la credibilidad de la misión. Somos plenamente conscientes, nosotros los Obispos los primeros, de no poder estar nunca a la altura de la llamada del Señor y del Evangelio que nos ha entregado para su anuncio a las gentes. Sabemos que hemos reconocer humildemente nuestra debilidad ante las heridas de la historia y no dejamos de reconocer nuestros pecados personales. Estamos, además, convencidos de que la fuerza del Espíritu del Señor puede renovar su Iglesia y hacerla de nuevo esplendorosa si nos dejamos transformar por Él. Lo muestra la vida de los santos, cuya memoria y el relato de sus vidas son instrumentos privilegiados de la nueva evangelización.
Sentimos sinceramente el deber de convertirnos a la potencia de Cristo, que es capaz de hacer todas las cosas nuevas, sobre todo nuestras pobres personas. Hemos de reconocer con humildad que la miseria, las debilidades de los discípulos de Jesús, especialmente de sus ministros, hacen mella en la credibilidad de la misión. Somos plenamente conscientes, nosotros los Obispos los primeros, de no poder estar nunca a la altura de la llamada del Señor y del Evangelio que nos ha entregado para su anuncio a las gentes. Sabemos que hemos reconocer humildemente nuestra debilidad ante las heridas de la historia y no dejamos de reconocer nuestros pecados personales. Estamos, además, convencidos de que la fuerza del Espíritu del Señor puede renovar su Iglesia y hacerla de nuevo esplendorosa si nos dejamos transformar por Él. Lo muestra la vida de los santos, cuya memoria y el relato de sus vidas son instrumentos privilegiados de la nueva evangelización.
Si
esta renovación fuese confiada a nuestras fuerzas, habría serios
motivos de duda, pero en la Iglesia la conversión y la evangelización no
tienen como primeros actores a nosotros, pobres hombres, sino al mismo
Espíritu del Señor. Aquí está nuestra fuerza y nuestra certeza, que el
mal no tendrá jamás la última palabra, ni en la Iglesia ni en la
historia: “No se turbe vuestro corazón y no tengáis miedo” (Jn 14, 27), ha dicho Jesús a sus discípulos.
La
tarea de la nueva evangelización descansa sobre esta serena certeza.
Nosotros confiamos en la inspiración y en la fuerza del Espíritu, que
nos enseñará lo que debemos decir y lo que debemos hacer, aún en las
circunstancias más difíciles. Es nuestro deber, por eso, vencer el miedo
con la fe, el cansancio con la esperanza, la indiferencia con el amor.
6. Reconocer en el mundo de hoy nuevas oportunidades de evangelización
Este
sereno coraje sostiene también nuestra mirada sobre el mundo
contemporáneo. No nos sentimos atemorizados por las condiciones del
tiempo en que vivimos. Nuestro mundo está lleno de contradicciones y de
desafíos, pero sigue siendo creación de Dios, y aunque herido por el
mal, siempre es objeto de su amor y terreno suyo, en el que puede ser
resembrada la semilla de la Palabra para que vuelva a dar fruto.
No
hay lugar para el pesimismo en las mentes y en los corazones de
aquellos que saben que su Señor ha vencido a la muerte y que su Espíritu
actúa con fuerza en la historia. Con humildad, pero también con
decisión —aquella que viene de la certeza de que la verdad siempre
vence— nos acercamos a este mundo y queremos ver en él una invitación de
Dios a ser testigos de su nombre. Nuestra Iglesia está viva y afronta
los desafíos de la historia con la fortaleza de la fe y del testimonio
de tantos hijos suyos.
Sabemos que en el mundo debemos afrontar una dura lucha contra “los Principados y las Potencias” y “los espíritus del mal” (Ef
6,12). No ocultamos los problemas que tales desafíos suponen, pero no
nos atemorizan. Esto lo señalamos especialmente ante los fenómenos de
globalización, que deben ser para nosotros oportunidad para extender la
presencia del Evangelio. También las migraciones —aún con el peso del
sufrimiento que conllevan, y con las que queremos estar sinceramente
cercanos, con la acogida propia de los hermanos— son ocasiones, como ha
sucedido en el pasado, de difusión de la fe y de comunión en todas sus
formas. La secularización y la crisis del primado de la política y del
Estado piden a la Iglesia repensar su propia presencia en la sociedad,
sin renunciar a ella. Las muchas y siempre nuevas formas de pobreza
abren espacios inéditos al servicio de la caridad: la proclamación del
Evangelio compromete a la Iglesia a estar al lado de los pobres y
compartir con ellos sus sufrimientos, como lo hacía Jesús. También en
las formas más ásperas de ateísmo y agnosticismo podemos reconocer, aún
en modos contradictorios, no un vacío, sino una nostalgia, una espera
que requiere una respuesta adecuada.
Frente a los interrogantes que las culturas dominantes plantean a la fe y a la Iglesia, renovamos nuestra fe en el Señor, ciertos de que también en estos contextos el Evangelio es portador de luz y capaz de sanar la debilidad del hombre. No somos nosotros quienes para conducir la obra de la evangelización, sino Dios. Como nos ha recordado el Papa: “La primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios y sólo introduciéndonos en esta iniciativa divina, sólo implorando esta iniciativa divina, podemos nosotros también llegar a ser –con él y en él- evangelizadores” (Benedicto XVI, Meditación de la primera congregación general de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, Roma 8 octubre 2012).
Frente a los interrogantes que las culturas dominantes plantean a la fe y a la Iglesia, renovamos nuestra fe en el Señor, ciertos de que también en estos contextos el Evangelio es portador de luz y capaz de sanar la debilidad del hombre. No somos nosotros quienes para conducir la obra de la evangelización, sino Dios. Como nos ha recordado el Papa: “La primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios y sólo introduciéndonos en esta iniciativa divina, sólo implorando esta iniciativa divina, podemos nosotros también llegar a ser –con él y en él- evangelizadores” (Benedicto XVI, Meditación de la primera congregación general de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, Roma 8 octubre 2012).
7. Evangelización, familia y vida consagrada
Desde
la primera evangelización la transmisión de la fe, en el transcurso de
las generaciones, ha encontrado un lugar natural en la familia. En ella
—con un rol muy significativo desarrollado por las mujeres, sin que con
esto queramos disminuir la figura paterna y su responsabilidad— los
signos de la fe, la comunicación de las primeras verdades, la educación
en la oración, el testimonio de los frutos del amor, han sido infundidos
en la vida de los niños y adolescentes en el contexto del cuidado que
toda familia reserva al crecimiento de sus pequeños. A pesar de la
diversidad de las situaciones geográficas, culturales y sociales, todos
los obispos del Sínodo han confirmado este papel esencial de la familia
en la transmisión de la fe. No se puede pensar en una nueva
evangelización sin sentirnos responsables del anuncio del Evangelio a
las familias y sin ayudarles en la tarea educativa.
No escondemos el hecho de que hoy la familia, que se constituye con el matrimonio de un hombre y una mujer que los hace “una sola carne” (Mt
19,6) abierta a la vida, está atravesada por todas partes por factores
de crisis, rodeada de modelos de vida que la penalizan, olvidada de las
políticas de la sociedad, de la cual es célula fundamental, no siempre
respetada en sus ritmos ni sostenida en sus esfuerzos por las propias
comunidades eclesiales. Precisamente por esto, nos vemos impulsados a
afirmar que tenemos que desarrollar un especial cuidado por la familia y
por su misión en la sociedad y en la Iglesia, creando itinerarios
específicos de acompañamiento antes y después del matrimonio. Queremos
expresar nuestra gratitud a tantos esposos y familias cristianas que con
su testimonio continúan mostrando al mundo una experiencia de comunión y
de servicio que es semilla de una sociedad más fraterna y pacífica.
Nuestra
reflexión se ha dirigido también a las situaciones familiares y de
convivencia en las que no se muestra la imagen de unidad y de amor para
toda la vida que el Señor nos ha enseñado. Hay parejas que conviven sin
el vínculo sacramental del matrimonio; se extienden situaciones
familiares irregulares construidas sobre el fracaso de matrimonios
anteriores: acontecimientos dolorosos que repercuten incluso sobre la
educación en la fe de los hijos. A todos ellos les queremos decir que el
amor de Dios no abandona a nadie, que la Iglesia los ama y es una casa
acogedora con todos, que siguen siendo miembros de la Iglesia, aunque no
pueden recibir la absolución sacramental ni la Eucaristía. Que las
comunidades católicas estén abiertas a acompañar a cuantos viven estas
situaciones y favorezcan caminos de conversión y de reconciliación.
La
vida familiar es el primer lugar en el cual el Evangelio se encuentra
con la vida ordinaria y muestra su capacidad de transformar las
condiciones fundamentales de la existencia en el horizonte del amor.
Pero no menos importante es, para el testimonio de la Iglesia, mostrar
cómo esta vida en el tiempo se abre a una plenitud que va más allá de la
historia de los hombres y que conduce a la comunión eterna con Dios.
Jesús no se presenta a la mujer samaritana simplemente como aquel que da
la vida sino como el que da la “vida eterna” (Jn 4, 14).
El don de Dios que la fe hace presente, no es simplemente la promesa de
unas mejores condiciones de vida en este mundo, sino el anuncio de que
el sentido último de nuestra vida va más allá de este mundo y se
encuentra en aquella comunión plena con Dios que esperamos en el final
de los tiempos.
De
este sentido de la vida humana más allá de lo terrenal son particulares
testigos en la Iglesia y en el mundo cuantos el Señor ha llamado a la
vida consagrada, una vida que, precisamente porque está dedicada
totalmente a él, en el ejercicio de la pobreza, la castidad y la
obediencia, es el signo de un mundo futuro que relativiza cualquier bien
de este mundo. Que de la Asamblea del Sínodo de los Obispos llegue a
estos hermanos y hermanas nuestros la gratitud por su fidelidad a la
llamada del Señor y por la contribución que han hecho y hacen a la
misión de la Iglesia, la exhortación a la esperanza en situaciones nada
fáciles para ellos en estos tiempos de cambio y la invitación a
reafirmarse como testigos y promotores de nueva evangelización en los
varios ámbitos de la vida en que los carismas de cada instituto los
sitúa.
8. La comunidad eclesial y los diversos agentes de la evangelización
La
obra de la evangelización no es labor exclusiva de alguien en la
Iglesia sino del conjunto de las comunidades eclesiales, donde se tiene
acceso a la plenitud de los instrumentos del encuentro con Jesús: la
Palabra, los sacramentos, la comunión fraterna, el servicio de la
caridad, la misión.
En
esta perspectiva emerge sobre todo el papel de la parroquia como
presencia de la Iglesia en el territorio en el que viven los hombres,
“fuente de la villa”, como le gustaba llamarla a Juan XXIII, en la que
todos pueden beber encontrando la frescura del Evangelio. Su función
permanece imprescindible, aunque las condiciones particulares pueden
requerir una articulación en pequeñas comunidades o vínculos de
colaboración en contextos más amplios. Sentimos, ahora, el deber de
exhortar a nuestras parroquias a unir a la tradicional cura pastoral del
Pueblo de Dios las nuevas formas de misión que requiere la nueva
evangelización. Éstas, deben alcanzar también a las variadas formas de
piedad popular.
En
la parroquia continúa siendo decisivo el ministerio del sacerdote,
padre y pastor de su pueblo. A todos los presbíteros, los obispos de
esta Asamblea sinodal expresan gratitud y cercanía fraterna por su no
fácil tarea y les invitamos a unirse cada vez más al presbiterio
diocesano, a una vida espiritual cada vez más intensa y a una formación
permanente que los haga capaces de afrontar los cambios sociales.
Junto
a los sacerdotes reconocemos la presencia de los diáconos así como la
acción pastoral de los catequistas y de tantas figuras ministeriales y
de animación en el campo del anuncio y de la catequesis, de la vida
litúrgica, del servicio caritativo, así como las diversas formas de
participación y de corresponsabilidad de parte de los fieles, hombres y
mujeres, cuya dedicación en los diversos servicios de nuestras
comunidades no será nunca suficientemente reconocida. También a todos
ellos les pedimos que orienten su presencia y su servicio en la Iglesia
en la óptica de la nueva evangelización, cuidando su propia formación
humana y cristiana, el conocimiento de la fe y la sensibilidad a los
fenómenos culturales actuales.
Mirando
a los laicos, una palabra específica se dirige a las varias formas de
asociación, antiguas y nuevas, junto con los movimientos eclesiales y
las nuevas comunidades. Todas ellas son expresiones de la riqueza de los
dones que el Espíritu entrega a la Iglesia. También a estas formas de
vida y compromiso en la Iglesia expresamos nuestra gratitud,
exhortándoles a la fidelidad al propio carisma y a la plena comunión
eclesial, de modo especial en el ámbito de las Iglesias particulares.
Dar testimonio del Evangelio nos es privilegio exclusivo de nadie. Reconocemos con gozo la presencia de tantos hombres y mujeres que con su vida son signos del Evangelio en medio del mundo. Lo reconocemos también en tantos de nuestros hermanos y hermanas cristianos con los cuales la unidad no es todavía perfecta, aunque han sido marcados con el bautismo del Señor y son sus anunciadores. En estos días nos ha conmovido la experiencia de escuchar las voces de tantos responsables de Iglesias y Comunidades eclesiales que nos han dado testimonio de su sed de Cristo y de su dedicación al anuncio del Evangelio, convencidos también ellos de que el mundo tiene necesidad de una nueva evangelización. Estamos agradecidos al Señor por esta unidad en la exigencia de la misión.
Dar testimonio del Evangelio nos es privilegio exclusivo de nadie. Reconocemos con gozo la presencia de tantos hombres y mujeres que con su vida son signos del Evangelio en medio del mundo. Lo reconocemos también en tantos de nuestros hermanos y hermanas cristianos con los cuales la unidad no es todavía perfecta, aunque han sido marcados con el bautismo del Señor y son sus anunciadores. En estos días nos ha conmovido la experiencia de escuchar las voces de tantos responsables de Iglesias y Comunidades eclesiales que nos han dado testimonio de su sed de Cristo y de su dedicación al anuncio del Evangelio, convencidos también ellos de que el mundo tiene necesidad de una nueva evangelización. Estamos agradecidos al Señor por esta unidad en la exigencia de la misión.
9. Para que los jóvenes puedan encontrarse con Cristo
Nos
sentimos cercanos a los jóvenes de un modo muy especial, porque son
parte relevante del presente y del futuro de la humanidad y de la
Iglesia. La mirada de los obispos hacia ellos es todo menos pesimista.
Preocupada, sí, pero no pesimista. Preocupada porque justo sobre ellos
vienen a confluir los embates más agresivos de estos tiempos; no
pesimista, sin embargo, sobre todo porque, lo resaltamos, el amor de
Cristo es quien mueve los profundo de la historia y además, porque
descubrimos en nuestros jóvenes aspiraciones profundas de autenticidad,
de verdad, de libertad, de generosidad, de las cuales estamos
convencidos que sólo Cristo puede ser respuesta capaz de saciarlos.
Queremos
ayudarles en su búsqueda e invitamos a nuestras comunidades a que, sin
reservas, entren en una dinámica de escucha, de diálogo y de propuestas
valientes ante la difícil condición juvenil. Para aprovechar y no
apagar, la potencia de su entusiasmo. Y para sostener en su favor la
justa batalla contra los lugares comunes y las especulaciones
interesadas de las fuerzas de este mundo, esforzadas en disipar sus
energías y a agotarlas en su propio interés, suprimiendo en ellos
cualquier memoria agradecida por el pasado y cualquier planteamiento
serio por el futuro.
La
nueva evangelización tiene un campo particularmente arduo pero al mismo
tiempo apasionante en el mundo de los jóvenes, como muestran no pocas
experiencias, desde las más multitudinarias como las Jornadas Mundiales
de la Juventud, a aquellas más escondidas pero no menos importantes,
como las numerosas y diversas experiencias de espiritualidad, servicio y
misión. A los jóvenes les reconocemos un rol activo en la obra de la
evangelización, sobre todo en sus ambientes.
10. El Evangelio en diálogo con la cultura y la experiencia humana y con las religiones.
La
nueva evangelización tiene su centro en Cristo y en la atención a la
persona humana, para hacer posible el encuentro con él. Pero su
horizonte es más ancho en cuanto al mundo y no se cierra a ninguna
experiencia del hombre. Eso significa que ella cultiva, con particular
atención, el diálogo con las culturas, con la confianza de poder
encontrar en todas ellas las “semillas del Verbo” de las que hablaban
los Santos Padres. En particular, la nueva evangelización tiene
necesidad de una renovada alianza entre fe y razón, con la convicción de
que la fe tiene recursos suficientes para acoger los frutos de una sana
razón abierta a la trascendencia y tiene, al mismo tiempo, la fuerza de
sanar los límites y las contradicciones en las que la razón puede
tropezar. La fe no deja de contemplar los lacerantes interrogantes que
supone la presencia del mal en la vida y la historia de los hombres,
encontrando la luz de su esperanza en la Pascua de Cristo.
El
encuentro entre fe y razón nutre el esfuerzo de la comunidad cristiana
en el mundo de la educación y la cultura. Un lugar especial en este
campo lo ocupan las instituciones educativas y de investigación:
escuelas y universidades. Donde se desarrolla el conocimiento sobre el
hombre y se da una acción educativa, la Iglesia se ve impulsada a
testimoniar su propia experiencia y a contribuir a una formación
integral de la persona. En este ámbito merecen una atención especial las
escuelas y universidades católicas, en las que la apertura a la
trascendencia, propia de todo itinerario cultural sincero y educativo,
debe completarse con caminos de encuentro con la persona de Jesucristo y
de su Iglesia. Vaya la gratitud de los obispos a todos los que, en
condiciones muchas veces difíciles, desempeñan esta tarea.
La
evangelización exige que se preste gran atención al mundo de las
comunicaciones sociales, que son un camino, especialmente en el caso de
los nuevos medios, en el que se cruzan tantas vidas, tantos
interrogantes y tantas expectativas. Son el lugar donde en muchas
ocasiones se forman las conciencias y se muestran los hechos de la
propia vida y deben ser una oportunidad nueva para llegar al corazón de
los hombres.
Un
particular ámbito de encuentro entre fe y razón se da hoy en el diálogo
con el conocimiento científico. Éste, por otro lado, no se encuentra
lejos de la fe, siendo manifestación de aquel principio espiritual que
Dios ha puesto en sus criaturas y que les permite comprender las
estructuras racionales que se encuentran en la base de la creación.
Cuando la ciencia y la técnica no presumen de encerrar la concepción del
hombre y del mundo en un árido materialismo se convierten, entonces, en
un precioso aliado para el desarrollo de la humanización de la vida.
También a los responsables de esta delicada tarea se dirige nuestro
agradecimiento.
Queremos,
además, agradecer su esfuerzo a los hombres y mujeres que se dedican a
otra expresión del genio humano: el arte en sus varias formas, desde las
más antiguas a las más recientes. En sus obras, en cuanto tienden a dar
forma a la tensión del hombre hacia la belleza, reconocemos un modo
particularmente significativo de expresión de la espiritualidad. Estamos
especialmente agradecidos cuando sus bellas creaciones nos ayudan a
hacer evidente la belleza del rostro de Dios y de sus criaturas. La vía
de la belleza es un camino particularmente eficaz de la nueva
evangelización.
Más
allá del arte, toda obra del hombre es un espacio en el que, mediante
el trabajo, él se hace cooperador de la creación divina. Al mundo de la
economía y del trabajo queremos recordar como de la luz del Evangelio
surgen algunas llamadas urgentes: liberar el trabajo de aquellas
condiciones que no pocas veces lo transforman en un peso insoportable
con una perspectiva incierta, amenazada por el desempleo, especialmente
entre los jóvenes, poner a la persona humana en el centro del desarrollo
económico y pensar este mismo desarrollo como una ocasión de
crecimiento de la humanidad en justicia y unidad. El hombre, a través
del trabajo con el que transforma el mundo, está llamado a salvaguardar
el rostro que Dios ha querido dar a su creación, también por
responsabilidad hacia las generaciones venideras.
El
Evangelio ilumina también las situaciones de sufrimiento en la
enfermedad. En ellas, los cristianos están llamados a mostrar la
cercanía de la Iglesia para con los enfermos y discapacitados y con los
que con profesionalidad y humanidad trabajan por su salud.
Un
ámbito en el que la luz de Evangelio puede y debe iluminar los pasos de
la humanidad es el de la vida política, a la cual se le pide un
compromiso de cuidado desinteresado y transparente por el bien común,
desde el respeto total a la dignidad de la persona humana desde su
concepción hasta su fin natural, de la familia fundada sobre el
matrimonio de un hombre y una mujer, de la libertad educativa, en la
promoción de la libertad religiosa, en la eliminación de las
injusticias, las desigualdades, las discriminaciones, la violencia, el
racismo, el hambre y la guerra. A los políticos cristianos que viven el
precepto de la caridad se les pide un testimonio claro y transparente en
el ejercicio de sus responsabilidades.
El
diálogo de la Iglesia tiene su natural destinatario, también, en las
otras religiones. Si evangelizamos es porque estamos convencidos de la
verdad de Cristo, y no porque estemos contra nadie. El Evangelio de
Jesús es paz y alegría y sus discípulos se alegran de reconocer cuanto
de bueno y verdadero el espíritu religioso humano ha sabido descubrir en
el mundo creado por Dios y ha expresado en las diferentes religiones.
El
diálogo entre las religiones quiere ser una contribución a la paz,
rechaza todo fundamentalismo y denuncia cualquier violencia que se
produce contra los creyentes y las graves violaciones de los derechos
humanos. Las Iglesias de todo el mundo son cercanas desde la oración y
la fraternidad a los hermanos que sufren y piden a quienes tienen en sus
manos los destinos de los pueblos que salvaguarden el derecho de todos a
la libre elección, confesión y testimonio de la propia fe.
11. En el año de la fe, la memoria del Concilio Vaticano II y la referencia al Catecismo de la Iglesia Católica
En
el camino abierto por la nueva evangelización podremos sentirnos a
veces como en un desierto, en medio de peligros y privados de
referencias. El Santo Padre Benedicto XVI, en la homilía de la Misa de
apertura del Año de la fe, ha hablado de una “«desertificación»
espiritual” que ha avanzado en estos últimos decenios, pero él mismo nos
ha dado fuerza afirmando que “a partir de esta experiencia de desierto,
de este vacío, podemos nuevamente descubrir la alegría del creer, su
importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se
descubre el valor de aquello que es esencial para vivir” (Benedicto XVI,
Homilía en la celebración eucarística para la apertura del Año de la fe,
Roma 11 octubre 2012). En el desierto, como la mujer la samaritana, se
va en busca de agua y de un pozo del que sacarla: ¡dichoso el que en él
encuentra a Cristo!
Agradecemos
al Santo Padre por el don del Año de la fe, preciosa entrada en el
itinerario de la nueva evangelización. Le damos las gracias también por
haber unido este Año a la memoria gozosa por los cincuenta años de la
apertura del Concilio Vaticano II, cuyo magisterio fundamental para
nuestro tiempo se refleja en el Catecismo de la Iglesia Católica,
repropuesto, a los veinte años de su publicación, como referencia segura
de la fe. Son aniversarios importantes que nos permiten resaltar
nuestra plena adhesión a las enseñanzas del Concilio y nuestro
convencido esfuerzo en continuar su puesta en marcha.
12. Contemplando el misterio y cercanos a los pobres
En
esta óptica queremos indicar a todos los fieles dos expresiones de la
vida de la fe que nos parecen de especial relevancia para incluirlas en
la nueva evangelización.
El
primero está constituido por el don y la experiencia de la
contemplación. Sólo desde una mirada adorante al misterio de Dios,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, sólo desde la profundidad de un silencio
que se pone como seno que acoge la única Palabra que salva, puede
desarrollarse un testimonio creíble para el mundo. Sólo este silencio
orante puede impedir que la palabra de la salvación se confunda en el
mundo con los ruidos que lo invaden.
Vuelve
de nuevo a nuestros labios la palabra de agradecimiento, ahora dirigida
a cuantos, hombres y mujeres, dedican su vida, en los monasterios y
conventos, a la oración contemplativa. Necesitamos que momentos de
contemplación se entrecrucen con la vida ordinaria de la gente. Lugares
del espíritu y del territorio que son una llamada hacia Dios; santuarios
interiores y templos de piedra que son cruce obligado por el flujo de
experiencias que en ellos se suceden y en los cuales todos podemos
sentirnos acogidos, incluso aquellos que no saben todavía lo que buscan.
El
otro símbolo de autenticidad de la nueva evangelización tiene el rostro
del pobre. Estar cercano a quien está al borde del camino de la vida no
es sólo ejercicio de solidaridad, sino ante todo un hecho espiritual.
Porque en el rostro del pobre resplandece el mismo rostro de Cristo: “Todo aquello que habéis hecho por uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).
A
los pobres les reconocemos un lugar privilegiado en nuestras
comunidades, un puesto que no excluye a nadie, pero que quiere ser un
reflejo de como Jesús se ha unido a ellos. La presencia de los pobres en
nuestras comunidades es misteriosamente potente: cambia a las personas
más que un discurso, enseña fidelidad, hace entender la fragilidad de la
vida, exige oración; en definitiva, conduce a Cristo.
El
gesto de la caridad, al mismo tiempo, debe ser acompañado por el
compromiso con la justicia, con una llamada que se realiza a todos,
ricos y pobres. Por eso es necesaria la introducción de la doctrina
social de la Iglesia en los itinerarios de la nueva evangelización y
cuidar la formación de los cristianos que trabajan al servicio de la
convivencia humana desde la vida social y política.
13. Una palabra a las Iglesias de las diversas regiones del mundo
La
mirada de los obispos reunidos en Asamblea sinodal abraza a todas las
comunidades eclesiales presentes en todo el mundo. Una mirada de unidad,
porque única es la llamada al encuentro con Cristo, pero sin olvidar la
diversidad.
Una
consideración particular, llena de afecto y gratitud, reservamos los
obispos reunidos en el Sínodo a vosotros, cristianos de las Iglesias
Orientales Católicas, herederos de la primera difusión del Evangelio,
experiencia custodiada por vosotros con amor y fidelidad y a vosotros,
cristianos presentes en el Este de Europa. Hoy el Evangelio se os
repropone como nueva evangelización a través de la vida litúrgica, la
catequesis, la oración familiar diaria, el ayuno, la solidaridad entre
las familias, la participación de los laicos en la vida de la comunidad y
al diálogo con la sociedad. En no pocos lugares vuestras Iglesias son
sometidas a prueba y tribulaciones que dan testimonio de vuestra
participación en la cruz de Cristo; algunos fieles están obligados a
emigrar y, manteniendo viva la pertenencia a sus propias comunidades de
origen, pueden contribuir a la tarea pastoral y a la obra de la
evangelización en los países de acogida. El Señor continúe a bendecir
vuestra fidelidad y que sobre vuestro futuro brillen horizontes de firme
confesión y práctica de la fe en condiciones de paz y de libertad
religiosa.
Nos
dirigimos a vosotros, hombres y mujeres, que vivís en los países de
África y resaltamos nuestra gratitud por el testimonio que ofrecéis del
Evangelio muchas veces en situaciones humanas muy difíciles. Os
exhortamos a relanzar la evangelización recibida en tiempos aún
recientes, a edificaros como Iglesia “familia de Dios”, a reforzar la
identidad de la familia y a sostener la labor de los sacerdotes y
catequistas, especialmente en las pequeñas comunidades cristianas.
Afirmamos, por otra parte, la exigencia de desarrollar el encuentro del
Evangelio con las antiguas y nuevas culturas. Dirigimos una llamada de
atención al mundo de la política y a los gobiernos de los diversos
países africanos para que, con la colaboración de todos los hombres de
buena voluntad, se promuevan los derechos humanos fundamentales y el
continente sean liberados de la violencia y los conflictos que lo
atormentan.
Los
obispos de la Asamblea sinodal os invitan a los cristianos de
Norteamérica a responder con gozo a la llamada de la nueva
evangelización, mientras admiramos como en vuestra joven historia
vuestras comunidades cristianas han dado frutos generosos de fe, caridad
y misión. También conviene reconocer que muchas de las expresiones de
la cultura de vuestra sociedad están lejos del Evangelio. Se hace, pues,
necesario una invitación a la conversión, de la que nace un compromiso
que no os coloca fuera de vuestra cultura, sino que os llama a ofrecer a
todos la luz de la fe y la fuerza de la vida. Mientras acogéis en
vuestras generosas tierras a nueva población de inmigrantes y
refugiados, estad dispuestos a abrir las puertas de vuestras casas a la
fe. Fieles a los compromisos adquiridos en la Asamblea sinodal para
América, sed solidarios con la América Latina en la permanente tarea de
evangelización de vuestro continente.
El
mismo sentimiento de gratitud dirige la Asamblea del Sínodo a las
Iglesia de América Latina y el Caribe. Nos llama la atención en
particular cómo se han desarrollado a través de los siglos en vuestro
países formas de piedad popular fuertemente enraizadas en los corazones
de tantos de vosotros, formas de servicio en la caridad y de diálogo con
las culturas. Ahora, frente a los desafíos del presente, sobre todo la
pobreza y la violencia, la Iglesia en Latinoamérica y en el Caribe os
exhortamos a vivir en un estado permanente de misión, anunciando el
Evangelio con esperanza y alegría, formando comunidades de verdaderos
discípulos misioneros de Jesucristo, mostrando con vuestro testimonio
como el Evangelio es fuente de una sociedad justa y fraterna. También el
pluralismo religioso interroga a vuestras Iglesias y les exige un
renovado anuncio del Evangelio.
También
a vosotros, cristianos de Asia sentimos la necesidad de dirigiros una
palabra de fortalecimiento y exhortación. Vuestra presencia, a pesar de
ser una pequeña minoría en el continente en el que viven casi dos
tercios de la población mundial, es una semilla profunda, confiada a la
fuerza del Espíritu, que crece en el diálogo con las diversas culturas,
con las antiguas religiones y con tantos pobres. Aunque a veces está
situada al margen de la vida social y en diversos lugares incluso
perseguida, la Iglesia de Asia, con su fe fuerte, es una presencia
preciosa del Evangelio de Cristo que anuncia justicia, vida y armonía.
Cristianos de Asia, sentid la cercanía fraterna de los cristianos de los
demás países del mundo, los cuales no pueden olvidar que en vuestro
continente, en la Tierra Santa, nació, vivió, murió y resucitó el mismo
Jesús.
Una
palabra de reconocimiento y de esperanza queremos dirigir los obispos a
las Iglesias del continente europeo, hoy en parte marcado por una
fuerte secularización, a veces agresiva, y todavía hoy herido por los
largos decenios de gobiernos marcados por ideologías enemigas de Dios y
del hombre. Reconocemos vuestro pasado y también vuestro presente, en el
cual el Evangelio ha creado en Europa certezas y experiencias de fe
concretas y decisivas para la evangelización del mundo entero, muchas
veces rebosantes de santidad: riqueza del pensamiento teológico,
variedad de expresiones carismáticas, formas variadas al servicio de la
caridad con los pobres, profundad experiencias contemplativas, creación
de una cultura humanística que ha contribuido a dar rostro a la dignidad
de la persona y a la construcción del bien común. Las dificultades del
presente no os pueden dejar abatidos, queridos cristianos europeos:
éstas os deben desafiar a un anuncio más gozoso y vivo de Cristo y de su
Evangelio de vida.
Los
obispos de la Asamblea sinodal saludan, finalmente, a los pueblos de
Oceanía, que viven bajo la protección de la Cruz del Sur, y les damos
gracias por el testimonio del Evangelio de Jesús. Nuestra plegaria por
vosotros es para que, como la mujer samaritana en el pozo, también
vosotros sintáis viva la sed de una vida nueva y podáis escuchar la
Palabra de Jesús que dice: “¡Si conocieras el don de Dios!” (Jn
4, 10). Comprometeos a predicar el Evangelio y a dar a conocer a Jesús
en el mundo de hoy. Os exhortamos a encontrarlo en vuestra vida
cotidiana, a escucharle y a descubrir, mediante la oración y la
meditación, la gracia de poder decir: “Sabemos que este es verdaderamente el salvador del mundo” (Jn 4, 42).
14. La estrella de María ilumina el desierto
A
punto de finalizar esta experiencia de comunión entre los obispos de
todo el mundo y de colaboración con el ministerio del Sucesor de Pedro,
sentimos resonar en nosotros el mandato de Jesús a sus discípulos: “Id y haced discípulos de todos los pueblo [...]. Sabed que yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt
28, 19-20). La misión esta vez no se dirige a un territorio en
concreto, sino que sale al encuentro de las llagas más oscuras del
corazón de nuestros contemporáneos, para llevarlos al encuentro con
Jesús, el Viviente que se hace presente en nuestras comunidades.
Esta
presencia llena de gozo nuestros corazones. Agradecidos por el don
recibido de él en estos días le dirigimos nuestro canto de alabanza: “Proclama mi alma la grandeza del Señor [...] Ha hecho obras grandes por mí” (Lc
1, 46.49). Las palabras de María son también las nuestras: el Señor ha
hecho realmente grandes cosas a través de los siglos por su Iglesia en
los diversos rincones del mundo y nosotros lo alabamos, con la certeza
de que no dejará de mirar nuestra pobreza para desplegar la potencia de
su brazo incluso en nuestros días y sostenernos en el camino de la nueva
evangelización.
La
figura de María nos orienta en el camino. Este camino, como nos ha
dicho Benedicto XVI, podrá parecer una ruta en el desierto; sabemos que
tenemos que recorrerlo llevando con nosotros lo esencial: la cercanía de
Jesús, la verdad de su Palabra, el pan eucarístico que nos alimenta, la
fraternidad de la comunión eclesial y el impulso de la caridad. Es el
agua del pozo la que hace florecer el desierto y como en la noche en el
desierto las estrellas se hacen más brillantes, así en el cielo de
nuestro camino resplandece con vigor la luz de María, estrella de la
nueva evangelización a quien, confiados, nos encomendamos.
vatican.va / almudi
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