Aquí tenéis un buen trabajo de un doctor en Derecho Canónico sobre este tema.
Fundamentación de la indisolubilidad del matrimonio
1) Libertad de la persona
e indisolubilidad del matrimonio
Al
afrontar el tema de la indisolubilidad del matrimonio, nos encontramos varias
cuestiones interrelacionadas: de una parte, el concepto de libertad (dentro del
concepto de persona, de amor, de perfeccionamiento), como presupuesto de la
posibilidad y de la conveniencia de asumir un compromiso estable y permanente.
De otra parte, las razones que muestran la naturaleza del matrimonio y sus
propiedades, el cómo y por qué la indisolubilidad es –por su propia naturaleza-
una exigencia del amor conyugal, del matrimonio mismo y de cada uno de los
fines… y también del concepto de bien común de la sociedad. Por tanto podríamos
decir que existen como tres niveles de explicación: la explicación de la
relación libertad, verdad, bien, persona; la explicación del matrimonio y sus
propiedades y fines, y la explicación del lugar que ocupa el matrimonio
indisoluble dentro del bien de la sociedad, independientemente de las creencias
religiosas de sus miembros.
Buena parte
de la cultura actual llamada posmoderna defiende el relativismo en el terreno
metafísico, gnoseológico y antropológico. Si no existe estructura objetiva
alguna, no existe verdad que pueda calificar el conocimiento: de donde se viene
a considerar al individuo como un
absoluto. Perdida la relación entre libertad de al persona y verdad del bien,
ya no hay criterios. A partir de estos supuestos, se tiende a percibir la
libertad exclusivamente como el hecho de poder elegir, sin referencia
alguna al contenido de las elecciones. Si la esencia de la libertad es
la opción, solo la decisión del acto voluntario es la que crea el bien,
y entonces el compromiso se ve como una obstrucción de la libertad, porque
‘retiene’ a la libertad impidiéndole cambiar su elección[1].
En
cambio, el hecho es que existe la verdad y existe el bien o el mal: lo que
conviene, realiza y perfecciona a un sujeto dotado de dignidad personal y de su
condición de hijo de Dios. A partir de esta aceptación de la verdad objetiva
del bien, se puede entender la libertad como un dominio o señorío de sí que
hace posible que la persona tienda a los bienes mayores (los seres personales)
y se decida a hacer de sí misma un don para el servicio de los otros[2].
Ese buscar el bien del otro por delante del bien propio es lo que llamamos en
sentido estricto ‘amor’. En este sentido, el compromiso desarrolla la libertad
y es muestra de su fuerza, porque en el compromiso el acto de libertad contiene
tal grado de decisión y firmeza, de convicción en el bien que escoge, que lo
asume conscientemente como algo permanente: es decir, que asume la entrega de
los actos de futuro al entregarlos ya en el presente como ‘debidos’.
“Cuando
la libertad se reduce a opción, el amor —que es el movimiento de la voluntad
hacia lo bueno— queda sustituido por el estímulo más inmediato. Se produce así
otro grave error: la sustitución de lo bueno por lo apetecido[3].
Si yo "decido" y "creo" la verdad, también decido y creo el
bien en cada momento. En realidad, ya no se trata del bien —que es objetivo—
sino de mi voluntad, que queda como fundamento único y último de todo. En lo
que se refiere al matrimonio, las consecuencias son implacables. Por esto
advertía Juan Pablo II que el modelo cultural "se ha alejado de la plena
verdad sobre el hombre y, por consiguiente, no sabe comprender adecuadamente lo
que es la verdadera entrega de las personas en el matrimonio"[4].”[5]
Frente a
la realidad, la libertad puede hacer uso de ella de forma conveniente o no,
buscando el bien o el mal. Pero la libertad no puede recrear o inventar lo que
viene ofrecido por la naturaleza: por eso uno puede casarse o no casarse,
escoger a una u otra persona, pero no puede determinar el contenido del vínculo
conyugal, ni sus cualidades ni su orientación a los fines propios. Al casarme
estoy haciendo pasar de potencia a acto una posibilidad que mi naturaleza me
ofrecía para unirme en la misma naturaleza a otra persona de sexo diverso en la
complementariedad mutua: esto se llama matrimonio. Si yo quiero otra
cosa esencialmente distinta, ni estoy queriendo el matrimonio, ni a ese objeto
de mi voluntad debería llamarle con ese término. Por eso la naturaleza y las
características del matrimonio no violentan a la libertad ni la reducen: porque
nadie está obligado a asumirlo, sino que se contrae libremente. Mi libertad
puede escoger el matrimonio: pero su contenido viene dado. Mi libertad puede
dar o no lugar al vínculo conyugal, pero cuando lo crea, éste surge con todas
sus características. Por tanto puedo traer mi matrimonio a la existencia,
originando un vínculo que se asienta en mi ser, pero no puedo destruir o deshacer
ese vínculo una vez ya está asentado en mi propio ser. Más adelante volveremos
sobre esto.
2. El pacto conyugal
Se llama
matrimonio in fieri al pacto conyugal, es decir, al momento en
que se genera y constituye el vínculo entre los contrayentes. Por eso también
se le llama momento genético o constitutivo del matrimonio: su
nacer, su ‘hacerse’.
El pacto
conyugal constituye por tanto la causa del matrimonio in facto esse (el
matrimonio ya constituido). Sin embargo es importante tener en cuenta que el
pacto conyugal comprende dos elementos distintos: de una parte, los
contrayentes manifiestan su consentimiento, es decir, se dan y reciben en todo
lo que son como persona femenina y masculina en orden a los fines propios del
matrimonio y a título de deuda.
De otra parte,
esa voluntad de darse y aceptarse como esposos viene manifestada ante la
sociedad, de manera que sea pública. De esta manera, queda testimonio de ese
pacto y de la nueva realidad establecida entre los contrayentes, la sociedad
queda obligada a reconocer esa identidad de esposos y las consecuencias debidas
en las relaciones de parentesco actual (entre un contrayente y la familia
inmediata del otro) y futuro (los hijos que puedan concebir o –en su caso- adoptar).
Encontramos, por
tanto, en el pacto conyugal, dos elementos básicos: el acto de
consentimiento y la forma establecida por el derecho para su
legítima manifestación y recepción. Por un principio de elemental seguridad
jurídica, los sistemas matrimoniales exigen como condición o requisito de
validez una forma concreta de manifestar el consentimiento. Es decir, aunque
dos contrayentes manifiesten su consentimiento mutuo y su voluntad de darse y
recibirse como esposos, si no lo hacen de la forma prevista por la norma
jurídica, no contraen matrimonio[6].
3. El matrimonio ya constituido (in
facto esse)
Suele decirse
que la esencia del matrimonio ya constituido es el vínculo que une a los
esposos[7]. Siendo cierto,
conviene apuntar algunos matices relevantes, para entender bien en qué
consiste.
El primer matiz que hay que destacar es que el vínculo
consiste en una relación de justicia. En el pacto conyugal, en efecto, la mujer
y el varón se dan y reciben en cuanto tales, en orden a los fines propios del
matrimonio, a título de deuda. Eso significa que toda la dimensión
conyugable (lo masculino y lo femenino en relación a los fines) de cada uno
pasa a ser real y verdaderamente del otro, y viceversa.
Esta donación –y la consiguiente aceptación- constituye una
verdadera co-posesión de cada cónyuge respecto al otro: una posesión del otro
–en lo conyugable- como uno se posee a sí mismo. De modo que cada uno debe amar
al otro no con el amor general de amistad, sino con el amor con que se ama a sí
mismo.
Que esta
donación se dé en justicia, quiere decir que se da y recibe con un
título jurídico, es decir, como algo debido. Si antes se casaron porque se
amaban, ahora se deben el amor porque se han casado. Lo gratuito ha sido
constituido en deuda. El carácter jurídico del vínculo no quiere decir que el
matrimonio sea divisible en dos realidades, dimensiones o aspectos: lo
jurídico-formal (necesario por imperio de la ley) y lo existencial, que se
desarrollaría como al margen, según las leyes más humanas del amor[8]. La dimensión
de justicia es esencial, porque constituye la esencia de la unión conyugal: sin
ella, no existe matrimonio. Y es ella, a través del vínculo, la que da origen a
los derechos y deberes esenciales de toda unión conyugal.
La realidad que
constituye el vínculo es la conyugalidad de varón y mujer. Y esta conyugalidad
descansa en la estructura misma de la naturaleza humana, en las potencias
naturales que ofrecen la complementariedad de la persona femenina y masculina,
la inclinación natural entre los sexos, y la posibilidad de constituirse en
principio común de generación de modo acorde con la dignidad de la persona.
La conyugalidad,
por tanto, es un rasgo de identidad, una relación natural que se
constituye desde la libertad de los contrayentes. Como lo son las demás
relaciones básicas de parentesco: maternidad-paternidad, filiación,
fraternidad. Un rasgo igual de natural que estos otros, porque no lo inventan
los contrayentes sino que sólo ponen en acto lo que está ya contenido potencialmente
en la estructura sexuada de la persona humana.
La diferencia
con los otros rasgos de identidad del parentesco es que todos los demás hacen
referencia a la relación de origen y a la prevalencia de la fuerza de la
naturaleza: nadie escoge a sus hijos, a sus padres, a sus hermanos. En el caso
de la conyugalidad la fuerza unitiva es también la de la naturaleza misma, pero
el inicio está en el acto de elección personal que tiene lugar en el
consentimiento, que es el acto que pone en marcha esa fuerza unitiva natural.
Los deberes de
justicia, en consecuencia, derivan de lo que la misma naturaleza ha establecido
que se deban, como consecuencia de ser ambos una ‘unidad en la naturaleza’.
Porque son cónyuges –principio de identidad, en el ámbito del ser- se
deben entre sí el obrar propio de los esposos, las conductas relativas a
los fines del matrimonio. Por eso, aunque en el obrar pueda haber
errores o actuaciones negativas, tales conductas no afectan al ser, como
el hecho de comportarse mal en cuanto padre, en cuanto hijo, o en cuanto
hermano, no eliminan ni disminuyen la relación ontológica de paternidad,
filiación o fraternidad.
Por tanto,
primero hay una realidad ontológica, que se da en el ser de la persona humana
al contraer matrimonio y quedar unidos varón y mujer como cónyuges. De la
naturaleza y fines de esa unión se deriva la dimensión de justicia, los
derechos y deberes intersubjetivos específicos de tal relación: “pero lo
importante y decisivo es el fundamento ontológico (...) el vínculo jurídico no
hace otra cosa que unir lo que por naturaleza está ordenado a unirse”[9]. Por esta
razón, “podemos decir que el matrimonio comporta, por el vínculo jurídico, una
coparticipación y una coposesión mutuas en la virilidad y en la feminidad,
haciéndose así los dos esposos una unidad en las naturalezas”[10]. Y luego viene
el desarrollo existencial de la vida matrimonial y familiar, en la que los
cónyuges deben vivir esos deberes y derechos en el ámbito de una
verdadera comunidad de vida y amor: pero pueden no hacerlo así porque de
hecho existe la posibilidad de faltar a la fidelidad debida.
Lógicamente, el
derecho ni abarca ni expresa totalmente toda la realidad existencial en la que
debe consistir esa comunidad de vida y amor: una relación de justicia se
refiere a conductas debidas entre sujetos. El éxito en la vida conyugal y
familiar y el perfeccionamiento de los cónyuges y de los demás miembros de la
familia exige de ordinario un continuo de detalles que en sí mismos no son
mensurables o exigibles jurídicamente y que desarrollan las identidades
familiares desde el amor.
El segundo matiz
que se debe tener en cuenta al hablar en términos generales del vínculo como
esencia del matrimonio lo aporta Hervada con clarividencia. “El vínculo es el
principio formal de la esencia del matrimonio, siendo el principio material el
varón y la mujer. La esencia del matrimonio no es el vínculo, sino el varón y
la mujer unidos”[11]. Unidos por el
título jurídico de coposesión mutua en las potencias naturales de sus
estructuras sexuadas –feminidad y virilidad- en orden a los fines a que la
propia naturaleza inclina.
4. Los fines del matrimonio: el bien de los cónyuges y la procreación y
educación de los hijos
El consorcio conyugal está
«ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación
y educación de la prole»[12]; estas palabras del Código de Derecho Canónico se
refieren a la propia tendencia —dinámica— de la relación. De una parte,
existe una referencia a la esencia misma del matrimonio; de otra, y
simultáneamente, la está contemplando como en movimiento, en cuanto a lo
que apunta por sí misma. Por eso se habla de estos dos elementos como de
los fines del matrimonio, y se les comprende como ordenaciones de la
esencia.
Conviene aquí
subrayar que el bien de los cónyuges no puede identificarse sin más con
el bien de dos personas cualesquiera, sino que se refiere directamente al
consorcio establecido entre un varón y una mujer, pues queda patente que es el
consorcio el que está «ordenado por su misma índole natural».
El amor
esponsal lleva a una donación comprometida, decíamos antes, de toda la
dimensión conyugable de la persona en cuanto varón o mujer: es decir, a una
unión -o comunidad- basada en la inclinación natural que proviene del carácter
complementario de la modalización sexual del ser humano. Ahora bien, por un
lado parece evidente que se trata de una relación entre sujetos: una relación
interpersonal; y por otro lado resulta innegable que la complementariedad
propia de los sexos dice relación a la posibilidad de la generación de nuevos
seres. Parece, por tanto, que no cabe una unión matrimonial que no contenga
ambas referencias. Es más, si se habla de la posibilidad de engendrar prole,
ésta no puede entenderse sin tener en cuenta el tipo de relación existente
entre los sujetos personales concretos que la encarnan. Si se habla de una
donación interpersonal plena, en cuanto varón y mujer, no cabe concebirla sin
la aceptación de la paternidad y maternidad potenciales que entraña. De ahí que
entendamos tanto el bien de los cónyuges como la posibilidad de la prole en
términos de ordenación de la misma estructura del matrimonio en su totalidad[13].
Es la misma unión -la misma comunidad- la que tiende, por la propia fuerza de
su naturaleza, a ambos fines. El ser esposos supone y significa esa ordenación.
No se trata de una yuxtaposición, ni de una superposición, ni de unos
elementos separables.
Es
necesario hablar de los fines al hablar de la comunidad conyugal; es necesario
tenerlos presentes en su ordenación al referirnos tanto a la unidad -y
fidelidad- debidas, como a la indisolubilidad de la unión matrimonial[14].
Cada una de las propiedades esenciales del matrimonio vienen exigidas por ambos
fines: y cada una de ellas contribuyen a la posibilidad de su realización, de
una u otra manera[15].
En la Constitución Lumen Gentium, esta unidad de los fines se expresa
con las siguientes palabras: "Los cónyuges cristianos, en virtud del
sacramento del matrimonio, por el que significan y participan el misterio de
unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cfr. Eph., 5, 32), se ayudan
mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación
de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su
estado y forma de vida"[16].
No se trata por tanto de dos piezas aisladas o superpuestas, sino de una única
realidad —el consorcio constituido por ambos cónyuges— que contiene y se
desarrolla en dos dimensiones: la relación propia de los esposos, procurando
cada uno el bien del otro, exige la donación y aceptación íntegra de la
dimensión sexuada de cada uno de ellos, y en consecuencia la de su paternidad o
maternidad potencial. A su vez, la ordenación del consorcio a la generación y
educación de la prole, debe realizarse de modo conyugal: como quien —por título
de justicia— se debe al otro en la integridad de su dimensión sexuada. Es más,
no se puede hablar de la comunidad conyugal sin hacer referencia a sus fines: y
resulta imprescindible su comprensión y su unidad para entender adecuadamente
sus propiedades esenciales, pues cada una de ellas viene derivada y exigida por
cada uno de los fines. Por lo demás, en el matrimonio sacramental esta unidad
de los fines queda especialmente subrayada, pues, en palabras de la Const. Lumen
Gentium, «Los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio,
por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre
Cristo y la Iglesia (cfr. Eph., 5, 32), se ayudan mutuamente a santificarse en
la vida conyugal y en la procreación y educación de la prole, y por eso poseen
su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida»[17].
5. Las propiedades
esenciales del matrimonio y su interrelación
“Las
propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad, que
en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del
sacramento”[18]. La
exposición es clara y lineal: en la primera frase se establece de modo directo
y terminante que «las propiedades esenciales del matrimonio son la
unidad y la indisolubilidad». Esta afirmación implica los siguientes
presupuestos: a) el texto se está refiriendo al matrimonio en cuanto
unión conyugal ya constituida (matrimonio in facto esse), puesto que
tales propiedades no pueden ser predicadas del matrimonio en cuanto pacto
conyugal; b) el matrimonio del que se habla es el matrimonio natural,
todo matrimonio, independientemente de su elevación al orden de la gracia: lo
cual se comprueba por el contenido expreso de la oración subordinada de
relativo que sigue a continuación y cierra el texto del parágrafo; c) la
esencia del matrimonio tiene propiedades; d) estas propiedades
consisten en el carácter único e indisoluble del vínculo, ya que el vínculo
constituye el principio formal de la esencia; e) sólo estas notas pueden
ser consideradas como propiedades esenciales; y f) no se excluye que el
matrimonio pueda tener otras propiedades, ni se trata acerca de la diversa
importancia que esas eventuales propiedades pudieran tener desde el punto de
vista objetivo o subjetivo, pero queda establecido —por exclusión— que no
pueden ser consideradas esenciales.
¿Por qué tal
unión —para ser verdadero matrimonio, y no otra cosa— exige las propiedades
citadas? En principio puede decirse que es precisamente la riqueza y dignidad
ontológica de la persona sexuada —que se constituye a la vez en sujeto y objeto
del mismo pacto— la que exige estas propiedades como integrantes de la
dimensión de justicia de la relación vincular. Concretando más, conviene
considerar la cuestión desde diversas perspectivas. Comencemos por analizar
brevemente la propiedad de la unidad del matrimonio.
La unidad y el
pacto conyugal.
La
voluntad de establecer el consorcio se concreta en el acto de «querer ser
cónyuge», es decir, querer darse y recibirse como esposa o esposo: y un modo
tal de querer no es susceptible de ser multiplicado. La razón es que quien
quiere donarse a sí mismo en una dimensión —como la sexual— que abarca
enteramente a su persona, y desea recibir al otro como un don igual a sí, no
puede a la vez querer hacerlo respecto a un tercero. De una parte, tal
dimensión —en cuanto objeto del acto de voluntad— no es ni divisible ni
compartible, precisamente por ser personal. De otra parte la dignidad del sujeto
no permite un desdoblamiento entre su dimensión sexuada y su ser personal, de
modo que una misma persona se done simultáneamente a varios. Así como la
dimensión sexuada —el ser varón o mujer— se realiza en la persona y «se agota»
en ella, la condición de cónyuge «se agota» igualmente en la persona.
La unidad y el
matrimonio ya constituido. Desde una
perspectiva típica del matrimonio in facto esse, la cuestión de la
unidad como propiedad debe verse también en relación con la esencia,
propiedades y fines. Respecto a la esencia
—asentada en la relación vincular que se establece entre los cónyuges al
constituirlos como tales— puede decirse que el vínculo no es multiplicable
porque no pueden existir dos títulos de justicia respecto al mismo objeto —el
varón o la mujer, en su dimensión sexuada, conyugable— que sean a la vez plenos
(cfr cc. 1134, 1085).
Si tales
vínculos son distintos, al menos uno de ellos no será un vínculo conyugal; si
se pretende que sean iguales no pueden coexistir porque no es posible ni
vivirse como cónyuge por duplicado, ni ser vivido como tal: faltaría la
condición de plenitud propia del sujeto y del objeto del pacto. En todos los
casos, además, la multiplicación del vínculo produciría problemas de justicia
imposibles de subsanar.
La unidad y los
fines del matrimonio. Respecto a los fines —ordenaciones de la
esencia—, también ellos exigen la unidad: el conocido texto de la Const. Lumen
Gentium recuerda que «esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo
mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su
indisoluble unidad»[19]. Por un lado,
el bien de los cónyuges exige como presupuesto en su origen el reconocimiento
de la igual dignidad de ambos y —como término— la dedicación al otro de toda la
riqueza de la propia masculinidad o feminidad (que, obviamente, no se reduce al
ámbito de la genitalidad); por otro lado exige también, como medio de
realización personal, la coposesión del otro en esa misma dimensión femenina o
masculina. La intimidad conyugal que exige este bien del matrimonio no
puede alcanzarse si la relación no es exclusiva: pues no podría llegar a ser
total, a alcanzar la integridad de la persona. Por su parte, el bien de la
prole exige igualmente la exclusividad del vínculo: la potencial maternidad o
paternidad no puede darse enteramente si se comparte; la conexión entre la
conyugalidad y la maternidad o paternidad se quebraría: puesto que uno —o los
dos— podrían ser padres sin compartir la conyugalidad que debe originar la
relación de filiación.
Los hijos. Además, la
dignidad personal de los hijos reclama la exigencia de nacer de padres que sean
cónyuges entre sí, es decir, cuya donación mutua sea plena y exclusiva. Puede
añadirse que, en el orden práctico de la sustentación y educación de los hijos
se derivarían dificultades insolubles, no sólo materiales, sino también de
orden moral: también los hijos, en función de su dignidad de personas,
solicitan una dedicación conjunta y exclusiva (cfr c. 1136).
Es cierto que la
separación de los cónyuges puede darse sin atentar contra la unidad del
matrimonio, y es permitida por la Iglesia en determinadas circunstancias, pero
la condición de ese caso es diversa: en la separación el padre —o la madre— con
quien no conviven sigue siendo su padre o madre único; la convivencia con ambos
puede repartirse; y la propia separación se acepta precisamente por la
imposibilidad de la continuidad de la convivencia conyugal y en consecuencia
como una situación excepcional, como un mal menor y —en último término— como un
remedio para el bien de la propia prole. Pero la separación de los padres nunca
surge de la misma voluntad fundacional del matrimonio —como objeto del mismo
pacto conyugal—, sino como una solución extrema, de hecho, a una situación de hecho y, en la
medida de lo posible, temporal (cfr cc. 1152, 1153, 1155).
Por lo demás, la
interrelación de los fines, de la que hemos hablado al comentar el c. 1055,
hace que cada uno no pueda darse sino desde y a través de la asunción plena del
otro, lo cual hace más fuertes y estables las razones apuntadas desde cada uno
de ellos.
La indisolubilidad
y el pacto conyugal.
Con respecto a la indisolubilidad, si atendemos a la perspectiva del pacto
conyugal, podemos considerar que un acto de voluntad matrimonial que deje
abierta la propia donación en su dimensión temporal, no puede ser completo; no
puede agotar el ámbito de lo conyugable; no puede estar plenamente anclado en
su carácter personal. La riqueza de la persona es tal, y la estructura óntica
que posibilita el matrimonio está tan arraigada en ella, que no es posible
darse reservando la duración del vínculo: pues lo que funda el pacto conyugal
es justamente una relación —como lo es la filiación, o la maternidad y
paternidad— sustentada en esa estructura que se da en el orden del ser.
La voluntad matrimonial no consiste en querer «hacer de esposo», sino en querer
«ser esposo»: y las relaciones instauradas en el orden del ser se asientan en
la persona y perduran con ella. Querer la disolubilidad es pretender permanecer
como dueño de la donación realizada que, en consecuencia, deja de ser una
donación plena; es, en el fondo, querer dejar la existencia misma del vínculo
—en cuanto a su término— pendiente de la propia y exclusiva voluntad: y
además, en cuanto derecho subjetivo[20].
La
indisolubilidad y el matrimonio ya constituido. Desde la
perspectiva del in facto esse, pueden desglosarse los motivos que
responden a la esencia (vínculo) y a los fines (la prole y el bien de los
cónyuges). El vínculo, en efecto, aunque originado exclusivamente por la
voluntad de las partes, una vez establecido no puede ser roto por la voluntad
de los mismos cónyuges o de otros. La razón es que el objeto del pacto no
consiste en una opción arbitraria determinada por los contrayentes o por el
Derecho positivo, sino que se asienta sobre la propia estructura de la persona,
como hemos visto: y se asienta poniendo en acto una potencia de la
naturaleza[21]. Ciertamente se
es plenamente libre para dar lugar o no a la actualización de esa «unión en las
naturalezas», pero cuando se ha originado, el nudo queda constituido con la
fuerza y la necesidad de la naturaleza misma.
Desde punto de
vista de la prole como fin del matrimonio, pueden considerarse diversas
razones. En primer lugar, la dignidad personal de los hijos reclama la
exigencia de nacer de padres que sean cónyuges entre sí, es decir, cuya
donación mutua sea plena y exclusiva, no sólo de hecho, sino también de
derecho. Sobre todo, en el orden práctico de la sustentación y educación de los
hijos se derivan dificultades insolubles, no sólo materiales, sino
especialmente de orden moral[22]: también los
hijos, en función de su dignidad de personas, solicitan una dedicación conjunta
y exclusiva.
A ello habría
que añadir la huella que deja en los hijos el hecho de ver multiplicados, los
‘vínculos’ conyugales de sus padres —aunque sea de modo «sucesivo»— y además la
ficticia relación de paternidad o maternidad –también sucesiva- de otros
respecto de ellos, y la pretendida multiplicación del parentesco, especialmente
el de la fraternidad, igualmente ficticia.
Desde el punto
de vista del bien de los cónyuges, hay que hacer notar, en primer lugar,
que el proceso de colaboración con el perfeccionamiento del otro —y de
perfeccionamiento propio en la realización de esa tarea— no puede darse con la
pretendida disolución del vínculo y el cese de la condición de cónyuges. Por
ello este fin del matrimonio, en cuanto ordenación de la esencia, exige la
indisolubilidad; por otra parte, cuando se da el fracaso de la convivencia
conyugal no se modifica ni la esencia de la relación establecida entre los
esposos, ni sus ordenaciones o fines: el mantenimiento del vínculo, a pesar de
todo, constituye un bien mayor, puesto que incluso la situación de fracaso en
la convivencia mutua no supone un fracaso absoluto —de la persona en cuanto
tal—, sino que puede vivirse desde la dignidad del sujeto personal; el
rompimiento del vínculo, en cambio, no respeta esta dignidad.
Por lo demás, la
interrelación de los fines, hace que cada uno de ellos no pueda darse sino
desde y a través de la asunción plena del otro, lo cual hace más fuertes y
estables las razones apuntadas desde cada uno de ellos.
La
indisolubilidad y el bien común. La tercera consideración es referente
a la fundamentación de las propiedades esenciales, no ya desde la misma
estructura del consorcio conyugal, sino desde el ámbito de la sociedad.
No puede olvidarse que el matrimonio es —él mismo— una realidad societaria,
constituye la base de la sociedad tanto civil como eclesial, y desempeña una
tarea fundamental —de fundamento— en ambos órdenes. De ahí que el
matrimonio no es sólo un bien personal, o un derecho del sujeto en un aspecto
privado de su vida, sino que constituye verdadera y propiamente un elemento
importante del bien común, tanto en la sociedad civil como en el Pueblo
de Dios, tanto en el orden natural como en el de la gracia: «los cónyuges
cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que significan y
participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cfr.
Eph. 5, 32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la
procreación y educación de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del
Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida»[23].
Por eso otro
plano de fundamentación de la unidad e indisolubilidad del matrimonio debe
provenir de los argumentos que muestran la conveniencia social —en una y otra
sociedad— de la defensa de tales propiedades: como dimensión de justicia del
bien común. Conviene recordar que no se trata de una opción ideológica
asentada en un prejuicio confesional, sino que estamos hablando de defender
estas realidades —en el orden civil— con razones y argumentos propiamente
civiles, de ciudadanos en cuanto ciudadanos: argumentos no confesionales, sino
compartibles con cualquier miembro de la sociedad, profese la religión que
profese, pues el matrimonio, y su esencia, y sus fines, y sus propiedades
esenciales, no son patrimonio exclusivo de la Iglesia, sino don de Dios para
toda la humanidad, don para el bien de las personas y don para el bien de los
pueblos[24].
6. Las propiedades esenciales y
la sacramentalidad del matrimonio
Aunque más adelante
se hablará de la sacramentalidad del matrimonio entre bautizados, conviene
ahora recordar que la Iglesia siempre ha mantenido que estas propiedades
esenciales de todo matrimonio «en el matrimonio cristiano alcanzan una
particular firmeza por razón del sacramento»[25].
De estas
palabras puede hacerse notar: a) que el matrimonio cristiano es el mismo
matrimonio natural, con su misma esencia y propiedades esenciales; b)
que se entiende por matrimonio cristiano todo matrimonio, cuando es contraído
por fieles válidamente bautizados; o todo matrimonio natural cuando recibe el
bautismo quien no estaba bautizado; c) que las propiedades esenciales
tienen una firmeza —una estabilidad— inherente al matrimonio natural: derivada
de él mismo; d) que esa firmeza vige para todo matrimonio natural, es
decir, en el que alguna de las partes no ha recibido válidamente el bautismo; e)
que sólo el matrimonio entre bautizados es sacramento; f) que en el
matrimonio entre bautizados la firmeza de estas propiedades se afianza de un
modo propio, específico; g) que tal peculiaris firmitas procede
justamente del hecho de que, al realizarse entre bautizados, el matrimonio se
constituye como sacramento, como una realidad originaria en el plano
sobrenatural; y h) que no existen dos tipos de propiedades esenciales
—uno en el matrimonio natural, y otro en el matrimonio entre bautizados— ni
existen dos firmezas distintas y añadidas —una en cada tipo de matrimonio— sino
que las mismas propiedades se ven fortalecidas en la firmeza que ya de
por sí tenían.
Por eso, aunque
pueda –y deba- hablarse con toda justicia del mal que producen en la sociedad
las leyes que introducen el divorcio (o, mejor, el matrimonio disoluble), sobre
todo se debe actuar –aunque el objetivo no se prevea inmediato- para poner las
condiciones que hagan posible el cambio de la mentalidad social y de la
voluntad de los ciudadanos, de cara a reconocer el matrimonio y a protegerlo en
su integridad. Juan Pablo II en 2002 nos impulsaba a realizarlo así, a partir
del ejemplo de la vida de los cónyuges cristianos: “Esta verdad sobre la
indisolubilidad del matrimonio, como todo el mensaje cristiano, está destinada
a los hombres y a las mujeres de todos los tiempos y lugares. Para que eso se
realice, es necesario que esta verdad sea testimoniada por la Iglesia y, en particular,
por cada familia como "iglesia doméstica", en la que el esposo y la
esposa se reconocen mutuamente unidos para siempre, con un vínculo que exige un
amor siempre renovado, generoso y dispuesto al sacrificio. (…) Los aspectos
doctrinales se han de transmitir, clarificar y defender, pero más importantes
aún son las acciones coherentes. Cuando un matrimonio atraviesa dificultades,
los pastores y los demás fieles, además de tener comprensión, deben recordarles
con claridad y fortaleza que el amor conyugal es el camino para resolver
positivamente la crisis. Precisamente porque Dios los ha unido mediante un
vínculo indisoluble, el esposo y la esposa, empleando todos sus recursos
humanos con buena voluntad, pero sobre todo confiando en la ayuda de la gracia
divina, pueden y deben salir renovados y fortalecidos de los momentos de
extravío.”[26]
Juan Ignacio Bañares
Universidad de Navarra
Juan Ignacio Bañares
Universidad de Navarra
[1]
“Es importante la presentación positiva de la unión indisoluble, para
redescubrir su bien y su belleza. Ante todo, es preciso superar la visión de la
indisolubilidad como un límite a la libertad de los contrayentes, y por tanto
como un peso, que a veces puede resultar insoportable. En esta concepción, la
indisolubilidad se ve como ley extrínseca al matrimonio, como
"imposición" de una norma contra las "legítimas"
expectativas de una ulterior realización de la persona. A esto se añade la
idea, bastante difundida, según la cual el matrimonio indisoluble sería propio
de los creyentes, por lo cual ellos no pueden pretender "imponerlo" a
la sociedad civil en su conjunto.” (Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana,
28.I.2002, n.2).
[2]
“es a la luz de la dignidad de la persona humana –que debe afirmarse por sí misma-
como la razón descubre el valor específico de algunos bienes a los que la
persona se siente naturalmente inclinada. Y desde el momento en que la persona
humana no puede reducirse a una libertad que se autoproyecta, sino que comporta
una determinada estructura espiritual y corpórea, la exigencia moral originaria
de amar y respetar a la persona como fin y nunca como un simple medio, implica
también, intrínsecamente, el respeto de algunos bienes fundamentales, sin el
cual se caería en el relativismo y en el arbitrio” (Juan Pablo II, Enc. Veritatis
Splendor, n. 48).
[3]
Cfr. Conferencia Episcopal
Española, LXXVI
Asamblea Plenaria, Instrucción pastoral La familia, santuario de la vida y
esperanza de la sociedad, 27.IV.2001, nn. 20-21.
[5]
J. Miras, J. I. Bañares, Matrimonio y Familia, Madrid, Rialp, cap. 2 in
fine.
[6]
Sin embargo, es necesario tener en cuenta que, aunque sea requisito de validez
–condición sine qua non-, de por sí la forma no tiene ninguna fuerza
eficiente: no puede causar el matrimonio de nadie. Y esto por la
sencilla razón de que sólo la voluntad de los contrayentes puede hacer de sí un
don conyugal para el otro y recibir al otro como un don conyugal para sí. Nadie
puede ser entregado como esposo o esposa por parte de un tercero: ni los padres
con los hijos, ni el Estado con sus ciudadanos, ni la Iglesia con sus fieles. Esto
significa que, de los dos elementos que constituyen el matrimonio in fieri
o pacto conyugal, la única causa eficiente del vínculo que se origina es la
voluntad de los contrayentes: su consentimiento mutuo y recíproco. La forma, en
cambio, aunque es congruente con la naturaleza social y pública de la identidad
conyugal, no tiene nunca valor constituyente del vínculo, aunque siempre actúa
como requisito indispensable para su constitución. Por eso se puede decir que
el consentimiento matrimonial constituye la esencia del pacto conyugal y la
causa del matrimonio ya constituido.
[7]
Cfr. J. Hervada, Diálogos sobre el amor y el matrimonio, Pamplona, 4ª
ed., 2007, passim.
[8]
Cfr. P. J. Viladrich, El modelo antropológico del matrimonio, Pamplona
2001.
[9]
J. Hervada, Diálogos sobre el amor y el matrimonio, 3ª ed. Eunsa,
Pamplona, 1987, p. 195.
[10]
J. Hervada. La identidad del matrimonio, en “Una caro. Escritos sobre el
matrimonio”, Eunsa, Pamplona 2000, p. 600.
[11]
J. Hervada. La identidad del matrimonio, en “Una caro. Escritos sobre el
matrimonio”, Eunsa, Pamplona 2000, p. 615.
[12]
Código de Derecho Canónico, c. 1055, 1.
[13]
Cfr. J. Hervada, La 'ordinatio ad fines' en el matrimonio canónico, in:
“'Vetera et Nova', Cuestiones de derecho canónico y afines (1958-1991) 2”, Pamplona 1991, 295-390.
[14]"Esta
íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los
hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad"
(Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n. 48).
[15]
A su vez, cada fin comprende al otro, lo exige, y contribuye a realizarlo.
Cuanto se refiere a la posibilidad de engendrar y educar a los hijos debe
realizarse de modo esponsal: como quien se debe al otro en su total
conyugalidad. Cuanto se refiere a la relación interpersonal que busca el bien
del otro debe ser realizado desde la paternidad o maternidad potencial. No cabe
ser esposo sin donarse y ser recibido como padre -potencial-, ni ser esposa sin
donación y recepción como madre -potencial-.
[16] Concilio Vaticano II, Const. Lumen
Gentium, n. 11.
[18]
Canon 1056 del Código de Derecho Canónico de 1983.
[19] Concilio Vaticano II, Const. Lumen
Gentium, n. 48.
[20]
Como es ha dicho, el consentimiento es la causa del vínculo, pero sólo en su origen,
pero no en su contenido ni en su continuidad. De la voluntad divina proviene la
institución, fines y bienes del matrimonio; de la criatura -con la ayuda y
cooperación de Dios- depende el momento inicial de cualquier matrimonio –con
los deberes y bienes que Dios inscribió en la misma naturaleza.
[21]
“El matrimonio "es" indisoluble: esta propiedad expresa
una dimensión de su mismo ser objetivo; no es un mero hecho subjetivo. En
consecuencia, el bien de la indisolubilidad es el bien del matrimonio mismo;
y la incomprensión de su índole indisoluble constituye la incomprensión del
matrimonio en su esencia. De aquí se desprende que el "peso" de la
indisolubilidad y los límites que implica para la libertad humana no son, por
decirlo así, más que el reverso de la medalla con respecto al bien y a las
potencialidades ínsitas en la institución familiar como tal.” (Juan Pablo II, Discurso
a la Rota Romana, 28.I.2002, n.4).
[22]
Es cierto que la separación de los cónyuges puede darse sin atentar contra la
indisolubilidad del matrimonio, y es permitida por la Iglesia en determinadas
circunstancias, pero la condición de ese caso es diversa: en la separación el
padre —o la madre— con quien no conviven sigue siendo su padre o madre único;
la convivencia con ambos puede repartirse; y la propia separación se acepta
precisamente por la imposibilidad de la continuidad de la convivencia conyugal
y en consecuencia como una situación excepcional, como un mal menor y —en
último término— como un remedio para el bien de la propia prole. Pero la
separación de los padres nunca surge de la misma voluntad fundacional del
matrimonio —como objeto del mismo pacto conyugal—, sino como una solución extrema,
de hecho, a una situación de hecho y, en la medida de lo posible,
temporal (cfr cc. 1152, 1153, 1155).
[23] Concilio Vaticano II, Const. Lumen
Gentium, n. 11.
[24]
“No hay que rendirse ante la mentalidad divorcista: lo impide la
confianza en los dones naturales y sobrenaturales de Dios al hombre. La
actividad pastoral debe sostener y promover la indisolubilidad.” (Juan Pablo
II, Discurso a la Rota Romana, 28.I.2002, n.5).
[25]
Código de Derecho Canónico, c. 1056.
[26] Juan
Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 28.I.2002, n.5.
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