jueves, 18 de octubre de 2012

Indisolubilidad del matrimonio


   Aquí tenéis un buen trabajo de un doctor en Derecho Canónico sobre este tema.


Fundamentación de la indisolubilidad del matrimonio

1) Libertad de la persona e indisolubilidad del matrimonio

Al afrontar el tema de la indisolubilidad del matrimonio, nos encontramos varias cuestiones interrelacionadas: de una parte, el concepto de libertad (dentro del concepto de persona, de amor, de perfeccionamiento), como presupuesto de la posibilidad y de la conveniencia de asumir un compromiso estable y permanente. 

De otra parte, las razones que muestran la naturaleza del matrimonio y sus propiedades, el cómo y por qué la indisolubilidad es –por su propia naturaleza- una exigencia del amor conyugal, del matrimonio mismo y de cada uno de los fines… y también del concepto de bien común de la sociedad. Por tanto podríamos decir que existen como tres niveles de explicación: la explicación de la relación libertad, verdad, bien, persona; la explicación del matrimonio y sus propiedades y fines, y la explicación del lugar que ocupa el matrimonio indisoluble dentro del bien de la sociedad, independientemente de las creencias religiosas de sus miembros.

Buena parte de la cultura actual llamada posmoderna defiende el relativismo en el terreno metafísico, gnoseológico y antropológico. Si no existe estructura objetiva alguna, no existe verdad que pueda calificar el conocimiento: de donde se viene a considerar  al individuo como un absoluto. Perdida la relación entre libertad de al persona y verdad del bien, ya no hay criterios. A partir de estos supuestos, se tiende a percibir la libertad exclusivamente como el hecho de poder elegir, sin referencia alguna al contenido de las elecciones. Si la esencia de la libertad es la opción, solo la decisión del acto voluntario es la que crea el bien, y entonces el compromiso se ve como una obstrucción de la libertad, porque ‘retiene’ a la libertad impidiéndole cambiar su elección[1].
En cambio, el hecho es que existe la verdad y existe el bien o el mal: lo que conviene, realiza y perfecciona a un sujeto dotado de dignidad personal y de su condición de hijo de Dios. A partir de esta aceptación de la verdad objetiva del bien, se puede entender la libertad como un dominio o señorío de sí que hace posible que la persona tienda a los bienes mayores (los seres personales) y se decida a hacer de sí misma un don para el servicio de los otros[2]. Ese buscar el bien del otro por delante del bien propio es lo que llamamos en sentido estricto ‘amor’. En este sentido, el compromiso desarrolla la libertad y es muestra de su fuerza, porque en el compromiso el acto de libertad contiene tal grado de decisión y firmeza, de convicción en el bien que escoge, que lo asume conscientemente como algo permanente: es decir, que asume la entrega de los actos de futuro al entregarlos ya en el presente como ‘debidos’.
“Cuando la libertad se reduce a opción, el amor —que es el movimiento de la voluntad hacia lo bueno— queda sustituido por el estímulo más inmediato. Se produce así otro grave error: la sustitución de lo bueno por lo apetecido[3]. Si yo "decido" y "creo" la verdad, también decido y creo el bien en cada momento. En realidad, ya no se trata del bien —que es objetivo— sino de mi voluntad, que queda como fundamento único y último de todo. En lo que se refiere al matrimonio, las consecuencias son implacables. Por esto advertía Juan Pablo II que el modelo cultural "se ha alejado de la plena verdad sobre el hombre y, por consiguiente, no sabe comprender adecuadamente lo que es la verdadera entrega de las personas en el matrimonio"[4].”[5]
Frente a la realidad, la libertad puede hacer uso de ella de forma conveniente o no, buscando el bien o el mal. Pero la libertad no puede recrear o inventar lo que viene ofrecido por la naturaleza: por eso uno puede casarse o no casarse, escoger a una u otra persona, pero no puede determinar el contenido del vínculo conyugal, ni sus cualidades ni su orientación a los fines propios. Al casarme estoy haciendo pasar de potencia a acto una posibilidad que mi naturaleza me ofrecía para unirme en la misma naturaleza a otra persona de sexo diverso en la complementariedad mutua: esto se llama matrimonio. Si yo quiero otra cosa esencialmente distinta, ni estoy queriendo el matrimonio, ni a ese objeto de mi voluntad debería llamarle con ese término. Por eso la naturaleza y las características del matrimonio no violentan a la libertad ni la reducen: porque nadie está obligado a asumirlo, sino que se contrae libremente. Mi libertad puede escoger el matrimonio: pero su contenido viene dado. Mi libertad puede dar o no lugar al vínculo conyugal, pero cuando lo crea, éste surge con todas sus características. Por tanto puedo traer mi matrimonio a la existencia, originando un vínculo que se asienta en mi ser, pero no puedo destruir o deshacer ese vínculo una vez ya está asentado en mi propio ser. Más adelante volveremos sobre esto.

2. El pacto conyugal

Se llama matrimonio in fieri al pacto conyugal, es decir, al momento en que se genera y constituye el vínculo entre los contrayentes. Por eso también se le llama momento genético o constitutivo del matrimonio: su nacer, su ‘hacerse’.
El pacto conyugal constituye por tanto la causa del matrimonio in facto esse (el matrimonio ya constituido). Sin embargo es importante tener en cuenta que el pacto conyugal comprende dos elementos distintos: de una parte, los contrayentes manifiestan su consentimiento, es decir, se dan y reciben en todo lo que son como persona femenina y masculina en orden a los fines propios del matrimonio y a título de deuda.
De otra parte, esa voluntad de darse y aceptarse como esposos viene manifestada ante la sociedad, de manera que sea pública. De esta manera, queda testimonio de ese pacto y de la nueva realidad establecida entre los contrayentes, la sociedad queda obligada a reconocer esa identidad de esposos y las consecuencias debidas en las relaciones de parentesco actual (entre un contrayente y la familia inmediata del otro) y futuro (los hijos que puedan concebir o –en su caso- adoptar).
Encontramos, por tanto, en el pacto conyugal, dos elementos básicos: el acto de consentimiento y la forma establecida por el derecho para su legítima manifestación y recepción. Por un principio de elemental seguridad jurídica, los sistemas matrimoniales exigen como condición o requisito de validez una forma concreta de manifestar el consentimiento. Es decir, aunque dos contrayentes manifiesten su consentimiento mutuo y su voluntad de darse y recibirse como esposos, si no lo hacen de la forma prevista por la norma jurídica, no contraen matrimonio[6].

3. El matrimonio ya constituido (in facto esse)

Suele decirse que la esencia del matrimonio ya constituido es el vínculo que une a los esposos[7]. Siendo cierto, conviene apuntar algunos matices relevantes, para entender bien en qué consiste.
El primer matiz que hay que destacar es que el vínculo consiste en una relación de justicia. En el pacto conyugal, en efecto, la mujer y el varón se dan y reciben en cuanto tales, en orden a los fines propios del matrimonio, a título de deuda. Eso significa que toda la dimensión conyugable (lo masculino y lo femenino en relación a los fines) de cada uno pasa a ser real y verdaderamente del otro, y viceversa.
Esta donación –y la consiguiente aceptación- constituye una verdadera co-posesión de cada cónyuge respecto al otro: una posesión del otro –en lo conyugable- como uno se posee a sí mismo. De modo que cada uno debe amar al otro no con el amor general de amistad, sino con el amor con que se ama a sí mismo.
Que esta donación se dé en justicia, quiere decir que se da y recibe con un título jurídico, es decir, como algo debido. Si antes se casaron porque se amaban, ahora se deben el amor porque se han casado. Lo gratuito ha sido constituido en deuda. El carácter jurídico del vínculo no quiere decir que el matrimonio sea divisible en dos realidades, dimensiones o aspectos: lo jurídico-formal (necesario por imperio de la ley) y lo existencial, que se desarrollaría como al margen, según las leyes más humanas del amor[8]. La dimensión de justicia es esencial, porque constituye la esencia de la unión conyugal: sin ella, no existe matrimonio. Y es ella, a través del vínculo, la que da origen a los derechos y deberes esenciales de toda unión conyugal.
La realidad que constituye el vínculo es la conyugalidad de varón y mujer. Y esta conyugalidad descansa en la estructura misma de la naturaleza humana, en las potencias naturales que ofrecen la complementariedad de la persona femenina y masculina, la inclinación natural entre los sexos, y la posibilidad de constituirse en principio común de generación de modo acorde con la dignidad de la persona.
La conyugalidad, por tanto, es un rasgo de identidad, una relación natural que se constituye desde la libertad de los contrayentes. Como lo son las demás relaciones básicas de parentesco: maternidad-paternidad, filiación, fraternidad. Un rasgo igual de natural que estos otros, porque no lo inventan los contrayentes sino que sólo ponen en acto lo que está ya contenido potencialmente en la estructura sexuada de la persona humana.
La diferencia con los otros rasgos de identidad del parentesco es que todos los demás hacen referencia a la relación de origen y a la prevalencia de la fuerza de la naturaleza: nadie escoge a sus hijos, a sus padres, a sus hermanos. En el caso de la conyugalidad la fuerza unitiva es también la de la naturaleza misma, pero el inicio está en el acto de elección personal que tiene lugar en el consentimiento, que es el acto que pone en marcha esa fuerza unitiva natural.
Los deberes de justicia, en consecuencia, derivan de lo que la misma naturaleza ha establecido que se deban, como consecuencia de ser ambos una ‘unidad en la naturaleza’. Porque son cónyuges –principio de identidad, en el ámbito del ser- se deben entre sí el obrar propio de los esposos, las conductas relativas a los fines del matrimonio. Por eso, aunque en el obrar pueda haber errores o actuaciones negativas, tales conductas no afectan al ser, como el hecho de comportarse mal en cuanto padre, en cuanto hijo, o en cuanto hermano, no eliminan ni disminuyen la relación ontológica de paternidad, filiación o fraternidad.
Por tanto, primero hay una realidad ontológica, que se da en el ser de la persona humana al contraer matrimonio y quedar unidos varón y mujer como cónyuges. De la naturaleza y fines de esa unión se deriva la dimensión de justicia, los derechos y deberes intersubjetivos específicos de tal relación: “pero lo importante y decisivo es el fundamento ontológico (...) el vínculo jurídico no hace otra cosa que unir lo que por naturaleza está ordenado a unirse”[9]. Por esta razón, “podemos decir que el matrimonio comporta, por el vínculo jurídico, una coparticipación y una coposesión mutuas en la virilidad y en la feminidad, haciéndose así los dos esposos una unidad en las naturalezas”[10]. Y luego viene el desarrollo existencial de la vida matrimonial y familiar, en la que los cónyuges deben vivir esos deberes y derechos en el ámbito de una verdadera comunidad de vida y amor: pero pueden no hacerlo así porque de hecho existe la posibilidad de faltar a la fidelidad debida.
Lógicamente, el derecho ni abarca ni expresa totalmente toda la realidad existencial en la que debe consistir esa comunidad de vida y amor: una relación de justicia se refiere a conductas debidas entre sujetos. El éxito en la vida conyugal y familiar y el perfeccionamiento de los cónyuges y de los demás miembros de la familia exige de ordinario un continuo de detalles que en sí mismos no son mensurables o exigibles jurídicamente y que desarrollan las identidades familiares desde el amor.
El segundo matiz que se debe tener en cuenta al hablar en términos generales del vínculo como esencia del matrimonio lo aporta Hervada con clarividencia. “El vínculo es el principio formal de la esencia del matrimonio, siendo el principio material el varón y la mujer. La esencia del matrimonio no es el vínculo, sino el varón y la mujer unidos”[11]. Unidos por el título jurídico de coposesión mutua en las potencias naturales de sus estructuras sexuadas –feminidad y virilidad- en orden a los fines a que la propia naturaleza inclina.

4. Los fines del matrimonio: el bien de los cónyuges y la procreación y educación de los hijos 

        El consorcio conyugal está «ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole»[12]; estas palabras del Código de Derecho Canónico se refieren a la propia tendencia —dinámica— de la relación. De una parte, existe una referencia a la esencia misma del matrimonio; de otra, y simultáneamente, la está contemplando como en movimiento, en cuanto a lo que apunta por sí misma. Por eso se habla de estos dos elementos como de los fines del matrimonio, y se les comprende como ordenaciones de la esencia.
Conviene aquí subrayar que el bien de los cónyuges no puede identificarse sin más con el bien de dos personas cualesquiera, sino que se refiere directamente al consorcio establecido entre un varón y una mujer, pues queda patente que es el consorcio el que está «ordenado por su misma índole natural».
El amor esponsal lleva a una donación comprometida, decíamos antes, de toda la dimensión conyugable de la persona en cuanto varón o mujer: es decir, a una unión -o comunidad- basada en la inclinación natural que proviene del carácter complementario de la modalización sexual del ser humano. Ahora bien, por un lado parece evidente que se trata de una relación entre sujetos: una relación interpersonal; y por otro lado resulta innegable que la complementariedad propia de los sexos dice relación a la posibilidad de la generación de nuevos seres. Parece, por tanto, que no cabe una unión matrimonial que no contenga ambas referencias. Es más, si se habla de la posibilidad de engendrar prole, ésta no puede entenderse sin tener en cuenta el tipo de relación existente entre los sujetos personales concretos que la encarnan. Si se habla de una donación interpersonal plena, en cuanto varón y mujer, no cabe concebirla sin la aceptación de la paternidad y maternidad potenciales que entraña. De ahí que entendamos tanto el bien de los cónyuges como la posibilidad de la prole en términos de ordenación de la misma estructura del matrimonio en su totalidad[13]. Es la misma unión -la misma comunidad- la que tiende, por la propia fuerza de su naturaleza, a ambos fines. El ser esposos supone y significa esa ordenación. No se trata de una yuxtaposición, ni de una superposición, ni de unos elementos  separables.
Es necesario hablar de los fines al hablar de la comunidad conyugal; es necesario tenerlos presentes en su ordenación al referirnos tanto a la unidad -y fidelidad- debidas, como a la indisolubilidad de la unión matrimonial[14]. Cada una de las propiedades esenciales del matrimonio vienen exigidas por ambos fines: y cada una de ellas contribuyen a la posibilidad de su realización, de una u otra manera[15]. En la Constitución Lumen Gentium, esta unidad de los fines se expresa con las siguientes palabras: "Los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cfr. Eph., 5, 32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida"[16]. No se trata por tanto de dos piezas aisladas o superpuestas, sino de una única realidad —el consorcio constituido por ambos cónyuges— que contiene y se desarrolla en dos dimensiones: la relación propia de los esposos, procurando cada uno el bien del otro, exige la donación y aceptación íntegra de la dimensión sexuada de cada uno de ellos, y en consecuencia la de su paternidad o maternidad potencial. A su vez, la ordenación del consorcio a la generación y educación de la prole, debe realizarse de modo conyugal: como quien —por título de justicia— se debe al otro en la integridad de su dimensión sexuada. Es más, no se puede hablar de la comunidad conyugal sin hacer referencia a sus fines: y resulta imprescindible su comprensión y su unidad para entender adecuadamente sus propiedades esenciales, pues cada una de ellas viene derivada y exigida por cada uno de los fines. Por lo demás, en el matrimonio sacramental esta unidad de los fines queda especialmente subrayada, pues, en palabras de la Const. Lumen Gentium, «Los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cfr. Eph., 5, 32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida»[17].

5. Las propiedades esenciales del matrimonio y su interrelación
“Las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento”[18]. La exposición es clara y lineal: en la primera frase se establece de modo directo y terminante que «las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad». Esta afirmación implica los siguientes presupuestos: a) el texto se está refiriendo al matrimonio en cuanto unión conyugal ya constituida (matrimonio in facto esse), puesto que tales propiedades no pueden ser predicadas del matrimonio en cuanto pacto conyugal; b) el matrimonio del que se habla es el matrimonio natural, todo matrimonio, independientemente de su elevación al orden de la gracia: lo cual se comprueba por el contenido expreso de la oración subordinada de relativo que sigue a continuación y cierra el texto del parágrafo; c) la esencia del matrimonio tiene propiedades; d) estas propiedades consisten en el carácter único e indisoluble del vínculo, ya que el vínculo constituye el principio formal de la esencia; e) sólo estas notas pueden ser consideradas como propiedades esenciales; y f) no se excluye que el matrimonio pueda tener otras propiedades, ni se trata acerca de la diversa importancia que esas eventuales propiedades pudieran tener desde el punto de vista objetivo o subjetivo, pero queda establecido —por exclusión— que no pueden ser consideradas esenciales.
¿Por qué tal unión —para ser verdadero matrimonio, y no otra cosa— exige las propiedades citadas? En principio puede decirse que es precisamente la riqueza y dignidad ontológica de la persona sexuada —que se constituye a la vez en sujeto y objeto del mismo pacto— la que exige estas propiedades como integrantes de la dimensión de justicia de la relación vincular. Concretando más, conviene considerar la cuestión desde diversas perspectivas. Comencemos por analizar brevemente la propiedad de la unidad del matrimonio.

La unidad y el pacto conyugal. La voluntad de establecer el consorcio se concreta en el acto de «querer ser cónyuge», es decir, querer darse y recibirse como esposa o esposo: y un modo tal de querer no es susceptible de ser multiplicado. La razón es que quien quiere donarse a sí mismo en una dimensión —como la sexual— que abarca enteramente a su persona, y desea recibir al otro como un don igual a sí, no puede a la vez querer hacerlo respecto a un tercero. De una parte, tal dimensión —en cuanto objeto del acto de voluntad— no es ni divisible ni compartible, precisamente por ser personal. De otra parte la dignidad del sujeto no permite un desdoblamiento entre su dimensión sexuada y su ser personal, de modo que una misma persona se done simultáneamente a varios. Así como la dimensión sexuada —el ser varón o mujer— se realiza en la persona y «se agota» en ella, la condición de cónyuge «se agota» igualmente en la persona.
La unidad y el matrimonio ya constituido. Desde una perspectiva típica del matrimonio in facto esse, la cuestión de la unidad como propiedad debe verse también en relación con la esencia, propiedades y fines.  Respecto a la esencia —asentada en la relación vincular que se establece entre los cónyuges al constituirlos como tales— puede decirse que el vínculo no es multiplicable porque no pueden existir dos títulos de justicia respecto al mismo objeto —el varón o la mujer, en su dimensión sexuada, conyugable— que sean a la vez plenos (cfr cc. 1134, 1085).
Si tales vínculos son distintos, al menos uno de ellos no será un vínculo conyugal; si se pretende que sean iguales no pueden coexistir porque no es posible ni vivirse como cónyuge por duplicado, ni ser vivido como tal: faltaría la condición de plenitud propia del sujeto y del objeto del pacto. En todos los casos, además, la multiplicación del vínculo produciría problemas de justicia imposibles de subsanar.
La unidad y los fines del matrimonio. Respecto a los fines —ordenaciones de la esencia—, también ellos exigen la unidad: el conocido texto de la Const. Lumen Gentium recuerda que «esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad»[19]. Por un lado, el bien de los cónyuges exige como presupuesto en su origen el reconocimiento de la igual dignidad de ambos y —como término— la dedicación al otro de toda la riqueza de la propia masculinidad o feminidad (que, obviamente, no se reduce al ámbito de la genitalidad); por otro lado exige también, como medio de realización personal, la coposesión del otro en esa misma dimensión femenina o masculina. La intimidad conyugal que exige este bien del matrimonio no puede alcanzarse si la relación no es exclusiva: pues no podría llegar a ser total, a alcanzar la integridad de la persona. Por su parte, el bien de la prole exige igualmente la exclusividad del vínculo: la potencial maternidad o paternidad no puede darse enteramente si se comparte; la conexión entre la conyugalidad y la maternidad o paternidad se quebraría: puesto que uno —o los dos— podrían ser padres sin compartir la conyugalidad que debe originar la relación de filiación.
Los hijos. Además, la dignidad personal de los hijos reclama la exigencia de nacer de padres que sean cónyuges entre sí, es decir, cuya donación mutua sea plena y exclusiva. Puede añadirse que, en el orden práctico de la sustentación y educación de los hijos se derivarían dificultades insolubles, no sólo materiales, sino también de orden moral: también los hijos, en función de su dignidad de personas, solicitan una dedicación conjunta y exclusiva (cfr c. 1136).
Es cierto que la separación de los cónyuges puede darse sin atentar contra la unidad del matrimonio, y es permitida por la Iglesia en determinadas circunstancias, pero la condición de ese caso es diversa: en la separación el padre —o la madre— con quien no conviven sigue siendo su padre o madre único; la convivencia con ambos puede repartirse; y la propia separación se acepta precisamente por la imposibilidad de la continuidad de la convivencia conyugal y en consecuencia como una situación excepcional, como un mal menor y —en último término— como un remedio para el bien de la propia prole. Pero la separación de los padres nunca surge de la misma voluntad fundacional del matrimonio —como objeto del mismo pacto conyugal—, sino como una solución extrema, de hecho,  a una situación de hecho y, en la medida de lo posible, temporal (cfr cc. 1152, 1153, 1155).
Por lo demás, la interrelación de los fines, de la que hemos hablado al comentar el c. 1055, hace que cada uno no pueda darse sino desde y a través de la asunción plena del otro, lo cual hace más fuertes y estables las razones apuntadas desde cada uno de ellos.
La indisolubilidad y el pacto conyugal. Con respecto a la indisolubilidad, si atendemos a la perspectiva del pacto conyugal, podemos considerar que un acto de voluntad matrimonial que deje abierta la propia donación en su dimensión temporal, no puede ser completo; no puede agotar el ámbito de lo conyugable; no puede estar plenamente anclado en su carácter personal. La riqueza de la persona es tal, y la estructura óntica que posibilita el matrimonio está tan arraigada en ella, que no es posible darse reservando la duración del vínculo: pues lo que funda el pacto conyugal es justamente una relación —como lo es la filiación, o la maternidad y paternidad— sustentada en esa estructura que se da en el orden del ser. La voluntad matrimonial no consiste en querer «hacer de esposo», sino en querer «ser esposo»: y las relaciones instauradas en el orden del ser se asientan en la persona y perduran con ella. Querer la disolubilidad es pretender permanecer como dueño de la donación realizada que, en consecuencia, deja de ser una donación plena; es, en el fondo, querer dejar la existencia misma del vínculo —en cuanto a su término— pendiente de la propia y exclusiva voluntad: y además, en cuanto derecho subjetivo[20].
La indisolubilidad y el matrimonio ya constituido. Desde la perspectiva del in facto esse, pueden desglosarse los motivos que responden a la esencia (vínculo) y a los fines (la prole y el bien de los cónyuges). El vínculo, en efecto, aunque originado exclusivamente por la voluntad de las partes, una vez establecido no puede ser roto por la voluntad de los mismos cónyuges o de otros. La razón es que el objeto del pacto no consiste en una opción arbitraria determinada por los contrayentes o por el Derecho positivo, sino que se asienta sobre la propia estructura de la persona, como hemos visto: y se asienta poniendo en acto una potencia de la naturaleza[21]. Ciertamente se es plenamente libre para dar lugar o no a la actualización de esa «unión en las naturalezas», pero cuando se ha originado, el nudo queda constituido con la fuerza y la necesidad de la naturaleza misma.
Desde punto de vista de la prole como fin del matrimonio, pueden considerarse diversas razones. En primer lugar, la dignidad personal de los hijos reclama la exigencia de nacer de padres que sean cónyuges entre sí, es decir, cuya donación mutua sea plena y exclusiva, no sólo de hecho, sino también de derecho. Sobre todo, en el orden práctico de la sustentación y educación de los hijos se derivan dificultades insolubles, no sólo materiales, sino especialmente de orden moral[22]: también los hijos, en función de su dignidad de personas, solicitan una dedicación conjunta y exclusiva.
A ello habría que añadir la huella que deja en los hijos el hecho de ver multiplicados, los ‘vínculos’ conyugales de sus padres —aunque sea de modo «sucesivo»— y además la ficticia relación de paternidad o maternidad –también sucesiva- de otros respecto de ellos, y la pretendida multiplicación del parentesco, especialmente el de la fraternidad, igualmente ficticia.
Desde el punto de vista del bien de los cónyuges, hay que hacer notar, en primer lugar, que el proceso de colaboración con el perfeccionamiento del otro —y de perfeccionamiento propio en la realización de esa tarea— no puede darse con la pretendida disolución del vínculo y el cese de la condición de cónyuges. Por ello este fin del matrimonio, en cuanto ordenación de la esencia, exige la indisolubilidad; por otra parte, cuando se da el fracaso de la convivencia conyugal no se modifica ni la esencia de la relación establecida entre los esposos, ni sus ordenaciones o fines: el mantenimiento del vínculo, a pesar de todo, constituye un bien mayor, puesto que incluso la situación de fracaso en la convivencia mutua no supone un fracaso absoluto —de la persona en cuanto tal—, sino que puede vivirse desde la dignidad del sujeto personal; el rompimiento del vínculo, en cambio, no respeta esta dignidad.
Por lo demás, la interrelación de los fines, hace que cada uno de ellos no pueda darse sino desde y a través de la asunción plena del otro, lo cual hace más fuertes y estables las razones apuntadas desde cada uno de ellos.
La indisolubilidad y el bien común. La tercera consideración es referente a la fundamentación de las propiedades esenciales, no ya desde la misma estructura del consorcio conyugal, sino desde el ámbito de la sociedad. No puede olvidarse que el matrimonio es —él mismo— una realidad societaria, constituye la base de la sociedad tanto civil como eclesial, y desempeña una tarea fundamental —de fundamento— en ambos órdenes. De ahí que el matrimonio no es sólo un bien personal, o un derecho del sujeto en un aspecto privado de su vida, sino que constituye verdadera y propiamente un elemento importante del bien común, tanto en la sociedad civil como en el Pueblo de Dios, tanto en el orden natural como en el de la gracia: «los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cfr. Eph. 5, 32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida»[23].
Por eso otro plano de fundamentación de la unidad e indisolubilidad del matrimonio debe provenir de los argumentos que muestran la conveniencia social —en una y otra sociedad— de la defensa de tales propiedades: como dimensión de justicia del bien común. Conviene recordar que no se trata de una opción ideológica asentada en un prejuicio confesional, sino que estamos hablando de defender estas realidades —en el orden civil— con razones y argumentos propiamente civiles, de ciudadanos en cuanto ciudadanos: argumentos no confesionales, sino compartibles con cualquier miembro de la sociedad, profese la religión que profese, pues el matrimonio, y su esencia, y sus fines, y sus propiedades esenciales, no son patrimonio exclusivo de la Iglesia, sino don de Dios para toda la humanidad, don para el bien de las personas y don para el bien de los pueblos[24].

6. Las propiedades esenciales y la sacramentalidad del matrimonio

Aunque más adelante se hablará de la sacramentalidad del matrimonio entre bautizados, conviene ahora recordar que la Iglesia siempre ha mantenido que estas propiedades esenciales de todo matrimonio «en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento»[25].
De estas palabras puede hacerse notar: a) que el matrimonio cristiano es el mismo matrimonio natural, con su misma esencia y propiedades esenciales; b) que se entiende por matrimonio cristiano todo matrimonio, cuando es contraído por fieles válidamente bautizados; o todo matrimonio natural cuando recibe el bautismo quien no estaba bautizado; c) que las propiedades esenciales tienen una firmeza —una estabilidad— inherente al matrimonio natural: derivada de él mismo; d) que esa firmeza vige para todo matrimonio natural, es decir, en el que alguna de las partes no ha recibido válidamente el bautismo; e) que sólo el matrimonio entre bautizados es sacramento; f) que en el matrimonio entre bautizados la firmeza de estas propiedades se afianza de un modo propio, específico; g) que tal peculiaris firmitas procede justamente del hecho de que, al realizarse entre bautizados, el matrimonio se constituye como sacramento, como una realidad originaria en el plano sobrenatural; y h) que no existen dos tipos de propiedades esenciales —uno en el matrimonio natural, y otro en el matrimonio entre bautizados— ni existen dos firmezas distintas y añadidas —una en cada tipo de matrimonio— sino que las mismas propiedades se ven fortalecidas en la firmeza que ya de por sí tenían.
Por eso, aunque pueda –y deba- hablarse con toda justicia del mal que producen en la sociedad las leyes que introducen el divorcio (o, mejor, el matrimonio disoluble), sobre todo se debe actuar –aunque el objetivo no se prevea inmediato- para poner las condiciones que hagan posible el cambio de la mentalidad social y de la voluntad de los ciudadanos, de cara a reconocer el matrimonio y a protegerlo en su integridad. Juan Pablo II en 2002 nos impulsaba a realizarlo así, a partir del ejemplo de la vida de los cónyuges cristianos: “Esta verdad sobre la indisolubilidad del matrimonio, como todo el mensaje cristiano, está destinada a los hombres y a las mujeres de todos los tiempos y lugares. Para que eso se realice, es necesario que esta verdad sea testimoniada por la Iglesia y, en particular, por cada familia como "iglesia doméstica", en la que el esposo y la esposa se reconocen mutuamente unidos para siempre, con un vínculo que exige un amor siempre renovado, generoso y dispuesto al sacrificio. (…) Los aspectos doctrinales se han de transmitir, clarificar y defender, pero más importantes aún son las acciones coherentes. Cuando un matrimonio atraviesa dificultades, los pastores y los demás fieles, además de tener comprensión, deben recordarles con claridad y fortaleza que el amor conyugal es el camino para resolver positivamente la crisis. Precisamente porque Dios los ha unido mediante un vínculo indisoluble, el esposo y la esposa, empleando todos sus recursos humanos con buena voluntad, pero sobre todo confiando en la ayuda de la gracia divina, pueden y deben salir renovados y fortalecidos de los momentos de extravío.”[26]

Juan Ignacio Bañares
Universidad de Navarra







[1] “Es importante la presentación positiva de la unión indisoluble, para redescubrir su bien y su belleza. Ante todo, es preciso superar la visión de la indisolubilidad como un límite a la libertad de los contrayentes, y por tanto como un peso, que a veces puede resultar insoportable. En esta concepción, la indisolubilidad se ve como ley extrínseca al matrimonio, como "imposición" de una norma contra las "legítimas" expectativas de una ulterior realización de la persona. A esto se añade la idea, bastante difundida, según la cual el matrimonio indisoluble sería propio de los creyentes, por lo cual ellos no pueden pretender "imponerlo" a la sociedad civil en su conjunto.” (Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 28.I.2002, n.2).
[2] “es a la luz de la dignidad de la persona humana –que debe afirmarse por sí misma- como la razón descubre el valor específico de algunos bienes a los que la persona se siente naturalmente inclinada. Y desde el momento en que la persona humana no puede reducirse a una libertad que se autoproyecta, sino que comporta una determinada estructura espiritual y corpórea, la exigencia moral originaria de amar y respetar a la persona como fin y nunca como un simple medio, implica también, intrínsecamente, el respeto de algunos bienes fundamentales, sin el cual se caería en el relativismo y en el arbitrio” (Juan Pablo II, Enc. Veritatis Splendor, n. 48).
[3] Cfr. Conferencia Episcopal Española, LXXVI Asamblea Plenaria, Instrucción pastoral La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad, 27.IV.2001, nn. 20-21.
[4] Juan Pablo II, Carta a las familias, 2.II.1994, n. 20.
[5] J. Miras, J. I. Bañares, Matrimonio y Familia, Madrid, Rialp, cap. 2 in fine.
[6] Sin embargo, es necesario tener en cuenta que, aunque sea requisito de validez –condición sine qua non-, de por sí la forma no tiene ninguna fuerza eficiente: no puede causar el matrimonio de nadie. Y esto por la sencilla razón de que sólo la voluntad de los contrayentes puede hacer de sí un don conyugal para el otro y recibir al otro como un don conyugal para sí. Nadie puede ser entregado como esposo o esposa por parte de un tercero: ni los padres con los hijos, ni el Estado con sus ciudadanos, ni la Iglesia con sus fieles. Esto significa que, de los dos elementos que constituyen el matrimonio in fieri o pacto conyugal, la única causa eficiente del vínculo que se origina es la voluntad de los contrayentes: su consentimiento mutuo y recíproco. La forma, en cambio, aunque es congruente con la naturaleza social y pública de la identidad conyugal, no tiene nunca valor constituyente del vínculo, aunque siempre actúa como requisito indispensable para su constitución. Por eso se puede decir que el consentimiento matrimonial constituye la esencia del pacto conyugal y la causa del matrimonio ya constituido.
[7] Cfr. J. Hervada, Diálogos sobre el amor y el matrimonio, Pamplona, 4ª ed., 2007, passim.
[8] Cfr. P. J. Viladrich, El modelo antropológico del matrimonio, Pamplona 2001.
[9] J. Hervada, Diálogos sobre el amor y el matrimonio, 3ª ed. Eunsa, Pamplona, 1987, p. 195.
[10] J. Hervada. La identidad del matrimonio, en “Una caro. Escritos sobre el matrimonio”, Eunsa, Pamplona 2000, p. 600.
[11] J. Hervada. La identidad del matrimonio, en “Una caro. Escritos sobre el matrimonio”, Eunsa, Pamplona 2000, p. 615.
[12] Código de Derecho Canónico, c. 1055, 1.
[13] Cfr. J. Hervada, La 'ordinatio ad fines' en el matrimonio canónico, in: “'Vetera et Nova', Cuestiones de derecho canónico y afines (1958-1991) 2”,  Pamplona 1991, 295-390.
[14]"Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad" (Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n. 48).
[15] A su vez, cada fin comprende al otro, lo exige, y contribuye a realizarlo. Cuanto se refiere a la posibilidad de engendrar y educar a los hijos debe realizarse de modo esponsal: como quien se debe al otro en su total conyugalidad. Cuanto se refiere a la relación interpersonal que busca el bien del otro debe ser realizado desde la paternidad o maternidad potencial. No cabe ser esposo sin donarse y ser recibido como padre -potencial-, ni ser esposa sin donación y recepción como madre -potencial-.
[16] Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium, n. 11.
[17] Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium, n. 11.
[18] Canon 1056 del Código de Derecho Canónico de 1983.
[19] Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium, n. 48.
[20] Como es ha dicho, el consentimiento es la causa del vínculo, pero sólo en su origen, pero no en su contenido ni en su continuidad. De la voluntad divina proviene la institución, fines y bienes del matrimonio; de la criatura -con la ayuda y cooperación de Dios- depende el momento inicial de cualquier matrimonio –con los deberes y bienes que Dios inscribió en la misma naturaleza.
[21]El matrimonio "es" indisoluble: esta propiedad expresa una dimensión de su mismo ser objetivo; no es un mero hecho subjetivo. En consecuencia, el bien de la indisolubilidad es el bien del matrimonio mismo; y la incomprensión de su índole indisoluble constituye la incomprensión del matrimonio en su esencia. De aquí se desprende que el "peso" de la indisolubilidad y los límites que implica para la libertad humana no son, por decirlo así, más que el reverso de la medalla con respecto al bien y a las potencialidades ínsitas en la institución familiar como tal.” (Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 28.I.2002, n.4).
[22] Es cierto que la separación de los cónyuges puede darse sin atentar contra la indisolubilidad del matrimonio, y es permitida por la Iglesia en determinadas circunstancias, pero la condición de ese caso es diversa: en la separación el padre —o la madre— con quien no conviven sigue siendo su padre o madre único; la convivencia con ambos puede repartirse; y la propia separación se acepta precisamente por la imposibilidad de la continuidad de la convivencia conyugal y en consecuencia como una situación excepcional, como un mal menor y —en último término— como un remedio para el bien de la propia prole. Pero la separación de los padres nunca surge de la misma voluntad fundacional del matrimonio —como objeto del mismo pacto conyugal—, sino como una solución extrema, de hecho, a una situación de hecho y, en la medida de lo posible, temporal (cfr cc. 1152, 1153, 1155).
[23] Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium, n. 11.
[24]No hay que rendirse ante la mentalidad divorcista: lo impide la confianza en los dones naturales y sobrenaturales de Dios al hombre. La actividad pastoral debe sostener y promover la indisolubilidad.” (Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 28.I.2002, n.5).
[25] Código de Derecho Canónico, c. 1056.
[26] Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 28.I.2002, n.5.

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