A la gente de mi generación la figura del papa Francisco le trae a la memoria aspectos de Juan XXIII, pero quizá no ha tenido suficiente eco en la opinión pública el recuerdo de su última y gran encíclica, Pacem in terris, del 11 de abril de 1963, Jueves Santo de aquel año. El propio Francisco mencionó el aniversario en su audiencia del 11 a los miembros de la "Papal Foundation", durante su visita anual a Roma: pidió que la efemérides "sea un incentivo para comprometerse siempre más en promover la reconciliación y la paz a todos los niveles".
Entre tantos temas de gran actualidad, no se pueden olvidar asuntos
antiguos y nuevos como la construcción de la paz, fruto del orden social
y del respeto de los derechos humanos. Juan XXIII se dirigía al mundo
en tiempos aún de guerra fría: apenas unos meses antes el planeta había
temblado con la "crisis de los misiles", que apuntaban desde Cuba hacia
Estados Unidos... Y hoy varios continentes siguen anegados por
conflictos regionales de máxima entidad, incluidas las amenazas
nucleares de Corea del norte.
El documento de 1963, auténtico pórtico de aspectos esenciales de la
Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II (7-12-1965), se
dirigía a una civilización que había inaugurado el siglo XX con la
euforia del progreso continuo e ilimitado, pero se trastornó con dos
guerras mundiales, terribles totalitarismos, y persecuciones étnicas y
religiosas increíbles. La Encíclica dio nuevo impulso a un creciente
movimiento pacifista, lleno de ilusión, a pesar de crisis y conflictos.
Señaló cuatro condiciones esenciales para la paz: la verdad, la
justicia, el amor y la libertad; y muy particularmente, la promoción de
los derechos humanos, incluida la participación democrática en la vida
pública. Mucho de eso necesitaba la España de los sesenta, y la
Encíclica dio esperanza a gente que, sin duda, se unirá a un recuerdo
agradecido, y tal vez reflexione con iniciativa para evitar que se
malogre lo conseguido después, no sin notorios esfuerzos que se pueden
dilapidar irresponsablemente.
Juan Pablo II invocó en abril de 2003 la encíclica de su santo
predecesor. El cuadragésimo aniversario llegó en plena invasión de Iraq,
un país trágico que no consigue alcanzar la paz diez años después,
sobre todo, por la incidencia del terrorismo. Personalmente, me
sorprendió entonces el grado de crispación que se produjo en España en
nombre de la paz, con inusitada proliferación de marchas y
manifestaciones populares.
Aquel aparente pacifismo reflejaba el simplismo del mero rechazo de
la guerra. El gran reto sigue siendo la construcción de políticas
justas, dentro de una cultura de paz y concordia universales, que enlaza
con viejas utopías cristianas, como las de Moro o Kant. Por entonces,
Andrea Riccardi, el fundador de la comunidad de san Egidio, se refería a
cuatro posibles puntos capitales, que parecen esenciales diez años
después: la primacía de la solidaridad; la unidad política ‑y también
militar‑ de Europa; la lucha decidida contra la pobreza en el mundo y,
en fin, la búsqueda del consenso.
Construir una convivencia pacífica exige renuncias personales y
esfuerzos denodados. Algunos neopacifistas dan la impresión de no querer
tanto la paz, como la simple tranquilidad, sin complicaciones. Poco
tiene que ver con la tranquilitas ordinis de Agustín. Más recuerda la
ley del embudo, que olvida conflictos porque no intervienen los Estados
Unidos, aunque sean más graves y produzcan millones de víctimas
ignoradas. De hecho, Juan Pablo II manifestaba su inquietud, en la
Semana Santa de 2003, a los universitarios participantes en la 36ª
edición del Congreso UNIV, que habían trabajado desde meses antes sobre
el tema "Construir la paz en el siglo XXI": el Papa estaba preocupado
"no sólo por la situación en Iraq, sino también por tantos otros focos
de violencia y de guerra que se han encendido en varios continentes".
Mucho se ha escrito sobre la necesidad de un nuevo orden mundial, más
allá de la primacía de criterios económicos. Tras las catástrofes
bélicas del siglo XX, y los incesantes conflictos del XXI, crece el
anhelo de paz. Juan XXIII supo universalizar esas ansias de convivencia
en la Pacem in terris de 1963, que constituyó también, antes del
Concilio Vaticano II, como una recepción formal católica de los derechos
humanos modernos: sólo desde el profundo respeto de la dignidad humana
era concebible la paz, fruto de la justicia, según el lema de Pío XII.
El reto sigue abierto, no sólo para los creyentes, sino para cuantos
tienen buena voluntad.
Salvador Bernal
Religión Confidencial
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