El 14 de abril el Papa Francisco celebró misa en la Basílica de San Pablo Extramuros. Junto a la tumba de San Pablo, quiso reflexionar sobre tres verbos: anunciar, dar testimonio, adorar. Y comenzó invitando a preguntarse: "¿Somos capaces de llevar la Palabra de Dios a nuestros ambientes de vida? ¿Sabemos hablar de Cristo, de lo que representa para nosotros, en familia, con los que forman parte de nuestra vida cotidiana?". Desde ahí desarrolló cómo "la fe nace de la escucha, y se refuerza con el anuncio".
En primer lugar el anuncio. Este no consiste solo en palabras, sino
que ante todo se realiza con el testimonio de la vida, "con la entrega
de nosotros mismos, sin reservas, sin cálculos, a veces a costa incluso
de nuestra vida", como Jesús anunció a Pedro (cf. Jn 21, 18).
Y de nuevo nos pregunta el Papa: " ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo
con mi fe? ¿Tengo el valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar,
decidir y vivir como cristiano, obedeciendo a Dios?".
Ciertamente, explica Francisco, el testimonio de la fe tiene muchas
formas, como un gran mural con variedad de colores y matices. Entre
ellas se refirió al testimonio "escondido de quien vive con sencillez su
fe en lo cotidiano de las relaciones de familia, de trabajo, de
amistad"; y además está el testimonio de los mártires (palabra que
quiere decir precisamente "testigos"), marcada con el precio de su
sangre.
Pero en todo caso, "no se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin el
testimonio concreto de la vida. Quien nos escucha y nos ve, debe poder
leer en nuestros actos eso mismo que oye en nuestros labios, y dar
gloria a Dios". Así lo aconsejaba también San Francisco de Asís. Y el
Papa Francisco señala con claridad: "La incoherencia de los fieles y los
Pastores entre lo que dicen y lo que hacen, entre la palabra y el modo
de vivir, mina la credibilidad de la Iglesia".
Anuncio y testimonio. Pues bien, esto –continúa– solamente es posible
si reconocemos a Jesucristo, si estamos junto a él, si le rezamos, si
le adoramos (cf. Jn 21, 12; Ap. 5, 11-14) Por eso insiste el Papa
Francisco, preguntando: "Tú, yo, ¿adoramos al Señor? ¿Acudimos a Dios
sólo para pedir, para agradecer, o nos dirigimos a él también para
adorarlo? Pero, entonces, ¿qué quiere decir adorar a Dios?" Se trata,
señala el Papa, de pararse para dialogar con Dios de modo que su
presencia llegue a ser la que ilumine, determine y vivifique toda
nuestra vida.
Esto tiene como consecuencia "despojarnos de tantos ídolos, pequeños o
grandes, que tenemos, y en los cuales nos refugiamos, en los cuales
buscamos y tantas veces ponemos nuestra seguridad. Son ídolos que a
menudo mantenemos bien escondidos; pueden ser la ambición, el
carrerismo, el gusto del éxito, el poner en el centro a uno mismo, la
tendencia a estar por encima de los otros, la pretensión de ser los
únicos amos de nuestra vida, algún pecado al que estamos apegados, y
muchos otros".
De nuevo nos invita a examinarnos con sinceridad: "¿He pensado en qué
ídolo oculto tengo en mi vida que me impide adorar al Señor?"; pues
"adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más
recónditos, y escoger al Señor como centro, como vía maestra de nuestra
vida".
Un mes antes, en la parroquia de Santa Ana, el Papa Francisco daba ya
nombre a uno de esos ídolos: la falta de misericordia, el pensar que
solamente son los demás, y no nosotros mismos, quienes han arrepentirse.
"Nosotros somos este pueblo que, por un lado, quiere oír a Jesús pero
que, por otro, a veces nos gusta hacer daño a los otros, condenar a los
demás". Nos consideramos justos, cuando realmente somos más bien
fariseos (cf. Jn 8, 4-5; Mc 2, 16; Lc 18, 11s.) (cf. Homilía,
17-III-2013).
Cuánta razón tiene el Papa, y qué buena sería esa renuncia a los
ídolos, comenzando por ese que con frecuencia "adoramos": nosotros
mismos.
Ramiro Pellitero, Universidad de Navarra
iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com.es
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