«Si
el progresismo no es defender la vida, la más pequeña y menesterosa,
contra la agresión social, y precisamente en la era de los
anticonceptivos, ¿qué pinto yo aquí? Porque para estos progresistas que
aún defienden a los indefensos y rechazan cualquier forma de violencia,
la náusea se produce igualmente ante una explosión atómica, una cámara
de gas o un quirófano esterilizado»
Por su interés, magisterio moral y oportunidad, reproduzco a continuación este texto labrado por el genio literario de Miguel Delibes
en la tercera de ABC hace más de un cuarto de siglo, escrito con la
misma prosa tranquila con que desgrana las cuentas de su alma entre las
palabras de sus escritos periodísticos y literarios. Con la misma
tersura de sus novelas, con la misma convicción de su vida, con la
sencillez y el enorme peso del mismo sentido común que de ordinario sale
de su pluma.
«En
estos días en que tan frecuentes son las manifestaciones en favor del
aborto libre, me ha llamado la atención un grito que, como una exigencia
natural, coreaban las manifestantes: “Nosotras parimos, nosotras decidimos”.
En principio, la reclamación parece incontestable y así lo sería si lo
parido fuese algo inanimado, algo que el día de mañana no pudiese, a su
vez, objetar dicha exigencia, esto es, parte interesada, hoy muda, de
tan importante decisión.
La
defensa de la vida suele basarse en todas partes en razones éticas,
generalmente de moral religiosa, y lo que se discute en principio es si
el feto es o no es un ser portador de derechos y deberes desde el
instante de la concepción. Yo creo que esto puede llevarnos a
argumentaciones bizantinas a favor y en contra, pero una cosa está
clara: el óvulo fecundado es algo vivo, un proyecto de ser, con un
código genético propio que con toda probabilidad llegará a serlo del
todo si los que ya disponemos de razón no truncamos artificialmente el
proceso de viabilidad.
De
aquí se deduce que el aborto no es matar (parece muy fuerte eso de
calificar al abortista de asesino), sino interrumpir vida; no es lo
mismo suprimir a una persona hecha y derecha que impedir que un embrión
consume su desarrollo por las razones que sea. Lo importante, en este
dilema, es que el
feto aún carece de voz, pero, como proyecto de persona que es, parece
natural que alguien tome su defensa, puesto que es la parte débil del
litigio.
La socióloga americana Priscilla Conn,
en un interesante ensayo, considera el aborto como un conflicto entre
dos valores: santidad y libertad, pero tal vez no sea éste el punto de
partida adecuado para plantear el problema. El término santidad parece
incluir un componente religioso en la cuestión, pero desde el momento en
que no se legisla únicamente para creyentes, convendría buscar otros
argumentos ajenos a la noción de pecado.
En
lo concerniente a la libertad habrá que preguntarse en qué momento hay
que reconocer al feto tal derecho y resolver entonces en nombre de qué
libertad se le puede negar a un embrión la libertad de nacer. Las
partidarias del aborto sin limitaciones piden en todo el mundo libertad
para su cuerpo. Eso está muy bien y es de razón siempre que en su uso no
haya perjuicio de tercero. Esa misma libertad es la que podría exigir
el embrión si dispusiera de voz, aunque en un plano más modesto: la
libertad de tener un cuerpo para poder disponer mañana de él con la
misma libertad que hoy reclaman sus presuntas y reacias madres.
Seguramente el derecho a tener un cuerpo debería ser el que encabezara
el más elemental código de derechos humanos, en el que también se
incluiría el derecho a disponer de él, pero, naturalmente,
subordinándole al otro.
Y el caso es que el abortismo ha venido a incluirse entre los postulados de la moderna “progresía”.
En nuestro tiempo es casi inconcebible un progresista antiabortista.
Para estos, todo aquel que se opone al aborto libre es un retrógrado,
posición que, como suele decirse, deja a mucha gente, socialmente
avanzada, con el culo al aire. Antaño, el progresismo respondía a un
esquema muy simple: apoyar al débil, pacifismo y no violencia. Años
después, el progresista añadió a este credo la defensa de la Naturaleza.
Para
el progresista, el débil era el obrero frente al patrono, el niño
frente al adulto, el negro frente al blanco. Había que tomar partido por
ellos. Para el progresista eran recusables la guerra, la energía
nuclear, la pena de muerte, cualquier forma de violencia. En
consecuencia, había que oponerse a la carrera de armamentos, a la bomba
atómica y al patíbulo. El ideario progresista estaba claro y resultaba bastante sugestivo seguirlo. La vida era lo primero, lo que procedía era procurar mejorar su calidad para los desheredados e indefensos. Había, pues, tarea por delante.
Pero
surgió el problema del aborto, del aborto en cadena, libre, y con él la
polémica sobre si el feto era o no persona, y, ante él, el progresismo
vaciló. El embrión era vida, sí, pero no persona, mientras que la
presunta madre lo era ya y con capacidad de decisión. No se pensó que la
vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro,
quizá porque el embrión carecía de voz y voto, y políticamente era
irrelevante. Entonces se empezó a ceder en unos principios que parecían
inmutables: la protección del débil y la no violencia.
Contra
el embrión, una vida desamparada e inerme, podía atentarse impunemente.
Nada importaba su debilidad si su eliminación se efectuaba mediante una
violencia indolora, científica y esterilizada. Los demás fetos
callarían, no podían hacer manifestaciones callejeras, no podían
protestar, eran aún más débiles que los más débiles cuyos derechos
protegía el progresismo; nadie podía recurrir.
Y ante un fenómeno semejante, algunos progresistas se dijeron: esto va contra mi ideología. Si el progresismo no es defender la vida, la más pequeña y menesterosa, contra la agresión social,
y precisamente en la era de los anticonceptivos, ¿qué pinto yo aquí?
Porque para estos progresistas que aún defienden a los indefensos y
rechazan cualquier forma de violencia, esto es, siguen acatando los
viejos principios, la náusea se produce igualmente ante una explosión atómica, una cámara de gas o un quirófano esterilizado».
Miguel Delibes
ABC /Almudí
ABC /Almudí
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