Hay
que tener la valentía de salir a esas periferias, donde la fe es
saqueada por esos nuevos maestros del nihilismo; pero hay que estar con
esa gente, no se puede ir a ellos "desde fuera" ni camuflados, pues
somos lo que somos y estamos con los que nos necesitan
Estos
días se habla mucho de temas relativos a la actuación de los
cristianos: si se puede o no profesar la fe en espacios públicos, si
hacen bien o mal los que indoctrinan en las escuelas pagadas por todos,
si se puede formar la conciencia de los jóvenes sin el consentimiento de
los padres...
La
disputa marcha en dos direcciones, pero, ordinariamente, parece
prevalecer la razón postulada por los agresores del sentido común,
directamente relacionados con el pensamiento dominante, que apenas nadie
se atreve a contradecir ante el gran argumento: lo que no es acorde pon
ese pensamiento, es fascista. Y con ese dicterio simplón acallan o
impiden que se inicien las voces opuestas. Luego exigen transparencia.
La liturgia del Viernes Santo ha recordado estas palabras de Cristo al Sumo Sacerdote: Yo
he hablado claramente al mundo, he enseñado siempre en la sinagoga y en
el Templo, donde todos los judíos se reúnen y no he dicho nada en
secreto. Efectivamente, Jesús no se escondió ni tapó su doctrina o su vida. Pidió a sus seguidores esa misma forma de comportarse: lo que habéis escuchado al oído, predicadlo desde los terrados. Y cuando se marcha a los cielos, manda que vayamos a todas partes a predicar el Evangelio.
Naturalmente
al relativismo y laicismo rampantes, lo que diga Cristo no les interesa
nada. Es más valioso su insulto. Puedo entenderlo, pero lo que no
quiero ni debo entender es que los católicos nos amoldemos a esa
situación para no imponer nada, cuando nos están imponiendo todo, un
todo frecuentemente cutre. No se trata de obligar nada a nadie, pero
vamos a vivir la Resurrección hablando, dando la cara, no vaya a suceder
que se verifique aquel otro dicho evangélico: si vosotros calláis, las piedras gritarán. De algún modo, ya sucede y da vergüenza.
En la Misa Crismal, el Papa Francisco ha dicho: «Nuestra
gente agradece el evangelio predicado con unción, agradece cuando el
evangelio que predicamos llega a su vida cotidiana, cuando baja como el
óleo de Aarón
hasta los bordes de la realidad, cuando ilumina las situaciones
límites, “las periferias” donde el pueblo fiel está más expuesto a la
invasión de los que quieren saquear su fe. Nos lo agradece porque siente
que hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana, con sus penas y
alegrías, con sus angustias y sus esperanzas».
Así: hay que tener la valentía de salir a esas periferias, donde la fe
es saqueada por esos nuevos maestros del nihilismo. Pero hay que estar
con esa gente, no se puede ir a ellos "desde fuera" ni camuflados. Somos lo que somos y estamos con los que nos necesitan.
Vale la pena recoger otras palabras de Francisco
dirigidas a los sacerdotes para que no permanezcamos en una espera
pasiva, cómoda e infructuosa: hay que salir a experimentar nuestra
unción, su poder y su eficacia redentora: en las “periferias”
donde hay sufrimiento, hay sangre derramada, ceguera que desea ver,
donde hay cautivos de tantos malos patrones. No es precisamente en
auto-experiencias ni en introspecciones reiteradas donde vamos a
encontrar al Señor: los cursos
de autoayuda en la vida pueden ser útiles, pero vivir nuestra vida
sacerdotal pasando de un curso a otro, de método en método, lleva a
hacernos pelagianos, a minimizar el poder de la gracia que se activa y
crece en la medida en que salimos con fe a darnos y a dar el Evangelio a
los demás; a dar la poca unción que tengamos a los que no tienen nada
de nada.
Ahí
queda linealmente expresada una forma de hacer pastoral, que también es
útil al laico cristiano que, aunque de otro modo, sin clericalizarse,
ha de salir a los caminos −como en la parábola evangélica− para llenar
el banquete de Dios. Woites, prestigioso periodista octogenario amigo de Bergoglio, ha declarado: confiaba
mucho en nosotros los laicos, pide de los laicos que tomen el trabajo
de la Iglesia, que salgan a la calle y que prediquen, que hablen, que no
se queden en la Misa y en la sacristía. Hay muchas periferias en el
ancho mundo en que se mueve el laico: todo el panorama laboral, el
familiar, el relativo al ocio, en fin cualquier tarea honesta es un
espacio apto para ejercer la valentía de hablar de Dios sin tapujos.
Ya
va siendo hora de que la moda o lo políticamente correcto o,
sencillamente, la cobardía dejen de ser un tapabocas que reprime hablar
del modo cristiano de entender al hombre y su mundo, de su amor a la
vida, a la familia, a la educación libre de sus hijos, a no fascinarse
por una pretendida ciencia que se erige en conductora de la fe ni por
unas costumbres que destrozan inteligencias y voluntades, que marchitan
la creatividad humana, que devalúan la libertad.
Una síntesis: «Aún
resuena en el mundo aquel grito divino: “Fuego he venido a traer a la
tierra, ¿y qué quiero sino que se encienda?” −Y ya ves: casi todo está
apagado... ¿no te animas a propagar el incendio?» (Camino, 801).
Pablo Cabellos Llorente
Las provincias / Almudí
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