Los
tres últimos papas, de manera diversa cada uno de ellos, han visto en
la humildad una luz evangélica con la que mirar la historia cotidiana
El
Concilio Vaticano II consideró deber de la Iglesia escrutar los signos
de los tiempos para interpretarlos a la luz del Evangelio. Sin embargo,
no faltan personas que intentan justamente lo contrario: desean
desentrañar el mensaje de Cristo a través de los sucesos del mundo.
Los
tres últimos papas, de manera diversa cada uno de ellos, han visto en
la humildad una luz evangélica con la que mirar la historia cotidiana.
Basta recordar la figura acartonada de Juan Pablo II
predicando incansablemente sin importarle las duras críticas hechas a
su imagen. Basta contemplar la renuncia y el desaparecimiento de Benedicto XVI, quien había aludido a la humildad como una virtud no tratada antes del cristianismo.
El papa Francisco ha asombrado al mundo con su humilde sencillez desde su primera comparecencia pública, particularmente cuando dijo: «Y
ahora querría dar la bendición... Pero antes, antes, os pido un favor:
antes de que el obispo bendiga al pueblo, os pido que vosotros recéis al
Señor para que me bendiga: la oración del pueblo, pidiendo la bendición
para su obispo. Hagamos en silencio esta oración de vosotros por mí.
Pedir oraciones es manifestación de indigencia, de necesidad». El nuevo papa utilizó el lenguaje de la esperanza humilde, como llamó Pieper a la plegaria de petición.
Seguramente
todos tenemos necesidad de esa virtud, que el papa Francisco ha
mostrado manifiestamente desde el primer momento. Un mundo lleno de
apariencias, de deseo desmesurado de poder y poseer, un mundo dominado
por la búsqueda de una imagen adecuada, un mundo que miente
descaradamente por quedar bien, es un mundo muy necesitado de la
humildad. Pero entiéndase bien, no «una humildad de garabato», como indicaba gráficamente san Josemaría
para expresar la humildad de las apariencias, una falsa virtud no
enraizada en el convencimiento de nuestra poquedad. Lo expresaba muy
bien la Biblia poniendo estas palabras en boca de Yavé: «Tu miseria es tuya, Israel; tu fuerza soy yo».
Por
la apoyatura en Dios, la humildad no está reñida con la magnanimidad,
al contrario, se requieren mutuamente para encontrarse en la esperanza.
En ese espíritu, decía Francisco a los cardenales: «Podemos caminar
cuanto queramos, podemos edificar muchas cosas, pero si no confesamos a
Jesucristo, algo no funciona. Acabaremos siendo una ONG asistencial,
pero no la Iglesia, esposa del Señor. Cuando no se camina, se está
parado. ¿Qué ocurre cuando no se edifica sobre piedras? Sucede lo que
ocurre a los niños en la playa cuando construyen castillos de arena.
Todo se viene abajo. No es consistente. Cuando no se confiesa a
Jesucristo, me viene a la memoria la frase de Leon Bloy:
“Quien no reza al Señor, reza al diablo”. Cuando no se confiesa a
Jesucristo, se confiesa la mundanidad del diablo, la mundanidad del
demonio». Sólo el humilde puede hablar con esa audacia.
Pablo Cabellos Llorente
Levante-Emv / Almudí
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