¿Somos capaces a transmitir pacíficamente nuestra visión del mundo, y escuchar con atención lo que dicen los demás?
La teóloga Jutta Burggraf propone el diálogo para evitar el choque entre las culturas y mentalidades.
En
la sociedad actual, convivimos con personas diferentes a nosotros. Este
es un hecho concreto y fácilmente perceptible frente al cual no podemos
cerrar los ojos. Se trata generalmente de gente proveniente de otros
países, con una cultura y religión diferentes a las nuestras; tienen
otras costumbres y un estilo de vida que nos resulta extraño y hasta
curioso o pintoresco.
Tal vez vivan en el mismo pueblo o incluso
pertenezcan a nuestra familia. Son "nuestros vecinos de siempre"; pero
no piensan ni sienten como yo, o —dicho desde otra perspectiva— yo no
pienso ni siento como ellos. Cada persona tiene su propio punto de
vista, su mentalidad, su proyecto vital y su modo de juzgar los
acontecimientos políticos y sociales.
Lamentablemente,
las diferencias originan no pocas veces antipatías o sospechas; pueden
llevar a malentendidos e incomprensiones e incluso despertar reacciones
violentas. Pueden ser también la causa de múltiples formas de rechazo
que hieren el corazón humano.
Muchos
sufren injusticias y humillaciones por el mero hecho de no ser "como
los demás"; algunos tienen que soportar diariamente torturas, no sólo en
una cárcel, sino también en un puesto de trabajo o en el entorno
familiar. Es cierto que nadie puede hacernos tanto daño como los que
debieran amarnos. "El único dolor que destruye más que el hierro es la
injusticia que procede de nuestros familiares", dicen los árabes. Es una
pena gastar las energías en enfados, recelos, rencores o desesperación;
y quizá es más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir
más.
¿Cómo
podemos evitar este choque entre las culturas y mentalidades que parece
caracterizar cada vez más claramente nuestra vida? En los últimos años
—y especialmente a partir del 11 de septiembre de 2001— se han dado
muchas respuestas muy variadas a este interrogante. De especial
importancia es, ciertamente, el diálogo. Pero, ¿somos capaces a
transmitir pacíficamente nuestra visión del mundo, y escuchar con
atención lo que dicen los demás? O, preguntando de modo más radical:
¿tenemos realmente convicciones propias? ¿Hemos encontrado nuestra
identidad? Es un hecho conocido que nadie puede dar (a conocer) lo que
no tiene.
I. Dificultades para el diálogo
Somos
libres para pensar por cuenta propia. Pero apenas tenemos el valor de
hacerlo de verdad. Estamos más bien acostumbrados a repetir lo que dicen
los periódicos y revistas, la televisión, la radio, lo que leemos en
internet o lo aseverado por alguna persona, más o menos interesante, con
la que nos cruzamos por la calle. Hoy en día, en muchos países parece
que ha desaparecido la autoridad que dicta los pensamientos, la censura.
Pero lo que hallamos en realidad, es que aquella autoridad ha cambiado
su modo de obrar: no se vale de la coerción sino tan sólo de una blanda
persuasión. Se ha hecho invisible, anónima, y se disfraza de normalidad,
sentido común u opinión pública. No pide otra cosa que hacer lo que
todos hacen.
¿Resistimos
a los tiroteos constantes de este "enemigo invisible"? ¿Hemos aprendido
a ejercer nuestra facultad para discurrir y discernir? Pensar no sólo
es un juego divertido; es ante todo una exigencia de nuestra naturaleza.
No deberíamos cerrar voluntariamente los ojos a la luz, sino todo lo
contrario: tendríamos que entusiasmarnos con la realidad que nos rodea, y
buscar respuestas a las cuestiones grandes y pequeñas que nos plantea
la propia existencia.
Sufrir un ajetreo continuo
Sin
embargo, nuestra vida se ha convertido, en muchos sentidos, en un
ajetreo continuo. Muchas personas sufren las consecuencias del estrés o
de un cansancio crónico. La dureza de la vida profesional, y también las
exigencias exageradas de la industria del ocio, traen consigo unas
obligaciones excesivas, así que lo único que se desea por la noche es
descansar, distraerse de los problemas cotidianos, y no esforzarse nada
más. Todo esto puede llevar a una cierta "enajenación" psicológica y
espiritual, a la superficialidad de una persona que vive sólo en el
momento, para las cosas inmediatas. En nuestra sociedad de bienestar tan
saciada, con frecuencia, resulta muy difícil detenernos a reflexionar. Y
resulta todavía más difícil hablar en serio con otra persona. ¿Cómo se
puede transmitir las propias convicciones si no se tiene ningunas?
Huir en el mundo virtual
Con
frecuencia, conocemos mejor a los protagonistas de una determinada
serie televisiva que a nuestros vecinos más cercanos; escribimos mails a
nuestros colegas de las oficinas al lado, en vez de mirarlos en la
cara. Aparte del internet, la televisión es actualmente, sin duda, la
fuente principal de información y deformación. Consumimos noticias de
todo el mundo, talkshows y películas sin parar. No son pocas las casas
en las que la televisión está encendida todo el día, incluso durante las
comidas. Esto, obviamente, dificulta la conversación. Hay estudios que
dicen, en sus conclusiones, que los niños europeos ven una media de
cuatro horas diarias de televisión. En Estados Unidos, parece que ven
todavía más, hasta seis horas al día, según las investigaciones del
especialista Milton Chen, de San Francisco. Así cuando un chico empieza
la enseñanza media, ha visto 18.000 horas de televisión y ha pasado
13.000 horas en la escuela. Su cabeza está llena de imágenes.
Pero
incluso el más ávido telespectador se ve apartado, de vez en cuando, de
su pantalla, y tiene que enfrentarse con la realidad de la vida
cotidiana. Entonces se encuentra inmerso en un mundo inevitablemente
menos emocionante que aquél de las imágenes. La vida diaria puede
resultar lenta y aburrida; normalmente no es tan dinámica como una
película. Es comprensible que se pueda tener ganas de huir, volver
cuanto antes al mundo fantástico de la televisión, y no se quiera salir
de él. Así, la televisión puede llegar a ser una droga. Somos nosotros
los que hacemos de ella una de las múltiples "drogas electrónicas". Hace
pensar que exista también la televisión tamaño-casete que se puede
llevar en un transporte público, para no estar solo consigo mismo, ni
quince minutos.
Tener un exceso de información
Un
exceso de información puede ser otro gran impedimento para pensar.
Vivimos en la era de los medios de comunicación de masas. Recibimos una
inmensa cantidad de información. Quien intenta acceder inmediatamente a
toda la información de los cinco continentes, quien no se pierde ninguna
tertulia televisiva, ningún chat ni comentario político, o suele ver
una película tras otra, puede convertirse en una especie de robot. Con
frecuencia no tenemos ni tiempo, ni fuerzas suficientes para asimilar
toda la información recibida. Además, absorbemos inconscientemente
muchos miles de datos, cuando, por ejemplo, nos paseamos por el centro
de una ciudad.
II. En busca de soluciones prudentes
¿Cómo
actuar en esta situación? Hay una pequeña anécdota ilustrativa que se
cuenta de la escritora alemana Ida Friederike Görres. Una vez, en los
años cincuenta del siglo pasado, le preguntaron qué hacía para tener
siempre ideas tan originales y saber juzgar con tanta claridad la
situación de la sociedad. Respondió: "No leo ningún periódico. Así puedo
concentrar mis fuerzas. De lo importante ya me enteraré de todas
maneras". Naturalmente, esta postura es muy discutible y, en principio,
no es digna de imitación. Pero sí puede invitarnos a reflexionar. Hoy,
varias décadas más tarde, se ha multiplicado enormemente el volumen de
la información que recibimos cada día, a la vez que se ha especializado.
Los conocimientos de la humanidad se duplican cada cuatro años[1].
Será difícil para una persona llegar a tener convicciones propias sin
una cierta "actitud distante" con respecto a los medios de información.
El escritor ruso Dostoievski afirma: "Estar solo de vez en cuando, es
más necesario para una persona normal que comer y beber"[2].
Evitar posturas defensivas
Es
comprensible que algunas personas adopten una postura defensiva:
prohíben a sus hijos ver la televisión, o ni siquiera quieren tener un
aparato en su propia casa. Este planteamiento radical puede ser
enriquecedor para la vida de familia y la propia cultura[3].
Sin embargo, no parece que sea el más apropiado para los retos de
nuestro tiempo: el proyecto cultural no puede prescindir de la
aportación del cine ya que éste asume un papel de primer plano, porque
constituye el punto de encuentro entre el mundo de las comunicaciones
sociales y otras formas culturales. Con controles y censuras, hoy en
día, prácticamente no se consigue nada. Un alumno puede acceder por
cable o satélite a todas las informaciones que quiera; puede ver los
programas más nocivos en los bares, autobuses o tiendas, en las casas de
los amigos o en la propia casa, cuando los padres están fuera (aparte
de que casi la mitad de los adolescentes en Occidente tiene su
televisión propia). Cuentan de una buena señora que había discutido
mucho con sus hijos acerca de una determinada película, llena de escenas
de brutalidad y violencia: los hijos querían verla, los padres lo
prohibieron. El día en que salió esta película en la televisión, la
señora tenía que acompañar a su marido a una cita importante. Como no
estaba segura de si los hijos iban a obedecer o no, llevó la televisión
consigo en el coche. Y los hijos vieron la película en casa de los
vecinos.
No
se consigue nada con prohibiciones. La meta no puede ser una simple
renuncia. Esto es utópico y poco atractivo. Hace falta un esfuerzo más
grande, que consiste en ayudar a los hijos, con argumentos sólidos, a
utilizar bien la televisión: a tomar una actitud crítica positiva ante
ella y descubrir sus ventajas y desventajas.
La
televisión no es un enemigo; no es necesariamente una "caja tonta".
Puede ser un buen amigo, un instrumento eficaz al servicio de la cultura
y de la educación. Uno de los directores de la televisión alemana suele
decir: "La televisión hace a los listos más listos y a los tontos más
tontos"[4].
Conviene aprovecharla bien. Para lograrlo, es aconsejable ver junto con
los educandos la televisión, y conversar después sobre lo que se ha
visto. Así el aparato tan temido por algunos puede convertirse realmente
en un "co-educador", en el sentido más pleno de la palabra.
Puede
abrir nuevos horizontes y transmitir auténticos valores. Se puede
descubrir también la propia responsabilidad por los programas,
escribiendo cartas al director, haciendo sesiones de trabajo. De este
modo cada uno puede salir del anonimato y de la pasividad, tan propios a
la sociedad de consumo. Cada uno puede contribuir a buscar "una
televisión con rostro humano": es decir, una televisión a la medida del
hombre, y no un hombre a la medida de la televisión.
Adaptarse a la situación actual
En
efecto, hace falta dar no sólo a los medios electrónicos, sino a toda
la sociedad "un rostro humano". El primer paso para conseguirlo consiste
en ser nosotros mismos verdaderamente "humanos", es decir, en vivir a
la altura de nuestras posibilidades, esforzarnos por "ser quienes somos"
—ni autómatas, ni marionetas— y abrirnos a los demás.
La
globalización ha conducido a un gran cambio cultural en muchos
ambientes tradicionalmente homogéneos. Pero esto no debe llevarnos al
desconcierto. No puede ser que, en algunos círculos conservadores se
vean personas preocupadas y agobiadas que añoran tiempos pasados. Pues
una de las características fundamentales del mundo es su constante
hacerse. Vivimos hoy de un modo distinto al que se vivía hace veinte,
cincuenta o quinientos años. Nuestro tiempo no es un camino exterior por
el que corremos, nuestro tiempo somos nosotros: es nuestro modo de ser y
de ver la realidad, es nuestra mentalidad, son las experiencias que
hemos tenido y la formación que hemos recibido, son nuestras
sensibilidades y nuestros gustos y todas nuestras relaciones humanas.
Quien
quiere influir en el presente, tiene que tener una actitud positiva
hacia el mundo en que vive. No debe mirar al pasado, con nostalgia y
resignación, sino que ha de adoptar una actitud positiva ante el momento
histórico concreto: debería estar a la altura de los nuevos
acontecimientos, que marcan sus alegrías y preocupaciones, sus ilusiones
y decepciones, y todo su estilo de vida. "En toda la historia del mundo
hay una única hora importante, que es la presente", dice Dietrich
Bonhoeffer[5].
Los cambios de mentalidad invitan a exponer las propias convicciones de
un modo distinto que antes, para que puedan comprenderlas también
aquellos que no los comparten. A este respecto comenta un escritor
español: "Naturalmente, yo no estoy dispuesto a modificar mis ideas por
mucho que los tiempos cambien. Pero estoy dispuesto a poner todas las
formulaciones externas a la altura de mis tiempos, por simple amor a mis
ideas y a mis hermanos, ya que si hablo con un lenguaje muerto o un
enfoque superado, estaré enterrando mis ideas y sin comunicarme con
nadie"[6].
Abrirse al mundo
Cualquier
persona, por erróneos que nos parezcan sus planteamientos, participa de
alguna manera de la verdad: lo bueno puede existir sin mezcla de lo
malo; pero no existe lo malo sin mezcla de lo bueno[7].
Por tanto, podemos aprender de todos. Si queremos comprender nuestro
mundo, hemos de ampliar continuamente nuestro horizonte, profundizar en
la verdad que hemos alcanzado, y buscarla allí donde puede encontrarse,
esto es, en todas partes. En otras palabras, debemos estar dispuestos al
diálogo, especialmente con aquellos que son distintos a nosotros.
Esta
actitud —aparte de contribuir al bienestar de los demás (que se sienten
apreciados)— facilita también el propio crecimiento. La situación es
comparable a la de una persona que vive algún tiempo en el extranjero.
Cuando vuelve al propio país, se da cuenta de que ha aprendido mucho: ve
lo mismo de siempre, pero lo ve con otros ojos; puede distinguir ahora
mejor entre lo esencial y lo accidental y ha adquirido cierta
flexibilidad para adaptarse a nuevas situaciones. Por esta razón, en
muchas empresas se prefiere dar el empleo a personas que tengan
"experiencia en el exterior"; e incluso, muchas veces da lo mismo en qué
país han vivido. Lo importante es que hayan estado fuera de su patria y
hayan regresado.
III. Características del diálogo
Un
diálogo no es una simple conversación, sino que es un encuentro entre
dos (o varias) personas en un clima de amistad. Es una conversación
hecha con un espíritu de apertura, comprensión y "benevolencia", en la
que cada uno se muestra al otro tal como es y acepta al otro tal como
es. Así, cada uno se enriquece con la parte de la verdad que viene del
otro, y sabe integrarla armónicamente en su propia visión del mundo.
Un clima de amistad
En
ocasiones, nos comportamos de un modo poco natural: nos cerramos ante
los demás. En nuestra cultura aprendemos pronto a ser "fuertes" y a
"defendernos" en la selva de la vida. La vulnerabilidad es peligrosa y
por tanto prohibida. Tendemos a esconder sutilmente nuestras sombras y
nuestros miedos, nuestras necesidades y debilidades. Algunos consiguen
con este comportamiento un determinado reconocimiento social, pero pagan
por ello un gran precio: niegan su propia humanidad, y renuncian a una
vida en libertad.
Si
una persona se esconde detrás de una muralla gruesa, no está ni en
contacto consigo misma, ni tampoco le será posible entrar en contacto
con otros. Para lograrlo, es indispensable "desarmarse", aceptar que soy
vulnerable, reconocer los propios bloqueos, fisuras y deficiencias.
Quien
ha encontrado su identidad, es una persona fuerte. No necesita ofender
al otro para mostrar la propia superioridad. Es sereno, pacífico y
generoso. Y cuanto más firmes son las propias convicciones, más flexible
y acogedora puede ser la persona. Es como un árbol con raíces
profundas, que da sombra, apoyo y alivio a quien lo busque.
Cuando
se empieza a dialogar, cada uno debe ver lo bueno en el otro, según
aconseja la sabiduría popular: "Si quieres que los otros sean buenos,
trátales como si ya lo fuesen". Donde reina el amor, no hace falta
cerrarse por miedo de ser herido. Por esto, es tan importante mostrar
simpatía y cariño, si queremos entrar en contacto con los demás. Amar no
consiste simplemente en hacer cosas para alguien, sino en confiar en la
vida que hay en él. Consiste en comprender al otro con sus reacciones
más o menos oportunas, sus miedos y sus esperanzas. Es hacerle descubrir
que es único y es digno de atención, es ayudarle a aceptar su propio
valor, su propia belleza, la luz oculta en él, el sentido de su
existencia. Y consiste en manifestar al otro la alegría de estar a su
lado.
Si
una persona experimenta que es amada por lo que es, sin necesidad
alguna de mostrarse competente o interesante, se siente segura en
presencia del otro; desaparecen las máscaras y las barreras tras las que
se ha escondido. Ya no hace falta ni demostrar ni retener nada; ya no
hace falta protegerse. Cuando alguien adquiere la libertad de ser él
mismo, se vuelve amable. Surge en él una vida nueva que le da una sana
autonomía.
Conocer al otro
Para
poder amar, hay que conocer. A veces, tenemos ideas bastante
desfiguradas acerca de las tradiciones y costumbres de los ciudadanos
extranjeros, y hacemos juicios injustos sobre sus planes e intenciones.
En ocasiones, ignoramos completamente las razones que los mueven. Así,
podemos inconscientemente y por falta de conocimientos contristar e
incluso herirlos. Por ejemplo, la abstención de ciertos alimentos —en el
caso de los musulmanes o judíos— puede parecernos caprichosa, si no
consideramos la motivación religiosa que está en el fondo de este
comportamiento.
Conviene
tener en cuenta la disposición de ánimo de los demás, saber lo que
quieren y lo que rechazan. Por eso es preciso estudiar su historia y
cultura, su religión y vida espiritual, y hasta la psicología de su
pueblo. ¿Conocemos todo lo que hay de bello y precioso en las otras
culturas?
Pero
para comprender a otra persona, necesitamos más que un conocimiento
meramente libresco. Hace falta un conocimiento por simpatía, que llega
más lejos que cualquier teoría, por muy acertada que sea: una madre
conoce, ordinariamente, mejor a su hijo que un grupo de pedagogos.
El
conocimiento por simpatía se logra en la convivencia, en el trato
directo, en la mutua colaboración. En Alemania, durante varios siglos,
los cristianos católicos y los evangélicos solían vivir en regiones
distintas, frecuentar colegios diversos, eran muy pocos los matrimonios
entre personas de distinta confesión y, en general, evitaban cualquier
contacto personal. Así, unos construían de otros una imagen cada vez más
falsa y menos acorde con las exigencias mínimas de la justicia. Pero
cuando, durante la Segunda Guerra Mundial, los "hermanos separados" se
encontraban de repente juntos en los campos de concentración del "Tercer
Reich", luchando por la misma causa y dispuestos a morir
—conjuntamente─ por su fe en Jesucristo, entonces "comenzó el ecumenismo
en Alemania"[8].
Los católicos y los evangélicos descubrieron que tenían mucho en común,
empezaron a apreciarse mutuamente y, favorecidos por los grandes
desplazamientos de población después de esta horrible guerra —las
expatriaciones y traslados forzados─, se pusieron a trabajar juntos. El
encuentro existencial entre ellos les había revelado la falsedad de
muchos de sus esquemas mentales.
Respetar al otro
El
hecho de ser distintos constituye una gran riqueza y es, en principio,
una fuente de aprendizaje continuo. Las diferencias no pueden ser
negadas; no necesitan ser niveladas. Cada hombre es original y tiene el
pleno derecho a serlo. Se ha llegado a decir que la capacidad de
reconocer diferencias es por antonomasia la regla que indica el grado de
cultura e inteligencia del ser humano. En este contexto podemos
recordar un antiguo proverbio chino, según el cual "la sabiduría
comienza perdonándole al prójimo el ser diferente". No es una armonía
uniforme, sino una tensión sana entre los respectivos polos la que hace
la vida interesante, le da profundidad y anchura, le da color y relieve.
Actualmente,
tenemos un convencimiento más firme que en otras épocas de que cada
hombre tiene el derecho de ser él mismo el protagonista de su vida; goza
de una honda libertad para decidir su destino (que puede considerarse
el núcleo de su intimidad). No podemos, bajo ningún pretexto, destruir
ese espacio íntimo. Es esto lo que se intenta cuando se impide a alguien
vivir según sus convicciones más profundas. Puede ser que esta persona
realice objetivamente un mal, pero si lo hace "libremente" y siguiendo
su luz interior, es mejor que cuando hace un bien de un modo forzado[9].
Esta
actitud de profundo respeto lo manifestó, por ejemplo, el último rey
polaco de la estirpe de los Jajhelloni. En los tiempos en que en
Occidente tenían lugar los procesos de la Inquisición y se encendían
hogueras para los herejes, este rey dio pruebas de la tolerancia cuando
aseguró a sus súbditos: "No soy rey de vuestras conciencias"[10].
Por
otro lado, hay que tener en cuenta que la actitud de respeto es más que
mera tolerancia. Mientras la tolerancia proporciona solamente el margen
(necesario) para una convivencia posible entre los hombres, el respeto
apunta a la relación misma entre ellos y al desafío que supone la vida
de uno para los demás. El hecho de que "la verdad se conoce por la
fuerza de la misma verdad", no significa sólo la descalificación de
todos los actos contrarios a la libertad y al aprecio de las decisiones
del otro. Implica igualmente la responsabilidad, para todas las
personas, de buscar el sentido completo de la existencia, cada una en la
medida de sus posibilidades individuales.
Pero
en lo relativo a los demás, el primer deber consiste en respetar las
decisiones que ellos toman acerca de su vida. No debemos reprocharnos
mutuamente estrechez de ánimo, hipocresía o una intencionalidad poco
noble. No debemos poner etiquetas ni clasificar a nadie.
Sólo
cuando uno trata de comprender al otro, se puede crear un clima de
confianza. Y sólo cuando uno se muestra abierto hacia las personas que
piensan de modo distinto, que hablan otras lenguas, que creen, piensan y
actúan de modo diferente, se puede preparar un acercamiento mutuo. La
delicadeza se refleja, no en último lugar, en el vocabulario. Lleva a
eliminar palabras, juicios y actos que no sean conformes, según justicia
y verdad, a la condición de los demás, y que, por tanto, pueden hacer
más difíciles las mutuas relaciones con ellos.
Es
conocido el extraordinario respeto que mostraba Tomás de Aquino hacia
sus adversarios. Incluso cuando este gran filósofo de la Edad Media
estaba completamente en desacuerdo con alguien, explicaba la idea
contraria con los términos más favorables, claros y objetivos que le
fuera posible, procurando no distorsionar el argumento con el fin de
facilitar la prevalencia de su propia posición. En ocasiones demostraba
tal imparcialidad a la hora de formular las posturas de los demás que
las hacía parecer razonables y posibles; incluso, a veces, exponía las
teorías con más convicción que sus instigadores[11].
Dar a conocer la propia identidad
Una
persona que actúa según esta espiritualidad de diálogo, intenta dar a
conocer todo lo que piensa, con claridad y suavidad, y adaptado a las
circunstancias de cada caso. No busca compromisos baratos, sabiendo que
no hay nada tan ajeno a la paz como una actitud relativista o
indiferente ante la verdad. Por lo contrario, quiere hacer participar a
los demás de las soluciones que ha encontrado.
Asimismo,
para ganar en sinceridad en cualquier relación humana, es conveniente y
necesario, dar a conocer la propia identidad. El otro quiere saber
quién soy yo, y yo quiero saber quién es él. Si hacemos amistad con una
persona de otra raza o nación, otro partido político o confesión
religiosa, nos interesa realmente lo que piensa y cree. Si reprimimos
las diferencias y nos acostumbramos a callarlo todo, previa conformidad
tácita, tal vez podamos gozar durante algún tiempo de una armonía
aparente. Pero en el fondo, nos moveríamos en un ambiente de confusión.
No nos aceptaríamos mutuamente tal como somos en realidad, y nuestra
relación se tornaría cada vez más superficial, más decepcionante, hasta
que, antes o después, se rompería. En cambio, cuando seguimos cada uno
fielmente nuestras propias convicciones, puede parecer, en ciertas
circunstancias, que tenemos poco en común, que estamos bastante alejados
los unos de los otros. Pero interiormente nos parecemos mucho más que
cuando nos juntamos en acuerdos superficiales y dejamos de lado la
pregunta por la verdad. Si cada uno sigue su propia luz interior, nos
encontramos unidos en lo más hondo de nuestro ser. Tenemos la misma
actitud fundamental que es la fidelidad a la propia conciencia. Existe
entre nosotros una unidad no plenamente visible, pero sumamente real. Es
tan real como la amistad que nos une.
Enriquecerse mutuamente
El
diálogo consiste en dar y recibir; significa que ambas partes se
escuchan atentamente, con ánimos de aprender, ya que "en todo comentario
serio de un oponente se expresa una de las muchas facetas de la
realidad"[12].
Es
preciso distinguir entre lo fundamental (en lo que no podemos ceder sin
cambiar nuestra identidad) y lo accidental (en lo que caben muchas
opiniones distintas). El tener una sola postura, en cosas accidentales,
es propio de ideologías. John Henry Newman comenta al respecto: "Siempre
ha habido posturas diferentes... (en la vida intelectual y espiritual),
y siempre las habrá. Si se terminaran para siempre, sería porque habría
cesado toda vida espiritual e intelectual"[13]. Y Kierkegaard afirma que una persona se convierte en aburguesada, si absolutiza las cosas relativas[14].
Es
enriquecedor conocer los pensamientos de los otros. Así se pueden
corregir algunas posturas propias que tal vez se han vuelto
exageradamente rígidas. En este sentido advierte San Agustín: "Que
ninguno de nosotros diga que ya ha encontrado la verdad. Vamos a
buscarla de tal manera, como si fuera desconocida para los dos. Entonces
podemos buscarla con suma diligencia y caridad. Para ello es necesario
que nadie piense arrogantemente que ya ha encontrado la verdad"[15].
Así,
al final de un diálogo, nunca habrá un vencido y un vencedor; en el
mejor de los casos encontraremos a dos (convencidos por la verdad).
Nota final
El
diálogo nos exige buscar la propia identidad y superar aversiones y
polémicas. Es un camino hacia la madurez y la paz. No siempre es fácil,
pero nos ayuda a abrir las puertas (en vez de cerrar las fronteras) y a
ver lo bueno en los demás (en vez de reprocharles su modo de ser
diferentes). Aunque se producirán malentendidos y sufriremos
decepciones, mientras los hombres vivan sobre la tierra, a través del
diálogo podemos acercarnos, siempre de nuevo, al otro. Por esto es tan
importante educar en el arte de practicarlo.
Jutta Burggraf
Notas
[1] Cf. P. HAHNE, Schluss mit lustig. Das Ende der Spassgesellschaft, Lahr/Schwarzwald 2005, p.119.
[2] F. M. DOSTOIEVSKI, cit. en Anselm GRÜN, 50 Engel für das Jahr, Freiburg-Basel-Wien 2000, p.53.
[3]
Así, por ejemplo, Tonino GUERRA, el "poeta" que inspiraba al gran
director de cine Federico Fellini, lanzó hace algún tiempo una
provocación atrevida: "Apaguemos todos los televisores durante un año,
verán cómo los valores, la fantasía y la espiritualidad renacerán en el
corazón de todos". Cf. Las sanas provocaciones del Festival del Cine Espiritual, Agencia internacional "Zenit", 19-XI-1998.
[4] H. GIESECKE, Wozu ist die Schule da? Die neue Rolle von Eltern und Lehrern, 2ª ed. Stuttgart 1997, p.38.
[5] D. BONHOEFFER, Predigten, Auslegungen, Meditationen I, 1984, pp.196-202.
[6] J.L. MARTÍN DESCALZO, Razones para la alegría, 8ª ed., Madrid 1988, p.42.
[7] TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae I-IIae q.109, a.1, ad 1.
[8] W. KASPER, Ein Herr, ein Glaube, eine Taufe, en "Stimmen der Zeit" (2002/2), p.75.
[9] Cf. R. BUTTIGLIONE: Zur Philosophie von Karol Wojtyla, en Johannes Paul II., Zeuge des Evangeliums, ed. por St. HORN y A. RIEBEL, Würzburg 1999, pp.36 y39.
[10] JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la Esperanza, Barcelona 1994, p.160.
[11] Cf. J.PIEPER, Guide to Thomas Aquinas, Notre Dame/Indiana 1987, p.77.
[12] Ibid., pp. 83s.
[13] J. H. NEWMAN, cit. por J. L. MARTÍN DESCALZO, Razones para el amor, Madrid 1991, p.47.
[14] S. KIERKEGAARD, cit. en P. HAHNE, Schluss mit lustig. Das Ende der Spassgesellschaft, cit., p.73.
[15] SAN AGUSTÍN, Contra epistolam quam vocant fundamenti, Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum 25, 195.
almudí
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