San
Josemaría responde a diez preguntas sobre el amor, el matrimonio, el
noviazgo, la fidelidad, la educación de los hijos, los principales
valores para conseguir la unidad familiar, qué pasa cuando no llegan los
hijos...
Hablando del matrimonio, San Josemaría Escrivá
afirmaba que “es una realidad santa que bendigo con las dos manos”.
Ofrecemos algunas respuestas suyas tomadas de entrevistas a diversos
medios de comunicación, etc.
1. ¿Nos podría decir cuáles son los valores más importantes del matrimonio cristiano?
Hablaré
de algo que conozco bien, y que es experiencia sacerdotal mía, ya de
muchos años y en muchos países. La mayor parte de los socios del Opus
Dei viven en el estado matrimonial y, para ellos, el amor humano y los
deberes conyugales son parte de la vocación divina.
El Opus Dei ha hecho
del matrimonio un camino divino, una vocación, y esto tiene muchas
consecuencias para la santificación personal y para el apostolado. Llevo
casi cuarenta años predicando el sentido vocacional del matrimonio.
¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez, cuando —creyendo, ellos
y ellas, incompatibles en su vida la entrega a Dios y un amor humano
noble y limpio— me oían decir que el matrimonio es un camino divino en
la tierra!
El
matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en
él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una
gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo.
Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado —con la
gracia de Dios— todo lo necesario para ser santo, para identificarse
cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas
con las que convive.
Por
esto pienso siempre con esperanza y con cariño en los hogares
cristianos, en todas las familias que han brotado del sacramento del
matrimonio, que son testimonios luminosos de ese gran misterio divino —sacramentum magnum! (Eph
5, 32), sacramento grande— de la unión y del amor entre Cristo y su
Iglesia. Debemos trabajar para que esas células cristianas de la
sociedad nazcan y se desarrollen con afán de santidad, con la conciencia
de que el sacramento inicial —el bautismo— ya confiere a todos los
cristianos una misión divina, que cada uno debe cumplir en su propio
camino.
Los
esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a
santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de
que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra
sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de
los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia
de la propia misión dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su
vida: su felicidad.
Pero
que no olviden que el secreto de la felicidad conyugal está en lo
cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da
la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo
de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen
humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en
el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos proporciona la
civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, la
formación más eficaz.
Digo
constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar,
que se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se
tuvieron cuando eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio —que es
un sacramento, un ideal y una vocación—, el que piensa que el amor se
acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva
siempre consigo. Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las
torrenteras de las penas y de las contrariedades no son capaces de
anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente
compartido. Como dice la Escritura, aquae multae —las muchas dificultades, físicas y morales— non potuerunt extinguere caritatem (Cant 8, 7), no podrán apagar el cariño. (Conversaciones, 91)
2. Padre, ¿qué le aconseja usted a un matrimonio recién formado, que busca la santidad?
Primero,
que os queráis mucho, según la ley de Dios. Después, que no tengáis
miedo a la vida, que améis todos los defectos mutuos que no son ofensa
de Dios; y luego, que tú procures no descuidarte, porque no te
perteneces. Ya te han dicho, y lo sabes muy bien, que perteneces a tu
marido y él a ti. ¡No te lo dejes robar! Es un alma que debe ir contigo
al Cielo y, además, que contigo ha de dar calidad chilena ─o sea
cristiana─, gracia humana también, a los hijos que el Señor os mande.
Rezad un poquito juntos. No mucho, pero un poquito todos los días.
Cuando te olvides tú, que te lo diga él; y cuando se olvide él, se lo
recuerdas tú. No le eches nunca nada en cara, no le vayas con pequeñeces
mortificándolo. (Chile, julio 1974, en el Colegio Tabancura).
3.
Hay actualmente quienes mantienen la teoría de que el amor lo justifica
todo, y concluyen de ahí que el noviazgo es como un matrimonio a
prueba. No seguir lo que consideran imperativos del amor piensan que es
algo inauténtico, retrógrado. ¿Qué piensa usted de esa actitud?
El
noviazgo debe ser una ocasión de ahondar en el afecto y en el
conocimiento mutuo. Y, como toda escuela de amor, ha de estar inspirado
no por el afán de posesión, sino por espíritu de entrega, de
comprensión, de respeto, de delicadeza. Por eso quise, hace poco más de
un año, regalar a la Universidad de Navarra una imagen de Santa María,
Madre del Amor Hermoso: para que los chicos y las chicas, que frecuentan
los cursos de aquellas Facultades, aprendieran de Ella la nobleza del
amor, también del amor humano.
¿Matrimonio
a prueba? ¡Qué poco sabe de amor quien habla así! El amor es una
realidad más segura, más real, más humana. Algo que no se puede tratar
como un producto comercial, que se experimenta y se acepta luego o se
desecha, según el capricho, la comodidad o el interés.
Esa
falta de criterio es tan lamentable, que ni siquiera parece preciso
condenar a quienes piensan u obran así, porque ellos mismos se condenan a
la infecundidad, a la tristeza, a un aislamiento desolador, que
padecerán cuando pasen apenas unos años. No puedo dejar de rezar mucho
por ellos, amarlos con toda mi alma, y tratar de hacerles comprender que
siguen teniendo abierto el camino del regreso a Jesucristo: que podrán
ser santos, cristianos íntegros, si se empeñan, porque no les faltará ni
el perdón ni la gracia del Señor. Sólo entonces comprenderán bien lo
que es el amor: el Amor divino, y también el amor humano noble; y sabrán
lo que es la paz, la alegría, la fecundidad. (Conversaciones, 105)
4.
¿Qué consejos daría usted para que, con el pasar de los años, la vida
matrimonial siga siendo feliz, sin ceder a la monotonía? Tal vez la
cuestión parezca poco importante, pero se reciben muchas cartas
interesadas por este tema.
A
mí me parece que es, en efecto, una cuestión importante; y por eso lo
son también las posibles soluciones, a pesar de su apariencia modesta.
Para
que en el matrimonio se conserve la ilusión de los comienzos, la mujer
debe tratar de conquistar a su marido cada día; y lo mismo habría que
decir al marido con respecto a su mujer. El amor debe ser recuperado en
cada nueva jornada, y el amor se gana con sacrificio, con sonrisas y con
picardía también. Si el marido llega a casa cansado de trabajar, y la
mujer comienza a hablar sin medida, contándole todo lo que a su juicio
va mal, ¿puede sorprender que el marido acabe perdiendo la paciencia?
Esas cosas menos agradables se pueden dejar para un momento más
oportuno, cuando el marido esté menos cansado, mejor dispuesto.
Otro
detalle: el arreglo personal. Si otro sacerdote os dijera lo contrario,
pienso que sería un mal consejero. Cuantos más años tenga una persona
que ha de vivir en el mundo, más necesario es poner interés en mejorar
no sólo la vida interior, sino —precisamente por eso— el cuidado para
estar presentable: aunque, naturalmente, siempre en conformidad con la
edad y con las circunstancias. Suelo decir, en broma, que las fachadas,
cuanto más envejecidas, más necesidad tienen de restauración. Es un
consejo sacerdotal. Un viejo refrán castellano dice que la mujer
compuesta saca al hombre de otra puerta.
Por
eso, me atrevo a afirmar que las mujeres tienen la culpa del ochenta
por ciento de las infidelidades de los maridos, porque no saben
conquistarlos cada día, no saben tener detalles amables, delicados. La
atención de la mujer casada debe centrarse en el marido y en los hijos.
Como la del marido debe centrarse en su mujer y en sus hijos. Y a esto
hay que dedicar tiempo y empeño, para acertar, para hacerlo bien. Todo
lo que haga imposible esta tarea, es malo, no va.
No
hay excusa para incumplir ese amable deber. Desde luego, no es excusa
el trabajo fuera del hogar, ni tampoco la misma vida de piedad que, si
no se hace compatible con las obligaciones de cada día, no es buena,
Dios no la quiere. La mujer casada tiene que ocuparse primero del hogar.
Recuerdo una copla de mi tierra, que dice: la mujer que, por la
iglesia, / deja el puchero quemar, / tiene la mitad de ángel, / de
diablo la otra mitad. A mí me parece enteramente un diablo. (Conversaciones, 107)
5.
También son corrientes las riñas entre marido y mujer, que a veces
llegan a comprometer seriamente la paz familiar. ¿Qué consejos daría
usted a los matrimonios?
Que
se quieran. Y que sepan que a lo largo de la vida habrá riñas y
dificultades que, resueltas con naturalidad, contribuirán incluso a
hacer más hondo el cariño.
Cada
uno de nosotros tiene su carácter, sus gustos personales, su genio —su
mal genio, a veces— y sus defectos. Cada uno tiene también cosas
agradables en su personalidad, y por eso y por muchas más razones, se le
puede querer. La convivencia es posible cuando todos tratan de corregir
las propias deficiencias y procuran pasar por encima de las faltas de
los demás: es decir, cuando hay amor, que anula y supera todo lo que
falsamente podría ser motivo de separación o de divergencia. En cambio,
si se dramatizan los pequeños contrastes y mutuamente comienzan a
echarse en cara los defectos y las equivocaciones, entonces se acaba la
paz y se corre el riesgo de matar el cariño.
Los
matrimonios tienen gracia de estado —la gracia del sacramento— para
vivir todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la
comprensión, el buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el
trato mutuo. Lo importante es que no se abandonen, que no dejen que les
domine el nerviosismo, el orgullo o las manías personales. Para eso, el
marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la
Sagrada Familia a vivir con finura —por un motivo humano y sobrenatural a
la vez— las virtudes del hogar cristiano. Repito: la gracia de Dios no
les falta.
Si
alguno dice que no puede aguantar esto o aquello, que le resulta
imposible callar, está exagerando para justificarse. Hay que pedir a
Dios la fuerza para saber dominar el propio capricho; la gracia, para
saber tener el dominio de sí mismo. Porque los peligros de un enfado
están ahí: en que se pierda el control y las palabras se puedan llenar
de amargura, y lleguen a ofender y, aunque tal vez no se deseaba, a
herir y a hacer daño.
Es
preciso aprender a callar, a esperar y a decir las cosas de modo
positivo, optimista. Cuando él se enfada, es el momento de que ella sea
especialmente paciente, hasta que llegue otra vez la serenidad; y al
revés. Si hay cariño sincero y preocupación por aumentarlo, es muy
difícil que los dos se dejen dominar por el mal humor a la misma hora...
Otra
cosa muy importante: debemos acostumbrarnos a pensar que nunca tenemos
toda la razón. Incluso se puede decir que, en asuntos de ordinario tan
opinables, mientras más seguro se está de tener toda la razón, tanto más
indudable es que no la tenemos. Discurriendo de este modo, resulta
luego más sencillo rectificar y, si hace falta, pedir perdón, que es la
mejor manera de acabar con un enfado: así se llega a la paz y al cariño.
No os animo a pelear: pero es razonable que peleemos alguna vez con los
que más queremos, que son los que habitualmente viven con nosotros. No
vamos a reñir con el preste Juan de las Indias. Por tanto, esas pequeñas
trifulcas entre los esposos, si no son frecuentes —y hay que procurar
que no lo sean—, no denotan falta de amor, e incluso pueden ayudar a
aumentarlo.
Un
último consejo: que no riñan nunca delante de los hijos: para lograrlo,
basta que se pongan de acuerdo con una palabra determinada, con una
mirada, con un gesto. Ya regañarán después, con más serenidad, si no son
capaces de evitarlo. La paz conyugal debe ser el ambiente de la
familia, porque es la condición necesaria para una educación honda y
eficaz. Que los niños vean en sus padres un ejemplo de entrega, de amor
sincero, de ayuda mutua, de comprensión; y que las pequeñeces de la vida
diaria no les oculten la realidad de un cariño, que es capaz de superar
cualquier cosa.
A
veces nos tomamos demasiado en serio. Todos nos enfadamos de cuando en
cuando; en ocasiones, porque es necesario; otras veces, porque nos falta
espíritu de mortificación. Lo importante es demostrar que esos enfados
no quiebran el afecto, reanudando la intimidad familiar con una sonrisa.
En una palabra, que marido y mujer vivan queriéndose el uno al otro, y
queriendo a sus hijos, porque así quieren a Dios. (Conversaciones, 108)
6.
Muchos matrimonios se ven desorientados, en relación con el tema del
número de hijos, ¿Qué aconsejaría usted a los matrimonios?
No
olviden los esposos, al oír consejos y recomendaciones en esa materia,
que de lo que se trata es de conocer lo que Dios quiere. Cuando hay
sinceridad —rectitud— y un mínimo de formación cristiana, la conciencia
sabe descubrir la voluntad de Dios, en esto como en todo lo demás.
Porque puede suceder que se esté buscando un consejo que favorezca el
propio egoísmo, que acalle precisamente con su presunta autoridad el
clamor de la propia alma; e incluso que se vaya cambiando de consejero
hasta encontrar el más benévolo. Entre otras cosas, ésa es una actitud
farisaica indigna de un hijo de Dios.
El
consejo de otro cristiano y especialmente —en cuestiones morales o de
fe— el consejo del sacerdote, es una ayuda poderosa para reconocer lo
que Dios nos pide en una circunstancia determinada; pero el consejo no
elimina la responsabilidad personal: somos nosotros, cada uno, los que
hemos de decidir al fin, y habremos de dar personalmente cuenta a Dios
de nuestras decisiones.
Por
encima de los consejos privados, está la ley de Dios, contenida en la
Sagrada Escritura, y que el Magisterio de la Iglesia —asistida por el
Espíritu Santo— custodia y propone. Cuando los consejos particulares
contradicen a la Palabra de Dios tal como el Magisterio nos la enseña,
hay que apartarse con decisión de aquellos pareceres erróneos. A quien
obra con esta rectitud, Dios le ayudará con su gracia, inspirándole lo
que ha de hacer y, cuando lo necesite, haciéndole encontrar un sacerdote
que sepa conducir su alma por caminos rectos y limpios, aunque más de
una vez resulten difíciles.
La
tarea de dirección espiritual hay que orientarla no dedicándose a
fabricar criaturas que carecen de juicio propio, y que se limitan a
ejecutar materialmente lo que otro les dice; por el contrario, la
dirección espiritual debe tender a formar personas de criterio. Y el
criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento
suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la
voluntad.
Es
importante que los esposos adquieran sentido claro de la dignidad de su
vocación, que sepan que han sido llamados por Dios a llegar al amor
divino también a través del amor humano; que han sido elegidos, desde la
eternidad, para cooperar con el poder creador de Dios en la procreación
y después en la educación de los hijos; que el Señor les pide que
hagan, de su hogar y de su vida familiar entera, un testimonio de todas
las virtudes cristianas.
El
matrimonio —no me cansaré nunca de repetirlo— es un camino divino,
grande y maravilloso y, como todo lo divino en nosotros, tiene
manifestaciones concretas de correspondencia a la gracia, de
generosidad, de entrega, de servicio. El egoísmo, en cualquiera de sus
formas, se opone a ese amor de Dios que debe imperar en nuestra vida.
Este es un punto fundamental, que hay que tener muy presente, a
propósito del matrimonio y del número de hijos. (Conversaciones, 93)
7.
Hay mujeres que no se atreven a comunicar a sus parientes y amigos la
llegada de uno nuevo. Temen las críticas de quienes piensan que es un
atraso la familia numerosa ¿Qué nos diría sobre esto?
Bendigo
a los padres que, recibiendo con alegría la misión que Dios les
encomienda, tienen muchos hijos. E invito a los matrimonios a no cegar
las fuentes de la vida, a tener sentido sobrenatural y valentía para
llevar adelante una familia numerosa, si Dios se la manda.
Cuando
alabo la familia numerosa, no me refiero a la que es consecuencia de
relaciones meramente fisiológicas; sino a la que es fruto de ejercitar
las virtudes cristianas, a la que tiene un alto sentido de la dignidad
de la persona, a la que sabe que dar hijos a Dios no consiste sólo en
engendrarlos a la vida natural, sino que exige también toda una larga
tarea de educación: darles la vida es lo primero, pero no es todo.
Puede
haber casos concretos en los que la voluntad de Dios —manifestada por
los medios ordinarios— esté precisamente en que una familia sea pequeña.
Pero son criminales, anticristianas e infrahumanas, las teorías que
hacen de la limitación de los nacimientos un ideal o un deber universal o
simplemente general.
Sería
adulterar y pervertir la doctrina cristiana, querer apoyarse en un
pretendido espíritu postconciliar para ir contra la familia numerosa. El
Concilio Vaticano II ha proclamado que entre los cónyuges que cumplen
la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial
los que, de común acuerdo bien ponderado, aceptan con magnanimidad una
prole más numerosa para educarla dignamente (Const. past. Gaudium et spes,
n. 50). Y Paulo VI, en otra alocución pronunciada el 12 de febrero de
1966, comentaba: que el Concilio Vaticano II, recientemente concluido,
difunda en los esposos cristianos espíritu de generosidad para dilatar
el nuevo Pueblo de Dios... Recuerden siempre que esa dilatación del
reino de Dios y las posibilidades de penetración de la Iglesia en la
humanidad para llevar la salvación, la eterna y la terrena, está
confiada también a su generosidad.
No
es el número por sí solo lo decisivo: tener muchos o pocos hijos no es
suficiente para que una familia sea más o menos cristiana. Lo importante
es la rectitud con que se viva la vida matrimonial. El verdadero amor
mutuo trasciende la comunidad de marido y mujer, y se extiende a sus
frutos naturales: los hijos. El egoísmo, por el contrario, acaba
rebajando ese amor a la simple satisfacción del instinto y destruye la
relación que une a padres e hijos. Difícilmente habrá quien se sienta
buen hijo —verdadero hijo— de sus padres, si puede pensar que ha venido
al mundo contra la voluntad de ellos: que no ha nacido de un amor
limpio, sino de una imprevisión o de un error de cálculo.
Decía
que, por sí solo, el número de hijos no es determinante. Sin embargo,
veo con claridad que los ataques a las familias numerosas provienen de
la falta de fe: son producto de un ambiente social incapaz de comprender
la generosidad, que pretende encubrir el egoísmo y ciertas prácticas
inconfesables con motivos aparentemente altruistas. Se da la paradoja de
que los países donde se hace más propaganda del control de la natalidad
—y desde donde se impone la práctica a otros países— son precisamente
los que han alcanzado un nivel de vida más alto. Quizá se podrían
considerar seriamente sus argumentos de carácter económico y social,
cuando esos mismos argumentos les moviesen a renunciar a una parte de
los bienes opulentos de que gozan, en favor de esas otras personas
necesitadas.
Entre
tanto se hace difícil no pensar que, en realidad, lo que determina esas
argumentaciones es el hedonismo y una ambición de dominio político, de
neocolonialismo demográfico.
No
ignoro los grandes problemas que aquejan a la humanidad, ni las
dificultades concretas con que puede tropezar una familia determinada:
con frecuencia pienso en esto y se me llena de piedad el corazón de
padre que, como cristiano y como sacerdote, estoy obligado a tener. Pero
no es lícito buscar la solución por esos caminos. (Conversaciones, 94)
8.
La infecundidad matrimonial −por lo que puede suponer de frustración−
es fuente, a veces, de desavenencias e incomprensiones. ¿Cuál es, a su
juicio, el sentido que deben dar a su matrimonio los esposos cristianos
que no tengan descendencia?
En
primer lugar les diré que no han de darse por vencidos con demasiada
facilidad: antes hay que pedir a Dios que les conceda descendencia, que
les bendiga —si es su Voluntad— como bendijo a los Patriarcas del Viejo
Testamento; y después es conveniente acudir a un buen médico, ellas y
ellos. Si a pesar de todo, el Señor no les da hijos, no han de ver en
eso ninguna frustración: han de estar contentos, descubriendo en este
mismo hecho la Voluntad de Dios para ellos. Muchas veces el Señor no da
hijos porque pide más. Pide que se tenga el mismo esfuerzo y la misma
delicada entrega, ayudando a nuestros prójimos, sin el limpio gozo
humano de haber tenido hijos: no hay, pues, motivo para sentirse
fracasados ni para dar lugar a la tristeza.
Si
los esposos tienen vida interior, comprenderán que Dios les urge,
empujándoles a hacer de su vida un servicio cristiano generoso, un
apostolado diverso del que realizarían en sus hijos, pero igualmente
maravilloso.
Que
miren a su alrededor, y descubrirán en seguida personas que necesitan
ayuda, caridad y cariño. Hay además muchas labores apostólicas en las
que pueden trabajar. Y si saben poner el corazón en esa tarea, si saben
darse generosamente a los demás, olvidándose de sí mismos, tendrán una
fecundidad espléndida, una paternidad espiritual que llenará su alma de
verdadera paz.
Las
soluciones concretas pueden ser distintas en cada caso, pero en el
fondo todas se reducen a ocuparse de los demás con afán de servicio, con
amor. Dios premia siempre, dando a sus almas una honda alegría, a los
que tienen la generosa humildad de no pensar en sí mismos. (Conversaciones, 96)
9.
Hay matrimonios que por situaciones degradantes e insostenibles se han
separado. En esos casos, les resulta difícil aceptar la indisolubilidad
del vínculo matrimonial y se lamentan que se les niegue la posibilidad
de construir un nuevo hogar. ¿Qué respuesta daría usted ante estas
situaciones?
Comprendiendo
su sufrimiento diría, que pueden ver también en esa situación la
Voluntad de Dios, que nunca es cruel, porque Dios es Padre amoroso. Es
posible que por algún tiempo la situación sea especialmente difícil,
pero, si acuden al Señor y a su Madre bendita, no les faltará la ayuda
de la gracia.
La
indisolubilidad del matrimonio no es un capricho de la Iglesia, y ni
siquiera una mera ley positiva eclesiástica: es de ley natural, de
derecho divino, y responde perfectamente a nuestra naturaleza y al orden
sobrenatural de la gracia. Por eso, en la inmensa mayoría de los casos,
resulta condición indispensable de felicidad para los cónyuges, de
seguridad también espiritual para los hijos. Y siempre —aun en esos
casos dolorosos de que hablamos— la aceptación rendida de la Voluntad de
Dios lleva consigo una honda satisfacción, que nada puede sustituir. No
es como un recurso, como un consuelo: es la esencia de la vida
cristiana.
Si
las mujeres tienen ya hijos a su cargo, han de ver en esto una
exigencia continua de entrega amorosa, maternal, entonces muy
especialmente necesaria, para suplir en esas almas las deficiencias de
un hogar dividido. Y han de entender generosamente que esa
indisolubilidad, que para ellas supone sacrificio, es en la mayor parte
de las familias una defensa de su integridad, algo que ennoblece el amor
de los esposos e impide el desamparo de los hijos.
Este
asombro ante la dureza aparente del precepto cristiano de la
indisolubilidad, no es nuevo: los Apóstoles se extrañaron cuando Jesús
lo confirmó. Puede parecer una carga, un yugo: pero Cristo mismo ha
dicho que su yugo es suave y su carga ligera.
Por
otra parte, aun reconociendo la inevitable dureza de bastantes
situaciones —que, en no pocos casos, se habrían podido y debido evitar—,
es necesario no dramatizar demasiado. La vida de una mujer en esas
condiciones, ¿es realmente más dura que la de otra mujer maltratada, o
la de quien padece alguno de los otros grandes sufrimientos físicos o
morales, que la existencia lleva consigo?
Lo
que verdaderamente hace desgraciada a una persona —y aun a una sociedad
entera— es esa búsqueda ansiosa de bienestar, el intento incondicionado
de eliminar todo lo que contraría. La vida presenta mil facetas,
situaciones diversísimas, ásperas unas, fáciles quizá en apariencia
otras. Cada una de ellas comporta su propia gracia, es una llamada
original de Dios: una ocasión inédita de trabajar, de dar el testimonio
divino de la caridad. A quien siente el agobio de una situación difícil,
yo le aconsejaría que procure también olvidarse un poco de sus propios
problemas, para preocuparse de los problemas de los demás: haciendo
esto, tendrá más paz y, sobre todo, se santificará. (Conversaciones, 97)
10.
Usted habla de la unidad familiar como de un gran valor, ¿cómo es que
el Opus Dei no organiza actividades de formación espiritual donde
participen conjuntamente marido y mujer?
En
esto, como en tantas otras cosas, los cristianos tenemos la posibilidad
de escoger entre soluciones diversas, de acuerdo con las propias
preferencias u opiniones, sin que nadie pueda pretender imponernos un
sistema único. Hay que huir, como de la peste, de esos modos de plantear
la pastoral y, en general, el apostolado, que no parecen sino una nueva
edición, corregida y aumentada, del partido único en la vida religiosa.
Sé
que hay grupos católicos que organizan retiros espirituales y otras
actividades formativas para matrimonios. Me parece perfectamente bien
que, en uso de su libertad, hagan lo que consideren oportuno; y también
que acudan a esas actividades los que encuentran en ellas un medio que
les ayuda a vivir mejor su vocación cristiana. Pero considero que no es
ésa la única posibilidad, y tampoco es evidente que sea la mejor.
Hay
muchas facetas de la vida eclesial que los matrimonios, e incluso toda
la familia, pueden y a veces deben vivir juntos, como es la
participación en el sacrificio eucarístico y en otros actos de culto.
Pienso, sin embargo, que determinadas actividades de formación
espiritual son más eficaces si acuden a ellas separadamente el marido y
la mujer. De una parte, se subraya así el carácter fundamentalmente
personal de la propia santificación, de la lucha ascética, de la unión
con Dios, que luego revierte en los demás, pero en donde la conciencia
de cada uno no puede ser sustituida. De otra parte, así es más fácil
acomodar la formación a las exigencias y a las necesidades personales de
cada uno, e incluso a su propia psicología. Esto no quiere decir que,
en esas actividades, se prescinda del estado matrimonial de los
asistentes: nada más lejos del espíritu del Opus Dei.
Llevo
ya cuarenta años diciendo de palabra y por escrito que cada hombre,
cada mujer, ha de santificarse en su vida ordinaria, en las condiciones
concretas de su existencia cotidiana; que los esposos, por tanto, han de
santificarse viviendo perfectamente sus obligaciones familiares. En los
retiros espirituales y en otros medios de formación que organiza el
Opus Dei, y a los que asisten personas casadas, se procura siempre que
los esposos cobren conciencia de la dignidad de su vocación matrimonial y
que, con la ayuda de Dios, se preparen para vivirla mejor.
En
muchos aspectos las exigencias y las manifestaciones prácticas del amor
conyugal son distintas para el hombre y para la mujer. Con medios de
formación específicos, se les puede ayudar eficazmente a descubrirlos en
la realidad de su vida. De modo que esa separación durante unas horas o
unos días, les hace estar más unidos y quererse más y mejor a lo largo
del resto del tiempo: con un amor lleno también de respeto.
Repito
que en esto no pretendemos tampoco que nuestro modo de actuar sea el
único bueno, o que deba adoptarlo todo el mundo. Me parece simplemente
que da muy buenos resultados, y que hay razones sólidas —además de una
larga experiencia— para hacerlo así, pero no ataco la opinión contraria.
Además,
he de decir que, si en el Opus Dei seguimos este criterio para
determinadas iniciativas de formación espiritual, sin embargo, en otro
género de actividades variadísimo, los matrimonios, como tales,
participan y colaboran. Pienso, por ejemplo, en la labor que se hace con
los padres de los alumnos en colegios dirigidos por miembros del Opus
Dei; en las reuniones, conferencias, triduos, etcétera, especialmente
dedicados a los padres de estudiantes que viven en Residencias dirigidas
por la Obra.
Como
ves, cuando por la naturaleza de la actividad viene requerida la
presencia del matrimonio, son marido y mujer los que participan en estas
labores. Pero este tipo de reuniones e iniciativas es diverso de las
que van directamente encaminadas a la formación espiritual personal. (Conversaciones, 99)
almudí.org
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