Si bien es necesario distinguir lo profesional de lo personal, lo público de lo privado, es falso separarlos. No estoy de acuerdo con este artificial reparto de territorios.
Son muchas las expectativas que están
puestas en los profesores. No sólo se espera
que sean profesionalmente competentes, sino
que se les pide, y aun exige, que sean
ejemplares. Esto no acontece en las demás
profesiones en el que sólo se tiene en
cuenta la competencia profesional. Lo que
ese trabajador, ingeniero, médico o
arquitecto sea en su vida privada, no es un
criterio relevante para lo “estrictamente
profesional”. Si bien es necesario
distinguir lo profesional de lo personal, lo
público de lo privado, es falso separarlos.
No estoy de acuerdo con este artificial
reparto de territorios.
Es probable que el
político que engaña a su mujer lo haga
también con sus electores. Saber distinguir
ámbitos no debe llevar a separarlos en
compartimentos estancos que llevarían a
negar la unidad de vida de la persona, si no
queremos caer en visiones esquizofrénicas.
En el segundo piso de su personalidad, tal
persona, se presenta como un honorable y
competente profesional, racional y
técnicamente eficaz; en el primer piso,
estamos frente a una esposo ejemplar y ante
un padre tierno; y en el sótano, una
verdadera “casa de putas”. Como si las
emanaciones pestilentes procedentes del
subterráneo no se colaran ni influyeran en
el primer y el segundo piso.
Pero
especialmente esta aparente y tan nítida
demarcación entre lo público y lo privado
parece del todo inoportuna en ciertas
profesiones: la del profesor, y sobre todo
las que tienen el singular privilegio de
trabajar con personas y contribuir de modo
decisivo a configurar el patrimonio ético y
cultural con el que éstas regirán su
existencia. Por supuesto que cabe recluirse
en lo estrictamente técnico: “a mi se me ha
contratado para dar clases de matemáticas,
cumplir un programa, y punto; ¡dejémonos de
falsos romanticismos de pretender enseñar a
través de las matemáticas otras cosas más
importantes que las matemáticas!”. Siempre
existirá la posibilidad de instalarse
confortablemente en el pequeño recinto de la
especialidad y limitarse a repartir el saber
que se detenta: ¿cómo hacer para que el
mayor número de alumnos llegue a la media en
geometría?
Pero un profesor se torna
absolutamente irreemplazable cuando con
ocasión de lo que enseña, transmite un
sentido del trabajo, de la vida, del sentido
del humor, del respeto. El maestro enseña,
pero enseña otra cosa. Su más alta enseñanza
no está en lo que dice, sino en lo que no
dice, en lo que hace, y, sobre todo, en lo
que es. Ése es el contenido que real,
misteriosa y verdaderamente comunicamos: lo
que somos y luchamos por ser, lo que amamos.
El profesor tendrá ascendencia sobre los
alumnos, va camino a ser un maestro, si
existe unidad y congruencia entre lo que
dice, hace y es. Cuando el alumno detecta
fisuras, se decepciona.
Lo esencial está
entre las líneas de los programas y como
sobre-entendido. Muchos hombres enseñan,
pero muy pocos gozan de ese excedente de
autoridad que les llega, no de su saber, no
de su capacidad, sino de su valor como
hombre. Desde esta perspectiva toda
enseñanza puede servir de pretexto para otra
cosa trascendente a la mera instrucción. Sí,
el alumno admira la inteligencia del
profesor, la facilidad de su palabra, la
amplitud de su saber, pero por encima de
todas esas cualidades pide silenciosa, pero
elocuentemente, una lección de vida. Esto
obedece a una razón profunda: ésta es una de
las notas distintivas de una vocación que es
voraz y exclusivista, que lo pide todo,
tanto la vida pública como la privada, tanto
competencia técnica como ejemplaridad, que
no sólo sean profesores sino maestros.
*Jorge
Peña Vial
Universidad de los Andes
Artes y Letras, diario El Mercurio,
ARVO
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