martes, 28 de mayo de 2013

Belleza de la fe

   
   Nada más elevado ni bello que tener a Dios como fin y, a la vez, como sentido de todos los objetivos intermedios alcanzables: en la familia, trabajo, oración, etc.

      Entiendo que bastantes personas tengan una idea fea sobre la fe y la religión. ¿Por qué? Diversos factores: muchas veces la explicamos mal, en otras ocasiones de modo negativo, desordenado, con poca planificación, con lenguaje ininteligible... 

   También es cierto que algunos no están dispuestos a escuchar. Dicen que de entrada, no. El caso es que se ve la vida de fe como una antigualla o algo oscuro, negativo, triste. Y sin embargo es bella.


      Una parte de la belleza radicaría en la armonía interior de la persona, siempre que no se la haga consistir en un rigorismo conductual. Enseguida se podrá objetar que el cristianismo es exactamente eso. Y no lo es, primordialmente porque descansa en la identificación con alguien sumamente libre: Cristo. Es cierto que, como decía Millán Puelles, toda ética comporta unos deberes, pero es preciso convencer, motivar y hacer feliz a la gente para que ésta obre como le conviene. En caso contrario, los ideales fracasan y se abandonan. La ética de los deberes se completa con la ética de los bienes y de las virtudes, que comportan placer y felicidad. Pienso que nada más amable y capaz de hacer feliz que la fascinación por Cristo. Basta leer el Evangelio despacio.

      Otro modo de ver la belleza, especialmente en el hombre, es la orientación al despliegue y desarrollo de sus potencialidades hasta perfeccionarlas. La teleología de un ser, escribió Polo, es su dirección hacia la plenitud de que es capaz. Actuar finalizado se opone a cualquier tipo de determinismo. Así, lo más importante en el hombre son los fines que, si se conquistan libremente, contribuyen a la belleza de la armonía antes referida. Nada más elevado ni bello que tener a Dios como fin y, a la vez, como sentido de todos los objetivos intermedios alcanzables: en la familia, trabajo, oración, etc. Todo ello constituye la perfección humana.

      La benevolencia entendida como apoyo a los seres para que logren su fin, sirve para que el hombre no sólo se perfeccione a sí mismo, sino que se convierte en un perfeccionador de la naturaleza. Supone reconocer lo que cosas y personas son y ayudarles a que lo sean. Al afirmar el cristianismo que el universo es hechura divina y que su belleza es un reflejo de la de Dios, dignifica todo. En cambio, la defensa de un universo como pura materia organizándose a sí misma −así lo propondría un evolucionismo absoluto− no tendría dificultad, escribe Yepes, en justificar el racismo genético, la voluntad de poder o simplemente la indiferencia ante la belleza del mundo creado. Sin embargo, desde la benevolencia, se ama la naturaleza y el trabajo, «esa noble fatiga creadora de los hombres», que es «asumido e integrado en la obra prodigiosa de la creación», como afirmó San Josemaría.

      Otro magnífico enfoque: «todo amor es creador y no se crea más que por amor», dice Alvira. El amor ayuda a superar dificultades para conocer y unirse con el amado, pero fundamentalmente busca manifestar el amor y perpetuarlo reproduciendo lo amado. El amor deja huella, empuja a crear. Indicaba Platón que el amor es el deseo de engendrar en la belleza. Lo amado es bello para el amante, despierta en él deseo de belleza y de reproducirla. Cuando en la Sagrada Escritura se ha intentado sintetizar a Dios, se ha escrito que Dios es Amor, el amor más benevolente: crea y se da sin esperar nada a cambio. Amar es dar, sacrificarse, entregar lo que se tiene, también la verdad. Igualmente, corregir sin acritud es amar.

      La fe se basa en la aceptación de la Verdad revelada, pero la verdad es esplendorosa y siempre hace relación a la belleza, también a la expresada en las diversas manifestaciones del arte, que contribuyen a encontrar el verdadero sentido de las cosas. Benedicto XVI, gran trabajador de las relaciones fe y razón, decía mientras volaba a Barcelona para consagrar el templo de la Sagrada Familia: la verdad, fin y meta de la razón, se expresa en la belleza y se realiza en la bellezase prueba como verdad. Por tanto, donde está la verdad debe nacer la belleza; donde el ser humano se realiza de modo correcto, bueno, se expresa en la belleza.

      Pues bien, toda la Historia de la Salvación −desde la Creación hasta nuestros días, pasando por la maravilla del Dios hecho hombre− es un bello relato de una gran realidad. La liturgia bien hecha, los sacramentos, la naturaleza de la Iglesia gozan del encanto del misterio y de la belleza del símbolo. Oculta y grandiosa es la acción del Espíritu Santo: como escribió San Hilario,con su luz nos ayuda a penetrar las verdades que auxilian para conocer al Padre y la encarnación del Hijo, a los que no llegaría la debilidad de la razón. Es cierto que hay pecados que afean e infierno que disgusta, pero justamente para hacernos entender mejor el esplendor de Dios. Con Él, podemos hacer nuestros los versos del místico castellano: "volé tan alto, tan alto, /que le di a la caza alcance".

Pablo Cabellos Llorente

Las Provincias / Almudí

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