La
interrogación propiamente actual, en un tiempo de mayor cultura,
conscientes de los frutos que está originando el apartamiento de Dios,
es ésta: ‘¿todavía no vas a Misa?’
Me
comentaba un amigo que, pasando por la puerta de una iglesia, invitó a
su acompañante a entrar para visitar brevemente al Santísimo. La
respuesta no fue la de un descreído sino ésta: todavía no somos viejos.
Alguien que piensa que con estar bien dispuesto para morir, basta. Una
idea peña y errónea de Dios. Más usual el comentario al que acude a
Misa: ¡Ah! pero ¿tú todavía vas a Misa? Éste no es tanto propio
del ateo como del abandonado de la práctica religiosa que cree más
moderno vivir y decir tales cosas. Y la verdad es que de moderno no
tiene nada. Hasta los que afirmaban en el posconcilio −del concilio
entendido al revés− que era suficiente hablar uno con Dios y que los
sacramentos estaban de más, han pasado de moda.
La
interrogación propiamente actual, en un tiempo de mayor cultura,
conscientes de los frutos que está originando el apartamiento de Dios,
es ésta: ¿todavía no vas a Misa?, porque no sabes lo que pierdes.
Para empezar, la obligación de cumplir con el precepto dominical es un
gozoso deber si se conoce mínimamente la esencia de la celebración
eucarística. Si a una persona le impusieran la obligación de pasar los
domingos por un lugar cualquiera para recibir mil euros, no se le
ocurriría concebirlo como una carga. Pues el ejemplo es paupérrimo para
compararlo con la Misa porque su valor es infinito: su precio es la
muerte del Hombre-Dios, reproducida sobre el altar, no como un mero
símbolo, sino como milagrosa realidad.
¿Qué está sucediendo aquí?, se preguntaba Benedicto XVI
en una memorable homilía pronunciada en Colonia. Con esa pregunta se
refería a las palabras de Cristo en la Última Cena para convertir el pan
en su Cuerpo y el vino en su Sangre. Lo que sucedía es que Jesús
anticipaba sacramentalmente su pasión y muerte en la cruz, para cambiar
la violencia brutal que se le venía encima en una acción de amor: nos
redime con su muerte, la acepta y manda reiterarla en su memoria para
estar dándosenos continuamente. Nos deja la Eucaristía como lo más
esencial para estar siempre con nosotros, para que podamos asistir a su
mismo sacrificio de la cruz. La Misa se sitúa así en los confines del
tiempo y la eternidad: se hace actual un sacrificio ocurrido en la
historia, realizado por el Cristo que está en la eternidad. ¿No es más
valioso que los mil euros? Resulta grosera mi comparación.
El Papa Francisco
decía en su primera audiencia general que Cristo se entrega totalmente,
no tiene nada para sí mismo, ni siquiera su vida. En la Última Cena,
con sus amigos, comparte el pan y distribuye el cáliz para nosotros. El
Hijo de Dios se nos ofrece, consigna en nuestras manos su Cuerpo y su
Sangre para estar siempre con los hombres, para habitar entre nosotros.
Se ha quedado para amarnos. ¿Nos dejamos amar? Se ha quedado como
alimento para desarrollar en cada bautizado el hombre nuevo que es otro
Cristo. ¿Aceptamos ese alimento y lo tomamos en gracia de Dios, sin
sombra de pecado mortal? Ha transformado −y lo sigue haciendo a través
del sacerdote− el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre. Se inicia así
−lo decía también Benedicto XVI− una cadena de transformaciones que
afecta a todos. ¿Nos dejamos transformar por la Misa? ¿No sucederá que
no nos atrevemos a llegarnos a ella porque nos exige mejorar?
La
homilía es una parte importante de la Misa, especialmente de la
dominical, porque Él tiene una presencia particularmente importante en
su Palabra, y hemos de empeñarnos en mejorarlas sustancialmente, pero no
es menos verdad que lo más profundo es la presencia de Cristo en la
especies sacramentales para hacer siempre actual su sacrificio de la
Cruz, que se realizó una vez, pero ha de continuar pudiendo hacerse
presente hasta que el mundo se haya convertido en el lugar del amor,
como escribió san Agustín.
Esta
conversión del mundo al amor irá sucediendo a medida que nos enrolemos
en la cadena de transformaciones iniciada con la transustanciación. No faltan quienes hablan de misas más entretenidas o más bonitas.
Es cierto que con esa expresión pueden referirse al rigor de la
liturgia que acerca a Dios. Pero la Misa no es un entretenimiento,
aunque sí muy alegre, sino el acto de culto por excelencia, de adoración
a Dios que significa deseo de hacer su voluntad. Un camino que conduce a
la felicidad, a realizar nuestros días bajo la benéfica influencia de
la Eucaristía. Por eso, la participación activa debe entenderse como
algo interior y no movimiento que distrae. Esto conduce al cambio, a la
mejora personal, a amar mejor.
La liturgia, tal como la concibió Romano Guardini
tiene una gran belleza, una riqueza oculta en el misterio, una grandeza
intemporal que hace de ella centro de la Iglesia y de la vida cristiana
no sólo durante su celebración sino en nuestra entera existencia que,
de algún modo es una misa continuada si seguimos cada paso de la
celebración con actitud orante.
Pablo Cabellos LlorenteLas Provincias / Almudí
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