jueves, 19 de agosto de 2010

CELIBATO Y AMOR

          Os presento este interesante estudio de la Dra. Jutta Burggraf.

         Adelantando un poco lo que pienso: estoy convencida de que el celibato se puede vivir también en el tercer milenio. Mientras más sea la insistencia con que se hace de él un tabú, mientras más se le ridiculiza, mientras más grotescamente se le desfigura y deforma, más urgente me parece hablar de él y reconocer el lugar que tiene dentro del cristianismo. Es lo que intento a continuación. Me propongo exponer, a grandes rasgos, cuál es el profundo sentido que, para los hombres y las mujeres de hoy, tiene el celibato voluntario.

          Antes que nada, hay que dejar en claro que el celibato y el matrimonio no son una especie de contrarios, de antónimos, no se oponen. Para la gran mayoría de las personas, el matrimonio es la forma de vida más conveniente y adecuada y la que los conduce a la felicidad, a pesar de todas las dificultades que puedan surgir. En el matrimonio, se vive el amor humano, la disposición de darse a los demás. En la unión conyugal, la entrega personal a la pareja, alcanza una forma muy profunda e íntima. Esta unión comprende, por su esencia, tanto la dimensión física, como la dimensión espiritual del ser humano. Lo fundamental del matrimonio consiste en darse al otro con una reciprocidad sin reservas, con un amor personal e íntegro. Consiste en vivir y convivir con el otro; en la existencia común, que es tarea y responsabilidad compartida. Mediante la promesa matrimonial, un hombre y una mujer se deciden el uno por el otro. 

          La promesa de dos cristianos ante Dios los une no sólo a su pareja, sino que en cierta forma a través de él o de ella, se unen al mismo tiempo a Jesucristo. No se entrega uno recíprocamente, se entrega también a Cristo a través del otro, de la otra. Los cónyuges no sólo viven para el otro. En realidad, viven juntos para Cristo; en su amor conyugal, aman también a Cristo. Mientras más unidos estén entre ellos, más se unirán a El. Su unión es un sacramento, una de las siete fuentes misteriosas de la participación en la vida divina.


           Así, el matrimonio es un camino hacia Dios. Por esta razón, en la auténtica tradición de la Iglesia, la importancia dada al celibato no se ha entendido nunca como una disminución o rebaja del matrimonio. Tampoco podemos aceptar el maniqueísmo, que ve en lo corpóreo y en la procreación algo malo.[1] ¡El hombre incapaz de sentir no ha sido nunca un ideal cristiano! Quien no es capaz de tener pasión, deseos y sentimientos padece una deficiencia, pues carece de esta capacidad fundamental de la naturaleza humana.

          ¡El celibato nada tiene que ver con eso! En el celibato, se "renuncia" voluntariamente a algo que, de acuerdo a la voluntad del Creador, conduce al matrimonio.[2] Ese algo es la necesidad de darse completamente a otra persona, que es muchísimo más profundo que la mera tendencia sexual. Tal vez, en vez de "renuncia", deberíamos hablar de sacrificio. Al renunciar al matrimonio, la persona que se decide por el celibato, ofrece a Dios un sacrificio muy concreto y personal; en ningún caso desprecia el matrimonio. Por el contrario, en todas las religiones, se acostumbra a sacrificar no lo peor o malogrado —eso sería una verdadera ofensa a la divinidad—, sino lo más preciado.

Jutta Burggraf

ALMUDÍ
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