Reproduzco el artículo de Mons. Javier Echevarría que publicó el sábado en su portada el periódico vaticano L'Osservatore Romano.
El Año sacerdotal concluyó el pasado 16 de junio. Nos separa un lapso tan breve, que cabe afirmar su actualidad. Por esto, más que proceder a una valoración, miremos las reacciones personales ante lo que la Iglesia ha promovido. ¿Qué ha ocurrido en este Año sacerdotal? ¿Qué impacto ha producido en nosotros, sacerdotes, convocados por el Romano Pontífice a recorrerlo ayudados por la figura de ese ejemplar hermano, san Juan María Vianney?
Estas preguntas reclaman respuestas que cada uno puede darse a sí mismo ante Dios, en la intimidad de su oración. Sin llegar a ese nivel, que trasciende los límites de un artículo, vayamos por un camino menos personalizado, no menos exigente: evocar los objetivos señalados por Benedicto XVI y, desde ahí, sacando consecuencias, orientar el pensamiento hacia el futuro.
"Este año —escribía el Papa en la carta de convocación— desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo". Citaba también unas palabras que repetía con frecuencia el Cura de Ars y que el Catecismo de la Iglesia ha acogido: "el sacerdocio es el amor del corazón de Jesús". Para comprenderse a sí mismo, el sacerdote no ha de limitarse a considerar su tarea pastoral; ha de ir mucho más allá, hasta llegar a Cristo, en cuya humanidad reverbera todo el vivir trinitario y en quien ese vivir trinitario se abre a los hombres.
Desde ahí se comprende la hondura de otras palabras de san Juan María Vianney, citadas por el Romano Pontífice: el sacerdote "no se entenderá a sí mismo sino en el cielo". Sólo en el cielo, al advertir el don infinito e inefable de la entrega de Dios al hombre, el sacerdote saboreará su propia y plena realidad. Dios no sólo ha querido comunicarse a los hombres; ha tomado nuestra misma naturaleza en Cristo Jesús; ha instituido la Iglesia y llamado a hombres determinados a quienes, con el sacramento del orden, convierte en sus ministros e instrumentos. La "audacia de Dios", que "aún conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y de presentarse en su lugar", que confía en nosotros hasta "abandonarse en nuestras manos", esa audacia es "la grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio»" (Benedicto XVI, homilía en la clausura del Año sacerdotal).
ALMUDÍ
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