Aquí tenéis la expléndida homilia del Papa en la solemnidad de San Pedro y San Pablo.
Los textos bíblicos de esta Liturgia eucarística de la solemnidad de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, en su gran riqueza, ponen de relieve un tema que se podría resumir así: Dios está cerca de sus fieles servidores y los libra de todo mal, y libera a la Iglesia de las potencias negativas. Es el tema de la libertad de la Iglesia, que presenta un aspecto histórico y otro más profundamente espiritual.
Esta temática atraviesa toda la Liturgia de la Palabra de hoy. La primera y la segunda lectura hablan, respectivamente, de san Pedro y de san Pablo subrayando precisamente la acción liberadora de Dios respecto de ellos. Especialmente, el texto de los Hechos de los Apóstoles describe con abundancia de detalles la intervención del ángel del Señor, que libera a Pedro de las cadenas y le lleva fuera de la cárcel de Jerusalén, donde le había hecho encerrar, bajo estrecha vigilancia, el rey Herodes (cfr Hch 12,1-11). Pablo, en cambio, escribiendo a Timoteo cuando ya siente cercano el fin de la vida terrena, hace un balance conclusivo de ella, en el que se ve que el Señor siempre ha estado cerca de él, le libró de muchos peligros y aún lo librará introduciéndole en su Reino eterno (cfr 2 Tm 4, 6-8.17-18). El tema está reforzado por el Salmo responsorial (Sal 33), y encuentra un particular desarrollo también en el pasaje evangélico de la confesión de Pedro, allí donde Cristo promete que las potencias de los infiernos no prevalecerán sobre su Iglesia (cfr Mt 16,18).
Observando bien se nota, respecto a esta temática, una cierta progresión. En la primera Lectura se narró un episodio especifico que muestra la intervención del Señor para liberar a Pedro de la prisión; en la segunda Pablo, sobre la base de su extraordinaria experiencia apostólica, se dice convencido de que el Señor, que ya le libró “de la boca del león”, le librará “de todo mal” abriéndole las puertas del Cielo; en el Evangelio en cambio ya no se habla de los Apóstoles en singular, sino de la Iglesia en su conjunto y de su seguridad respecto a las fuerzas del mal, entendidas en sentido amplio y profundo. De esta forma vemos que la promesa de Jesús - “los poderes del infierno no prevalecerán” sobre la Iglesia – comprende tanto las experiencias históricas de persecución sufridas por Pedro y Pablo y por otros testigos del Evangelio, sino que va más allá, queriendo asegurar la protección sobre todo contra las amenazas de orden espiritual; según cuanto el mismo Pablo escribe en la Carta a los Efesios: "Nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los Principados y Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en el espacio" (Ef 6,12).
En efecto, si pensamos en los dos milenios de historia de la Iglesia, podemos observar que – como lo había predicho el Señor Jesús (cfr Mt 10,16-33) – nunca han faltado las pruebas a los cristianos, que en algunos periodos y lugares han asumido el carácter de verdaderas y auténticas persecuciones. Estas, sin embargo, a pesar de los sufrimientos que provocan, no constituyen el peligro más grave para la Iglesia. El mayor daño, de hecho, lo padece ésta de lo que contamina la fe y la vida cristiana de sus miembros y de sus comunidades, erosionando la integridad del Cuerpo místico, debilitando su capacidad de profecía y de testimonio, empañando la belleza de su rostro. Esta realidad está atestiguada ya por el epistolario paulino. La Primera Carta a los Corintios, por ejemplo, responde precisamente a algunos problemas de divisiones, de incoherencias, de infidelidades al Evangelio que amenazan seriamente a la Iglesia. Pero también la Segunda Carta a Timoteo – de la que hemos escuchado un pasaje – habla de los peligros de los “últimos tiempos”, identificándolos con actitudes negativas que pertenecen al mundo y que pueden contagiar a la comunidad cristiana: egoísmo, vanidad, orgullo, apego al dinero, etc. (cfr 3,1-5). La conclusión del Apóstol es determinante: los hombres que operan el mal – escribe – "no irán lejos, porque su insensatez se pondrá de manifiesto como la de aquellos” (3,9). Hay por tanto una garantía de libertad asegurada por Dios a la Iglesia, libertad tanto de los lazos materiales que buscan impedir o coartar su misión, como de los males espirituales y morales, que pueden erosionar la autenticidad y la credibilidad.
Esta temática atraviesa toda la Liturgia de la Palabra de hoy. La primera y la segunda lectura hablan, respectivamente, de san Pedro y de san Pablo subrayando precisamente la acción liberadora de Dios respecto de ellos. Especialmente, el texto de los Hechos de los Apóstoles describe con abundancia de detalles la intervención del ángel del Señor, que libera a Pedro de las cadenas y le lleva fuera de la cárcel de Jerusalén, donde le había hecho encerrar, bajo estrecha vigilancia, el rey Herodes (cfr Hch 12,1-11). Pablo, en cambio, escribiendo a Timoteo cuando ya siente cercano el fin de la vida terrena, hace un balance conclusivo de ella, en el que se ve que el Señor siempre ha estado cerca de él, le libró de muchos peligros y aún lo librará introduciéndole en su Reino eterno (cfr 2 Tm 4, 6-8.17-18). El tema está reforzado por el Salmo responsorial (Sal 33), y encuentra un particular desarrollo también en el pasaje evangélico de la confesión de Pedro, allí donde Cristo promete que las potencias de los infiernos no prevalecerán sobre su Iglesia (cfr Mt 16,18).
Observando bien se nota, respecto a esta temática, una cierta progresión. En la primera Lectura se narró un episodio especifico que muestra la intervención del Señor para liberar a Pedro de la prisión; en la segunda Pablo, sobre la base de su extraordinaria experiencia apostólica, se dice convencido de que el Señor, que ya le libró “de la boca del león”, le librará “de todo mal” abriéndole las puertas del Cielo; en el Evangelio en cambio ya no se habla de los Apóstoles en singular, sino de la Iglesia en su conjunto y de su seguridad respecto a las fuerzas del mal, entendidas en sentido amplio y profundo. De esta forma vemos que la promesa de Jesús - “los poderes del infierno no prevalecerán” sobre la Iglesia – comprende tanto las experiencias históricas de persecución sufridas por Pedro y Pablo y por otros testigos del Evangelio, sino que va más allá, queriendo asegurar la protección sobre todo contra las amenazas de orden espiritual; según cuanto el mismo Pablo escribe en la Carta a los Efesios: "Nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los Principados y Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en el espacio" (Ef 6,12).
En efecto, si pensamos en los dos milenios de historia de la Iglesia, podemos observar que – como lo había predicho el Señor Jesús (cfr Mt 10,16-33) – nunca han faltado las pruebas a los cristianos, que en algunos periodos y lugares han asumido el carácter de verdaderas y auténticas persecuciones. Estas, sin embargo, a pesar de los sufrimientos que provocan, no constituyen el peligro más grave para la Iglesia. El mayor daño, de hecho, lo padece ésta de lo que contamina la fe y la vida cristiana de sus miembros y de sus comunidades, erosionando la integridad del Cuerpo místico, debilitando su capacidad de profecía y de testimonio, empañando la belleza de su rostro. Esta realidad está atestiguada ya por el epistolario paulino. La Primera Carta a los Corintios, por ejemplo, responde precisamente a algunos problemas de divisiones, de incoherencias, de infidelidades al Evangelio que amenazan seriamente a la Iglesia. Pero también la Segunda Carta a Timoteo – de la que hemos escuchado un pasaje – habla de los peligros de los “últimos tiempos”, identificándolos con actitudes negativas que pertenecen al mundo y que pueden contagiar a la comunidad cristiana: egoísmo, vanidad, orgullo, apego al dinero, etc. (cfr 3,1-5). La conclusión del Apóstol es determinante: los hombres que operan el mal – escribe – "no irán lejos, porque su insensatez se pondrá de manifiesto como la de aquellos” (3,9). Hay por tanto una garantía de libertad asegurada por Dios a la Iglesia, libertad tanto de los lazos materiales que buscan impedir o coartar su misión, como de los males espirituales y morales, que pueden erosionar la autenticidad y la credibilidad.
BENEDICTO XVI
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