Ha transcurrido una semana desde que concluyó la histórica visita de Benedicto XVI al Reino Unido. Al repasar el contenido de sus homilías y discursos, al visionar las fotos que hice durante el viaje y hojear de nuevo los periódicos ingleses y escoceses de aquellos días, se me ocurren varias reflexiones. El ritmo de las noticias suele ser demasiado rápido y el análisis
del momento demasiado superficial, por lo que no se presta atención al poso que dejan los acontecimientos.
del momento demasiado superficial, por lo que no se presta atención al poso que dejan los acontecimientos. Con cierta distancia, uno se maravilla de la acogida popular y mediática que acabó teniendo el Papa en Gran Bretaña, un país que protagonizó un cisma hace casi cinco siglos y donde los católicos representan menos del 9 por ciento de la población. Resulta siempre algo extraño ver cómo un hombre de 83 años, con un aura casi semidivina para los creyentes, se pasea por ciudades de todo el mundo, encerrado en una urna de cristal blindado.
A mi juicio, una de las frases más importantes que pronunció Joseph Ratzinger durante su viaje la dijo en la misa de Bellahouston Park, en Glasgow. Tal vez sin pretenderlo, el propio Papa dio la explicación más plausible sobre el impacto que tiene su figura, tanto para la gente de fe como para los agnósticos e incluso para los ateos. «La sociedad, hoy, necesita voces claras que propongan nuestro derecho a vivir, no en una jungla de libertades autodestructivas y arbitrarias, sino en una sociedad que trabaje por el verdadero bienestar de sus ciudadanos y ofrezca guía y protección ante su debilidad y fragilidad», afirmó el Pontífice. Muchos pueden suscribir esta reflexión.
Pese a todos los pesares, el catolicismo continúa siendo la religión global mejor organizada, con una estructura capilar que llega a casi todos los rincones del planeta y con una autoridad clara. Eso le da una tremenda fuerza. Benedicto XVI asume ese papel de guía ético. En Gran Bretaña habló de la "dictadura del relativismo", de la "exclusión de la religión" en la esfera política y en la vida pública, del "ateísmo extremo" que alimentó los totalitarismos el siglo XX, de las "muchas tentaciones" que asedian a la juventud, como las drogas, el dinero o la pornografía.
ALMUDÍ
LEER MÁS
LEER MÁS

ndo se aprobó el noitebús, ya ni dije nada, ¿para qué? A nadie le iba a parecer bien y de nada serviría que me pusiese a discutir que el Gobierno gallego deba pagar el transporte a los niños que se van de juerga lejos de sus casas, con el riesgo añadido de que me llamaran cualquier fealdad por no darme cuenta de que se morían a chorros, borrachos, en las carreteras del fin de semana.
determinada fe frente a otras, con riesgo para la libertad? ¿No sería, en último término convertir la fe en un acto político, y por tanto manipularla para el propio interés? ¿No es más auténtica la fe que se practica sólo en privado? ¿Deben suprimirse las fiestas religiosas? ¿Puede obligarse a un político a que actúe contra su conciencia? 



Eso suponía que un avión enemigo había conseguido atravesar las líneas del Eje y, peor todavía, que los aliados contaban con un aparato capaz de escoltar a los bombarderos que sobrevolaban Alemania. Curiosa la declaración de 




