Tomás Melendo bucea en la esencia humana y nos sumerge en las profundidades de la vida familiar para mirar, con ojos nuevos, una verdad por desgracia manoseada y desvalorada: el amor es el núcleo de donde emana el tejido familiar y social. La solución a las crudas realidades sociales que vivimos depende de cómo cada quien, desde la vida familiar, desarrolle su personalidad con este ingrediente.
Por Tomás Melendo Granados
Arvo Net
Jugando un poco con las palabras y los conceptos, diría que el objetivo de estas líneas es orientar a los orientadores —sean profesionales o simples ejecutores de este papel en la familia—, para que ellos, a su vez, orienten a quienes les piden ayuda o, simplemente, para mejorar el tono y la calidad de la vida en su hogar.
Es preciso definir el núcleo de la existencia familiar, pues es el punto en el que habremos de incidir para elevar el nivel y la eficacia de las actividades de cualquier familia que aspire a ser lo que por esencia le corresponde.
En principio, determinar la sustancia y el objetivo de la institución familiar no parece complejo. Juan Pablo II los ha señalado con insistencia y claridad: «En una perspectiva que además llega a las raíces mismas de la realidad, hay que decir que la esencia y el cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor. Por esto la familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor».
El amor, por tanto, define y fundamenta la institución familiar; y el amor en su acepción más noble: de amistad o benevolencia. Pero, ¿entre quiénes?
EL NÚCLEO PRIMORDIAL
Primero los padres
Es frecuente que los padres no sientan la necesidad de formarse mejor hasta que alguno de los hijos plantea dificultades que los superan. Acuden entonces al centro educativo para hablar con el preceptor o se inscriben en un curso de orientación familiar. El «problema», por decirlo con dramatismo, es el hijo.
Aquí, los cónyuges deben comprender que toda su actividad paterna resultará inútil hasta que, en el seno de la familia, no dirijan su mirada e influjo renovador hacia ellos mismos: son los padres quienes deben cambiar en primer término para provocar un perfeccionamiento en sus hijos.
Cualquier progreso en la vida familiar es fruto de una modificación en la vida de los cónyuges, que se implican más, y más decididamente, en el seno del propio hogar. Sin ese radical compromiso, todo resulta inútil.
La familia es insustituible para la maduración y existencia de la persona en cada uno de sus niveles de desarrollo: desde la indigencia absoluta del recién concebido, pasando por la inseguridad y las dudas del niño o el adolescente, hasta la aparente firmeza autónoma del adulto, la plenitud del hombre y la mujer, y la fecunda pero frágil riqueza del anciano.
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