lunes, 19 de julio de 2010

LOS OJOS DE UN CONDENADO

          En su maravillosa película “Million Dollar Baby”, Eastwood nos presenta a una “corredora de sprint” nata, una boxeadora acostumbrada a vencer siempre en el primer asalto, de forma demoledora y arrasando a su contrincante como si un camión la pasase por encima. Como suele suceder con los corredores de sprint, la pobre mujer se vino abajo cuando la vida la situó ante el reto de una maratón, un combate largo en el que sólo se podía vencer por puntos. Tras un golpe cuasi mortal en el ring, tendrá que afrontar el resto de sus días inmovilizada desde el cuello hacia abajo. Entonces, la mujer rescata una historia de su niñez, y le recuerda a Eastwoood cómo sacrificaron al perro de su infancia cuando éste no podía moverse. De esta forma le suplicaba que desconectase los aparatos que la mantenían unida a la vida, apiadándose de ella como ella, siendo niña, se apiadó de su perro. Eastwood, tras una fuerte lucha interior, cede, y, tras cumplir con el deseo de la boxeadora, se aleja del hospital con una de las expresiones de dolor, vacío y tristeza más desoladoras que yo haya visto jamás en una película.

           Y es que, lo miremos desde donde lo miremos, un hombre no es un perro. La historia que sigue no pertenece a una película: es la vida real. Tras un año en coma a causa de un accidente de motocicleta, el británico de 43 años Richard Rudd fue sentenciado a muerte como la mujer de “Million Dollar Baby”, sin mediación de juez o abogado alguno, sin sentencia ni condena previa, incluso en un país donde la pena capital no existe en el ordenamiento jurídico. Su familia (haciendo las veces de abogado, fiscal y juez) había otorgado el consentimiento para que Richard fuera desconectado y entregado a la muerte. Los médicos (haciendo, en este caso, las veces de verdugos) se dieron cuenta, cuando se disponían a desconectarlo, de que el enfermo parpadeaba sensiblemente. Ante semejante evidencia, le pidieron que se comunicase con el movimiento de los ojos: si quería seguir viviendo, debía mover los ojos hacia la izquierda, y, si deseaba morir, debía moverlos hacia la derecha. Ante el asombro de los presentes, Rudd movió sus ojos por tres veces hacia la derecha. Ese movimiento le ha salvado la vida.

           Al igual que la mujer de la película, Richard, años antes, había dejado clara su intención de morir en el caso de que su vida dependiese de una máquina; fue ese comentario el que movió a su familia a pedir la eutanasia. Pero no es lo mismo pronunciar una afirmación de este jaez ante una cerveza fría que ante un pelotón de médicos dispuestos a poner fin a la vida de uno. Está claro.

           También está claro que un hombre no es un perro. Nadie se fija en el movimiento de los ojos de un cánido cuando se dispone a sacrificarlo, porque las pupilas de diez mil perros juntos jamás serán capaces de transmitir lo que transmiten los ojos de un hombre. En los ojos de un hombre, en ocasiones, uno ve a Dios, mientras, en los de un perro, uno puede ver afecto, miedo, placer o tristeza, pero nunca un Padrenuestro, ése que a veces reza el hombre con los ojos.

           No sé si el ejemplo cundirá, ni tampoco sé si nuestras Bibianas y Trinidades se darán por aludidas, o seguirán abrazándose cada vez que miles de seres humanos son sentenciados a muerte. Se quejan cuando les presentan ecografías de seres humanos en el vientre de sus madres, pero yo quisiera que se las presentasen con más definición aún; me gustaría que viesen los ojos de esos seres humanos cuya muerte les causa tanta alegría. ¿Cambiaría eso su parecer, del mismo modo que los ojos de Richard Rudd cambiaron el parecer de los médicos que se disponían a asesinarlo?... Lo peor de todo es que no estoy seguro de ello.

ANÁLISIS DIGITAL

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