miércoles, 17 de noviembre de 2010

La fachada (II)

   Os ofrezco la segunda parte de las reflexiones de Enrique Monasterio sobre las costumbres de los jóvenes.

   Los diez o doce lectores que aún me quedan quizá recuerden que en la entrada anterior comencé a escribir una moderada defensa de la "buena pinta", es decir, de la fachada con que nos presentamos ante los demás. Todo vino a propósito de un chaval a quien cambié de nombre pero no de atuendo, que se presentó en mi despacho de la capellanía vestido de mendigo o de prisionero en Auschwitz. y salió camino de su casa a bordo de un imponente automóvil azul metalizado.

   Ya me temía yo que estaba metiéndome en un peligroso jardín, sobre todo cuando hablé de "feísmo" y descalifiqué la moda del pantalón corto y las chancletas.
-Ni feísmo ni "guapismo" -me increpó Luis-. Lo que a usted le parece feo a mí me mola. Y sobre gustos no hay nada escrito.

-Te equivocas, amigo. Sobre gustos se han escrito bibliotecas enteras. Y no todo es subjetivo si hablamos de belleza o fealdad. Lo que pasa, en mi opinión, es que la sociedad se nos ha vuelto del revés, y, en cuestiones de fachada, es decir, de indumentaria, de lenguaje, de trato social etc., los valores de la elegancia y la pulcritud han dejado su puesto a otros más mezquinos.
A ver si soy capaz de explicarme recurriendo a la historia.

   Hace cincuenta años el nivel económico del personal se notaba al primer golpe de vista, de nariz y de oído: los pobres vestían de pobre, olían a pobre y hablaban como pobres. Los ricos, por el contrario, vestían de rico, es decir, con ropa de confección, zapatos importados y corbatas de seda. También olían a rico, y su lenguaje almidonado estaba en consonancia con la blancura de sus puñetas y el brillo de sus gemelos de oro.

   Todo eso, gracias a Dios, desapareció hace varias décadas. El desarrollo económico y El Corte Inglés hicieron su benéfica tarea homogeneizadora, y el buen gusto dejó de ser patrimonio de los más privilegiados. Ya no era preciso tener una cuenta corriente poco corriente para vestir razonablemente bien.
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