ESTAMOS viendo cómo, poco a poco, en la vieja Europa democrática —y de forma singularmente agresiva en España— surge una nueva intolerancia que, recordando los viejos totalitarismos que creíamos superados, pretende restringir derechos fundamentales como la libertad de pensamiento y la libertad ideológica y religiosa, atacando los fundamentos pluralistas de una sociedad libre en nombre de la presunta evidencia de la nueva ideología del seudoprogresismo laicista de género.
Algunos sectores europeos radicales y algunos gobernantes españoles pretenden violentar libertades básicas de los ciudadanos para imponer con carácter coactivo e intolerante —apoyándose en el Estado— su propia visión ideológica a costa de suprimir libertades y derechos básicos como la libertad religiosa, la objeción de conciencia, la educación en libertad o la libertad de pensamiento en materia de sexualidad. Esta nueva intolerancia se manifiesta especialmente en el desprecio a la libertad de conciencia de profesionales y funcionarios (como hace la nueva «ley del aborto» en España), en los intentos de restringir o cercenar la libre expresión de la libertad religiosa (como pretende hacer la anunciada y ahora aplazada nueva ley de libertad religiosa en nuestro país) y en el intento de imponer en nombre de la llamada «igualdad de género» una visión única y excluyente sobre la homosexualidad y otras formas de conducta sexual (como anuncia hacer la nueva ley de lucha contra la discriminación de género) y en las restricciones cada vez más fuertes a la libertad de educación por parte de las familias.
Como síntomas de esta nueva intolerancia en nuestra sociedad se pueden denunciar: los intentos sectarios por retirar de lugares públicos o de uso común, como la escuela, los símbolos religiosos de la tradición cristiana; la imposición en la escuela pública de posturas ideológicas particulares de las mayorías políticas coyunturales en materias susceptibles de variedad de opiniones como las que tienen que ver con la concepción del matrimonio, la sexualidad o la moral; las restricciones a la libertad de los centros escolares para definir proyectos pedagógicos plurales y diversos y a la libertad de los padres para optar entre tales proyectos; los intentos de restringir o negar el derecho de objeción de conciencia frente a imposiciones legales incompatibles con convicciones serias, fundadas y respetables como sucede con la negativa a colaborar en la práctica de abortos; el adoctrinamiento en la escuela en la ideología de género imponiendo una única visión de la sexualidad aduciendo razones infundadas de salud pública; las propuestas para expulsar de la vida pública y social de las expresiones de las convicciones religiosas de las personas libremente asumidas y vividas y de los actos de culto; las propuestas para restringir la libertad de pensamiento sobre la homosexualidad como si de atentados a una presunta «igualdad de género» se tratara; las propuestas para imponer los prejuicios del homosexualismo político como obligatorios, encubriendo —como exigencias de la lucha contra la «discriminación por razón de orientación afectivo-sexual»— las imposiciones ideológicas del lobby gay y sus pretensiones de presencia en todos los ámbitos de la vida social, educativa y empresarial; los intentos de presentar como antidemocráticos y fundamentalistas los planteamientos conceptuales de quienes no comparten la antropología de la nueva ideología de lo políticamente correcto de la izquierda imbuida de ideología de género, laicismo y rechazo a la vida.
En las sociedades libres de Occidente germinan estos nuevos brotes de agresiva intolerancia defendidos por los presuntamente tolerantes, frente a los que conviene defenderse para preservar las libertades. Y la primera defensa es la denuncia de lo que está pasando ante nuestros —¡demasiadas veces!— indiferentes ojos.
ABC
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