miércoles, 12 de mayo de 2010

EL PRECIO DE LA NOCHE

          No son pocos los jóvenes que opinan que la libertad es un bien tan grande que nada merece la pena si hay que sacrificarla. Libertad sin fin y sin límites. Y al que le pique, que se rasque. Sin embargo, cuando hemos elegido, nos hacemos responsables de la felicidad o infelicidad que provoca mi elección.

Lamentos tardíos.

          Laura me contaba que, cuando sale los sábados por la noche, siempre tiene en cuenta que no puede gastar todo el dinero que lleve. Ha de reservar lo suficiente para el taxi que la devuelva a casa, pues vive en una zona residencial y le da miedo volver en autobús y andar sola por la calle a esas horas. «Pero, le pregunté, ¿no te acompaña Borja a casa?» Borja es el chico con el que Laura está saliendo, van a la misma clase y viven en la misma urbanización. «No, yo tengo que volver a la una como tarde y a él le dejan hasta las dos», fue su natural respuesta.

          A uno ya no le sorprende nada, pero no deja de ser sorprendente que a Laura y a Borja no les sorprenda esta incoherencia. Quizá algunos sigamos pensando con esquemas medievales, pero más allá de la cortesía, parece lógico esperar que Borja sacrifique una hora de diversión para acompañar a casa a su novia y ahorrarle la congoja de tener que pedirle al taxista que espere a que ella haya abierto la puerta de su casa para marcharse. Todos los años nos enteramos de los más espantosos crímenes cometidos a chicas que regresaban solas a casa. A veces fueron sólo unos centenares de metros de caminar solitario, y después el novio o quien sea se lamenta de no haber tenido los reflejos suficientes para acompañar a la muchacha. ¡Ah, los lamentos tardíos! No pretendo extenderme sobre el miedo a los psicópatas, sino más bien –en un tono de mayor normalidad- al sacrificio que hace falta para dar paz a otra persona.

Torturado por la dictadura.

          El prof. Lorda pone en uno de sus libros un ejemplo clarividente. Un día nos encontramos por la calle a un amigo al que conocimos en el extranjero. Sabemos que su país ha sufrido recientemente duras convulsiones políticas. Mientras tomamos café en un bar, nos cuenta su tragedia. Ha sido perseguido y torturado por sus ideas políticas. Perdió su trabajo y su familia saltó por los aires. No quería renunciar a sus ideales y su vida se convirtió en una pesadilla sin salida. Al escuchar su relato, nos embarga una ola de simpatía y de compasión. 

          Es humano solidarizarse con quien ha sido tan duramente castigado. Pero, cuando nos hacemos cargo de la situación, no deja de asombrarnos una cosa. «Y, ¿cómo has podido salir de allí?», preguntamos a bocajarro. Nuestro amigo baja la vista. «Ya no podía resistir más. Había llegado a mi límite». Y nos cuenta, entre lágrimas, que para que la policía le dejara en paz no tuvo más remedio que delatar a sus compañeros. Toda nuestra simpatía se viene al suelo.
Javier Láinez
ARVO
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