En las últimas semanas he escrito varios artículos para defender a Benedicto XVI de los injustos ataques que estaba recibiendo por parte de la progresía mundial, tomando como excusa los espantosos delitos de pederastia cometidos por algunos sacerdotes. Quiero dedicar éste a defender a un Papa del futuro, cuyo nombre no conozco, y que gobernará la Iglesia dentro de treinta, cuarenta o quizá cien años. No quiero que ese Pontífice se vea sometido a la persecución mediática que hoy acosa al actual. Para ello considero imprescindible llevar hasta el final la norma de «tolerancia cero» que Benedicto XVI ha decretado para los casos de abusos a menores.
Estoy completamente de acuerdo con esa norma, pero creo que debe aplicarse no sólo a esos pecados-delitos, sino a otros con los que la sociedad actual es más o menos complaciente. Si hace cuarenta años se hubiera puesto en marcha la ley de la «tolerancia cero» contra la pederastia, hoy no tendríamos que estar pidiendo perdón. Si hoy no aplicamos esa ley a esas otras causas, tendremos que arrepentirnos públicamente de haber sido condescendientes con ellas cuando la gente cambie su percepción acerca de las mismas. Me refiero, sobre todo, a dos: la familia y la vida, el cuarto y el quinto mandamiento.
La sociedad actual ha avanzado en los últimos años hacia el suicidio colectivo al equiparar la familia con uniones que no lo son y, sobre todo, al permitir la matanza masiva de inocentes a través del aborto, como acaba de recordar Benedicto XVI en Fátima. Entre los atentados a la vida hay que destacar también la violencia terrorista, así como la llamada «violencia revolucionaria» que, en muchos casos, no es más que un sinónimo justificativo de la anterior.
La sociedad actual ha avanzado en los últimos años hacia el suicidio colectivo al equiparar la familia con uniones que no lo son y, sobre todo, al permitir la matanza masiva de inocentes a través del aborto, como acaba de recordar Benedicto XVI en Fátima. Entre los atentados a la vida hay que destacar también la violencia terrorista, así como la llamada «violencia revolucionaria» que, en muchos casos, no es más que un sinónimo justificativo de la anterior.
La respuesta de la jerarquía de la Iglesia , especialmente de los Papas, ante esto, ha sido siempre clara y contundente: se han rechazado las equiparaciones entre familias y uniones de hecho o de personas del mismo sexo, se ha condenado el aborto, el terrorismo y, desde aquel documento vaticano –debido a Ratzinger–que rechazaba la teología de la liberación de influencia marxista, no cabe ninguna duda de que ese camino le está prohibido a los católicos. Por lo tanto, esa jerarquía eclesiástica está razonablemente protegida ante el juicio de la historia. Sin embargo, cabe sospechar que quizá dentro de unos años no se esté tan seguro de ello como ahora lo estamos y que, como he dicho, al Papa de turno se le pasen algunas facturas por lo que hoy se ha dejado de hacer.
SANTIAGO MARTÍN
LA RAZÓN
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