Precioso el testimonio de Salvador en el fallecimiento de su hermano José Luis. Descanse en paz. 
De nuevo tendría que pedir excusas a los lectores por ocuparme de temas personales. El perdón sería ampliable a mi hermano mayor José Luis, por referirme en público a su reciente fallecimiento. Pero afluyen tantas cosas a la cabeza y al corazón que cuesta escribir de otros temas. Y estoy seguro, además, de que cuantos hemos seguido de cerca los últimos meses de su existencia terrena, rechazaremos siempre las simplificaciones ideológicas postmodernas sobre el fin de la vida humana.
 
De nuevo tendría que pedir excusas a los lectores por ocuparme de temas personales. El perdón sería ampliable a mi hermano mayor José Luis, por referirme en público a su reciente fallecimiento. Pero afluyen tantas cosas a la cabeza y al corazón que cuesta escribir de otros temas. Y estoy seguro, además, de que cuantos hemos seguido de cerca los últimos meses de su existencia terrena, rechazaremos siempre las simplificaciones ideológicas postmodernas sobre el fin de la vida humana.
José Luis murió en el Hospital Centro de Cuidados  Laguna, donde estuvo maravillosamente atendido desde el 30 de marzo  (justo el día en que falleció mi otro hermano, Fernando). Apenas tres  días antes mis sobrinos recibieron la sentencia del Clínico de San  Carlos, donde había estado internado varias semanas, llevado también  con  enorme profesionalidad y detalles humanos. Les dijeron que se  ocupaban desde allí de pedir plaza en centros de cuidados paliativos,  porque no se podía hacer nada, ante lo avanzado de su cáncer y su  debilidad general. Entre las posibilidades, me hablaron del “Dr.  Laguna”, quizá deformación segoviana, por el recuerdo del famoso médico  de Carlos V. 
 
Pero se trataba de Laguna, cuya prehistoria  conocía bien. En 1975 pude escribir los Apuntes sobre la vida de Mons.  Escrivá de Balaguer en poco tiempo, porque aún la documentación era  relativamente escasa. Pero sí había ya muchos datos de la amplitud de su  esfuerzo a favor de los pobres y enfermos de las barriadas extremas en  el Madrid de la Dictadura y de la convulsa República. Entre tantos  lugares, aparecía el barrio del Lucero, donde está ese centro,  ciertamente articulado, como dirían en Italia: tiene, siempre para  personas mayores o gravemente enfermas, servicio de atención  domiciliaria, centro de día y habitaciones. Dentro de poco contará  también con una zona para lo que llaman, si no entendí mal, una Unidad  de Respiro, para apoyo de las familias con enfermos dependientes.
 
Es  difícil resumir en pocas líneas el excepcional trabajo que se realiza  en Laguna. No dejé de escribirles una carta de agradecimiento. Acudí  también una mañana para dar personalmente las gracias a quienes habían  tenido a lo largo de varias semanas tantos detalles de afecto y de  quehacer profesional de primera. Varias personas, ante mi asombro,  coincidieron en decirme algo así como: “somos nosotras las que estamos  muy agradecidas a ustedes”. De entrada, me quedé cortado. Pero luego he  ido dando vueltas a la razón profunda de esas palabras sencillas y  reciamente humildes: el servicio a los demás hace aún mejores a quienes  lo prestan con alegría, abnegación y cariño. Estoy persuadido de que, en  torno a Laguna, nunca nadie se sentirá solo: allí tienen el secreto de  la piedra filosofal que convierte en dicha la posible tragedia  contemporánea de la soledad de los mayores.
 
Desde luego, mi  hermano tuvo la suerte de no sufrir y, sobre todo, de gozar de la  constante compañía de sus hijos. Diabético perdido, cada vez veía menos.  No perdió su afición al deporte. De hecho, la víspera de su muerte  (pues estuvo lúcido y sin dolores hasta el final), había “visto” desde  la cama con uno de sus hijos la semifinal de Federer en Madrid. No vio  luego a Nadal, pues empezó a encontrarse mal después de cenar. Y murió  esa noche. Le acompañaba su hijo mayor. Para la historia íntima de la  familia, queda la foto de su sonrisa ese mismo día de san Isidro,  rodeado por su hija y sus tres nietas vestidas de chulapas.
 
Estoy  seguro de que la Virgen le ha recibido con los brazos abiertos. A sus  pies se casó en los sesenta en el Santuario de la Fuencisla. Y murió en  la víspera del comienzo de los cultos que a esa advocación mariana  organiza la Congregación más o menos ligada al Centro Segoviano de  Madrid, del que fue Presidente. Pocos días antes, el Cardenal Rouco, en  su detenidísima visita a Laguna, donde también visitó a los enfermos, le  dio una estampa de la Almudena y le hizo por dos veces la señal de la  cruz en la frente.
SALVADOR BERNAL 

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